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“La virgen”, de Gustav Klimt (1913)

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Aunque casi nadie podrá dudar de que la mayoría de los cuadros de Klimt resultan objetivamente “bonitos” por su composición cromática increíblemente compleja y equilibrada, no creo que sea ésta la virtud de su obra que lo haya convertido en el pintor más popular y comercial de la historia, sino que los motivos de su fama probablemente transciendan lo estético para internarse en lo psicológico. Si el público de Klimt ofrece algún rasgo que ayude a caracterizarlo, seguramente éste venga dado por la amplia mayoría de féminas que domina sus filas; y no debe extrañarnos que así sea, puesto que se dedicó a pintar mujeres para las mujeres. No es que se deleitara en exaltar la belleza física, sino que presenta la peculiaridad de ahondar en la sustancia de lo femenino de una manera mucho más incorporal. Las modelos de Klimt responden en frecuentes ocasiones a una visión de la hermosura, cuando menos, alejada de los cánones clásicos; sin embargo, era capaz de dotarlas del aura de sensualidad desbordada que con frecuencia desprenden los rostros raros. La simple maestría técnica no habría bastado para obtener semejantes resultados, y supongo que a cualquier persona mínimamente sensible le resultará obvió que sus lienzos y tablas contienen tanta pintura como amor, tanto en el sentido particular ―por una persona en concreto―, como en el genérico ―hacia todo lo mujeril―. Parece ser que Klimt se consumó como un amante tan prolífico como discreto, y si bien se conoce muy poco acerca de su vida privada, al repasar su obra no pueden quedar dudas de que no le fue nada mal en el terreno amoroso. Se ha señalado también por muchos autores que el toque secreto del artista pudo tener su origen en una personalidad desinhibida y reflexiva que supo reconocer y explotar la parte femenina que todo varón contiene (aunque en ocasiones tienda a reprimirse ―con consecuencias nefastas, pues es en ella donde se encuentra la Piedra de Rosetta que le permitirá comprender el punto de vista del sexo opuesto―). Hay quien ha elucubrado incluso sobre la posibilidad de que estuviese influido por las teorías de Sigmund Freud acerca de la bisexualidad; sin embargo, y aunque es probable que se conocieran personalmente, no acabo de ver en qué lugar de una pintura tan evocadora se supone que puede encajar un planteamiento tan sumamente frío y teórico, así que me decanto por pensar que no se trata más que de otro intento de racionalizar algo tan instintivo como debe ser la creación artística.

La verdadera lástima es que sus obras más conocidas son las que representan jóvenes vitales con expresión de inteligencia y de ser plenamente conscientes de poseer un poderío erótico invencible, así como de saber cómo emplearlo para obtener sus fines, tanto los más dulces como los más siniestros, lo que las convierte en idóneas para representar un modelo de mujer fatal a lo Lauren Bacall encendiendo un cigarrillo o a lo Rita Hayworth pidiendo otro Dry Martini ante la desesperación de sus castigados pretendientes. Probablemente sea ese estímulo, más o menos consciente, el que ha llevado a muchas chicas a decorar las paredes de su casa con reproducciones de las obras del pintor austríaco. Y no digo que esto esté mal, desde luego, pero sí que me parece que se queda algo incompleto: la exaltación de la mujer en la obra de Klimt va mucho más allá y agota toda la vida femenina, tanto en el plano existencial, desde su nacimiento hasta su vejez y muerte; como en el emocional, repasando la proyección sentimental que puede tener sobre una mujer el deseo, la duda, la maternidad, la decadencia física u otros retos internos.

Precisamente en este cuadro se analiza, desde el punto de vista de la protagonista, un tránsito tan determinante como el que conduce desde la pubertad hasta el despertar de la madurez sexual. Aunque percibamos un conjunto de diferentes cuerpos superpuestos, lo que realmente estamos contemplando es una crisálida con una sola pasajera: la virgen del título, que ocupa el lugar central de la composición. Ésta se despereza cubierta por un vestido multicolor ―que podríamos tomar como una túnica ritual iniciática― tras haber estado aguardando en letargo el momento de aflorar, que parece ser inminente. Mientras tanto, como si se tratara de las alas de una mariposa, se han ido formando a su alrededor todas las manifestaciones que la nueva estación de su naturaleza conlleva: plenitud física, alegría y sensualidad; pero también pudor, amargura e incluso una niña residual que vuelve la espalda a su destino con miedo, pues aunque haya sido virgen toda su vida, es ahora cuando esa condición comienza a significar algo para ella.

A pesar de que Klimt siempre será asociado al simbolismo, esta obra en concreto pertenece a la etapa final de su vida y no responde a ese estilo, sino que se adentra hacia formas claramente influidas por el expresionismo naciente. Klimt no desdeñaba la obra de sus coetáneos, ni siquiera de los más jóvenes, y, haciendo gala de una humildad extraña entre las grandes figuras, siempre se mostró muy interesado por las evoluciones de las tendencias artísticas. No obstante, por suerte o por desgracia, ya era perro viejo cuando se fijó en las vanguardias coloristas y optó por adaptarlas a su creación con suma cautela. No debemos olvidar que se trataba de un profesional que vivía de vender sus cuadros, y no vivía nada mal, por lo que es normal que sacrificara planteamientos rompedores a favor de conservar sus señas identificativas ―con sus personales flores esquemáticas como una suerte de firma inconfundible, por ejemplo―. Al fin y al cabo, nunca se consideró ningún genio: “No soy especialmente interesante”, dijo de sí mismo; y no se trataba de ninguna demostración de falsa modestia: jamás pintó un autorretrato; aunque sepamos que la parte más oculta de su personalidad está presente en todas y cada una de sus creaciones.



Recomendaciones: Una manera excelente de tener toda la obra de Klimt a mano, con una gran calidad de impresión y a un precio más que razonable, es adquirir la nueva edición de «Gustav Klimt. Obras completas», de Tobias G, Natter, que Taschen ha lanzado hace escasamente medio año. Parece que la editorial se ha decidido a terminar con las imágenes a dos páginas y, en su mayor parte, las ha sustituido por páginas desplegables mucho más agradables y sin la distorsiones que provocaba la costura central. Un gran libro.



 

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