MÚSICA

Sinfonía nº 4 en La mayor, opus 90, “Italiana”, de Felix Mendelssohn (1833).

Felix Mendelssohn según Eduard Magnus (1846).

Felix Mendelssohn según Eduard Magnus (1846).

La Italiana es seguramente la más popular de las cinco sinfonías para orquesta que Mendelssohn compuso a lo largo de su vida. Anteriormente había demostrado su talento escribiendo otras doce para orquesta de cuerdas, algunas de ellas siendo un niño, lo que hizo que se le conociera como el Mozart del siglo XIX. Felix había nacido en Hamburgo en 1809 y era nieto del filósofo ilustrado Moses Mendelssohn. Su familia, además, ostentaba una posición económica más que privilegiada: su madre pertenecía a una larga estirpe de banqueros, mientras que su padre, Abraham, llegó a fundar su propia entidad de crédito. Todo ello le permitió criarse en un ambiente de gran liberalidad y rodeado de las figuras más sobresalientes de las artes y de las ciencias de la época ―por poner un par de ejemplos, tuvo la suerte de escuchar a Paganini en el salón de su casa y de contar con Hegel como profesor de estética―. Especialmente importante y sorprendente fue su curiosísima amistad con Goethe, porque la cima de las letras alemanas se hallaba en la recta final de su vida con más de ochenta años de edad, mientras que Mendelssohn apenas contaba con doce. Aunque cualquier persona sensata pudiera presumir que el escritor sencillamente se entretenía con el niño, la realidad es que disfrutaba de su conversación no sólo como si estuviera hablando con un adulto, sino con un adulto extremadamente culto e inteligente. La prueba de ello es que Mendelssohn consiguió despertar en el anciano su interés por la música, que hasta entonces, inexplicablemente, había permanecido latente. El entusiasmo del poeta llega hasta tal punto que le facilita una lista de todas las obras literarias universales que le encantaría escuchar musicalizadas. Así, Mendelssohn titularía “Las bodas de Camacho” (1827) ―basada en el célebre episodio paralelo insertado en El Quijote― a la única ópera que compuso a lo largo de su carrera. Si no escribió más fue sencillamente porque ésta supuso uno de sus fracasos más sonados, como también lo fue la cantata “La primera noche de Walpurgis” (1832), inspirada en el poema homónimo de Goethe y que se presenta como un homenaje a la memoria del escritor ―en realidad, esperaba haberla estrenado con él en vida; pero, de algún modo, su factura se le atragantó durante años―.

En cualquier caso, la influencia que Goethe ejerce sobre el joven Mendelssohn no se limita al plano creativo, sino que sus pensamientos le empapan de tal manera que puede decirse que le convierten en una verdadera encarnación de Werther. Mendelssohn aprendió a adorar la vida y a disfrutar de la belleza en todas sus formas; pero no desde un punto de vista sensual, sino sensitivo. A pesar de que en 1837 contraería matrimonio con una joven francesa hija de un pastor protestante ―Cecile Jeanrenaud―, a Mendelssohn no se le conocen más verdaderos amores que la música y su hermana Fanny Hensel, también compositora y cuatro años mayor que él, cuya muerte en 1847 le sumió en tal desesperación que no llegó a sobrevivirla ni seis meses. Según algunos biógrafos, su amor por ella trascendía lo fraternal. Niña prodigio como él, prácticamente habían sido inseparables hasta que ésta decide contraer matrimonio en 1829 con el pintor Wilhem Hensel. Sin que hubiera ningún motivo conocido que se lo impidiera, Felix no sólo no acude a su boda, sino que interrumpe sus comunicaciones con ella durante una temporada. Superado el primer ataque de celos, acabará cultivando una buena amistad con su cuñado, para el que incluso consintió en posar.

Pero los siniestros paralelismos de sus sufrimientos con los del joven Werther no acaban ahí, porque si bien Mendelssohn no toma una decisión tan drástica como volarse los sesos, sí que puede decirse que su muerte fue debida a un largo suicidio consciente. Tras el fallecimiento de Fanny, el compositor busca refugio en el trabajo, al que se entrega de una manera inhumana aceptando todos y cada uno de los encargos que le llegan sin descuidar su creación personal, y todo ello siendo perfecto conocedor de la debilidad de su físico, especialmente de la de su corazón, que ya había avisado varias veces de su enfermedad y que se acaba rompiendo el 4 de noviembre de 1847. No es ninguna salvajada afirmar que Mendelssohn murió víctima del estrés al que él mismo se había expuesto deliberadamente.

La Sinfonía Italiana es fruto de su interés por la variedad cultural de Europa, que recorrió de cabo a rabo a lo largo de su vida. Quizá en Mendelssohn encontremos uno de los primeros espíritus inflamados por el europeísmo moderno, basado en la unión voluntaria de la diversidad y no en la hegemonía política o militar de un determinado país. Aunque parece que donde más a gusto se sentía era en Gran Bretaña, especialmente en Londres y en Escocia ―a la que dedicará su Sinfonía nº 3 y la Obertura “Las Hébridas”―, en 1830 permanece en Italia durante más de un año, en un viaje que comienza siendo esa especie de peregrinación obligatoria a la meca clásica del arte y que termina desembocando en el nacimiento de una verdadera pasión por el modo de vida de los italianos. No obstante, sufre una profunda decepción por lo que se refiere al escaso ambiente cultural que encontró, y no es de extrañar: la Italia que recibe a Mendelssohn vivía uno de los periodos más oscuros de su historia. Dividida hasta el mosaico, empobrecida económica e intelectualmente, aún convaleciente de las guerras napoleónicas y víctima del interés austriaco y de constantes conflictos internos, se trata de la Italia en la que comienza a fraguarse la unificación sangrienta como única salida posible hacia el futuro.

Una de las principales características de la primera música romántica es su lenguaje libre y puramente expresivo, sin sujeción a estructuras predefinidas ni a ningún tipo de interés comercial o político ―en este sentido, debido al aparente fracaso de las revoluciones de 1789, 1820 y 1830, existía un acusado desánimo entre los liberales europeos―. Mendelssohn, sin embargo, y a pesar de dar rienda suelta a sus fantasías, mantiene en gran medida la construcción clásica, dotando a sus sinfonías de mesura, equilibrio y simetría, si bien sobre ese andamiaje desarrolla un color melódico claramente romántico. Así, ha sido calificado igualmente como el último de los clásicos y como el más pudoroso de los románticos.

En la Sinfonía Italiana encontramos una sección de cuerda rápida y potente, perfectamente armonizada con los vientos, cuya fusión recuerda mucho a algunas de las obras de Beethoven ―junto con Mozart, uno de los dos compositores que obsesionaban a Mendelssohn y con los que mantenía una especie de relación espiritual de amor-odio―. Aunque coincidieron en este mundo durante dieciocho años, y a pesar de la precocidad de Mendelssohn, lo más probable es que Beethoven muriera sin saber de la existencia de su apasionado rival. En realidad, se trataba de un extraño caso de competencia unidireccional, en la que Mendelssohn se fijaba los logros de sus antecesores como listones a rebasar, si bien en ocasiones parece revolverse exacerbadamente contra ellos optando por vías opuestas ante planteamientos musicales similares. Curiosamente, el músico al que estudió con más profundidad en su infancia no fue ninguno de estos dos, sino Bach, al que hizo renacer con su exitosa presentación renovada de “La pasión según San Mateo” (1727-1729), que hasta entonces carecía de referencias interpretativas. Gracias a éste y a otros profundos estudios, se considera a Mendelssohn como el primer director de orquesta en el sentido moderno de la palabra.

La interpretación de su Sinfonía nº 4 está considerada como uno de los más grandes disfrutes que puede encontrar un músico de cuerda que domine su instrumento, si bien ―o posiblemente por eso mismo― se trata de una obra extraordinariamente complicada desde el punto de vista técnico; no así desde el auditivo, puesto que su resultado se presenta ligero, alegre, vivaz y compuesto por melodías fácilmente aprehensibles por cualquier oído, incluso aunque no esté habituado a la música sinfónica. Al logro de este efecto de evanescencia contribuye su orquestación, prevista para conjuntos musicales de tamaño reducido y en la que prácticamente se prescinde de los solos a favor de una interpretación conjunta en la que los diversos instrumentos se solapan entre sí, de manera que resulta muy complicado apreciar la actuación de un músico en concreto.

Como no podía ser de otra manera, él mismo dirigió en 1833 su primera ejecución en público al mando de la Orquesta Filarmónica de Londres. Se sabe, por una de las cartas que envió a Fanny, que posteriormente la revisó prácticamente por completo por no haber quedado demasiado conforme con el resultado, pero estas partituras no se han hallado nunca. La interpretación que he elegido es una de las últimas grabaciones de la Orquesta Filarmónica de Berlín que dirigió Herbert von Karajan. Fue editada por la Deutsche Grammophon en 1990, un año después de la muerte del célebre director austriaco.

El primer movimiento, allegro vivace, tiene la peculiaridad de no comenzar con la introducción, generalmente en forma de adagio, propia del clasicismo. De esta manera, Mendelssohn consigue que el oyente se encuentre introducido en las sensaciones que desea transmitirle desde el primer segundo ―realmente desde el tercero, puesto que los dos primeros se llenan con un breve compás que marca el ritmo de ejecución―, que en esta ocasión no son más que la alegría y la energía vital de la que se vio contagiado durante su estancia en Italia. Puede considerarse una obra completa en sí misma, con dos claros temas melódicos que se combinan a la perfección durante sus aproximadamente ocho minutos de desarrollo:

En el segundo movimiento, andante con moto, se abandona la alegría para abrazar la gravedad. Este cambio, que se manifiesta en un choque abrupto que se aparta por completo del espíritu general de la obra, es debido a que la inspiración de esta pieza surge de la profunda impresión que produjo en el compositor la primera procesión religiosa que presenció en Nápoles ―aunque su familia, como evidencia su apellido y el nombre de sus ascendientes, era de origen judío, su padre ya se había convertido al protestantismo y Mendelssohn compartía su fe―. Tras ese corte comienza a desarrollarse la melodía, al principio a lomos del sonido más oscuro y pesado de las violas, que posteriormente dan pie al juego de los violines. Esta melodía no es una invención pura de Mendelssohn, sino una adaptación libre de un tema de Zelter, que a su vez adaptó una canción del folklore checo para acompañar al poema de Goethe “El rey de Thule” (1774). Se trata por lo tanto, de un pequeño homenaje a su viejo amigo literato. Los que estamos acostumbrados a las procesiones de Semana Santa no encontramos ninguna dificultad para imaginarnos a nuestros cofrades marchando a su son, por más que el tempo que presenta este movimiento sea un poco más acelerado del que es común en Castilla. Es, sin duda, la parte más melancólica de la sinfonía, e intuyo muy posible que entre las sensaciones que el compositor experimentó se mezclara algún recuerdo personal de su relación con el poeta, o quizá la pena por no poder compartir sus experiencias con él ―en cierto modo, el viaje italiano de Mendelssohn viene precisamente motivado por un intento de superar la muerte de Goethe―.

El tercer movimiento, con moto moderato, viene escrito en forma de minueto ―principal-trío-principal―. A pesar de que en las sinfonías clásicas se solía emplear este movimiento como una especie de descanso para los músicos, que posteriormente deberían afrontar la apoteosis de la obra, esta pieza es la que más problemas genera en los directores de orquesta, porque la única indicación que Mendelssohn dejó escrita fue la inicial: velocidad moderada. Quizá se trate de la parte más pobre de toda la obra, y no falta quien señale que en realidad constituye un mero relleno, introducido con el único fin de respetar la forma clásica, tal y como un poeta puede esforzarse por cumplir con los rigores métricos. En cualquier caso, y aunque quede eclipsado por la brillantez de los otros tres movimientos, no cabe duda de que nos hallamos ante una pieza muy agradable al oído y que sirve para recuperar paulatinamente la alegría del comienzo. Lo más probable es que la inspiración para este fragmento viniera con los paisajes que Mendelssohn encontrara en su viaje, puesto que, gran amante de la naturaleza, éstos constituyeron una de sus principales fuentes creativas. La sección de cuerda puede evocar brisas suaves bajo los rayos de un sol de crepúsculo, mientras que las diversas intervenciones de los metales podrían aludir al vuelo de los pájaros y de los insectos polinizadores.

La apoteosis anunciada llega con el cuarto movimiento, Saltarello (presto). El saltarello es un antiquísimo tipo de danza frenética propio de Nápoles ―obviamente, se trata de un homenaje a esta ciudad―. Su origen no está claro, aunque popularmente se le otorga el mismo que a su hermana la tarantela: no se trataría más que de una manera de sudar el veneno de una mordedura de tarántula a través de un esfuerzo aeróbico desmesurado. Aunque la mayor parte de los musicólogos denuestan esta explicación, la evidencia es que varios de los pasos reproducen los movimientos de estos arácnidos, por lo que a simple vista no parece en absoluto descartable que se trate de las reminiscencias de una danza mágica simpatética ―bien es cierto que las primeras referencias documentales a esta manifestación folklórica parten de la Baja Edad Media, pero es obvio que no surgió de la nada―. En realidad, a pesar de su nomenclatura, la pieza se ejecuta como un scherzo: la parte de la sinfonía en la que el compositor concede más libertad a los músicos para desarrollar el tema. Scherzo significa literalmente “broma”, y su inclusión en las sinfonías, generalmente sustituyendo al minueto del tercer movimiento, se debe a la genialidad de Beethoven. No es descartable que su colocación en el cuarto lugar se deba a las ganas de bronca que Mendelssohn siempre demostró hacia su admiradísimo rival imaginario.

2 pensamientos en “Sinfonía nº 4 en La mayor, opus 90, “Italiana”, de Felix Mendelssohn (1833).

  1. Siempre un placer leer tus publicaciones y además didáctico para los más jóvenes.
    Mi peque tiene que hablar de un compositor/músico, cada día uno, y le he descargado en mp3 los vídeos. Gracias. Besos!!

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