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“El cumpleaños”, de Marc Chagall (1915).

elcumpleanos Chagall

“Estoy seguro de que Rembrandt me ama.» 

A base de deformar la percepción material, la pintura consigue recrear emociones de una manera que sólo parece al alcance de la música ―o quizá, en menor medida, del cine o de la fotografía―. Desgraciadamente, y salvo que hayamos nacido dotados de una capacidad empática sublime, necesitamos haber vivido una determinada sensación para reconocerla con plenitud en la expresión artística de otros. De este modo, si nunca nos hemos visto encerrados en una cárcel de angustias y no ha venido a rescatarnos, transformada en un ser mágico, la única persona capaz de hacerlo, no lograremos comprender del todo por qué a los amantes del cuadro se les permite flotar sobre su realidad por un instante.

Abría la ventana y junto con Bella entraban en mi cuarto azul de cielo, amor y flores. Vestida toda de blanco o de negro aparece desde hace ya tiempo en mis cuadros, como guía de mi arte.

(Fragmento de “Mi vida”, de Marc Chagall, 1923)

La pareja se había casado hacía pocas semanas en contra de la voluntad de los padres de Bella, que desconfiaban del origen humilde y del presente casi mísero del pintor. Su opinión se dulcificó un poco cuando, exactamente nueve meses más tarde, nació Ida, la única hija de la pareja, que posteriormente ―algo más crecidita― se convertiría en la máxima divulgadora de la obra de su padre por todo el mundo. En realidad, podemos afirmar que Marc Chagall llegó a ser quien siempre será gracias a las principales mujeres de su vida: Bella, Ida y Feiga-Ita, su madre, que le dio la oportunidad de escapar del opresivo ambiente cercano al judaísmo ortodoxo en el que había nacido. Si queremos hacernos una idea de cómo pudo ser la infancia de Chagall, debemos imaginarnos un escenario parecido al que presenta el largometraje “El violinista sobre el tejado” (Norman Jewison, 1971), cuyo título está precisamente inspirado por los cuadros del pintor, que reprodujo ese motivo en varias ocasiones ―el argumento, sin embargo, no tiene nada que ver con su vida, sino que se basa en la novela “Las hijas de Tevye”, de Sholem Aleijem (póstuma, publicada en 1949, pero probablemente escrita entre 1906 y 1915)―. Fue su madre la que se dio cuenta de que la fragilidad física y moral de su hijo no le permitiría llevar la existencia de peón que le había tocado en suerte, por lo que sobornó al maestro de la escuela municipal para que admitiera al pequeño Marc en ella, algo que les estaba rigurosamente prohibido a los judíos en la Rusia zarista.

Cuando Chagall pinta “El cumpleaños”, hacía muy poco que había regresado a su país después de pasar cuatro años amargos en Montparnasse, donde se había instalado gracias a una beca de cuantía irrisoria. Si bien supo aprovechar esta oportunidad para estudiar a clásicos y contemporáneos y para relacionarse con personajes tan distintos a él como Apollinaire o Modigliani ―por citar una nota discordante como ejemplo, resulta prácticamente imposible hallar resto alguno de erotismo voluptuoso en la obra de Chagall―, desde un primer momento se vio sumido en la soledad y la pobreza: él mismo afirma que la mayor parte de los días su sustento se reducía a medio pepino y medio arenque. No es de extrañar, por tanto, que viviera su matrimonio con Bella como un auténtico paraíso, a pesar de las apreturas económicas que el propio cuadro pone de manifiesto, pues reproduce el único mobiliario con el que contaba la pareja. Estas penurias, sin embargo, o más bien su superación, fueron motivo de orgullo para él durante el resto de su vida y acabaron determinando su personalísimo estilo, ya que, al contar con muy poco dinero para comprar colores, tuvo que perfeccionar su técnica de contrastes entre claros y oscuros para suplir la escasez cromática. Igualmente, el hecho de verse obligado a reutilizar lienzos le hizo descubrir las posibilidades de la superposición de planos y motivó que, de entre la amalgama de estilos que componen su obra parisina, el cubismo sea uno de los más reconocibles. Sin embargo, esa influencia se va difuminando a medida que el tiempo aleja al pintor de sus días parisinos, de modo que ya en este cuadro podemos ver cómo las líneas cubistas se atenúan a favor de una mayor presencia del colorido propio del expresionismo y de un ambiente onírico que le valió ser alabado por los surrealistas como uno de sus predecesores.

La etapa inicial de la carrera artística de Chagall estuvo marcada por el capricho de la fortuna. Durante sus primeros cuatro años en Francia tan sólo consiguió vender un par de grabados, hasta que en 1914 logra exponer en Berlín, en la prestigiosa galería del marchante Herwarth Walden, con tal éxito que la exhibición es considerada por muchos como el pistoletazo de salida al expresionismo. En cualquier caso, el estallido de la Primera Guerra Mundial y su pasaporte francés hacen que las autoridades alemanas confisquen el dinero que había obtenido por la venta de sus cuadros, por lo que éste nunca llegó a sus bolsillos. Otra versión, sostenida por el poeta Ludwig Rubiner, afirma que Walden decidió no pagarle porque la fama ya constituía una buena remuneración para un verdadero artista y no deseaba corromper su espíritu con el vil metal ―por supuesto, tan romántico gesto lo habría llevado a cabo sin recabar la opinión del pintor―.

El caso es que, confiando en obtener esa importante suma a su regreso, el 13 de junio Chagall había viajado a Rusia con un visado de tres meses para asistir a la boda de su hermana. El 28 de julio estalla la guerra, las fronteras se cierran y el pintor se ve obligado a permanecer allí los ocho años que coincidieron con el episodio más convulso de la historia rusa. Sin embargo, esta aparente mala suerte le permitió contraer matrimonio con Bella y vivir uno de los periodos más felices de su vida, a pesar de todos los horrores que les rodeaban. Muchos judíos fueron reclutados a la fuerza por el ejército zarista, donde se les empleaba como fuerza de choque, con todas las papeletas para acabar muertos o severamente mutilados. Chagall carecía de ardor guerrero y le espantaba ser el siguiente en caer, por lo que se esforzó en explotar su debilidad física y sus ademanes algo afeminados. Esta pantomima no pudo evitar su enrolamiento, pero sí que logró que fuera destinado a un puesto burocrático en retaguardia. Posteriormente, la victoria del ejército rojo le proporcionó una época de cierta prosperidad, en parte porque significó la igualdad de derechos civiles de los judíos con el resto de los ciudadanos, pero fundamentalmente porque el gobierno de Lenin comenzó mostrando gran simpatía hacia las vanguardias artísticas y porque Chagall comulgaba con las doctrinas socialistas. Sin embargo, pronto empezaron a llegarle las directrices políticas, que pretendían que se dejara de pintar vacas verdes y señores volando y consagrara su arte a la gloria de los camaradas Marx y Lenin: un materialismo puro y duro de muy difícil encaje con su pasión por convertir en milagrosas las situaciones más cotidianas.

En resumen, y a pesar de que Chagall es un pintor mucho más poético que narrativo, “El cumpleaños” nos cuenta que mientras los imperios centrales acosaban a una Rusia empobrecida hasta la miseria, los Romanov eran fusilados, los rusos rojos y blancos se mataban entre sí y los bolcheviques tomaban el poder con todas sus consecuencias buenas y malas, Marc y Bella flotaban por los aires felices y perdidamente enamorados. Qué relativo puede llegar a ser todo…

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