PINTURA

“El poeta pobre”, de Carl Spitzweg (1839)

poeta pobre

De vida tranquila y algo provinciana, Spitzweg supone en muchos aspectos el contrapunto del arquetipo del artista de la Edad Contemporánea. Sus biografías presentan casi el tamaño de una reseña, y esto no se debe a que su existencia fuese corta o a que se conozcan pocos datos al respecto, sino a que realmente no hay mucho que contar. Ni era dado a vicios o escándalos, ni sufrió ninguna desgracia considerable, ni se vio envuelto en hecho insólito alguno. Lo más destacable en su devenir fueron los numerosos viajes de aprendizaje que realizó ―aunque, salvo por su asistencia a la Exposición Universal de París de 1851, todos se circunscribieron al mundo germánico― y la curiosa manera autodidacta en que aprendió a pintar. Estudiante de farmacia, a los pocos años de graduarse sufrió alguna enfermedad grave ―lo cual tampoco era extraño en aquel tiempo de una sola vacuna y ningún antibiótico― que requirió un prolongado periodo de convalecencia durante el que se distrajo acudiendo todos los días a la pinacoteca de Múnich, donde se dedicaba a copiar maquinalmente las cuadros de los pintores flamencos. Lo cierto es que en su obra pueden encontrarse ciertas deficiencias técnicas que quizá sean fruto de esa formación heterodoxa, aunque resulta difícil de dilucidar, ya que el gusto romántico renegaba del perfeccionismo. Según varias fuentes, se trata del pintor más popular de Alemania, si bien de no ser precisamente por este lienzo, probablemente no pasaría de ser considerado un pintor bávaro de ámbito regional.

Spitzweg es frecuentemente calificado como un pintor de género, en el sentido de que gustaba de reflejar escenas de la vida cotidiana cercanas al costumbrismo, tal y como en diferentes momentos históricos hubiesen podido hacer Vermeer o los regionalistas norteamericanos. Sin embargo, debido a su componente caricaturesco, “El poeta pobre” no responde con exactitud al concepto de pintura de género. Aunque el arte satírico nació con el propio arte, la caricatura tal y como hoy la conocemos presenta un desarrollo mucho más corto. En realidad no es hasta la consagración de la libertad de pensamiento, con las revoluciones liberales, cuando esa forma de expresión gráfica comienza a difundirse gracias a la publicación de los primeros periódicos de tirada estable. A pesar de surgir prácticamente al mismo tiempo en toda Europa, sus códigos iconográficos difieren de un país a otro. En Alemania las bases de ese arte fueron sentadas por Chodowiecki a finales del siglo XVIII, y durante la restauración del Antiguo Régimen, entre el Congreso de Viena de 1815 y el renacer revolucionario de 1848 ―periodo conocido en Alemania como “Biedermeier”―, se configura como el último reducto tolerado al liberalismo. No he encontrado ninguna referencia escrita que relacione a ambos artistas; sin embargo, Spitzweg también se dedicó a la ilustración satírica durante un periodo de su carrera, y, en mi opinión, son evidentes los paralelismos entre este lienzo y el cuadro de Chodowiecki “Die Wochenstube” ―generalmente conocido en España como “El cuarto de los niños”―.

Llegados a este punto, es necesario precisar que existen dos interpretaciones contrapuestas de “El poeta pobre”. Por un lado están los que se lo toman como una exaltación de la vida bohemia, dado que a pesar de estar sometido a todo tipo de privaciones el artista parece feliz componiendo sus versos. Por el otro se presentan los que consideran todo lo contrario, que realmente se trata de una burla del falso genio, del pretendido artista que vive obsesionado con demostrar a los demás lo injustamente que están tratando su grandiosa obra. Yo no puedo sino colocarme en una posición equidistante, puesto que encuentro por igual argumentos en contra y a favor de ambas teorías.

Es cierto que el cuadro manifiesta un componente caricaturesco descarado, pero no lo es menos que ésa es una de las notas perennes en la obra Spitzweg y que probablemente se deba más bien a un rasgo estilístico que a una deliberada intención burlesca. Además, parece ser que el pintor se mantuvo ajeno al mundo bohemio de Múnich, por lo que no resultaría demasiado coherente ni que lo criticase ni que lo alabase. Por otra parte, existen elementos en el cuadro que quizá indiquen que el retratado no era alguien desconocido para el pintor o, por lo menos, incomprendido. Generalmente, tan sólo los poetas neófitos miden los versos con los dedos, tal y como hace el protagonista. Una vez que el rigorismo de la estrofa penetra en sus arterias, el rapsoda comienza a pensar en verso, por lo que se acordará de sus dedos tanto como un buen concertista de un metrónomo; y de ningún modo, y por muy compleja que sea ésta, necesitará grabar la estructura compositiva en sus paredes ―tal y como aparece en la imagen―. Pero también es verdad que la escritura es el arte solitario por excelencia, por lo que resulta extraño que alguien en principio ajeno a la creación lírica conozca esa costumbre si no se la ha revelado alguien de absoluta confianza.

Además, aunque la figura en sí pueda resultar ridícula, todo su entorno está constituido por elementos de seriedad absoluta, que más que una visión sarcástica denotan cierta expresión de cinismo desesperanzado o incluso de resignación. Así, en medio de un ambiente de miseria, encontramos elementos propios de un alto burgués decimonónico, como la levita, la chistera, el pañuelo croata al cuello o el propio paraguas ―por mucho que en este caso cumpla la función de paliar una gotera evidentemente persistente, puesto que el cielo que se entrevé por la ventana aparece azul―. Quizá con estas inclusiones se pretenda expresar la doble vida del artista vocacional, que de cara a la sociedad se maneja como una persona educada y culta y, de puertas adentro, cuando se encierra con su pasión, se convierte en un auténtico cerdo funcional, al que la acumulación de polvo y demás zarandajas se le aparecen como un problema secundario hasta que consiga dar con la obra maestra que al final siempre se le acaba escapando de las manos. Más evidentemente alegórico podría resultar el cuadrante dominado por la estufa ―esquina inferior izquierda del observador―, en la que se queman y esperan a ser quemados varios manuscritos. ¿Por qué se emplean como combustible si constituyen el fruto de su obsesión? Porque no valen nada; porque fueron magníficos mientras se mantuvieron en proceso de creación, pero después acabaron oliendo a la misma basura de siempre. Independientemente de que la posteridad se encargue o no de elevarlos a categorías sobrehumanas, cualquier artista que se precie reniega de su obra muy poco tiempo después de haberla terminado: dado que la ha concluido, ya no se trata de ese ideal inalcanzable que espera poder aprehender alguna vez a fuerza de perseverancia. Para un buen escritor, un trabajo concluido debe ser un trabajo muerto que no le conduce más que hasta otra hoja en blanco; debe representar para él lo mismo que el diario de ayer para un periodista. Si un pintor vende sus cuadros y puede que no vuelva a verlos en toda su vida, ¿por qué debería un escritor aferrarse a su obra de otra manera?

Todo ello me lleva a la siguiente conclusión: Dada la hermandad que existe entre los artistas de todas las disciplinas y su tendencia común a disfrazarse, es frecuente encontrar ejemplos en la literatura en los que un escritor encarna a su alter ego en un músico (v. gr., “La pianista”, de Elfriede Jelinek), en un fotógrafo (“Las babas del diablo”, de Julio Cortázar) o en un pintor (“Manual de pintura y caligrafía”, de José Saramago). Por ello, no me parece descabellado pensar que en esta ocasión Spitzweg haya seguido el camino inverso. De este modo, el cuadro sería en realidad un autorretrato idealizado e hiperbolizado, algo, por otra parte, consustancial a la caricatura.

Deja un comentario