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“Guardia de las SS muerto flotando en un canal”, de Lee Miller (1945).



Esta fotografía bien podría haber llevado por título “El final de la pesadilla”, “El ogro caído” o cualquier otro por el estilo, de no ser porque el final fue tan horripilante como la pesadilla en sí misma y porque el ogro tan sólo cayó a manos de otros ogros. Fue tomada en el campo de exterminio de Dachau el 29 de abril de 1945, tras su liberación por las tropas norteamericanas. Fundado en 1933 como simple prisión política en las cercanías de Munich, el campo de Dachau fue el pionero de su especie, aunque quizá no el más eficiente. Se estima que durante sus doce años de historia negra albergó a más de doscientos mil presos, apenas un cuarto de los cuales habrían muerto entre sus muros —aunque pueda parecer una cifra inasumible para cualquier imaginación sana, existen evidencias para calcular en más de un millón el número de asesinados en Auschwitz―. En cualquier caso, si no fue especialmente relevante en términos relativos de mortandad, sí que destacó por la cantidad de todo tipo de experimentos con seres humanos y vivisecciones que se llevaron a cabo en su interior.

Cuando los estadounidenses llegaron a Dachau, habían pasado poco más de tres semanas desde que fue tomado el primer campo de concentración del frente occidental. Hasta entonces los nazis habían podido ir borrando las huellas de su masacre a medida que iban replegando sus posiciones, pero el avance acelerado de los aliados hizo que Dachau fuera el primero que no les dio tiempo a adecentar antes de rendirlo. Paulatinamente, las SS habían ido trasladando a otras plazas más interiores a los prisioneros de las que iban cediendo y, mal que bien, habían conseguido deshacerse de la mayor parte de los cadáveres. Precisamente, fue la ingente saturación que se produjo en Dachau lo que provocó que sus cámaras de gas y sus hornos crematorios no dieran abasto, por lo que los alemanes se vieron en la necesidad de acumular los cuerpos en contenedores al aire libre. Además de las actas del consejo de guerra al que fueron sometidos los oficiales norteamericanos al mando de la operación, existen varias crónicas de lo que allí ocurrió en las cartas manuscritas que los propios soldados aliados enviaron a sus familiares. Era un hecho notorio que el régimen nazi contaba con inmensas prisiones donde recluía a sus opositores y a miembros de diversas etnias consideradas inferiores, y nadie esperaba que allí se les tratara precisamente con lujos; pero ni siquiera los militares más veteranos estaban mentalmente preparados para ver lo que se encontraron en Dachau. Se cuenta que un guerrero tan difícilmente impresionable como Patton vomitó al toparse con las montañas de esqueléticos cuerpos desnudos, si bien esta anécdota es atribuida a varios campos distintos y no existe ninguna evidencia de que el general parara en éste en concreto.

Tras la macabra sorpresa, el horror dio paso a la furia vengativa y la crueldad cambió de bando. Cegados por el espanto, los soldados de la 20ª División Blindada y de la 45ª de Infantería del VII Ejercito de los Estados Unidos de América se tomaron la justicia por su mano con los pocos efectivos de las SS que sus mandos habían dejado abandonados a cargo de un simple subteniente. Durante unas horas de terror se sucedieron todo tipo de torturas nada refinadas, asesinatos bestiales y algunas decenas de ejecuciones sumarísimas, e incluso la suerte de varios alemanes fue entregada a los pocos prisioneros que aún podían mantenerse en pie ―entre otras atrocidades, algunas cartas describen cómo éstos, con las escasas fuerzas que les quedaban, despedazaron literalmente con sus propias manos al adiestrador de los perros que habían sido empleados para devorar vivos a los prisioneros más díscolos―. No cabe duda de que cualquier espanto que pudieran haber llevado a cabo los soldados aliados en Dachau resultaría ridículo si lo comparásemos cuantitativamente con los que se habían cometido en el campo mientras éste se mantuvo activo; pero eso no desvirtúa ni en un ápice su idéntica naturaleza como crimen de guerra.

“Jamás podré sacarme de la nariz el hedor de Dachau”, declararía Lee Miller varios años más tarde. Miller trabajaba como corresponsal de guerra para la edición británica de Vogue y había sido la primera mujer acreditada oficialmente como reportera gráfica en un frente. Resulta difícil hacerse la idea de que la autora de la serie a la que pertenece esta fotografía fuera la misma mujer que, poco más de una década antes, había sido una de las modelos más cotizadas del mundo y la amante y musa de Man Ray. Lo cierto es que la vida de esta neoyorquina ya había dado muchas vueltas cuando puso sus pies en Dachau, y aún daría alguna más. Nacida en 1907, muy pronto comenzó su carrera como maniquí, llegando a posar para Arnold Genthe o Edward Steichen, para el que, entre otras cosas, protagonizó el primer anuncio de compresas de la historia —no cabe duda de que sus logros como pionera siempre estuvieron manchados de sangre—.

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En 1929, como casi resultaba obligatorio en aquellos tiempos, se mudó a París, donde rápidamente se instalaría en el estudio de Man Ray para sustituir a Kiki de Montparnasse como su amante y modelo favorita y para trabajar como su asistente. Durante tres años, ambos artistas se torturaron mutuamente en medio de una de las pasiones más tormentosas que se recuerdan ―y que, entre otras no menos notables por ambas partes, incluyó una casi también obligatoria infidelidad de Miller con Picasso―. Con respecto a su relación profesional, se ha especulado mucho acerca de hasta dónde llegó ésta. Parece ser que Miller ya había aprendido los rudimentos de la fotografía de sus maestros norteamericanos y de su propio padre ―un fotógrafo aficionado del que se cuentan extrañísimas costumbres sin verificar―, así que muy pronto destacó presentando retratos, fotos de moda y obras de rasgos surrealistas muy parecidas a las de su compañero. Las similitudes resultan tan acusadas que muchos autores consideran que probablemente trabajara de negra para Man Ray en varias ocasiones, dando a éste la oportunidad de centrarse en la pintura y en la escultura durante una temporada, lo que efectivamente hizo. No obstante, sin descartar que colaboraran en varias creaciones, la tesis mayoritaria es que sencillamente se influyeron el uno al otro, pues parece que Man Ray nunca consideró que el talento de su ayudante fuese inferior al suyo. A resultas de esta confusión de trabajos, siempre se mantendrá vigente la polémica acerca de a quién de los dos hay que atribuirle la invención de la técnica para dominar la solarización mediante el llamado efecto Sabatier ―básicamente, exponer brevemente a la luz solar el negativo o parte de él durante el proceso de revelado―. (Lo que se les atribuye en numerosas fuentes es el descubrimiento del fenómeno en sí, pero este dato es falso: tanto la solarización propia como el efecto Sabatier ya habían sido descritos minuciosamente a lo largo del siglo XIX incluso por algunos daguerrotipistas.)

«Natasha», de Man Ray (1929-1930).

Su relación llegó hasta 1932, cuando Lee Miller le deja plantado y huye a Nueva York para abrir su propio estudio, con el que durante una breve temporada ganó mucho dinero. Esta etapa termina cuando se casa con el millonario egipcio Aziz Eloui Bey y se traslada a Alejandría, donde se dedica a tomar fotografías por afición y a engrosar su lista de amantes. Entre ellos hay que mencionar forzosamente a Lawrence Durrell, al que ya había conocido en París y que, paradójicamente, era quien le había presentado a Eloui Bey. Quizá por su fugacidad y por la falta de correspondencia postal conocida, la relación pasional entre la fotógrafa y el escritor nunca ha sido bien estudiada ―algo realmente curioso si tenemos en cuenta que salta a la vista su enorme presencia en “El cuarteto de Alejandría” (1957-1960), tanto en la trama como en la construcción multifocal de los diversos personajes femeninos―.

Harta de las arenas del desierto, en 1939 volvió a huir, esta vez a Londres y en compañía del que sería su segundo marido, Roland Penrose. El estallido de la Segunda Guerra Mundial les lleva a regresar a Nueva York, donde Miller se emplea como fotógrafa por cuenta propia para Condé Nast, empresa editora de la revista Vogue. En 1944 es acreditada ante el Ejército norteamericano y, junto con su nuevo amante, el fotógrafo de Time-Life David E. Scherman, acompaña el avance aliado desde el mismísimo desembarco de Normandía. De esta campaña, además de una importante colección de fotografías, en muchos casos tan valiosas desde el punto de vista documental como espeluznantes desde el moral, queda el recuerdo de su amargo baño en la que había sido la casa de Adolf Hitler en Munich. La instantánea fue tomada el 30 de abril de 1945, el mismo día en el que el dictador se suicidaba en el búnker de la Cancillería y tan sólo una jornada más tarde del paso de Miller por Dachau. El barro que vemos en sus botas y el polvo y el olor que trata de arrancar de su piel son los que se trajo de aquel recinto infernal.

«Bañarse con el enemigo», de David E. Scherman (1945).

Muchas de las fotografías que capturó en los campos de exterminio de Dachau y Buchenwald son quizá demasiado desagradables como para mostrarlas sin previo aviso; además de que, en mi opinión, traspasan la frontera entre el arte y la mera documentación gráfica. De hecho, la gran mayoría fueron descartadas por Vogue por considerarlas demasiado truculentas ―o bien directamente censuradas por revelar actuaciones reprochables por parte de los aliados―. El resto aparecieron bajo el gélido y a la vez muy descriptivo titular de “Believe it” ―”Creedlo”―. Por todo ello, he tenido pocas dudas a la hora de elegir como protagonista de este artículo a la foto que lo encabeza.

«Dos guardias de las SS pidiendo clemencia», de Lee Miller (1945).

Además de ser una fotografía de gran belleza desde el punto de vista estético, la imagen del cadáver de alguien tan siniestro como un miembro de las Waffen-SS flotando entre aguas estancadas desprende grandes cargas de irrealidad onírica. Nos hallamos ante una de esas raras obras que sobrepasan la visualidad para estimular tanto el oído como el olfato del espectador. Es la paz después del horror, la certeza de la banalidad de la vida al enfrentarse con la muerte: poco importan ya las crueldades del protagonista, y también sus últimos sufrimientos. Tal y como sabían de sobra los mitólogos griegos, el velo acuoso funciona a la perfección como metáfora de la separación entre el mundo de los vivos y el de los difuntos. La expresión calmada que se nos ofrece desde el otro lado es la de una persona plácidamente dormida; de hecho, apenas por su peculiar forma de flotar sabemos que está realmente muerto. Nos cuesta imaginar que tan sólo unos días antes, quizá horas, este hombre haya sido capaz de cometer atrocidades de tal calibre que probablemente le vengan grandes a nuestra capacidad de odio; y lo cierto es que no podemos estar seguros de si a este combatiente en concreto se le puede culpar de alguna o simplemente de permanecer impasible, quizá igualmente horrorizado, mientras éstas eran llevadas a cabo. En realidad, tan sólo sabemos que se trataba de un guardia de Dachau porque Miller nos lo cuenta, pero ningún signo externo le diferencia de la imagen que presentaría cualquier cadáver en el agua. Nada nos permite conocer si nos hallamos ante un criminal nato o ante uno de los muchos jóvenes que fueron enrolados a la fuerza al final de la guerra. Puede que incluso sintiera antipatía hacia los nazis y tan sólo creyera estar cumpliendo con el discutible deber de defender su patria frente a las potencias invasoras. Ni siquiera resulta fácil estimar su edad con cierta precisión: con la misma base podemos atribuirle veintipocos años o cuarenta y muchos. Pero da lo mismo: ya no es más que un cadáver, y no lo será por mucho tiempo.

Sin título. Guardia de Buchenwald rescatado de las manos de sus antiguos prisioneros, Lee Miller (1945).
Sin título. Guardia de Buchenwald rescatado de las manos de sus antiguos prisioneros, Lee Miller (1945).

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5 comentarios en «“Guardia de las SS muerto flotando en un canal”, de Lee Miller (1945).»

  1. … la inmediatez del hecho, posee es curiosa, pero real virtualidad de concitar el horror frente al mismo; es una cuestión que se cumple en función de la igualdad, tiempo-espacio. La denuncia, que no otra cosa es, de la descomunal crueldad germánica, antes y durante la guerra, posee ese peculiar interés, por avivar la curiosidad; Europa y los norteamericanos, lo relievaron, para magnificar el alcance del triunfo aliado.
    La verdad es que, históricamente, el desempeño del vencedor frente a su oponente, no conoció, ni la piedad ni menos el perdón. La crueldad y la bestialidad, fueron el matiz, la patina que cubrió la imagen de la guerra. Millones, muchísimos millones de vencidos sacrificados, cosa de jamas poder establecer, habitan en la historia de la humanidad. La crueldad y la sevicia nazi, deviene en espeluznante, por la contigüidad en el tiempo.
    La fotografía, curiosamente objetiva y descarnada de Lee Miller, posee un morboso poder para singularizar una página suelta de la guerra, y paradójicamente, está revestida de una muy singular forma de convocar la veracidad de lo ocurrido. Es una forma de arte de muy compleja comprensión, algo mu diferente …

  2. Y ahora ¿debemos cerrar los ojos cuando Israel hace lo mismo con los palestinos? Hah levantado incluso un muro para cerrar el guetto. Les roban sus territorios y les disparan. Y, vamos a decirlo ¡hombre!, EEUU les apoya en sus carnicerías y atentados. Incluso les vende armas. Parece que los judíos aprendieron bien las técnicas de las SS y ahora las llevan a la práctica a escondidas (o no tanto).
    Ah, que Israel no quema en hornos a los palestinos. Perdón, entonces queda todo olvidado.

      1. ¿lo niegas? lo que está haciendo Israel contra el pueblo Palestino es un genocidio y merece ser juzgado por la comunidad internacional, y si no, infórmate un poco.

  3. Es horrible, pero, hasta cierto punto, comprensible que se tomasen esa venganza tan cruel, porque los seres humanos somos más iguales que diferentes, y si no, sólo hay que ver lo que los israelíes hacen con sus primos hermanos palestinos. La violencia sólo engendra violencia, es una máxima universal. Aun así, la mayoría de los genocidas nazis corrieron una suerte demasiado buena para lo que merecían, hablo de los altos mandos, de los verdaderos culpables de tan triste episodio histórico. No sabía de esta foto, y menos aún que fuese obra de Lee Miller, de quién sí tenía conocimiento por su relación con Man Ray y Picasso. Saludos, Líneas sobre Arte.

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