LITERATURA

“El doctor Zhivago”, de Boris Pasternak (1957).

Zhivago pasternak

“La desilusión lo embruteció. La revolución lo pertrechó de armas.”

“¡No toquéis a ese ángel!”, se cuenta que ordenó Stalin a los comisarios políticos que le sugirieron la eliminación de Boris Pasternak. No se sabe con certeza si ésas fueron las palabras que salieron de la boca del dictador, pero sí que está claro que su intervención fue lo único que libró al poeta de morir congelado en Siberia o de otra manera mucho peor. Parece difícil de creer que un tipo que se tomó el suicidio de su esposa como una deserción mostrase verdadero interés por la poesía, pero todo apunta a que así era. No creo que el hecho de que Pasternak fuera uno de los escritores más queridos por sus “súbditos” influyera demasiado en su decisión de no liquidarlo por las buenas ―al fin y al cabo, pudo haberlo hecho sin que nadie se enterara hasta pasados muchos años: experiencia no le faltaba―. En cualquier caso, lo cierto es que, desde su particular punto de vista, a Stalin le sobraban motivos para acabar con él. Entusiasta de la Revolución en 1917, la fuerza de los hechos fue haciendo cambiar de opinión a Pasternak hasta convertirlo en una verdadera molestia para el régimen, que, sin embargo, guardaba las formas con él como si se tratara de un literato soviético más. En este sentido, hay que señalar que Pasternak tampoco se pronunció nunca contra el gobierno del PCUS de forma abierta, sino que cultivó una especie de tibieza bastante torpe, que lejos de garantizarle una posición privilegiada ―y aunque le valió la vida―, le acarreó la antipatía de todos los sectores políticos: para unos era sospechoso de antirrevolucionario, para otros un títere de los bolcheviques. Además, cada vez que se consideraba oportuno escarmentarle de algún modo, lo más frecuente es que lo hicieran en la persona de su amante y editora, Olga Ivinskaya, a la que en un par de ocasiones obsequiaron con vacaciones pagadas en las cálidas dependencias del Gulag por no saber elegir bien a sus compañeros de cama.

Parece ser que el principal personaje femenino de la novela, Lara, está basado en Ivinskaya, y durante mucho tiempo la relación de ésta con Pasternak ha pasado por ser una de las más perfectas que se conocen ―incluyendo una buena amistad entre la amante y la esposa oficial―. Un sector minoritario pero importante de los estudiosos sostiene que en realidad fue Ivinskaya la que escribió la novela o, al menos, redactó en negro varios de sus pasajes. Es perfectamente comprensible que la elaboración de una obra tan extensa constituyese un trabajo demasiado arduo para alguien acostumbrado al verso; pero, en mi opinión, las diferentes profundidades con las que se tratan los personajes de Zhivago y de Lara evidencian que fue ideada por un varón, sin descartar en absoluto que Ivinskaya aportara varias partes meramente narrativas.

No obstante, esta especie de idilio inquebrantable en cuerpo y alma pudo ser muy distinto si tenemos en cuenta la información que en 1997 publicó el casi centenario diario moscovita MK ―que, dentro del circo delirante en el que se ha ido convirtiendo la prensa rusa desde la caída de la Unión Soviética, parece conservar algo de credibilidad para algunos asuntos―. Este periódico tuvo acceso a una carta manuscrita que Ivinskaya envió a Kruschev desde su cautiverio. De ella se desprende que Ivinskaya trabajaba en secreto a las órdenes del comité central del PCUS y que hizo todo lo posible para evitar que la novela fuese publicada. La versión oficial dice que Pasternak fue engañado por su editor italiano, que le prometió no lanzarla en Europa hasta que la censura soviética diera su visto bueno al texto. Sin embargo, en su misiva, Ivinskaya acusa abiertamente a su amante de traidor, señalando que él mismo se encargó de su envío al extranjero a cambio de una suculenta cantidad de dinero; y, por supuesto, promete que ella no tuvo absolutamente nada que ver en su redacción, sino todo lo contrario: habría tratado de sabotear el trabajo del escritor para, según sus propias palabras, “evitar la catástrofe”. El New York Times se hizo eco de esta noticia y comprobó que la carta existía. Puesto en contacto con la hija de Ivinskaya ―su madre había muerto dos años antes―, ésta confirmó la autoría y el contenido, pero negó la sinceridad de lo declarado: en realidad, sí que había participado en la confección de la obra, y si delató a su amante no fue por fidelidad al régimen soviético, sino para tratar de atenuar su condena ―al fin y al cabo, Pasternak ya había fallecido por aquel entonces y las autoridades no podían hacer nada contra él―. Según ella, la actuación de su progenitora habría sido algo así como una confesión bajo tortura.

Zhivago Olga Ivinskaya junto a Boris Pasternak.

Olga Ivinskaya junto a Boris Pasternak.

¿Caso cerrado? Ni mucho menos: por una parte, los herederos de Pasternak y de Ivinskaya llevan décadas peleándose por los derechos de edición de la novela, por lo que sus declaraciones son claramente interesadas; por otro, en julio de 2014 el Washington Post tuvo acceso a un expediente de la CIA desclasificado junto con todos los que componen la llamada “Operación AEDINOSAUR”, concebida para la distribución de literatura prohibida dentro del bloque comunista ―como suena―. En este documento se revela que el texto fue sacado de la URSS en un par de microfilmes por un agente del MI6, que recibió órdenes de ponerlo en manos del Vaticano. No es ni mucho menos increíble que una editorial italiana tenga vínculos con la Santa Sede, y lo cierto es que fue en el pabellón del Estado Pontificio en la Expo de Bruselas de 1958 donde el libro fue presentado al mundo. Parece que las novelas de Ian Fleming no tienen tanto de ficción como nos creemos, y mucho más si tenemos en cuenta que en el expediente también se afirma que la segunda edición de “El doctor Zhivago” destinada a los países de Europa oriental fue impresa en la propia sede de la CIA y distribuida bajo el sello de una editorial francesa ficticia.

―Pero, a pesar de todo, pienso que si frecuentase las reuniones de nuestros maravillosos hombres, elevaría usted mucho más su moral y no se entregaría a la melancolía. Sé bien cuáles son sus motivos. Le preocupa que suframos reveses y no le ve salida a esto. Pero, amigo mío, no hay que dejarse dominar por el pánico. Yo sé cosas más bien terribles que me afectan personalmente y que ahora no puedo contarle, y, no obstante, no pierdo el ánimo. Nuestros fracasos son momentáneos. El fin de Kolchak es inevitable. Recuerde mis palabras. Verá como vencemos. Consuélese.

«No, es realmente extraordinario ―pensó el doctor―. ¡Qué puerilidad! ¡Qué miopía! No hago más que repetirle que nuestras opiniones son opuestas, que me ha traído aquí por la fuerza y que por la fuerza me retiene a su lado, y se imagina que me preocupan sus fracasos, y que sus cálculos y sus esperanzas van a servir para animarme. ¡Qué ceguera! Los intereses de la revolución y la existencia del sistema solar son para él la misma cosa.»

La aparición sorpresiva de “El doctor Zhivago”, que no se publicaría en la URSS hasta 1989 ―en plena Perestroika―, fue demasiado para el orgullo de las autoridades soviéticas, que en un primer momento tomaron la resolución de represaliar a su autor sin contemplaciones; y no porque el libro constituyera un ataque abierto al régimen comunista, sino porque vieron en él un peligrosísimo canto al individualismo y a la sacralidad del ámbito privado ―y vieron bien―. Sin embargo, pronto atenuaron ese primer impulso, al comprobar con incredulidad que varias voces autorizadas del otro lado del Telón tachaban a la novela de propaganda bolchevique. Vladimir Nabokov, en particular, se mostró indignado por considerar que falseaba la historia, al obviar que el triunfo comunista tuvo su origen en un golpe de Estado contra el Gobierno Provisional de la Revolución de Febrero, de clara inspiración democrática y liberal. En realidad, la trama no lo esquiva; lo que ocurre es que el libro no está planteado como un ensayo histórico, sino como una novela humana desarrollada en un determinado escenario temporal bastante amplio. Nabokov también atacó sin piedad el estilo y la calidad del texto, calificándolo de folletinesco y tópico, y aunque su postura fue refrendada por varios autores de las más diversas procedencias, la persistencia de la saña con la que siguió cebándose con Pasternak durante el resto de su vida permiten sospechar que fue presa de una especie de “síndrome Mishima-Kawabata”, puesto que, pocos meses más tarde de la publicación de la novela, su rival era honrado con el Premio Nobel, galardón que el autor de “Lolita” (1955) nunca recibió ―y, en realidad, tampoco Pasternak, porque el régimen le advirtió amablemente de que aceptar premios del mundo capitalista traía muy mala suerte―.

El cadáver del suicida yacía sobre la hierba, junto al terraplén. Una línea de sangre coagulada destacábase negra, como un limpio trazo que cruzaba la frente y el ojo, marcando el rostro como una tachadura. La sangre no parecía suya, derramada por él, sino algo extraño que se le hubiese aplicado en el rostro, un emplasto, una salpicadura de barro o una húmeda hoja de abedul. El grupo de curiosos y de personas que ofrecían sus servicios cambiaba continuamente en torno al cadáver. Inclinado sobre él, sin ninguna expresión en el semblante, estaba su amigo y compañero de viaje, un hombre robusto y altanero, un animal de raza preso en una camisa empapada de sudor. A todas las preguntas respondía entre dientes, encogiéndose de hombros y sin volverse siquiera:

―Un alcoholizado. Pero ¿es posible que no se den cuenta? La más típica consecuencia del delirium tremens.

Dos o tres veces se acercó al cadáver una mujer flaca vestida con un traje de lana y pañoleta bordada. Era una viuda, la madre de los dos maquinistas, la vieja Tiviérzina, que con billete especial viajaba gratuitamente en tercera clase, junto con dos jóvenes que, silenciosas, envueltas casi hasta los pies en sus chales, la seguían como dos monjas a la superiora. El grupo infundía respeto y la gente les cedía el paso. El marido de Tiviérzina había muerto abrasado vivo en un accidente ferroviario. La mujer se detuvo a algunos pasos del cadáver, de manera que se destacaba más allá del grupo, y, suspirando, parecía hacer comparaciones:

―Para unos es el destino ―parecía decir―. Para otros es la voluntad de Dios. Este se la ha buscado… por su riqueza y su locura.

Todos los pasajeros se detenían un momento junto al cadáver, luego regresaban a sus vagones con el temor de que les robasen el equipaje. Cuando saltaban al terraplén se desentumecían, cogían flores y estiraban un poco las piernas. Se tenía casi la impresión de que aquel lugar había surgido por arte de birlibirloque, gracias sólo a la parada, y que, si no hubiese ocurrido la desgracia, aquel prado cenagoso rodeado de pequeñas colinas, el ancho río y la hermosa casa y la iglesia en la orilla opuesta, no hubieran existido en el mundo.

A pesar de que, por lo que se ve, poco menos que estuvo a punto de desencadenar la Tercera Guerra Mundial, el libro es bastante ambiguo desde el punto de vista ideológico. No contiene una condena expresa a la dictadura, sino numerosas críticas difuminadas a través del reflejo de sus consecuencias. En realidad, es como si el autor se hubiese limitado a tratar de expresar la ajenidad que el individuo siente ante la res publica y la extrañeza que le produce la obsesión de ésta por invadir su esfera personal ―un pensamiento intolerable para cualquier gobierno totalitario y, según parece, muy discutible para el resto―. Eso sí, Pasternak se preocupa por aclarar, según su propia experiencia, ciertos mitos generalmente extendidos sobre la Revolución rusa. Pone de manifiesto, por ejemplo, la evidencia de que los primeros bolcheviques carecían por completo de un plan económico cuando tomaron el poder. Así, nos hablará de la inicial supresión del dinero oficial y del inmediato desabastecimiento de bienes de primera necesidad que provocó, y de cómo poco más tarde se pretendió corregir este efecto mediante la emisión indiscriminada de billetes fácilmente falsificables, que desencadenó una inflación galopante sin precedentes históricos. Igualmente, calificará la NEP ―Nueva Política Económica, intento de Lenin de remediar la situación con concesiones a la propiedad privada y al libre mercado― como el más ambiguo y falso de los periodos soviéticos. Además, a lo largo de la novela dejará entrever que la Guerra Civil Rusa no se libró entre comunistas y absolutistas del antiguo régimen, sino que ambos bandos, rojo y blanco, estaban compuestos por un amplio abanico de ideologías mal avenidas entre sí, y que a estos protagonistas había que sumar otros actores secundarios enfrentados por igual a todos los demás beligerantes, como los verdes: una milicia de campesinos sublevados contra los abusos de los contendientes principales.

Daba pena el zar en aquella mañana tibia y gris de la montaña, y encogía el corazón pensar que aquella asustada timidez pudiera constituir la esencia de la opresión, que aquella debilidad sirviera para condenar y conceder gracias, para encadenar y ajusticiar. Debió haber dicho algo parecido a «yo, mi espada y mi pueblo», como Guillermo II, o una frase semejante en la que, lo recuerdo bien, figuraba el pueblo. Pero, compréndelo, era natural que fuese así, a la manera rusa, y trágicamente superior a tales vulgaridades. En efecto, en Rusia la teatralidad es imposible. Porque esto es realmente teatralidad, ¿no es cierto? Puedo comprender incluso qué sentido tenía la palabra pueblo en tiempos de César. Es posible hablar del pueblo galo, suevo, ilirio, yo qué sé. Pero, desde entonces, sólo es una invención que existe para que sobre ella puedan pronunciar discursos los zares, los políticos y el rey: el pueblo, mi pueblo.

Ahora el frente ruso está inundado de corresponsales y periodistas. Escriben sus «impresiones», las sentencias de la sabiduría popular, visitan a los heridos, construyen una nueva teoría del alma popular. Es una especie de nuevo «Dall», igualmente gratuito. Es la grafomanía lingüística de la incontinencia verbal. Eso en cuanto a un tipo. Pero hay otro. Frases cortadas, al estilo de «pequeños apuntes» con pretensiones de escepticismo y misantropía. Hay uno, por ejemplo (que leí yo mismo), que dice cosas como éstas: «Un día gris como ayer. Desde por la mañana llueve, barro. Miro por la ventana a la calle. Los prisioneros se arrastran en fila interminable. Llevan a los heridos. Dispara un cañón. Dispara de nuevo, hoy como ayer, mañana como hoy, y así cada día y cada hora…» ¡Observa cuánta agudeza y perspicacia! ¿Y por qué le da por el cañón? ¡Qué pretensión más extraña la de pedir fantasía a un cañón! ¿Por qué en lugar de asombrarse ante el cañón no se asombra de sí mismo, que día a día nos ametralla con enumeraciones, comas y frases? ¿Por qué no acaba de una vez con estas salvas de filantropía periodística, inquieta como los saltos de una pulga? ¿Por qué no comprende que es él y no el cañón lo que debe ser renovado y no repetirse, que de la acumulación de tonterías en las páginas de un cuaderno jamás podrá hacer algo que tenga sentido, que no existirán los hechos hasta que el hombre no haya puesto en ellos algo propio, una mínima parte del genio caprichoso del hombre, un poco de fantasía?

Ahondando en esta ambigüedad poliédrica, aunque Pasternak era judío de nacimiento y ateo por convicción, la novela está empapada de los valores cristianos más esenciales, que ya presiden la novela rusa decimonónica. Hay quien afirma que el autor se bautizó en los últimos meses de su vida, pero no existe prueba alguna al respecto. A pesar de que durante la Segunda Guerra Mundial la propaganda soviética explotó su origen hebreo, Pasternak siempre fue despreciado por las autoridades israelíes por sus evidentes muestras de antisionismo, en el sentido de que consideraba que los judíos debían esforzarse por integrarse con sus respectivos compatriotas políticos dentro de los diferentes países en los que habitaban, y no diferenciarse fundando su propio Estado.

Y, por último, en cierto modo ese eclecticismo se manifiesta también en una tentativa de difuminar la dicotomía entre prosa y verso o entre lo lírico y lo épico. Como protesta, y salvo pequeñas publicaciones patrióticas durante la Segunda Guerra Mundial, Pasternak había dejado de escribir poesía desde que comenzó el reinado del terror. En “El doctor Zhivago” retoma el verso para cerrar la novela con una serie de veinticinco poemas que también concluyen su legado lírico; pero lo hace de modo apócrifo, señalando al propio personaje de Zhivago como el verdadero autor. Mediante este curioso recurso, infiere a la novela una especie de enfoque cubista, pues si ésta venía escrita desde la perspectiva de un narrador externo e impersonal, mediante la inclusión de los poemas de Zhivago se incorpora el punto de vista del protagonista masculino. Por desgracia, con la traducción al castellano se pierde la musicalidad del original ruso casi por completo:

EL VIENTO

No existo yo, y tú estás viva.
Y el viento con gemidos y con llanto
Sacude el bosque y la casita.
Y no por cuenta propia cada pino,
Sino todos los árboles a un tiempo
Dentro de su extensión ilimitada
Como si cascos de veleros fueran
Sobre la superficie lisa de la rada.
Y eso no es por osadía
Ni por furor inútil, sino para encontrar
En la angustia las palabras
Que tu canción de cuna necesita.

El argumento de “El doctor Zhivago” dibuja una estructura cónica, con una base amplia que va afilándose a medida que avanzan las páginas. El libro comienza al más puro estilo de la gran novela rusa, presentando a una pluralidad de personajes tan compleja e intrincada que resulta imprescindible recurrir con frecuencia al memento que casi todas las ediciones suelen incluir como ayuda al lector. Sin embargo, a medida que se desarrolla la trama, la acción se va centrando en los dos protagonistas humanos: Lara y el propio doctor. Nace como una historia coral muy influida por el estilo de Tolstoi. De hecho, podemos llegar a imaginar que Pasternak pretende escribir la “Guerra y paz” del siglo XX; sin embargo, hacia la mitad ya se ha convertido en una novela romántica claramente presidida por la idea pesimista de que todo amor está condenado al fracaso, pues nada puede hacer ante la muerte. La concepción del amor que describe la novela es quizá demasiado elevada, demasiado civilizada y desapasionada para ser cierta. El producto lógico de la maraña de relaciones que se traba entre los personajes, en buena lógica humana, hubiese debido desembocar en un infierno insoportable de celos y odios; sin embargo, todos los implicados confraternizan entre sí asumiendo plenamente la confluencia excluyente de sus intereses y deseos. Puede que lo que el autor trate de expresar sea que ésta es la reacción natural en tiempos de guerra y privaciones, evidenciando que los celos constituyen en realidad una pasión frívola y artificial, propia de gente despreocupada, y que la fraternidad siempre se impone ante las verdaderas dificultades. Como todos hemos podido comprobar en incontables ocasiones, nunca hay libertad ni igualdad plena si nos dejan solos; es la fraternidad el único de los tres pilares liberales capaz de prosperar sin el apoyo correctivo de los poderes públicos.

Zhivago Boris Pasternak

Pero no es éste el único pesimismo que desprende la obra. Pasternak deja bien claro que, en su opinión, el mundo es de los oportunistas sin escrúpulos, mientras que los idealistas están condenados a la desgracia de ser devorados por sus propios principios. No es mi intención entrar aquí en el viejo debate sobre si la nobleza es la forma de estupidez mejor camuflada que ha inventado el hombre; tan sólo señalaré que Pasternak consideraba que no. En cierto modo, la moral que contiene la novela sobre este punto es muy similar a la del “Werther” (1774) de Goethe, autor al que Pasternak tradujo en varias ocasiones. Aunque resulte difícil saberlo ―pues, como es sobradamente conocido, Werther nunca llegó a viejo y, por lo tanto, se nos priva de conocer el eventual desarrollo ulterior de su pensamiento―, puede que el ruso matice un poco el romanticismo sin límites del alemán. Su Zhivago es noble, sin lugar a dudas, pero tampoco es un temerario y, desde luego, ni está loco ni desea estarlo con todas sus fuerzas: no es Don Quijote. Se trata de alguien que intenta mantener sus convicciones sin perder por ello la vida, ni más ni menos. Su línea de comportamiento flota entre la pasión sacrificada de su rival Antipov, al que respeta tanto como teme, y el pragmatismo casi inhumano de su otro rival, Komarovski, al que desprecia tanto como odia ―sin por ello negarle la palabra, por supuesto―. Según Pasternak, para construir un héroe no basta con poseer madera, también es necesaria cierta forma física y mucha vocación de mártir. Así, el suicidio inesperado de Antipov impresionará sobremanera al lector, porque condensa en pocas frases el mito del auge y la caída del héroe clásico y demuestra qué parte tan pequeña de nuestro destino depende de los actos propios, así como que todo proceso vital se construye sobre una sucesión de casualidades imprevisibles.

No se podía confiar en Márkel. En la milicia, que él había elegido como club político, no acusaba a sus antiguos amos los Gromeko de haberle chupado la sangre, pero les reprochaba que, durante todos aquellos años, lo habían mantenido en la ignorancia, ocultándole, con toda intención, que el hombre desciende del mono.

Si anteriormente decía que Lara y Zhivago tan sólo son los protagonistas humanos de la novela, es porque en mi opinión la verdadera protagonista es Rusia, una nación hipertrofiada que trata de compaginar su alma europea con su cuerpo asiático. Si Turquía es la hija adoptiva de Europa, Rusia es su hija bastarda. Si aceptamos el planteamiento romántico de que las naciones están vivas y, en consecuencia, poseen su propia personalidad independiente de la suma de la de sus ciudadanos, es obvio que la de Rusia ―como la de casi todas las demás, por otro lado― se debate presa de ciertos desequilibrios provocados por sus traumas históricos. Tradicionalmente despreciada o temida a partes iguales por la Europa “civilizada”, ha desarrollado una profunda agresividad contra los que la rodean, si bien es cierto que ésta rara vez se ha manifestado en ataques directos, sino más bien en el aprovechamiento del primer golpe recibido ―muchas veces precedido de una intensa actividad provocadora por su parte― para machacar a sus enemigos amparada por una apariencia de legítima defensa. En otras ocasiones, su belicismo se ha materializado con idéntica furia de manera introspectiva, y ése es el retrato de su patria que nos ofrece Pasternak desde un prisma comprensivo. Pero el hecho de que lo comprenda no quiere decir que lo justifique como forma de gobierno internacional, sino que aboga por el pacifismo transigente, reflejando sin paliativos todos los horrores de la guerra para lanzarnos el mensaje de que cualquier ofensa puede pasarse por alto si no hacerlo supone acabar con una sola vida humana. Nuestra vorágine cotidiana no suele ofrecernos oportunidades de reflexionar acerca de lo afortunados que somos, pero deberíamos tener presente que en la historia tan sólo ha existido un porcentaje despreciable de personas que no hayan sufrido las consecuencias de al menos un conflicto armado. Al igual que una pareja promete no volver a pelearse y siempre vuelve a hacerlo, no podemos pensar que las guerras son asuntos del pasado, entre otras cosas porque habitan el presente.

Un pensamiento en ““El doctor Zhivago”, de Boris Pasternak (1957).

  1. Muy interesante artículo. Hace muchos años, leí esta novela y en realidad es de los libros que me ha dejado un grato recuerdo de mi juventud. En ese momento, la historia de amor me cautivó y el contexto histórico me ilustró sobre la URSS. Estabamos en los años 70,( cortina de hierro ).
    Leer esta reseña ha despertado mi deseo de leer nuevamente la novela.Recuerdo una cita del libro » …en el libro del destino estamos en diferentes renglones…» se lo dijo Yuri a Nadia. Gracias nuevamente, fue un placer leer esta entrada.
    Saludos.
    MaríaÉ

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