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“Smoke”, de Günter Blum (1995)

smoke blum

Suele decirse, en detrimento de la obviedad, que las cotas más altas de erotismo se alcanzan mediante la insinuación. Se supone que una muestra sutil dispara la imaginación del espectador de una manera tan ilimitada como lo sean sus propias fantasías, mientras que la explicitud permite poco margen de maniobra a la inventiva ―quizá eso explique la misteriosa pasión que todos los regímenes autoritarios han demostrado por el arte realista más tópico―. Aplicando ese principio, esta fotografía carecería prácticamente de erótica o la exhibiría en su vertiente más zafia. Sin embargo, no es así, sino todo lo contrario: el mero hecho de que se muestre abiertamente una vulva depilada no significa que se haya despojado a la modelo de sus últimos velos, sino más bien que se han invertido los términos habituales. Cuando un artista se limita a colocar a sus personajes en posturas insinuantes, los cubre de transparencias, los semidesnuda o aprovecha sus miradas para expresar sensualidad, realmente lo que está haciendo es guiar el deseo del espectador hacia lo que permanece oculto, que por tendencia natural suele reducirse a los reclamos sexuales físicos más primarios. En cambio, en “Smoke” se nos da ese trabajo hecho y se nos invita a ir más allá: aquí se ofrece el sexo como un hito del camino fácilmente superable y no como su fin último.

La imagen parece bifurcarse, de modo que nos encontramos con dos realidades distintas, una gobernada por la cabeza y la otra por las piernas, que muy bien podrían conformar entidades independientes y que sólo por la lógica de la costumbre percibimos como partes de un mismo ser, pues no existe en la instantánea elemento alguno que sirva de juntura entre ambas. A mi juicio, no deja de constituir una alegoría de la dicotomía múltiple que se plantea constantemente entre nuestro yo público y nuestro yo privado, entre la cara que ofrecemos y lo que verdaderamente somos, entre nuestra personalidad humana y consciente y nuestro físico animal e instintivo.

El humo que titula la obra resulta inapreciable a la vista, pero logra ser evocado mediante el tratamiento del claroscuro y se consagra como el contexto que ayuda a difuminar el banzo entre ambas manifestaciones de la persona, tan enfrentadas que incluso presentan combinaciones cromáticas inversas. De algún modo, el fotógrafo sitúa al público en una especie de partida de ping-pong entre dos focos de atención, y este conflicto acaba resolviéndose a favor de la expresión facial: inevitablemente, triunfan la complejidad y la individualidad sobre la simplicidad y la uniformidad, de manera que los órganos sexuales quedan relegados a una suerte de adorno del rostro ―especialmente cualificado, eso sí; pero casi a la altura del cigarrillo que se consume amplificado por la gracilidad que le concede la boquilla―. A pesar exhibirlo en primer plano, el gesto de la modelo no está ofreciendo su pubis al espectador, sino que más bien parece retarle erigiéndose en la dueña exclusiva de todas y cada unas las partes de su ser.

Puede que ese constante funambulismo que mantuvo entre el erotismo y la pornografía, unido a una personalidad introvertida y poco dada al autobombo, sea el principal motivo de que la figura de Günter Blum permanezca aún hoy en la segunda fila de la fotografía erótica. En mi opinión, su trabajo no desmerece ante el de gigantes del género como Helmut Newton o Lucien Clergue, e incluso aporta experimentos más profundos y útiles en el tratamiento expresivo de la perspectiva a través de los juegos de luces. Otra circunstancia que quizá le haya condenado a ser un artista de minorías es su temprana muerte ―en 1997, a los cuarenta y ocho años, víctima de un cáncer de pulmón―, que le impidió desarrollar plenamente su potencial creativo, de modo que su obra parece quedar algo encasillada en la explotación de una estética retro tomada sin disimulo del expresionismo cinematográfico alemán. A esa falsa sensación de que sus instantáneas repiten una y otra vez un modelo predefinido contribuye el hecho de que prácticamente sólo trabajara con una modelo durante toda su vida: su novia y posterior esposa Sylvie ―que nos saluda con extraordinaria y modélica simpatía sobre estas líneas―.

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