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“El rapto de Proserpina”, de Gianlorenzo Bernini (1622).

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Si con la expresión “hombre del Renacimiento” se suele hacer referencia a una persona que cultiva varias artes a la vez, es difícil saber qué calificativo se debe emplear con un hombre del barroco como Bernini, que no sólo despuntaba en numerosas disciplinas creativas, sino que perseguía una especie de ideal filosófico: el Bel composto, la integración armónica de todas las artes en una sola obra. Aunque, como podemos ver, su dominio sobre el mármol parece casi imposible de superar, la escultura tan sólo ocupaba el tercer lugar entre sus preferencias. Colocaba en el primer puesto a la arquitectura, mientras que el segundo se lo reservaba a la literatura, que sobre todo cultivó mediante el teatro, en forma de comedias musicales y óperas, de las que además solía ser el escenógrafo e incluso reservarse algún papel —desgraciadamente, su producción literaria ha desaparecido por completo, salvo unos pocos fragmentos de una comedia sin título que se ha dado en llamar “El empresario”—. Es precisamente en el campo de la ópera, que por aquel entonces nacía en Italia, donde Bernini esperaba lograr su Bel composto, puesto que le ofrecía la posibilidad de combinar literatura, música, interpretación, danza y artes plásticas —éstas últimas a través de la escenografía—. Este objetivo no surgía de una causa abstracta o caprichosa, sino que respondía a la gran obsesión de su vida: capturar la realidad. Su capacidad de observación privilegiada le reveló muy pronto que cada pequeña experiencia cotidiana venía compuesta por una complejísima red de manifestaciones sensoriales y emocionales, por lo que cualquier arte por sí sola se quedaba muy corta a la hora de reproducir la vida en todo su esplendor. Ése es el motivo por el que, a pesar de haber demostrado ser un excelente pintor —su estilo es frecuentemente comparado con el de Velázquez—, la pintura nunca llegó a ser para él más que un mero pasatiempo.

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En cualquier caso, la palabra “genio” quizá no sea la más adecuada a la hora de referirse a Bernini. Un análisis global de su larga carrera evidencia que sus obras maestras no surgieron de chispazos de genialidad, sino de una perseverancia laboral repleta de descartes y vías muertas. Aun así, su presencia prácticamente llena por sí sola el panorama artístico romano del siglo XVII. Quizá no haya existido nunca un ejemplo de dictadura creativa tan extrema como la que protagonizó durante los sesenta años en los que se convirtió en una especie de ministro de arte de los Estados Pontificios. No sólo se trataba de que cualquier encargo de cierta envergadura recayera en sus manos, sino de que su taller acababa engullendo a todo artista que empezara a despuntar.

Nació en Nápoles en 1598, hijo del escultor florentino Pietro Bernini, en cuyo taller aprendió a esculpir y a dibujar jugando con miniaturas de modelos clásicos. Su padre se dio cuenta del potencial de su hijo cuándo éste todavía era poco más que un niño y mostró sus primeros trabajos a varios mecenas romanos que, seducidos por su habilidad para la talla, le encomendaron la realización de varias esculturas, de manera que antes de cumplir los veinte años ya había entregado algunas obras cercanas a la maestría. Pronto fue acaparado por el cardenal Scipione Borghese, que le encargo varias obras decorativas, entre las que se halla esta Proserpina y también su celebrada “Apolo y Dafne” (1622-1625), en la que incorpora cierta dramaturgia, de manera que el espectador, desplazándose en el sentido de las agujas del reloj desde el frontal de Dafne, puede apreciar su progresiva metamorfosis en laurel hasta llegar a un ángulo, situado a la espalda de Apolo, en que sólo verá ramaje. Esta característica, sin embargo, no se convertirá en una constante de su obra, sino todo lo contrario: Bernini solía concebir sus esculturas para ser contempladas desde un único punto de vista, para lo cual estudiaba minuciosamente el entorno en el que iba a ser integrada, e incluso en ocasiones lo modificaba para lograr las fuentes de luz idóneas.

Borghese era sobrino y secretario personal del papa Pablo V, y éste ya mostró su interés por el trabajo del joven artista; pero sería su sucesor, Maffeo Barberini ―Urbano VIII―, el que lo tomaría bajo su protección, creyendo ver en él a un nuevo Miguel Ángel con el que relanzar el esplendor de Roma ―de esta época proviene el sobrenombre de la Ciudad Eterna―. Hacía tiempo que los papas habían dado por perdida su vieja batalla por el imperio y, en su lugar, ahora se esforzaban por asegurar su poder moral y cultural ―ya en el Concilio de Trento se había determinado la importancia de fomentar el arte religioso como arma propagandística de la Contrarreforma―. Con este fin, Barberini se propuso renovar el urbanismo romano, que aún respondía a la planta de la época imperial, para facilitar las peregrinaciones a la Santa Sede y recibirlas en un marco de grandiosidad absoluta. Para ello no dudó en destrozar varios vestigios de la antigüedad clásica, lo que motivó la frase que rellena el pasquín más célebre de la historia: Lo que no hicieron los bárbaros lo hizo Barberini.

En 1629, tras contrastar su capacidad, nombra a Bernini arquitecto de Roma y pone en sus manos todo el proyecto. Lo más chocante del asunto es que Bernini jamás se dedicó al estudio. Al parecer, había aprendido a leer y a escribir correctamente; pero no era capaz de expresarse en latín, algo que por aquel entonces resultaba básico en cualquier educación, y tampoco había cultivado las matemáticas. El cómo fue capaz de diseñar obras tan faraónicas y perdurables como la plaza de San Pedro ―recuperando el concepto del atrio latino― es para mí un misterio insondable. Aunque contaba con un buen equipo de asistentes, era él en persona el que realizaba los cálculos: de hecho, un error en ellos motivo que aparecieran grietas en uno de los campanarios que proyectó, por lo que hubo que derribarlo, lo cual le costó unos años algo complicados hasta que consiguió recuperar su prestigio.

Probablemente fuese su condición de autodidacta lo que le llevó a revolucionar las tendencias artísticas de su época. Por lo que se refiere a la escultura, Bernini volvió una vez más su vista a los clásicos, pero no con la intención de emularlos ―propia del Renacimiento―, sino con la de superarlos. El descubrimiento en 1506 del “Laocoonte y sus hijos” (Hagesandro, Polidoro y Atenodoro de Rodas, siglo I) en un viñedo romano había sorprendido sobremanera a los artistas de la época, que tan sólo conocían la versión más templada de la escultura grecorromana. Desde entonces, el Laocoonte se fue convirtiendo en el modelo de expresividad escultórica por excelencia y en el punto de partida para los talladores barrocos, que anteponían la emoción a la belleza. Hay que aclarar que, aunque el barroco se sitúa en el extremo pendular apartado del clasicismo ―tal como ocurría con el término “gótico”, la palabra “barroco” tiene tintes peyorativos: es el adjetivo con el que los orfebres españoles se referían a una perla deforme, y comenzó a utilizarse durante el neoclasicismo de modo despectivo―, los escultores barrocos no renegaban del arte clásico, sino que lo ensalzaban como su primer modelo. Así, en ningún caso eran conscientes de estar violando sus principios, sino que consideraban que estaban llegando más lejos en su perfeccionamiento. Si suele resumirse la escultura barroca como “formas que vuelan”, en el caso de Bernini también vuelan las pasiones. Creía que ese perfeccionamiento debía pasar por el reflejo de los fuegos interiores, y por ello se esforzaba en captar el instante en el que éstos alcanzan su mayor nivel de violencia. De este modo, representará a Dafne justo cuando comprende con horror que ha comenzado su transformación en laurel, a Santa Teresa en el instante preciso en que cae en el éxtasis y a nuestra Proserpina en pleno ataque de histeria. Mutatis mutandis, puede decirse que se adelantó tres siglos a Cartier-Bresson y su doctrina del momento decisivo.

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En la mitología romana, Proserpina ―Perséfone en la griega― es la hija de Ceres y Júpiter. Por un problemilla de pelusas entre hermanastras, Venus encarga a su hijo Cupido que asaetee a Plutón ―tío de ambas hermanas, dios de las profundidades infernales y, por lo que se cuenta, dotado de un carácter algo difícil― para que se enamore de Proserpina. Como entre los dioses romanos la galantería solía brillar por su ausencia, Plutón salta furioso desde dentro del Etna para llevarse a Proserpina al Hades por las bravas. El rapto se consuma ―pero todo con papeles, porque una vez en tierra de muertos se desposa con ella mediante un curioso ritual con una granada, fruta de la fidelidad― mientras Ceres comienza a echar de menos a su hija y se pone a buscarla. Lo único que encuentra de ella es su cinturón, por lo que, en su sagacidad, deduce que algo malo ha pasado. Como se supone que entre seres divinos no hay secretos, se siente ultrajada e inicia una especie de huelga hasta que se aclare lo sucedido. Ceres es la diosa de la agricultura, así que su presión consistió, por un lado, en paralizar el desarrollo de las cosechas y, por otro, en convertir en desierto cada parte del mundo que iba pisando en su búsqueda de pistas. Júpiter comprende que la cosa puede llegar a ponerse fea de verdad y envía a Mercurio ―lo más parecido a un abogado que había en el Olimpo― a mediar al Hades. Sus gestiones resultan fructíferas y regresa con Proserpina para entregársela a Ceres, pero con la condición de que cada año pase seis meses con su madre y seis con su marido ―otras versiones hablan de una especie de síndrome de Estocolmo provocado por la ingesta de la granada―. Así justifica la mitología clásica la sucesión de las estaciones: Proserpina llega en primavera, por lo que su madre se pone muy contenta y lo llena todo de flores para darle la bienvenida; pero vuelve a marcharse en otoño, así que Ceres retorna a las andadas.

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El grupo escultórico representa el momento exacto en el que Plutón arrastra a Proserpina a su reino infernal. Está compuesto por tres personajes: Plutón, Proserpina y el Can Cerbero: el perro de tres cabezas que guarda la puerta del Hades para evitar que se escapen los muertos y se cuelen los vivos ―esto último nunca lo entendí muy bien―, que ladra a los pies de los protagonistas y cuya presencia marca el punto de no retorno para la raptada. En la base de la escultura vemos una estrecha elevación diagonal que representa el báculo de Plutón e indica la frontera entre ambos mundos. Plutón ya ha puesto un pie en sus dominios, mientras que mantiene el otro en terreno de vivos y su presa se debate suspendida entre ambos, aferrada por los brazos de su captor. Precisamente las marcas que los dedos crispados de Plutón producen sobre su piel son una de las características más admiradas de la pieza, puesto que dotan al mármol de la sensación muelle de la carne humana y sugieren violencia a la vez que deseo; pero también ternura, porque Plutón emplea la fuerza justa para evitar la huida de su amada sin llegar a dañarla.

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Igualmente magistrales son el escorzo de la figura femenina y su rictus de desesperación ante la inutilidad de su lucha. En su fijación por reproducir la realidad, Bernini no se limitó a plasmar el pelaje de Cerbero, sino que reprodujo hasta las ligeras arrugas de las plantas de los pies de Proserpina. Resulta difícil recordar que nos hallamos ante un pedazo de roca ―o varios, porque Bernini se había liberado de la máxima renacentista que imponía emplear un solo bloque por cada obra― cuando contemplamos los complicados pliegues de la túnica que prácticamente ha perdido Proserpina en su forcejeo, o las filigranas en las que vuela su cabello y la tensión muscular de Plutón. Es también llamativo el contraste de expresiones entre ambas figuras humanas: mientras podemos llegar a sentir los alaridos de Proserpina, Plutón presenta un semblante de “¡Estate quieta, coño!” y aparece determinado a cumplir sus fines, pero no enfurecido, sino simplemente molesto por una resistencia que sabe tan ilusa como no precisamente halagadora para sus dotes como seductor.

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