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“La pradera de San Isidro” (1788) y “La peregrinación a San Isidro” (entre 1820 y 1823), de Francisco de Goya.

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“El sueño de la razón produce monstruos.”

Si hay una fruta que se identifique con España, ésa es la naranja, y si hubiese que elegir al artista que mejor haya retratado a los españoles, casi todos señalaríamos a Goya. Teniendo esto en cuenta, quizá no nos parezca tanta casualidad que su vida transcurriera por los mismos estadios que sigue cualquier cítrico: comenzó ácida, pasó por una etapa dulce y acabó sumida en la amargura. No se sabe mucho acerca de su primera juventud, salvo que tomó algunas clases de dibujo, que fue rechazado en la Academia de Bellas Artes, que se terminó de formar en Italia y que en 1774 llegó a Madrid con veintiocho años gracias a su cuñado, el también pintor Francisco Bayeu, que le enchufó para diseñar cartones en la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara. Aunque se llamen así debido a sus antecedentes históricos ―hasta el siglo XVII se ejecutaban sobre papel―, los cartones son verdaderos lienzos que sirven de modelo a los maestros tapiceros, por lo que no podían contener demasiados detalles ni dificultades. En aquella época los tapices eran empleados, sobre todo, para aislar del frío y la humedad los muros de los palacios de invierno ―El Pardo y El Escorial―, así que nadie se preocupaba demasiado por su conservación, y mucho menos por la de los cartones. Por todo ello, la labor del cartonista estaba considerada como una de las más bajas del oficio de pintor, y parece ser que Goya, convencido de su genialidad, no se sentía demasiado motivado desempeñándola. En cualquier caso, pronto fue presentado en la corte de Carlos III por el propio Bayeu, donde se ocupó de caer en gracia a base de peloteo y de una astucia casi maquiavélica. Se puede decir a las claras que Goya se comportó como un perfecto trepa durante esa etapa, y lo hizo sin ningún remordimiento, como él mismo testimonia en su grandioso “Retrato del Conde de Floridablanca” (1783) ―donde se incluye entre las sombras, empequeñecido y extasiado ante la magnificencia luminosa e ilustrada del Primer Ministro― y en las escasas cartas a sus amigos que se han conservado, en las que, entre faltas de ortografía tan gordas y numerosas como para provocarle un ictus al lector ―quizá por eso no se hayan buscado más ejemplares―, se jacta con frivolidad de los lujos que le reporta su situación privilegiada. A esa época pertenece también el único autorretrato en el que aparece sonriendo, “La novillada”, que refleja bien a las claras la euforia de nuevo rico que desprendía un ya no tan joven Goya.

Todo cambia a finales de 1792, cuando cae gravemente enfermo durante un viaje a Andalucía. No se ha podido determinar la naturaleza del mal, aunque se ha especulado con la sífilis, con una intoxicación debida a los tintes que empleaba y, más recientemente, con una extraña afección psicosomática. Lo que está claro es que estuvo muy cerca de la muerte y que tardó más de un año en restablecerse. Como secuelas, Goya sufrió una pérdida de capacidad auditiva severa que devino en sordera total al cabo de los años, y también comenzó a ser presa de toda suerte de alucinaciones y pesadillas enloquecedoras. Contrariamente a lo que se suele pensar, estas visiones, que plasmó en diferentes formatos a lo largo del resto de su vida, no eran fruto de su inventiva consciente, sino que le asaltaban de improviso como sucesos reales, aun cuando siempre supo dominarse lo suficiente como para convencerse de que se trataba de simples traiciones de sus sentidos. Esta tortura le acompañaría hasta sus últimos días y, unida a su declive físico, le conduciría rápidamente a una especie de vejez anticipada que le hizo perder la confianza en sí mismo. Podemos decir que Goya vivió a destiempo tanto su juventud como su vejez, con la peculiaridad de que ésta le ocupó la mayor parte de su vida. Nunca perdió su capacidad para hacer girar los vientos a su favor, pero su vulnerabilidad le atemorizó y le condenó a ir aislándose poco a poco de lo que le rodeaba ―que, por otra parte, no tenía nada de divertido―. El penúltimo episodio de esta deriva, que probablemente habría llegado al paroxismo de no haber conservado la agilidad suficiente como para acometer su discreta huida a Burdeos, consistió en su reclusión voluntaria ―junto con su última amante, Leocadia Weiss, y los dos hijos de ésta, que seguramente también lo fueran del pintor― en la llamada Quinta del Sordo, una casa de campo a las afueras de Madrid ―en lo que hoy es el distrito de Carabanchel―. Allí, un Goya en sus setenta avanzados, enfermo y privado por completo del oído, se rodeó de sus aterradoras “Pinturas negras”, entre las que se incluye “La peregrinación de San Isidro”. Aunque posteriormente fueron trasladadas a lienzo y llevadas al Museo del Prado, donde actualmente se exhiben y custodian, Goya las plasmó directamente en los muros interiores de la vivienda, de modo que pasó a convivir en pie de igualdad con sus visiones.

En “La peregrinación de San Isidro”, Goya aborda por segunda vez la celebración popular de la romería en honor al patrón de Madrid. La primera ocasión fue en “La pradera de San Isidro”, un diseño para un tapiz destinado a colocarse en el dormitorio de las hijas del que estaba a punto de convertirse en Carlos IV. Este cartón es una de las obras mejor estudiadas de Goya, puesto que se ha querido ver en ella un anticipo de las formas y técnicas impresionistas. Pero, a pesar de las sorprendentes semejanzas ―y sin descartar que formara parte de las obras que estudió Manet durante su visita a Madrid en agosto de 1865―, no es que Goya pretendiera adelantarse en el tiempo deliberadamente, sino que se trataba del primer boceto que era costumbre presentar a aprobación antes de lanzarse a ejecutar el cartón en sí.

En cualquier caso, lo que ahora me importa es la comparación entre ambas pinturas. En la de 1788, y aunque en algunos puntos puedan distinguirse personajes embozados siniestramente, son la luz diurna y el color blanco los que bañan a una muchedumbre de figuras ―vestidas indistintamente tanto al estilo afrancesado como al más castizo de los majos y majas, lo que acrecienta el ambiente de fraternidad entre dispares que también apreciamos, por ejemplo, en “La gallina ciega” (1789)―. Los romeros disfrutan del almuerzo sobre la hierba de la manera más sana imaginable, mientras un río Manzanares en calma y pleno de reflejos plateados separa la pradera de la ciudad, cuya plácida vista general ocupa el fondo de la imagen. Como es obvio, este tipo de fiestas solían acabar a navajazos, pero es evidente que Goya planteó una visión idílica por tratarse de una imagen dirigida a unas niñas. Así, lo que vemos son en su mayoría jóvenes hermosos y sonrientes desprovistos de todo atisbo de agresividad o violencia. Sin embargo, tres décadas más tarde, y ya en una pintura realizada para su ámbito privado, repite el motivo en “La peregrinación de San Isidro”, donde la fiesta se ha convertido en una pesadilla monstruosa en la que el sol ha quedado eclipsado para dar paso a una escena más propia del inframundo, con la fealdad coronada como reina a lomos de bocas desencajadas y ojos desorbitados que amenazan directamente al espectador. Ya no apreciamos coloretes ni signos de salud ni de alegría, tan sólo degradación y ebriedad de la peor especie.

Para saber qué ha cambiado en esos treinta y tantos años, debemos reflexionar brevemente sobre la faceta de Goya como retratista. Existe el tópico, difundido entre la gente que realmente no conoce su obra ―entre los que admito haberme hallado mucho tiempo sin saberlo―, de que no era un buen dibujante y de que, en consecuencia, sus retratos carecen de la calidad exigible en un pintor de cámara. No obstante, basta repasar sus grabados o las decenas de retratos que realizó al óleo para darse cuenta de la falsedad de esa afirmación: Goya dominaba la técnica con gran maestría; el problema es que no todos los rostros le motivaban de igual manera. Podríamos decir que, más que un retratista de personas, había logrado dar el salto a retratista de personalidades. En la pintura de Goya no hay afán didáctico ni ningún tipo de crítica moralista, sino que presenta las cosas tal y como las ve y deja que sean los demás los que las juzguen si lo desean ―es muy probable que hubiese sido un gran fotógrafo de haber nacido unas décadas más tarde―. Y lo que ve en estos dos cuadros, lo que retrata, es a los españoles. Esas tres décadas largas que median entre ambas obras han sido décadas de guerras fratricidas que Goya ha vivido en primer plano: una primera estúpida contienda contra Portugal para contentar a Napoleón; después, la llamada Guerra de la Independencia, que en realidad ya apuntó maneras de conflicto interno; y, para rematar el horror, una verdadera guerra civil entre liberales y absolutistas tras la retirada de las tropas napoleónicas; y todo ello perlado de un rosario interminable de reyertas singulares tan sangrientas como absurdas, de los duelos a garrotazos en los que ambos contendientes ya parten condenados y que también decoraron los muros de la Quinta. Goya llegó a Madrid siendo un jovenzuelo bastante inculto, y lo abandonó convertido en un sabio que, a base de observar atentamente a sus compatriotas, primero se desesperó y finalmente se agotó.

3 comentarios en «“La pradera de San Isidro” (1788) y “La peregrinación a San Isidro” (entre 1820 y 1823), de Francisco de Goya.»

  1. Fantástico repaso y análisis, de narrativa asequible y perspectiva didáctica. Sinceramente. Mi admiración.
    Si se me permite, echo únicamente en falta que el texto esté salpicado de algunos enlaces: a las obras que se citan, a los personajes que aparecen mencionados, a artículos anteriores de este mismo blog, … enlaces que completarían la información o refrescarían la memoria de lectores que puedan en un momento dado dudar sobre tal o cual dato. Yo prometo usarlos. Gracias.

  2. Goya está entre mis pintores favoritos. Tuve la suerte de ver sus obras al visitar El Prado. Desde niña había visto reproducciones de La Maja Desnuda y no comprendía su importancia, cuando me encontré frente a ella, me fascino de una manera que nunca pude explicarme. Ver su etapa oscura fue maravilloso, sus enanos, sus brujas, su Saturno devorando a sus hijos, toda su producción me atrapo para siempre.
    Cuando uno va siguiendo sus etapas a través de la variación de su temática, percibe que hay un quiebre en su existencia, ¿fue una enfermedad, fue lo que le toco vivir?. Tu planteamiento es perfecto y tu comparación entre las dos pinturas ( que también me deslumbraron) es perfecta.
    Goya es España, sin ninguna duda. Excelente tu crónica. Muchas gracias.
    Un gran saludo.

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