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“Revolver”, de The Beatles (1966).

revolver portada

“Revolver” fue el séptimo LP grabado por los Beatles y ―tras “Pet Sounds”, de los Beach Boys, editado tan sólo un par de meses antes― el segundo de la historia del rock en ser concebido como una verdadera unidad artística. Había transcurrido más de un decenio desde que se inaugurara oficiosamente la llamada “era rock” ―con el lanzamiento del single “Rock Around The Clock” (1954), de Bill Haley and His Comets― y, tal y como le ocurrió en sus inicios al jazz o incluso al vals, el rock’n’roll seguía siendo considerado un tipo de música de muy escasa calidad y propia de los sectores menos cultivados de la sociedad. Hoy puede parecernos increíble, pero la realidad era que la mayor parte de los melómanos de aquella época se mostraban incapaces de encontrar la más mínima diferencia entre los primeros rocanroles de Little Richard, Eddie Cochran o Chuck Berry y las composiciones mucho más elaboradas que ya habían publicado los propios Beatles, los Rolling Stones o los Kinks en Gran Bretaña y Bob Dylan, los Beach Boys o numerosos artistas de la Motown en los Estados Unidos. Lo único que había cambiado desde entonces había sido la imagen que la mayor parte de la población tenía de estos músicos: de los peligrosos, agresivos e iconoclastas rebeldes sin causa a los que urgía reprimir, habíamos pasado a una serie de good guys más o menos locos, de los que convenía reírse como si fueran monos de feria, pero que no representaban un verdadero riesgo social. Además de la popularidad adquirida mediante la exhibición de algunas actitudes sumisas, como el alistamiento de Elvis Presley, el truco había consistido en cambiar el cuero negro por trajes ajustados con corbatas estrechas. Aunque esa indumentaria no era desconocida en el mundo de la música, fue el manager de los Beatles, Brian Epstein, el que la consagró como la nueva imagen de los rockeros, convenciendo también a sus pupilos de que se esforzaran por sonreír más, saludar educadamente al final de sus actuaciones y adquirir otra serie de pequeños comportamientos que les hicieran algo más digeribles para el público mayoritario. Desde luego, no se trataba de gustar a todo el mundo, sino de poder ser tolerados por la mayor parte de la gente. El experimento fue todo un éxito, y en pocos meses los Beatles y todos los grupos británicos que aprovecharon su rebufo se convirtieron en el fenómeno cultural de masas más impresionante de toda la historia.

Sin embargo, este triunfo masivo tuvo su cara amarga. El ser endiosados por las fans y reclamados desde cualquier parte del mundo era más de lo que podía esperar cualquier chico al que sólo le importara divertirse y ganar dinero con ello ―que, al fin y al cabo, es en lo que consiste la cultura rock―; pero se le quedaba muy corto a aquellos que contaban con una verdadera vocación artística. Así, superado un primer momento de auténticos paseos por las nubes, los Beatles comenzaron a sentirse frustrados con su día a día de actuaciones de naturaleza casi circense. Los equipos de sonido no tenían nada que ver con los de ahora, y había ocasiones en las que los chillidos histéricos del público ahogaban por completo la música ―años más tarde, John Lennon llegó a afirmar en una entrevista que era frecuente que, en medio de un concierto, dejasen de actuar para ponerse a soltar estupideces o a aporrear los instrumentos, sin que nadie se percatara de la diferencia―. Esta circunstancia, unida a una preocupación cada vez mayor por su seguridad personal y al intercambio de ideas con Dylan o los Rolling Stones, hizo que el grupo comenzara a sentirse mucho más a gusto en el estudio de grabación que sobre un escenario. Aún faltaban unos meses para que, tras una experiencia aterradora en Manila ―donde en menos de una hora corrieron sucesivamente el riesgo de morir electrocutados por sus propios instrumentos (empapados bajo una lluvia monzónica), despedazados por la muchedumbre y fusilados por orden de Imelda Marcos―, los Beatles anunciaran oficialmente el abandono de sus actuaciones en directo para dedicarse en exclusiva al trabajo de estudio. A partir de entonces, el mundo sólo les volvió a ver actuar en directo el 30 de enero de 1969, durante el concierto improvisado en la azotea de los estudios de Abbey Road durante las sesiones de grabación de “Let It Be”. No obstante, “Revolver” puede considerarse el primer fruto de esta nueva manera de comprender el rock, así como el inicio de su etapa psicodélica, que también comprendería “Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band” (1967) y los diversos singles alrededor del EP doble “Magical Mystery Tour” (1967).

revolverEn su nueva línea de artistas de estudio, el disco comienza con el conteo cazallero de George Harrison y las toses de Paul McCartney acompañadas de sonidos electrónicos, introduciendo así efectos sonoros no musicales que, si bien habían sido esporádicamente empleados en piezas clásicas desde principio del siglo XX, todavía resultaban inauditos en la esfera pop. A continuación se activa el sencillo riff de “Taxman”, una de las mejores composiciones de George Harrison, que le sirvió para terminar de abandonar el papel de benjamín del grupo y codearse con la calidad creadora del tándem Lennon-McCartney. Su madurez no sólo se hacía evidente en la construcción de una obra compleja sobra la base de un único acorde, sino en una letra punzante, de una ironía salvaje, en la que cargaba contra el sistema impositivo inglés, que en aquel momento se comía el noventa y seis por ciento de los beneficios del grupo. En un panorama musical que seguía acostumbrado a letras facilonas de amor ñoño, Harrison causó cierto escándalo al nombrar directamente por su apellido al Primer Ministro y al líder de la oposición ―Mr. Wilson y Mr. Heath― e introducir versos como “Now my advice for those who die/Declare the pennies on your eyes” ―”Éste es mi consejo para los que mueren/Declarad los peniques que cubren vuestros ojos”― o “Don’t ask me what I want it for/If you don’t want to pay some more” ―”No me preguntes para qué lo quiero/Si no deseas pagar algo más”―. (Cualquiera que esté obligado a presentar declaraciones trimestrales sabe a lo que se refería el bueno de George.)

El segundo tema del disco es “Eleanor Rigby”, una de las canciones más populares del grupo y, a mi juicio, una de las mejores de la historia de la música popular. Acompañado por dos cuartetos de cuerda, Paul McCartney declama una oda lúgubre con tintes románticos a las personas que se ven ancladas a la soledad en contra de su voluntad. Eleanor Rigby, la protagonista, parece ser una solterona aislada que asiste con amargura a bodas de desconocidos: “Picks up the rice in a church where a wedding has been” ―”Recoge el arroz de una iglesia donde se ha celebrado una boda”―. El otro solitario de la canción es un sacerdote católico, el Padre McKenzie, que “remienda sus calcetines por la noche, cuando no tiene a nadie alrededor”. Ambos personajes se encuentran en la última estrofa, cuando Eleanor “es enterrada junto con su nombre”, dando así a entender que su paso por la vida bien podría no haberse producido, porque nadie la recordará, ni siquiera el cura que ha dirigido la ceremonia, que se aleja de la tumba “sacudiéndose las manos de polvo” para volver a su soledad. “Eleanor Rigby” es en realidad un poema recitado sobre una base melódica que une la solemnidad de las cuerdas a un tempo acelerado que verdaderamente suena como los remolinos del viento de la tragedia ―según el propio McCartney, a la hora de buscar ese efecto tenebroso se inspiró en la banda sonora de “Fahrenheit 451” (F. Truffaut, 1966), compuesta por el grandísimo Bernard Herrmann―. Parece que, salvo algunos detalles puntuales, la autoría hay que atribuírsela en exclusiva a Paul McCartney, si bien John Lennon reivindicó su peso en la letra durante una de esas rajadas periodísticas a las que acostumbró al mundo inmediatamente después de la ruptura del grupo.

Si “Eleanor Rigby” supuso un tanto para McCartney en su rivalidad ya casi irreconciliable ―pero aún amistosa― con Lennon, éste se toma cumplida revancha en su sucesora, la genial “I’m Only Sleeping”, una de las primeras muestras de la poesía introspectiva que acabaría haciéndose una de las banderas de su obra. La letra de la canción, cuyos versos están dotados de un ritmo magistral desde el punto de vista literario, hace referencia al LSD ―siglas que todavía no significaban nada para la práctica totalidad de la población mundial―; sin embargo, no se trata de una celebración tópica de sus virtudes, como habitualmente suele interpretarse con simpleza, sino que la presencia del estupefaciente es meramente tangencial. La verdadera esencia del poema es el hastío, el spleen de Baudelaire, en el que la personalidad de Lennon fue tan tendente a caer durante toda su vida. El músico buscaba tranquilidad y aislamiento de la realidad que le rodeaba, y en aquel momento el LSD constituía su principal vía de escape, como podía haber sido cualquier otra. Las influencias lisérgicas adquieren mucho más peso en los arreglos musicales, que ofrecen el primer empleo por los Beatles de cintas magnetofónicas reproducidas al revés. Lennon y Harrison sudaron tinta junto a su productor, George Martin, con el fin de dotar de sentido musical a los solos invertidos de guitarra. El resultado fue impecable, pero tan extraño para los oídos de la época que Capitol decidió eliminar el tema en la edición estadounidense del disco, una muestra más de que al menos Lennon ya había renunciado por completo a la comercialidad a cambio de una libertad creativa plena.

Y lo mismo puede decirse de George Harrison en “Love You To”, una canción que extraña hasta a los fanáticos más incondicionales del grupo y donde Harrison dio rienda suelta a la atracción por la música hindú que venía sintiendo desde hacía poco y que acabaría contagiando a la mayor parte del panorama musical británico. Repleta de veladas referencias a los efectos de drogas indefinidas, supone una llamada a toda la humanidad a confluir en un mismo plano de amor y placer ―cuando el apogeo de la cultura hippie aún no había estallado―. Además, sus arreglos musicales y su base rítmica mestiza constituyen una de las principales piedras de apoyo para el desarrollo posterior del rock psicodélico.

La siguiente canción del disco, “Here, There and Everywhere”, es a mi juicio el único patinazo del álbum, y un patinazo clamoroso; y no porque fuera una mala canción, que no lo es, sino porque hay que hacer verdaderos esfuerzos para encontrarle algún nexo con el resto de la obra. El tema funciona como una especie de ancla en los primeros años del grupo, que si bien hoy son recordados de otra manera, en su momento fueron principalmente valorados por este tipo de baladas romanticonas. La calidad musical de su melodía, dotada del sello inconfundible de McCartney, es indiscutible, y tanto él como John Lennon, que solía reconocerle los méritos a regañadientes, la citan como uno de sus temas predilectos. Se cuenta que Paul la compuso mentalmente en poco menos de una hora, tumbado al borde la piscina de la casa de John. En este sentido, constituye una muestra más de la asombrosa facilidad para construir joyas melódicas que por aquellos años alumbró a McCartney; pero en mi opinión hubiese debido ser publicada en un single apartado de “Revolver”.

Tanto Paul como John vivieron una niñez difícil, aunque en sentido distinto. Mientras la de Lennon transcurrió como un drama continuo, la de McCartney fue más o menos plácida, aunque cortada de raíz por la pérdida prematura de su madre, víctima de un cáncer de pecho. Esto llevó a ambos compositores a observar la infancia con nostalgia amarga y a desarrollar una especial sensibilidad con todo lo que afectara a los niños. Fruto de ello, se incluyó “Yellow Submarine” como siguiente corte del disco, una canción dirigida exclusivamente al público infantil. Aunque se acabó convirtiendo en uno de sus éxitos más populares y hasta dio lugar a la producción de un largometraje de dibujos animados, se dudó bastante de su inclusión en el disco, por considerar que ya eran demasiadas excentricidades juntas incluso para ellos. Sus sesiones de grabación se recuerdan como las más divertidas que jamás se vivieron en los estudios de Abbey Road, y supuso una de las últimas ocasiones en las que los cuatro miembros del grupo colaboraron en perfecta unidad creativa. Solía ser habitual en los álbumes del grupo reservar una o dos canciones para la voz de Ringo Starr, y en esta ocasión se le adjudicó “Yellow Submarine”, por considerar que su timbre era el más cómico de los cuatro. Se trata de una las composiciones de los Beatles que ha dado más pábulo a la búsqueda de mensajes ocultos; sin embargo, todos ellos desmintieron esa supuesta presencia en multitud de ocasiones: se trataba de una canción divertida para niños y nada más, sin ningún sentido ni intención oscura.

La que sí que está repleta de intenciones oscuras es la última canción de la cara A, “She Said She Said”. La letra fue compuesta por John Lennon al estilo de sus clásicos mind games, que muchas veces se le ocurrían gracias al enorme provecho que sacaba de su dislexia. En esta ocasión, se inspiró en su segundo “viaje” bajo los efectos del ácido lisérgico, que llevó a cabo durante una gira del grupo por California, en una fiesta en la que coincidió con los Byrds, con Peter Fonda “y con un montón de putas”. Precisamente fue el actor, cuyo único mérito por aquel entonces era ser el hermano de Jane, el que proporcionó la droga y el primer verso de la canción, al manifestar como si tal cosa “I know what it’s like to be dead” ―”Sé cómo es estar muerto”―. En realidad, la frase no era más que una exageración desenfadada mientras le contaba a John una mala experiencia que acababa de tener en un hospital, pero a él le causó tal impresión que pasó varios meses dándola vueltas y tratando de incluirla en algún sitio. La obsesión de John Lennon con este tema que se resistía a nacer puede comprobarse escuchando las tomas alternativas que se incluyen en “The Beatles Anthology” (1995-1996), donde trata de desarrollar el ritmo a base de repetir una y otra vez la misma frase. Finalmente, parece que por consejo de Harrison y McCartney, decidió bajar el tono y ralentizar el tempo, de modo que la melodía toma el aspecto de una conversación distendida que sólo fue necesario rellenar con algunas frases geniales:

She said «I know what it’s like to be dead
I know what it is to be sad»
And she’s making me feel like I’ve never been born

I said «Who put all those things in your head
Things that make me feel that I’m mad
And you’re making me feel like I’ve never been born»

She said «You don’t understand what I said»
I said «No, no, no, you’re wrong
When I was a boy everything was right
Everything was right»

I said «Even though you know what you know
I know that I’m ready to leave
Cos you’re making me feel like I’ve never been born».

Ella dijo: “Sé cómo es estar muerto
Sé lo que es estar triste”
Y me estaba haciendo sentir como si nunca hubiera nacido.

Yo dije: “¿Quién puso todas esas cosas en tu cabeza?
Cosas que me hacen sentir que estoy loco
Y me estás sentir como si nunca hubiera nacido.”

Ella dijo: “No entiendes lo que digo”
Yo dije: “No, no, no, estás equivocada
Cuando era un niño todo estaba bien
Todo estaba bien.

Yo dije: “Incluso aunque sepas todo lo que sabes
Sé que es mejor que me largue
Porque me estás haciendo sentir como si nunca hubiera nacido”.

Originalmente, tras “She Said She Said” llegaba el silencio necesario para dar la vuelta al disco. Este efecto, que hoy se ha perdido por completo, fue tenido en cuenta por el grupo, ya que consideraron que esos segundos podrían funcionar como amplificadores de las sensaciones que hubiera despertado un tema con tantos ganchos psicológicos. Para compensar, la cara B comienza con “Good Day Sunshine”, uno de esos respiros de los Beatles que simplemente ponen contento. Tampoco es casualidad que empiece con una línea de bajo suavemente ascendente a modo de rampa, porque de ese modo se daba tiempo al oyente a cambiar de registro. Como casi todas las letras que compusieron, la de “Good Day Sunshine” ha dado para todo tipo de especulaciones; sin embargo, parece estar claro que fue otro de esos temas que a Paul McCartney le salían como rosquillas con sólo rascarse la cabeza.

El efecto se potencia hasta el éxtasis, esta vez de la mano de Lennon, con “And Your Bird Can Sing”, que en lugar de por su letra ingeniosa, por los virtuosismos de Harrison y por el desgarro vocal, será recordada como la canción de la que con más rabia renegó su compositor. Hay que señalar que, inmediatamente después de la disolución de los Beatles, John Lennon reaccionó haciendo gala de una crítica desproporcionada ante todo lo que tuviera que ver con su trabajo en el grupo. Existen hasta ensayos psiquiátricos que han perdido el tiempo tratando de dilucidar el proceso mental que llevó al músico a semejante autoflagelación pública, cuando probablemente no se trataba más que de una pose o de una desviación de su despecho hacia Paul McCartney ―porque, aunque popularmente se piensa lo contrario, lo cierto es que fue McCartney el primero en abandonar el grupo, y lo hizo mediante una rueda de prensa y sin advertir al resto de los componentes, que, por otra parte, sabían de sobra que era cuestión de tiempo que alguno de ellos se decidiera a poner fin al proyecto―.

En “For No One”, McCartney se luce con una de las canciones más lacrimógenas jamás escritas. En puridad, se refiere únicamente a la desesperación y la confusión de quien sigue amando a alguien que ha dejado de corresponderle. El problema es que cualquiera que haya tenido la desgracia de pasar por la experiencia sabe que ésas son exactamente las sensaciones que produce el trance: el sentir que la otra persona en realidad llora por nadie, por nervios o por costumbre, pero que puede proseguir con su vida como si tal cosa, mientras que el abandonado siente que le han extirpado los pulmones sin anestesia. Además de dar en el clavo con las palabras, Paul decidió imprimirle una serie de efectos sonoros que acrecientan el desgarro cardíaco, como el clavicordio sobre la pista rítmica de piano o el solo de corno inglés.

La siguiente canción del disco es “Doctor Robert”, una de las últimas ocasiones en las que John Lennon y Paul McCartney realmente compusieron codo a codo, como había sido norma en los primeros años de vida del grupo. La idea y la mayor parte de la letra hay que atribuírsela a Lennon, que quiso potenciar la imagen de chico malo que empezaba a labrarse mediante una ironía al respecto de un médico estadounidense con pacientes de clase adinerada, a los que cobraba millonadas exclusivamente por drogarles con todo tipo de estupefacientes. Se ha especulado mucho acerca de la verdadera identidad de este personaje, y aunque la mayor parte de la leyenda urbana habla de un tal Robert Freymann, que acabó haciéndose célebre en la Nueva York de los años 70, lo cierto es que este tipo de figuras proliferaban por aquel entonces en los Estados Unidos, donde todavía existía cierta ambigüedad y tolerancia legal hacia las drogas, principalmente porque el consumo de las más peligrosas aún no se había extendido tanto como para generar problemas sociales. Por lo demás, nos encontramos ante un ritmo acelerado y ascendente, marcado sobre todo por la guitarra de Harrison, con el que se pretende recordar el efecto de las anfetaminas. En un middle eight inusualmente cercano al final del tema, el tempo se ralentiza y se une con plácidos sonidos de armonio, emulando los efectos oníricos de sustancias más relajantes. Peter Shotton, el que fue el mejor amigo de Lennon y miembro de los Quarrymen ―germen de los Beatles―, afirmaría más tarde que John se tomó la canción como una especie de tomadura de pelo hacía sus seguidoras más histéricas y que se partía de risa cada vez que las imaginaba tarareándola sin tener la más mínima idea de su verdadero sentido.

“I Want To Tell You” fue una composición de George Harrison que llevaba meses siendo descartada por el grupo, y la verdad es que contiene una letra de lo más vacua y una melodía simplona. Sin embargo, Paul McCartney vio en ella la posibilidad de experimentar las nuevas técnicas que estaban aprendiendo y, por primera vez, ejerció en solitario el papel de productor y director musical. A base de juegos con las cintas, coros e instrumentaciones, sin duda consiguió colocar el tema a la altura del resto del álbum.

Algo parecido puede decirse de “Got To Get You Into My Life”, con la salvedad de que en esta ocasión él mismo realizó todo el trabajo, incluida la composición, que es bastante superior en calidad a la anterior. La principal novedad musical es la introducción de una sección de metales, que aportan al tema una base jazzística sobre la que después se edifica todo un edificio psicodélico. Al parecer, McCartney se pasó varias noches dando vueltas por todas las cuevas underground del Soho para elegir uno a uno a los músicos ―al contrario que los Rolling Stones, donde Bill Wyman y Charlie Watts habían formado parte de varios combos de jazz, ninguno de los Beatles estaba familiarizado con ese tipo de música―. Para añadir más potencia a esta sección, al igual que se había hecho en “Eleanor Rigby” con los cuartetos de cuerda ―con gran espanto para los intérpretes, por cierto―, los micrófonos se colocaron casi pegados a los instrumentos. El resultado fue tan bueno que se convirtió en otra de las canciones cuyo mérito siempre le fue reconocido por John Lennon, aunque en su momento generó algunas suspicacias entre ellos. Ringo, George y John habían comenzado a experimentar con el LSD unos meses antes, mientras que Paul se mostraba muy reticente. Esta actitud solía serle reprochada por el resto de los miembros del grupo, y cuando Lennon creyó entrever referencias diáfanas al ácido lisérgico en esta canción, pensó que su amigo y compañero se estaba drogando a escondidas y, lo que es peor, ¡sin compartir!

La que sí que es una canción completamente influida por el LSD es “Tomorrow Never Knows”, la obra maestra con la que materialmente termina el disco, a pesar de que fue la primera en ser grabada y la que marcó el nivel de las demás sesiones de “Revolver”. (Geoff Emerick, el ingeniero de sonido, confesó que jamás había disfrutado ni sufrido tanto dentro de un estudio, ya que “cuando parecía que el trabajo estaba terminado a alguno de ellos se le ocurría decir ‘vale, eso está bien; ahora vamos a ver cómo suena al revés’, o más lento o más rápido… Era el cuento de nunca acabar”.) Su autoría hay que adjudicársela prácticamente en su totalidad a John Lennon, si bien el mérito técnico de haber conseguido plasmar las ideas que éste llevaba en la cabeza hay que atribuírselo a la inventiva de George Martin. La complejidad musical es tal que resulta prácticamente imposible resumirla en pocas palabras, por lo que lo más indicado es escucharla una y otra vez hasta que desaparezca el sentimiento de extrañeza y se comprenda que nos encontramos ante una de las más altas cotas alcanzadas por el rock. Quizá lo más sorprendente de este tema sea su perpetua actualidad, sobre todo cuando la situamos en su contexto temporal y nos damos cuenta de que no se parece absolutamente a nada que hubiera existido antes. En ocasiones se compara su impacto con el que pudo asestar Miles Davis en el mundo del jazz con “Bitches Brew” (1970); pero la ruptura de Davis con lo anterior no llega al nivel obtenido por Lennon, y también tenemos que tener en cuenta que en 1966 el rock contaba con poco más de diez años de historia, mientras que “Bitches Brew” llega cuando el jazz ya casi cumplía un siglo de andadura. Por eso, cuando afirmamos que los Beatles son el grupo musical más influyente de la historia, nos referimos precisamente a que, sin darse cuenta, iban abriendo los caminos que después darían lugar a casi todos los innumerables subestilos que han hecho del rock una de las manifestaciones de cultura popular más ricas y diversas que se conocen.

Para componer su letra, John Lennon se basó casi exclusivamente en “The Psychedelic Experience” (1964), una especie de guía sobre la administración del LSD escrita por Timothy Leary. La obra partía de la neutralidad de “Las puertas de la percepción” (1954), de Aldous Huxley, pero venía teñida de un misticismo que influyó notablemente en el desarrollo de la tendencia mesiánica de John Lennon, que iría incrementándose hasta el punto de que, a finales de 1968, reunió al grupo para confesarles que sospechaba ser la reencarnación de Jesucristo ―por aquel entonces ya estaba enganchado a la heroína―. Quizá la primera manifestación de esta tendencia megalómana ―que, independientemente de su morbosidad, proporcionó grandes frutos a la música― se produjo justo antes de la grabación de “Tomorrow Never Knows”, cuando Lennon le indicó a George Martin que deseaba que su voz sonara “como si fuera el Dalai Lama cantando desde la cima de la montaña más alta sobre un coro de miles de monjes”. Parece que no había tantos monjes en el mundo y que, de haberlos, probablemente no cabrían en el estudio, así que Martin se centró en la primera parte del deseo. Su solución consistió en un complicado mecanismo que conectaba un órgano a un micrófono giratorio, de manera de que la voz de Lennon realmente acabó sonando como si surgiera del viento, sobre un coro de múltiples cacofonías armonizadas que fueron obtenidas a través de la técnica de bucle de cinta ―grabar el mismo sonido repetidamente en el mismo tramo de cinta magnetofónica, hasta que ésta queda saturada―. La más llamativa de todas ellas, por ejemplo, la que se ha venido llamando “de las gaviotas enloquecidas”, no es en origen más que una guitarra eléctrica distorsionada. Para lograr otros efectos, como la profundidad de la batería de Ringo, se recurrió a trucos algo más simples, como introducir jerséis de lana en los tambores ―que después pasaron por incontables filtros de sonido, claro está―. Los resultados sorprendentes de ésta y otras sesiones de estudio de los Beatles acabaron beneficiando a toda la música posterior, no sólo por su efecto inspirador, sino técnicamente, porque la EMI decidió apostar firmemente por el desarrollo tecnológico, que se aceleró a ritmo exponencial a partir de entonces. Pensemos que “Revolver” fue grabado exclusivamente en cuatro pistas, cuando ahora mismo cualquier equipo digital ofrece un número prácticamente ilimitado.

(Nota: Aunque no siempre dieron en el clavo, la presentación estética de sus trabajos fue un asunto al que los Beatles siempre otorgaron bastante importancia. Para ellos, la portada de un disco formaba parte de la obra en sí y, como tal, debía armonizarse con el contenido musical y servir de tarjeta de presentación y símbolo de lo que iba a escucharse ―de hecho, es posible seguir la evolución del estado de ánimo y de la compenetración entre los miembros del grupo a través de la sucesión de sus portadas―. En esta ocasión optaron por encargar el trabajo al alemán Klaus Voormann, que realizó un complejo collage en blanco y negro que amalgamaba dibujo y fotografía. Por aquel entonces, Voormann formaba parte del grupo Manfred Mann, pero su relación con los Beatles había surgido durante las primeras actuaciones de éstos en clubes de striptease de Hamburgo. Hasta que se la levantó el malogrado Stuart Sutcliffe, que todavía era el bajista del grupo, Voormann fue el novio de la fotógrafa Astrid Kirchherr: si no la inventora, sí que la responsable de que los Bealtes deprimieran sus tupés de teddy boys para adoptar el peinado hoy conocido, sorprendentemente, como “beatle”.)

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