ESCULTURA, INSTALACIONES Y VIDEOARTE

«Acceptance», de Bill Viola (2008).


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Aunque ya va contando con su particular Olimpo bien nutrido, el vídeo sigue constituyendo una forma de arte que interesa a un público muy minoritario. En mi opinión, esto es debido a una multiplicidad de factores que acaban desembocando en dos grandes desventajas de este formato frente a otras manifestaciones artísticas: no suele ser fácil acceder a su exhibición y con frecuencia resulta complicado de entender. Por si fuera poco, aun contando con una base material ―como la pintura―, no es aprehensible ―como la danza―, de manera que su adquisición para colecciones privadas parece un poco absurda y sus creadores prácticamente quedan condenados a depender del mecenazgo.

Además, se trata de un arte resignado a luchar eternamente por diferenciarse del cine. A pesar de basarse en lo mismo ―la representación de imágenes y sonidos dinámicos―, sus técnicas son muy distintas, de manera que podríamos estar hablando de una relación semejante a la existente entre pintura y fotografía. Pero quizá la gran diferencia entre el cine ―incluso el experimental― y el videoarte consista en el fin que se persigue con cada uno: el cine narra, el arte en vídeo busca exclusivamente transmitir sensaciones, en ocasiones a través de apariencias de narración que siempre acabarán resultando irracionales. En este sentido, podríamos hablar de una distancia aun mayor que la que apreciamos entre prosa y poesía o entre figuración y abstracción. Nadie se ha molestado en enseñarnos a interpretar los vídeos, así que las primeras veces que nos enfrentamos a este formato resulta casi inevitable que lo valoremos de acuerdo con criterios cinematográficos, porque es lo que hemos mamado desde que alguien nos colocó delante de una televisión por primera vez en nuestra vida. Además, es un tipo de arte que se presta como ninguno a la captación de interferencias, por lo que, en mi opinión, sólo puede ser disfrutado plenamente en museos y salas de exposiciones convenientemente adaptadas. (Por ello, la diferencia entre la naturaleza de las instalaciones y el vídeo se me antoja tan escasa que he optado por incluir ambos campos en una sección común.)

Otro error en el que la gran mayoría caemos ―en términos artísticos, llamo error a todo lo que coarte el pleno disfrute de una determinada obra― es el de tratar de buscar un sentido interpretativo a lo que percibimos, sin darnos cuenta de que eso supone constreñir con lenguaje semántico lo que nos ha sido transmitido directamente como una sensación. Así, prosiguiendo con símiles tontos, el videoarte sería a la poesía lo que la televisión de alta definición a la analógica o la telepatía a la literatura. Desde luego, no resulta nada sencillo lograr ese resultado, por lo que si no nos gusta una obra de vídeo, eso no significa necesariamente que no hayamos sabido captarla, sino que existen muchísimas posibilidades de que se trate de una obra fallida o sencillamente mala. Pero, por una especie de compensación divina, el videoarte también posee una curiosa característica que destaca sobre el resto de las formas de expresión artística: si alguna vez nos topamos con una obra en vídeo que realmente nos impacte, no podremos olvidarla mientras vivamos. Doy fe.

Por todo lo dicho, resultaría incoherente que ahora me pusiera a interpretar lo que veo en “Acceptance”, por lo que me limitaré a ofrecer ciertos apuntes objetivos. La aceptación es la última etapa del duelo en el ―siniestro e inquietante― modelo de Kübler-Ross, hoy comúnmente aceptado como la pauta dinámica del comportamiento humano ante una tragedia propia. En el vídeo, comenzamos viendo a una mujer poco definida que va transformándose a medida que le cae encima una ducha implacable que le hace sufrir hasta la monstruosidad, para, al final, superado el trance, emerger aliviada dando un paso al frente. Algo que me llama mucho la atención es la incongruencia de la cabeza con el resto del cuerpo de la protagonista cuando acaba su martirio, puesto que si la primera parece pertenecer a alguien envejecido, el resto de su físico es propio de una mujer joven, tal y como se nos permite intuir también de su rostro en los primeros segundos del metraje. Igualmente, creo que huelga señalar la importancia del sonido en la obra. Realmente, la mayor parte de su fuerza de impacto reside en él, por lo que si no se visualiza aislado de cualquier interferencia auditiva y a un buen volumen, resultará mucho más difícil la captación del trabajo en su conjunto.

En definitiva, si alguien ha experimentado en algún momento una sensación similar o, sin haberlo hecho, posee una capacidad empática privilegiada, se mostrará identificado con las imágenes y conectará con el sentido del vídeo. Si no se halla en ninguno de esos dos casos, probablemente no lo haga; pero nada le impedirá disfrutar de una estética de lo horrendo, en mi opinión, magistral.

Un pensamiento en “«Acceptance», de Bill Viola (2008).

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