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“Trois Gymnopédies”, de Erik Satie (1888).

Erik Satie según Ramón Casas.
Erik Satie según Ramón Casas.

«Hay que aprender a ver a lo lejos; a lo lejísimos

Harto de que siempre le hicieran la misma pregunta, Leonard Bernstein acabó poniendo la respuesta por escrito: “El significado de la música no es más que lo que te hace sentir cuando la escuchas”. Punto. Este principio, que podría aplicarse con bastante sensatez y más o menos extremismo al resto de las artes, cobra especial significado cuando hablamos de música instrumental, porque difícilmente puede imaginarse ningún tipo de creación más abstracta. En este sentido, el significado de las Gymnopédies estaría meridianamente claro: la melancolía.  Pero, ¿quiere eso decir que Satie era un compositor melancólico?

Era, ante todo, un compositor excéntrico. Por poner un ejemplo entre miles, en el cuerpo instrumental de su ballet “Parade” (1917) ―una especie de proyecto “galáctico” en el que colaboraron activamente Jean Cocteau, Pablo Picasso, Ernest Ansermet, Guillaume Apollinaire y Giacomo Balla, entre otros― incluyó una máquina de escribir, una sirena de vapor, un bombo de lotería, un revólver y una especie de xilófono compuesto por botellas con diferente cantidad de líquido en su interior. Esto no quiere decir, por supuesto, que no se viera de vez en cuando invadido por estados de melancolía, como cualquier hijo de vecino sensible; pero no parece que ésta representara la nota más característica de su vivir cotidiano. En realidad, su heterodoxia no se ceñía al ámbito estrictamente profesional, sino que abarcaba todas las facetas de su personalidad. Cuando en el París bohemio comenzaron a surgir murmuraciones a cuento de que siempre vestía el mismo traje de pana gris, Satie demostró públicamente que en realidad se trataba de diez trajes idénticos que se había permitido comprar con la humilde herencia dejada por su madre ―se ve que le gustaba la pana gris―. Igualmente legendarias son su costumbre de dormir suspendido en una hamaca y la anécdota narrada por Debussy, según la cual, cuando éste le reprochó que su música carecía de forma, Satie se descolgó presentándole a los pocos días sus “Tres piezas en forma de pera” (1903), que ni siquiera eran tres, sino bastantes más. Por si fuera poco, al cumplir cuarenta años, cuando ya había acumulado una obra más que a tener en cuenta, decidió que había aprendido muy mal las bases de su arte y se retiró una temporada para volver a estudiar. Bien es cierto que en su momento había abandonado el conservatorio ―algunas fuentes afirman que en realidad fue expulsado por inepto― para alistarse en el ejército, de donde se largó a las pocas semanas ―fingiendo una enfermedad― con el fin de emplearse como pianista de cabaret en Le Chat Noir. Si a ello le añadimos que dejó para la historia casi tantas citas ingeniosas como Groucho Marx, podemos concluir que la melancolía no era uno de los principales rasgos de la personalidad de este normando, al menos en público, donde se mostraba como un verdadero precursor del dadaísmo.

Erik Satie según Man Ray.
Erik Satie según Man Ray.

Las Gymnopédies son tres composiciones breves para un solo piano, aunque existe una versión de la primera y la tercera orquestadas por Debussy ―que le devolvió la broma alternando la numeración, de modo que llamó primera a la tercera y viceversa―. Aunque este tipo de orquestaciones sobre composiciones para solistas era relativamente frecuente en la Francia de la época ―el paradigma podría ser la que realizó Ravel sobre los “Cuadros en una exposición”, de Músorgski (1874)―, se trata de la única que llevó a cabo Debussy en toda su vida, y se supone que lo hizo para favorecer la popularidad de su amigo, que no lograba darse a conocer más allá de los tugurios de Montmartre.

La primera Gymnopédie es, sin lugar a dudas y con enorme diferencia, la pieza más popular de Satie. Se trata de una de esas melodías que parecen venir de serie como “demo” en nuestro cerebro, una de las que llevamos escuchando toda la vida sin saber cuándo fue la primera vez que nos topamos con ella. Por desgracia, si bien es cierto que a casi todo el mundo le suena, el porcentaje de personas que puede identificarla con su título y autor es ínfimo. Son, por lo tanto, composiciones muy fáciles de escuchar y de aprehender y, por lo que tengo entendido, también de interpretar, aunque requieren de un tempo pausado cuya correcta medición puede llegar a poner en algún aprieto a los nervios del pianista más atemperado ―por ejemplo, en todo un despliegue de voluntarismo, la primera Gymnopédie debe interpretarse “lento y doloroso”―. Como muestra de ello, para ilustrar el artículo, he elegido una de las interpretaciones que ha realizado el maestro Reinbert de Leeuw, que probablemente extrañe un poco al oído por estar ejecutada con más lentitud de la que suele ser común, pero que está reputada como una de las más fieles a la partitura original.

Aunque no se puede decir que se trate de tres movimientos de una sola obra, sí que es cierto que las tres piezas guardan una uniformidad estructural que justifica su nombre común: gimnopedias, que parece referirse a un tipo de danza ritual de la Grecia clásica que estaba consagrada al culto de Apolo y que era ejecutada por adolescentes desnudos durante varios días seguidos ―imagino que dándose relevos…―. Y lo cierto es que la cadencia de las Gymnopédies sí que recuerda a la de las pocas composiciones griegas que han podido ser reconstruidas. Precisamente, es esa cadencia la que en realidad genera en nosotros la impresión de melodía, a pesar de que Satie compuso una partitura que desafiaba la ortodoxia melódica mediante la introducción de ciertas disonancias que un aficionado común tan sólo puede percibir mediante una audición atenta a ellas, porque de otro modo quedan absorbidas por la atmósfera general de la obra ―aunque probablemente se harían más evidentes cuanto más rápido fuese el tempo imprimido en su ejecución―.

En este sentido, y debido sobre todo al posterior desarrollo de su carrera, realmente no se puede encuadrar a Satie dentro de los músicos impresionistas, sino más bien como un verso libre entre dos siglos. Las Gymnopédies, sin embargo, sí que reúnen varias de las principales características de la música impresionista, aunque adaptadas al solo de piano, con lo que la melodía se desgrana en notas sueltas que, como pinceladas aisladas, acaban creando un efecto emocional general. Al igual que el pintor impresionista se consagraba al reflejo del color en sí mismo, su correligionario de la música persigue el placer sonoro por sí solo, sin mayores pretensiones. En cualquier caso, lo más llamativo de las Gymnopédies es que, tratándose de una obra de juventud ―la compuso con tan sólo veintidós años―, se adelanta un poco a la música plenamente impresionista, cuyo periodo de esplendor podemos situarlo en la década de los noventa del siglo XIX. La elegante falsa sencillez ―pues en el fondo están repletas de complejidades compositivas― de las piezas para piano de Satie no sólo influyó en Debussy o en Ravel, sino que puede considerársele como el alma mater de Les Six, el grupo de compositores surgido alrededor de Jean Cocteau.

 Hoy en día, entre otros muchos méritos y tras haber sido bastante ignorado hasta los años sesenta del siglo XX, se le concede a Satie el dudoso honor de ser el padrino de la música ambiental, precisamente por las Gymnopédies y también por sus hermanas: las Sarabandes (1887) y las Gnossiennes (1890). Sin embargo, es bien seguro que él no se habría ofendido por recibir ese título, ya que hacia el final de su carrera él mismo acuñó el concepto de “música de mobiliario” ―aunque jamás calificó como tal a sus primeras series de composiciones para piano―. Con este término se refería a un tipo de música perfectamente obviable que debía integrarse en la cotidianidad, del mismo modo que una mesa o un espejo ―posteriormente retomarían esta idea John Cage y, especialmente, Brian Eno en su disco “Music For Airports” (1978), que supone el pistoletazo de salida al subestilo ambient―. Se cuenta que cuando Satie estrenó su primera serie de muebles musicales en una reunión de cóctel y comprobó que los asistentes, en lugar de seguir hablando y moviéndose por la sala como si tal cosa, se quedaban escuchando con respeto cuando comenzaba la música, prácticamente la emprendió a gorrazos con ellos, calificándolos ―a grito pelado, se supone― de ignorantes y borregos encorsetados. Quizá para vengarse, dejó escrita una obra para piano compuesta por ciento ochenta notas que debían repetirse cuatrocientas ochenta veces en tempo extremadamente lento. Fiel a su propia figura, lo llamó “Vejaciones”. Finalmente, la obra acabó estrenándose en Nueva York en 1963, y los vejados fueron cinco pianistas que se turnaron ante las teclas desde el atardecer hasta el amanecer de un día de crudo invierno.

Fumador empedernido durante toda su vida consciente, a él se le atribuye la frase: Mi médico me ha recomendado siempre fumar. A sus consejos añade: “Fume, amigo mío: si no, otro fumará en su lugar”. Murió en 1925, a los cincuenta y nueve años, víctima de una pleuritis (lenta y dolorosa, por supuesto).

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