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Andreas Gursky: entre la masa y el detalle.

Paris, Montparnasse 1993
«Paris, Montparnasse», 1993.

El arte no debería reflejar la realidad, sino fijarse en lo que hay detrás de las cosas.

Junto con Candida Höfer, Axel Hütte, Thomas Struth y Thomas Ruff, Andreas Gursky es uno de los cinco miembros originarios de la denominada “escuela de Düsseldorf”, como se conoce al grupo formado por algunos de los primeros discípulos de Brend e Hilla Becher. En 1976 Brend Becher se convirtió en el primer catedrático de fotografía artística en una escuela oficial de Bellas Artes alemana ―la de Düsseldorf, claro está―. Becher y su esposa Hilla, tanto por su labor docente como por su obra, brindaron a la fotografía el último espaldarazo que necesitaba en su larga lucha por ser considerada como un arte más. Para ello, tomaron y revitalizaron los principios de la Nueva Objetividad, una corriente artística surgida durante la república de Weimar como reacción al lento agotamiento del expresionismo. Como su propio nombre indica, la Nueva Objetividad pretendía superar el subjetivismo psicológico extremo propio de las tendencias de su época, y ello con el fin de tratar de capturar la realidad tal y como es, y no cómo pueda verse desde los ojos del fotógrafo. Evidentemente, y dado que es éste el que sostiene o coloca la cámara, se trata de un objetivo inalcanzable; pero sí que puede generarse una ilusión de objetividad mediante el empleo de técnicas compositivas que se abstengan de incluir focos de atención o puntos de fuga que guíen el ojo del espectador. Así, se jugará con la geometría para encuadrar el objeto principal en el centro exacto de la instantánea, con un enfoque frontal y rodeado de un amplio margen de fondo lo más simétrico y átono posible, evitando sombras intensas y extremando la nitidez. Los Becher dejaron un legado de más de veinte mil negativos como ejemplo, la gran mayoría dedicados a reproducir edificios e instalaciones industriales abandonadas ―con el propósito inicial de que fueran catalogadas como patrimonio histórico-artístico y así evitar su derribo―, y también demostraron con creces su capacidad docente, pues aunque cada uno de ellos ha ido desarrollando su propio estilo personal, las obras de sus cinco primeros alumnos ―todos aún en activo― siguen sin poder negar de dónde vienen.

«99 Cent II Diptychon», 2001.

En este sentido, más que estilística, la profunda influencia de los Becher en la obra de Andreas Gursky (Leipzig, 1955) es de naturaleza doctrinal, pues siempre ha seguido los principios de “dejar hablar a la realidad por sí misma” y de tipología, clasificando sus creaciones de acuerdo con el tipo de objeto que reproducen. Gracias a las enseñanzas de sus mentores y a lo que ha puesto de su parte, Gursky se ha convertido en uno de los artistas vivos más cotizados de la actualidad. Tres de las diez fotografías más caras de la historia ―que se sepa y hasta que la cosa cambie― son suyas, y además se trata del único fotógrafo que ha logrado liderar la lista en dos ocasiones. Por supuesto, desde el momento en que las obras de arte se convierten en bienes de inversión tangible y, por lo tanto, se ven sometidas al juego de oferta y demanda, el precio no tiene por qué representar su valor artístico ―pero algo tendrá el agua cuando lo bendicen, y esta agua se bendice mucho―. Quizá lo más chocante del asunto sea que la obra de los Becher no comenzó a ser realmente apreciada por el mercado hasta que sus cinco alumnos más aventajados empezaron a frecuentar la primera línea internacional a mediados de los años 80 del siglo pasado. (Hoy en día, la denominación de “escuela de Düsseldorf” ha quedado prácticamente circunscrita al ámbito historiográfico, mientras que entre los marchantes suele hablarse directamente de “clase Becher”.)

«Beijing», 2010)

La principal diferencia con la obra de sus maestros estriba en que los cinco discípulos trabajan casi exclusivamente en color. De hecho, puede decirse que son los artífices de que esta técnica haya superado por fin todos los prejuicios que dificultaban su plena consideración artística ―por más que para el público medio esto siga sin ser así―. Es también reseñable la tendencia a la hipertrofia que guía sus impresiones, que supera con mucho a la de sus mentores y casi siempre alcanza medidas murales. En el caso de Gursky, esta presentación toma la forma de gigantescas panorámicas repletas de detalles prácticamente inabarcables, y quizá ahí resida parte del secreto del innegable efecto fascinador de su obra. Además, sus creaciones suelen confundir al espectador con sutiles perspectivas imposibles que no tienen nada que envidiar a las de Escher, a la vez que mantienen prisionera su atención mientras trata de dilucidar la aparente contradicción entre lejanía y minuciosidad. En definitiva, nos hallamos ante fotos muy complejas, realmente difíciles de aprehender y de comprender ―y supongo que a él también le cuesta mucho componerlas: probablemente ése sea el motivo de que tan sólo presente alrededor de una decena al año―.

Untitled XIII (Mexico), 2002.

Gursky carece de musas o de lugares fetiche, viaja por todo el mundo eligiendo los motivos de sus obras con absoluta exquisitez. Hasta mediados de los años 90 estuvo intrigado por las manifestaciones más extremas del consumismo, mientras que después se lanzó a analizar el proceso de uniformidad que se va adueñando del mundo. En 1992 abrazó la tecnología digital y ya no la ha soltado. Muchas de sus obras son en realidad montajes de diferentes instantáneas tomadas desde distintos puntos de vista, lo que desdibuja la perspectiva y fomenta la objetividad. Con tal de que el resultado se ajuste al que ha ideado, Gursky no manifiesta ningún escrúpulo a la hora de aplicar alteraciones informáticas a sus fotos. Sus retoques, sin embargo, no pretenden modificar la realidad o crear escenarios surrealistas, sino potenciarla hasta reproducir el efecto visual que a él le provocó su observación, pero borrando sus propias huellas. No persigue, por lo tanto, que el público vea exactamente lo mismo que él, sino colocarle en una situación de partida similar a la qué él mismo ocupó en origen, para así permitirle avanzar hasta sus propias conclusiones sin caminos preestablecidos.

Untitled IV («Prada I»), 1996.

Untitled V («Prada II), 1996.

Aunque en alguna ocasión, sobre todo en sus comienzos, haya elegido temas naturales, la representación de estructuras artificiales y masas humanas constituye el núcleo de su obra. Gursky parte del antropocentrismo para inmediatamente cuestionarlo a la luz de la evidencia. Muchos de sus edificios sugieren tal impresión de colmena vacía que podemos llegar a sentir que la presencia humana ha sido borrada de la faz de la Tierra, o incluso que nunca ha existido, y que no han sido sino las fuerzas de la naturaleza las que han construido lo que vemos. Sin embargo, tras ese primer impacto, pronto nos daremos cuenta de que el hombre no ha desaparecido del mundo, sino que ha sido el individuo el que lo ha hecho. Gursky nos demuestra que somos mucho menos importantes como entes pensantes de lo que nos dicta nuestra ilusión. Basta con alejarse unos pasos para comenzar a confundir entre sí a dos personas, y llega un momento el que el individuo se desvanece hasta acabar siendo una célula más de una masa amorfa, idéntica a las que la rodean y tan sólo visible al microscopio. En el universo de Gursky el ser humano pierde su sexo y su edad, no es más que una hormiga dentro de la colonia, tan individualizable como pueda ser una de otra. Esto crea la extraña sensación desasosegante y contradictoria de que, por una parte, el ser humano es insignificante; pero por otra es el creador de todas esas estructuras descomunales. En cierto modo, podríamos decir que para Gursky la humanidad actúa sobre el planeta como el moho sobre un bollo: no podemos identificar a cada una de las esporas, pero su presencia se hace palmaria. En definitiva, se trata de la constatación de que nos movemos entre la ilusión de serlo todo y la certeza de no ser nada.

«Bahrain I», 2005.

Con estos mimbres, no es de extrañar que Gursky haya sido calificado como el fotógrafo por excelencia de la era de la globalización; pero de sus obras no puede extraerse condena ni elogio ante este fenómeno socioeconómico, tan sólo evidencia. Y para lograr esa evidencia objetiva, cualquier observador debe tomar la distancia necesaria. Sus obras se nos presentan desde tal lejanía que uno tiene la impresión de que son el tipo de fotos que tomaría un artista procedente de cualquier otro sistema solar, por ejemplo el que gira alrededor de Vega, para explicarle a sus congéneres cómo es la civilización terrícola. La impresión de los veganos probablemente sería confusa en un principio, para después pasar a la incredulidad una vez que su emisario les ha explicado a qué responden cada una de las imágenes. Seguramente acabarían pensando que en la Tierra se esconde el animal pensante más absurdo y contradictorio de la galaxia. Mediante su trabajo, Gursky parece estar gritándonos “¡¿Pero no os dais cuenta de la imagen que estáis dando?! ¡¿Por qué hacéis eso?!”; pero sólo lo parece, no lo está haciendo: él es de los nuestros y no está legitimado para juzgar si lo que ve está bien o está mal, tan sólo para constatar que es así. En realidad, presenta la evidencia desde una perspectiva tan fría que en ocasiones casi resulta sospechosa de autismo.

Andreas-Gursky-Kuwait-Stock-Exchange-20001-880x1201
«Bolsa de Kuwait», 2007.

Sorprendentemente, esa frialdad no sólo no le ha mantenido inmune a las polémicas de tinte político, sino que se ha visto calificado con desprecio y fiereza tanto de antisistema como de marioneta del neoliberalismo. Es lo que suele ocurrir cuando se extiende la idea totalitaria de que el arte debe estar sometido a la consecución de un fin pretendidamente social ―el fin que yo considere correcto y no otro, claro está―. De sus declaraciones en entrevistas se desprende que Gursky ha llegado a sentir verdadera irritación ante esas manifestaciones que, en realidad, no dejan de ser injerencias en el mundo del arte de gentes extrañas que, evidentemente, no están interesadas en la creatividad por sí misma:

Lo curioso es que todo el mundo cita mis fotos de Prada porque se trata de un templo de la moda muy en boga, pero cuando tomo una fotografía de un supermercado de productos económicos en el que sólo suele hacer compras la gente pobre, nadie lo nota. En esos casos a nadie se le ocurre decir que trabajo desde lo político, seguramente porque la toma da la impresión de ser liviana y fresca. En el futuro quisiera lograr una simbiosis de temas sociales y de formas de representación estética. Quizás eso me permita incursionar en nuevos terrenos. La “mirada compasiva” no me parece verdaderamente capaz de generar conocimiento.

 (Süddeutsche Zeitung, 2002)

«Nha Tang», 2004.

Siempre ha declarado también su interés por las abstracciones, y si bien no lo ha descubierto, sí que ha explotado como nadie la idea de que es la distancia demasiado corta o demasiado lejana la que acaba generando la abstracción, de modo que lo que consideramos real tan sólo toma una forma reconocible en un segmento muy reducido de nuestra capacidad de percepción. Según él mismo ha contado en varias ocasiones, esta revelación le llegó casualmente en 1984 mientras trabajaba en una serie de fotografías ordinarias tomadas en los Alpes austriacos. Las reveló e imprimió sin mayores sobresaltos, y sólo cuando estuvieron expuestas alguien se dio cuenta de que en una de ellas podía distinguirse a unos diminutos escaladores. A partir de entonces, la idea de que una forma tan familiar y cercana pudiera esconderse en una inmensidad abstracta le ha obsesionado. ¿Alguien puede explicarse qué pintan dos señores con sombrero remando en el depósito de agua de un observador de neutrinos? Seguramente, los expertos en física de partículas lo encontrarán lo más normal del mundo; pero el inmenso público lego no, y lo último que puede esperar hallar en este conjunto de esferas doradas es a dos tipos en sus lanchas; sin embargo, ahí están.

«Kamiokande», 2007.

Últimamente parece haber dado otra vuelta de tuerca a su distanciamiento del mundo en su serie “Ocean” (2010), en la que manipula fotos de satélite de tal modo que genera el efecto de flotación continental y llega a dotar de apariencia de vida a las formaciones terrestres. Se trata de un buen ejemplo de lo que se ha dado en llamar “fotografía sin cámara”, cuyo principal exponente en la actualidad quizá sea, precisamente, su ex compañero de pupitre Thomas Ruff. La manipulación de imágenes tomadas por otros hasta convertirlas en una obra distinta es  prácticamente tan antigua como la fotografía en sí misma y ya ha sido empleada con gran éxito por artistas tan célebres como Gerhard Richter o Andy Warhol. Hoy en día, gracias a las nuevas aplicaciones informáticas, la fotografía sin cámara parece estar viviendo su definitivo despegue sin un destino claro. Puede que estemos asistiendo al nacimiento de una nueva disciplina artística o, por el contrario, al perfeccionamiento de una simple técnica que quizá acabe integrándose en el arte digital o consolidándose dentro de la fotografía ―por mucho que, como siempre ocurre con las innovaciones, esté recibiendo críticas y burlas desde los sectores más puristas―. En mi opinión, lo que verdaderamente importa es el resultado, y la técnica aplicada para obtenerlo es lo de menos: estoy completamente convencido de que si Velázquez hubiese podido pintar “Las meninas” con un solo brochazo, lo habría hecho sin pensárselo dos veces. Si se trata de fotografía o no es un asunto que deberán dilucidar los filósofos o los lingüistas.

«The Antartica», 2011.

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1 comentario en «Andreas Gursky: entre la masa y el detalle.»

  1. buen articulo, sin embargo con lo ultimo no concuerdo. Que seria de un artista si no viviese el proceso en cada una de sus creaciones y todas fuesen instantáneas… en el caso de la foto el proceso no es solo un click.
    saludos

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