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“En la luz de la luna”, de Albert von Keller (1894).

von keller

A pesar de que su propuesta estética persiste plena de vigencia en la actualidad, la obra de von Keller en general ―y este cuadro en particular― resulta bastante difícil de interpretar. Ligeramente atrasado a su tiempo en lo artístico, pues pintó la mayor parte de su carrera al remolque de tendencias simbolistas moribundas, parece ser que, por el contrario, se evidenció más que avanzado en las demás facetas de su vida. Se cuenta de él que fue un forofo integrante del movimiento espiritista cuando todavía existían motivos para que esto significara ser curioso, inquieto y firme defensor del progreso ―y no un ignorante supino―. Se mostró también interesado en otro tipo de manifestaciones psicológicas y parapsicológicas, con especial atención a la hipnosis y a la exploración mental, y firme defensor y practicante del amor libre y, en cierto modo, del feminismo. Todos estos condicionantes pueden facilitarnos algunas pistas a la hora de analizar su obra, tremendamente polisémica, más allá de criterios meramente estéticos.

La imagen que capta con sus pinceles en este caso es apta para resultar atractiva a la mayor parte de los gustos; pero no cabe duda de que encierra un mensaje. ¿Cómo, si no, explicar que crucifique a una mujer anónima? Sin que sea posible negar que hubo casos excepcionales de crucifixiones femeninas, lo cierto es que el Derecho romano ―pues, a pesar de haber sido ejercida por otras culturas, la manera de ejecución que se representa en el lienzo es la latina― reservaba esta forma de martirio a los varones, y no a cualquiera, sino únicamente a esclavos, bárbaros, libertos y, anecdóticamente, a ciudadanos que hubiesen caído en una causa de infamia extraordinariamente grave. Llama la atención también el fondo inidentificable y onírico sobre el que se desarrolla la acción, situándola fuera de todo espacio y tiempo concreto. La interpretación fácil podría pasar por leer una crítica un tanto grosera al papel que la Iglesia católica reserva a las mujeres; pero, en mi opinión, debe ser descartada de raíz: en primer lugar, porque resultaría demasiado evidente y, por lo tanto, banal; además, debemos tener en cuenta que la época en la que fue pintado ―primeros años del siglo XX― fue probablemente en la que más clara estuvo la separación entre Estado e Iglesia, por lo que no existían motivos para llevar a cabo tal reivindicación; y, finalmente, porque von Keller se educó en un ambiente calvinista.

Mi teoría es que el artista simplemente representa a un ser humano, y que elige su manifestación femenina por dos motivos: por prestarse el cuerpo de la mujer a una mayor expresividad corporal que la del varón y por la llamativa capacidad de escandalizar, de romper con lo establecido, que supone clavar a una fémina en un lugar eminentemente masculino. La modelo no está muerta, y ni siquiera se encuentra completamente prisionera ―su brazo izquierdo le recuerda que su libertad individual es, por naturaleza, irreductible―; aparenta estar dormida o ser presa de un placer voluptuoso bastante calmo, y, desde luego, no sufre. Podríamos incluso afirmar que es ella la que ha elegido su situación; pero no como castigo o expurgo, sino como consecuencia inevitable de algo que le reporta una satisfacción física y psíquica mucho más rentable que el dolor que ofrece como contraprestación. ¿Y qué puede ser ese algo? Sólo se me ocurre la pasión amorosa.

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