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Kandinsky y la sinfonía de los colores.

Kandinsky
«Cuadro con arquero», 1909.

Odio cuando la gente ve lo que realmente siento.

A veces resulta inevitable relacionar de manera inconsciente a la pintura abstracta con la pintura contemporánea; pero la abstracción pictórica ha estado conviviendo con la figuración desde que a alguien muy peludo se le ocurrió emborronar las paredes de su caverna. Los templos de prácticamente todas las culturas conocidas están repletos de decoraciones abstractas, hasta el punto de que hemos llegado a denominar “grecas” al tipo de ornamento que consiste en una línea continua que repite secuencialmente un determinado pliegue sobre sí misma. Por lo tanto, no tiene ningún sentido hablar de Vasili Kandisky (1866-1944) como el creador de la pintura abstracta; pero que sí que podemos considerarle el pionero a la hora de buscar un verdadero sistema de armonía cromática capaz de prescindir de las figuras.

Kandinsky ni siquiera era pintor cuando inicia su viaje a lo espiritual. Había recibido algunas lecciones durante su infancia en Moscú ―donde nació―, por lo que conocía los rudimentos técnicos de la pintura; pero en realidad se había formado como jurista, economista y folklorista y, a la vez que ejercía puntualmente como abogado, impartía clases en la Universidad de Moscú. En realidad, no habría tenido por qué trabajar de ninguna manera si no lo hubiera deseado, porque su familia había acumulado un cierto patrimonio inmobiliario que le habría permitido vivir de las rentas. Aunque era un gran aficionado al arte, su diletantismo prefería la música al resto de las disciplinas, y dentro de ella, al igual que le ocurría a Bernini, mostraba una especial pasión por la ópera, por considerar que se trataba de la manifestación humana más cercana al ideal del arte absoluto —durante estos años, por ejemplo, demostraba auténtica veneración por Richard Wagner—. Fue durante una visita al Hermitage cuando la pintura de Rembrandt le reveló una dimensión de las artes plásticas en la que hasta entonces no había reparado de manera consciente: tuvo la sensación de que los cuadros del flamenco “sonaban”, en el sentido de que su contemplación provocaba una suerte de vibración interna en el alma del espectador. Sin embargo, esta señal no partía de la emoción que pudiera provocar la escena plasmada en el lienzo, sino de la combinación de colores. Así, distinguió claramente dos “melodías” entrelazadas: una clara, que provenía de las figuras, y otra más oscura emanada por los fondos. De este modo, por primera vez en su vida, intuyó que debía de existir alguna lógica que permitiera relacionar los diferentes colores de manera armónica como si se tratara de notas musicales. Esta idea quedó flotando en su interior en un segundo plano hasta que se topa con los almiares de Monet ―una serie de óleos que reproducen pajares― y vuelve a percibir esa música visual. En esta ocasión ya no tiene ninguna duda de que su origen no está en las figuras, sino en los colores, puesto que en algunos de los cuadros ni siquiera llega a distinguir el objeto reproducido, sin que esa circunstancia interfiera en su deleite estético. Por todo ello, comienza a preguntarse si no ha llegado el momento de que los colores se liberen por fin de su sujeción figurativa. Este planteamiento comienza a obsesionarle y, finalmente, con treinta años cumplidos, decide dejarlo todo —menos a su primera mujer, Ania Tschimikian— y trasladarse a Munich para formarse como pintor profesional prácticamente desde cero.

Kandinsky
«Improvisación diluvio», 1913.

Los primeros trabajos que se le conocen datan de 1898, y en su gran mayoría se trata de simples obras de aprendizaje lastradas por errores de perspectiva evidentes, con dibujo deficiente y pincelada áspera. Son cuadros bastante malos que no parecen augurarle más futuro que el eventual aplauso de su círculo de amistades; sin embargo, ya es posible apreciar en ellos un tratamiento del color fuera de lo habitual y claramente deliberado, imposible de achacar a la impericia del neófito.

Desde luego, no pienso recurrir al tópico de tratar de explicar cualquier manifestación de genialidad mediante la atribución de algún problema fisiológico al genio, pero es necesario mencionar que se ha especulado mucho con la posibilidad de que Kandinsky sufriera alguna extraña alteración sinestésica. Por lo que tengo entendido, se trataría de un caso raro dentro de la propia rareza, puesto que la manifestación más usual de este trastorno suele consistir precisamente en el proceso inverso: percibir sonidos coloreados —en varias partituras de Liszt, por ejemplo, junto con las clásicas indicaciones en italiano, pueden leerse notas manuscritas como troppo rosso, azzurro sostenuto, etcétera; pero Liszt era un perfecto excéntrico en todos los sentidos, y dado que la excentricidad es mucho más frecuente que la sinestesia y, por lo tanto, mucho más verosímil como explicación, su caso tampoco nos sirve como prueba de nada—. De Kandisky, en cambio, se ha dicho parecía escuchar los colores como poco menos que obras sinfónicas:

El sol funde Moscú en una sola mancha que, como una magnífica tuba, hace vibrar todo el interior, toda el alma. […] los árboles que emiten un gruñido hondo, o la nieve cantando con miles de voces, o el alegreto de las ramas desnudas, el rígido y silencioso anillo rojo del muro del Kremlin y, por encima, sobrepasándolo todo como un grito de triunfo, como un aleluya descontrolado, el trazo blanco, largo, delicado y serio del campanario de Iván Veliki […].

De esta manera tan sonora le describía a Will Grohmann sus impresiones visuales en 1924, lo cual podría avalar la teoría del trastorno sensorial; sin embargo, basta leer su ensayo “De lo espiritual en el arte” (1911) para darse cuenta de que el artista distinguía perfectamente entre sensaciones visuales y auditivas. El empleo de nomenclatura musical no responde más que a metáforas inspiradas por su melomanía y su profunda erudición en ese arte —no es casual que hable precisamente de “una magnífica tuba”, en clara referencia al tuba mirum de la liturgia de réquiem, y no de “un impresionante piano” o de “un delicado violín”, por ejemplo—. Kandinsky se dio cuenta de que la música es el único arte abstracto por su propia naturaleza, por lo que cualquier otro que pretenda adentrarse en el terreno de la desfiguración extrema deberá necesariamente tomar los postulados musicales como modelo de referencia:

La enseñanza más valiosa la da la música. Casi sin excepciones, la música ha sido siempre el arte que ha utilizado sus propios medios para expresar la vida interior del artista y crear una vida propia, y no para representar o reproducir fenómenos naturales. El artista, cuyo objetivo no es la imitación de la naturaleza, aunque sea artística, sino que lo que pretende es expresar su mundo interior, ve con envidia cómo hoy este objetivo se alcanza naturalmente y sin dificultad en la música, el arte más abstracto. Es lógico que se vuelva hacia ella e intente encontrar medios expresivos paralelos en su arte. Este es el origen, en la pintura actual, de la búsqueda del ritmo y la construcción matemática y abstracta, del valor dado a la repetición del color y a la dinamización de éste, etc. 

(Por lo tanto, ni El Greco era astigmático, ni Van Gogh y Gauguin eran daltónicos ni, por supuesto, Kandinsky padecía ningún trastorno sensorial.)

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«Pareja a caballo», 1906.

Kandinsky llegó a Munich en pleno apogeo de la Secesión ―asociación que había erigido a la ciudad como una especie de alternativa menor a París bajo el liderazgo estilístico simbolista de Arnold Böcklin, Albert von Keller y Franz von Stuck― y del movimiento Jugendstil —versión alemana del modernismo, que en este país se mantuvo vivo más tiempo que en el resto de Europa—. Tras vagar por varias academias durante cuatro años, y tras ser rechazado por éste al menos en dos ocasiones, finalmente consigue integrarse en la clase de Stuck, que detecta en seguida el extraño talento para combinar colores que demuestra su nuevo pupilo, pero a la vez se muestra tan horrorizado por su tratamiento técnico que le ordena pintar en escala de grises hasta que descubra por sí mismo que debajo de todos esos manchurrones debe yacer una forma más o menos determinada que justifique su existencia.

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«Paseo en barca», 1910.

A los pocos meses, Kandinsky comienza a demostrar sus dotes de líder fundando el grupo Phalanx, en el que reúne a todo tipo de artistas en ciernes y con el que organizará hasta once exposiciones colectivas, además de fundar una escuela mediante la que desarrollará su facilidad para la docencia durante el escaso año en que pudo mantenerse abierta antes de quebrar. La Phalanx le sirve para conocer a la fotógrafa y pintora Gabriele Münter, que empezará por ser una de sus alumnas más nefastas y pronto se convertirá en su amante. Tras abandonar a Ania, iniciará con ella una serie de viajes por toda Europa durante los que ambos participarán en exposiciones colectivas de segunda fila. Paradójicamente, si comparamos los retratos que se realizan el uno al otro, veremos cómo la obra de ella parece mucho más avanzada que la de él, que no deja de dar la impresión de ser un mero trabajo de estudio.

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«Retrato de Vasili Kandisky», de Gabriele Münter (1906).
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«Retrato de Gabriele Münter», 1905.

Durante esta etapa temprana, la obra de Kandinsky adolece de una falta de estilo definido casi embarazosa. Entre los cuadros que firma en esos años podemos hallar desde calcos del primer impresionismo hasta guiños simbolistas, pasando por ciertos tanteos a las corrientes expresionistas que nacían por aquel entonces. A este último grupo pertenecen los cuadros más valiosos de esta fase de su desarrollo artístico, en los que emplea indistintamente el óleo y el temple para reflejar una serie dedicada a las leyendas y cuentos tradicionales rusos. También resulta reseñable su serie de xilografías, en las que, claramente influenciado por las obras de Klimt, Munch y del propio Stuck, comienza a dar rienda suelta a sus armonías cromáticas. Ya en ese periodo se nos presenta la imagen del jinete, un icono que se convertirá en una constante de su obra ―comparable a los violinistas de su compatriota y coetáneo Marc Chagall― y mediante el que encarnará las virtudes de la nobleza, la heroicidad, la lucha y la curiosidad en diferentes contextos, no siempre demasiado claros. (Como veremos, esta figura no escapará a la fuerza de la corriente abstracta e irá evolucionando hasta convertirse en un simple círculo.)

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«La cantante», 1903.

De entre sus viajes con Gabriele, destaca su estancia en París, de la que, por algún motivo desconocido, regresó severamente deprimido. A su vuelta a Munich, y tras sufrir unos cuantos ataques de nervios, se muda con ella a una casa de campo en Murnau, donde espera encontrar algo de calma. En esa fase reduce su ritmo de creación pictórica para coquetear con la literatura en una serie de poemas en prosa de corte dadaísta que acompañará de xilografías ―”Sonidos”, publicada en 1913―, así como de una serie de obras de teatro abstracto, privadas por completo de argumento y basadas exclusivamente en sonidos vocales sin sentido o en bailes frenéticos y desacompasados. Esta aparente relajación parece influir favorablemente en la concreción de su pintura, que partiendo de una concepción paisajista propia del impresionismo comienza a adentrarse cada vez con más profundidad en el terreno de la abstracción. Aún falta mucho para que desaparezcan las representaciones figurativas, pero los colores ya les han robado casi todo el protagonismo y la perspectiva ha sufrido notables alteraciones ―esta vez intencionadas―. Sus cuadros siguen reflejando el mundo material, pero han comenzado a hacerlo desde otra perspectiva dimensional.

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«Murnau con iglesia», 1910.

Las vías abiertas hacia la abstracción han sido muy numerosas en la historia de la pintura, y normalmente han respondido a criterios finalistas. Así, por ejemplo, Monet o Van Gogh deseaban plasmar una sensación estética puntual, los futuristas pretendían atrapar el movimiento y los cubistas ansiaban encontrar la verdad objetiva de las cosas mediante su descomposición en diferentes planos. De este modo, todos ellos alteran la perspectiva clásica y desbordan los contornos de los objetos, llegando en ocasiones a converger en los resultados tras haber seguido caminos muy distintos o incluso opuestos. Sin embargo, ninguno de ellos logra la verdadera abstracción, puesto que en sus pinturas aún persisten ciertas figuras, aunque a veces resulten prácticamente inidentificables. La concepción de Kandinsky es completamente distinta: él no persigue buscarle las vueltas a la realidad material, le tiene sin cuidado. Para él, la única “realidad material” de un cuadro consiste en pintura de diferentes colores extendida sobre un lienzo, y de la armonía con la que esas manchas se combinen entre sí dependerá su calidad. El alcance de la abstracción pura, por lo tanto, se hallaba a tan sólo un salto conceptual de distancia, y en ese tipo de situaciones la dificultad no reside en lo ancho que sea el abismo, sino en elegir correctamente la dirección en la que saltar. Y parece que en esta ocasión la suerte se alió con el pintor a la hora de indicarle el movimiento a adoptar:

Yo volvía con mi caja de pinturas después de realizar un boceto, cuando de repente vi un cuadro indescriptiblemente hermoso e impregnado por una especie de fuego interior. Al principio me quedé perplejo y al rato me acerqué rápidamente a esa pintura enigmática y de contenido incomprensible en la que no veía otra cosa que formas y colores. En el acto di con la clave del enigma: no era sino un cuadro pintado por mí mismo que estaba apoyado de lado sobre la pared. Por la mañana traté de obtener la misma impresión a la luz del día; pero sólo lo logré a medias: hasta de lado podía reconocer los objetos sin el fino barniz del crepúsculo. Y entonces supe sin duda alguna que el objeto perjudica mis cuadros.

Todavía en plena fase depresiva, Kandinsky saca fuerzas de flaqueza y retoma su vocación de liderazgo promotor para fundar en Murnau la “Nueva Asociación” junto con otros pintores de la localidad. El propósito era organizar exposiciones conjuntas por toda Alemania e incluso en el extranjero, acompañándolas de conferencias y publicaciones al efecto. Se llegaron a celebrar tres exposiciones en total, a la segunda de las cuales invitaron a varios pintores extranjeros, entre los que se encontraban nombres tan sonoros como los de Braque, van Dongen o Picasso. Sin embargo, a pesar del impresionante cartel, la crítica no pudo ser más sanguinaria con ellos, llegando incluso al insulto personal directo y tachándolos de estafadores, ignorantes, payasos y morfinómanos. Parece que a los artistas invitados incluso les divirtió el aldeanismo de la crítica alemana: supongo que no es difícil imaginar a un Picasso ya prácticamente consagrado partiéndose de risa en París mientras alguien le traducía la crónica durante el desayuno. Pero a un Kandinsky quince años mayor que el malagueño, y que aún luchaba por posicionarse, el rechazo le propinó otro importante golpe moral. Además, parece que la opinión de la prensa logró amedrentar a la mayoría de los miembros de la asociación, de modo que comenzaron a atacar a su fundador por haber llevado demasiado lejos su osadía estilística. Esta reacción recibe como respuesta que Kandinsky y Gabriele abandonen el grupo junto con Franz Marc, al que habían conocido en su seno y con el que rápidamente habían establecido una estrecha amistad. Juntos volverán a intentarlo fundando Der Blaue Reiter ―”El jinete azul”―.

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«Fuga», 1914.

La producción de Der Blaue Reiter hasta la muerte de Marc, en 1916, es tan rica e interesante que merece un artículo aparte. No sólo incluye la organización de dos exposiciones en las que se mezclaron obras de arte antiguo con creaciones de sus propios promotores y de invitados como Robert Delanuay, Henri Rousseau ―por gentileza de sus herederos―, August Macke, Albert Bloch, Arnold Schönberg ―más conocido por su faceta como compositor―, Paul Klee o el inevitable Picasso, sino que en 1912 se lanzó el “Almanaque”, una publicación en la que se mezclaban artículos sobre diferentes aspectos artísticos con ciento cuarenta y cuatro ilustraciones seleccionadas de acuerdo con su “sonido interior” y confrontadas de dos en dos, de manera que la una expresaba el “sonido” contrario a la de su pareja. En la primera exposición Kandinsky presenta su “Composición V” (1911), en la que resulta evidente que ya ha conseguido desembarazarse de los objetos para flotar en el espacio abstracto ―él, sin embargo, no lo entendió así―.

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«Composición V», 1911.

En cualquier caso, el éxito de Der Blaue Reiter le concede la oportunidad de exponer individualmente por primera vez a finales de 1912 ―con cuarenta y seis años de edad, no lo olvidemos―. La prensa cotidiana alemana, sin embargo, volvió a quedarse sin adjetivos a la hora de vituperarlo ―entre otras lindezas, por comparación sarcástica con el impresionismo, se extiende la denominación de idiotismo para referirse a su estilo―. Sin embargo, en esta ocasión reacciona con mucha más rabia que desánimo y devuelve las críticas y las descalificaciones con tal fiereza e indiscriminación que se genera enemigos irreconciliables hasta entre sus compañeros, en especial con los miembros de Die Brücke ―”El puente”―, a los que califica de exhibicionistas vergonzosos y de lameculos de la crítica más tirada: “Me daría vergüenza restregar mis cuadros por las narices del espectador como un vulgar charlatán”. Obviamente, esta reacción es fruto de los sentimientos de incomprensión y de frustración que le producía ver cómo sus obras eran denostadas por el gran público, mientras que las de pintores a los que consideraba inferiores a él obtenían su favor basándose precisamente en lo que él consideraba materialismo y superficialidad.

Precisamente por aquella época, por lo que cuentan las crónicas y por los bocetos que se conservan, Kandinsky debió de pintar un cuadro que quizá supuso la primera profundización seria en su nueva idea. Se titulaba “Composición II” y fue destruido durante la Segunda Guerra Mundial. Supuso su salto al gran formato ―medía más de tres metros de largo por dos de alto― y además introdujo por primera vez otro de los elementos que acabarían conformando su estilo personal: la línea, que lentamente va a ir abandonando su papel de mero contorno para independizarse como un elemento compositivo más, tal y como ya podemos ver en “Improvisación 10”.

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«Improvisación 10», 1910.

Una vez lograda su aproximación conceptual, Kandinsky se va a centrar en la progresiva eliminación de los objetos para “hacer resonar lo interior mediante la eliminación de lo exterior”. Se abre así una etapa de gran producción; pero agotadora y a la vez frustrante, no tanto en esta ocasión por las críticas externas, sino por la propia inflexibilidad que exhibía consigo mismo. No en vano, nos encontramos ante un perfeccionista extremo, capaz de trabajar sus cuadros en ocasiones durante más de un año y medio para después sentarse delante de ellos y sentir que, una vez más, no ha logrado transmitir lo que pretendía. Sus intentos son tan desalentadores que muchas veces acaba bautizando sus cuadros con un subtítulo para su propia clasificación doméstica, y ese subtitulo suele reconocer la figura que ha aparecido inconscientemente en la composición. Quizá el ejemplo más paradigmático y a la vez intrigante sea el de “Improvisación 30 (Cañones)” donde puede distinguirse fácilmente una batería de artillería bombardeando una ciudad cuyos edificios caen bajo el peso de los obuses mientras su población grita desamparada. Kandinsky no pretendía plasmar esto, sino realizar una simple composición de colores y formas. Lo más curioso del asunto es que nos encontramos a finales de 1913, prácticamente en la antesala de la Primera Guerra Mundial, cuando el ruido de sables ya atronaba en los medios de comunicación y entre las conversaciones privadas de los europeos. ¿Llegó a tal extremo de introspección que su subconsciente empezó a pintar para él? Ni él mismo supo jamás responder a ese enigma, pero lo cierto es que fenómenos similares se repitieron en varias ocasiones más.

Kandinsky
«Improvisación 30. (Cañones)», 1913.

El estallido de la Primera Guerra Mundial convierte al pintor en enemigo de su país de acogida, al que había acabado considerando como su verdadera patria tras dieciséis años no sólo de estancia, sino de lucha denodada por fomentar el desarrollo de las artes alemanas. Junto con Gabriele, se ve obligado a huir precipitadamente a Suiza, donde aprovecha para comenzar a escribir su ensayo “Punto y línea sobre el plano” (1926) ―que unos años más tarde se convertirá en la verdadera biblia pictórica de la Bauhaus―, mientras mantiene la esperanza en un rápido desenlace del conflicto. (La sensación de incredulidad entre los intelectuales europeos de la época fue de tal calibre que casi todos estaban convencidos de que las potencias beligerantes tan sólo pretendían asustarse mutuamente.) Sin embargo, las hostilidades no sólo se alargan, sino que comienzan a adoptar dimensiones inimaginables hasta la fecha, y esto no hace sino agravar la propia batalla sentimental que Kandinsky libraba en su interior: había dejado de amar a Gabriele, pero a la vez no podía soportar la idea de separarse de ella. Ante la inseguridad de su amante y demostrando una capacidad de resolución muy superior, es ella la que toma la iniciativa de marcharse a Suecia prácticamente por sorpresa. El pintor se ve de pronto completamente solo en un país desconocido y no le queda más remedio que regresar a Moscú, donde volverá a deprimirse hasta el límite de pasar casi dos años sin poder tocar los pinceles. Cuando los retoma comprueba con desesperación que su estilo ha retrocedido varias etapas:

Kandinsky
«Moscú 1», 1916.

El fin de la guerra, que en Rusia llegó anticipadamente con el triunfo de la Revolución de Octubre, descubre un continente reducido a cenizas de las que habría de surgir un panorama cultural prácticamente nuevo. Del mismo modo, del lapso improductivo de Kandinsky parece nacer un nuevo estilo completamente diferente a todo lo anterior. La salida a su depresión vendrá motivada por dos profundos cambios en su vida: el primero, su enamoramiento de Nina von Andreewsky, una admiradora de su obra mucho más joven que él con la que rápidamente contraerá matrimonio. Por otra parte, las propiedades inmobiliarias con cuyas rentas se había mantenido durante su estancia en Munich son expropiadas por el gobierno de Lenin, por lo que de repente se encuentra sin más patrimonio que sus cuadros. Sin embargo, al contrario que la mayoría de los terratenientes, y a pesar de haberse proclamado apolítico en numerosas ocasiones, Kandinsky aceptó la decisión gubernamental con naturalidad, lo cual en un primer momento le granjeó ciertas simpatías entre los revolucionarios. Consciente de su valor artístico y en el contexto de la revolución cultural impulsada directamente por Lenin, el constructivista Vladimir Tatlin invita a Kandinsky a integrarse en el Comisariado de Instrucción Popular ―donde dirigiría las secciones de cine y teatro―, así como a aceptar la cátedra de Historia del Arte de la Universidad de Moscú ―que aprovechará para fundar el Instituto para la Cultura Artística, donde relanza sus teorías sobre la interrelación de las diferentes artes―. Se abre así un periodo de siete años en los que un Kandinsky en la última fase de su madurez emprende una etapa de brillante creatividad, en gran parte motivada por su necesidad de obtener ingresos. A la vez, se percata de que, precisamente por haber estado siguiendo sus evoluciones en Alemania, varios jóvenes artistas rusos han llegado aún más lejos que él en el proceso de eliminación de los objetos mediante la abstracción puramente geométrica. Se trataba de los suprematistas, que liderados por Kasimir Malevich, habían llevado a extremos radicales los planteamientos contenidos en “De lo espiritual en el arte”. Su idea seduce a Kandinsky, pero moderadamente, pues percibe el peligro de “caerse por el otro lado”. En su opinión, el uso exclusivo de rígidas líneas rectas reduce la expresión artística a una manifestación puramente esquemática y carente de matices, lo cual puede resultar incluso más pernicioso que la figuración a la hora de transmitir las “vibraciones” del alma. Por ello, adopta el gusto por la geometría recta, pero lo combina con elementos curvos y, sobre todo, con el punto, que a partir de entonces se convertirá en un invitado prácticamente ineludible en su obra.

Kandinsky
«Composición con triángulo azul», 1922.

Ya en “De lo espiritual en el arte” había demostrado, mediante una reducción al absurdo, la inevitable subordinación del color a la forma, pues en caso contrario se extendería libremente por el infinito y acabaría tiñendo el universo entero. El problema es que cualquier forma, aun cuando se reduzca a un polígono completamente abstracto, poseerá su “sonido” natural, que irremediablemente distorsionará el propio del color en sí. El encargado de armonizar esta “polifonía” debe ser, evidentemente, el artista. Kandinsky lo resume con el siguiente símil: “El color es la tecla. El ojo el martillo. El alma un piano con innumerables cuerdas”. El pintor, por lo tanto, debe ser capaz de componer mediante formas y colores una “melodía” capaz de alcanzar el espíritu del espectador; y de ahí el título del ensayo. Para Kandinsky el arte no puede constituir un fin en sí mismo ―como lo es cualquier obra que se centre en la representación de lo material―, sino un medio de comunicación entre almas: lo mismo que ha sonado en la cabeza del pintor mientras creaba debería sonar en la del espectador cuando contempla su obra. La buena noticia es que esas combinaciones de colores y formas son ilimitadas, de modo que el artista puede transmitir todo lo que desee; pero siempre sometido a lo que él llama el “principio de la necesidad interior”. Este principio nacería de tres “necesidades místicas”: la propia personalidad del artista, el espíritu de su época ―que se traduce en el estilo dominante de turno, en la moda― y el arte puro, que es aquello que puede ser reconocido universalmente como artístico en cualquier lugar o tiempo. Dado que los dos primeros elementos participan de naturaleza subjetiva, mientras que el tercero permanece invariable independientemente del punto de vista que se adopte, el autor concibe la evolución del arte como la eterna lucha de lo objetivo por derrotar a lo subjetivo. Se trata de una batalla perdida de antemano, porque para que el hombre pudiese dominar lo objetivo tendría que desembarazarse de cualquier materialidad y convertirse en un espíritu omnipresente.

Kandinsky
«Arco y punta», 1923.

Igualmente, tomando como base la propuesta formulada por Goethe, Kandinsky elabora una completa teoría de los colores desde el punto de vista de los efectos espirituales que pueden provocar en el espectador. Por poner un ejemplo, el amarillo es un color penetrante, que se acerca al que lo contempla y que recuerda a la tierra, un color descendente e inquietante. El azul, por su parte, se aleja del espectador, inspira el cielo y, por lo tanto, genera el anhelo de profundidad y transcendencia. Como resultado lógico, el verde, que es la combinación de los anteriores, tiene la capacidad de relajar o exaltar al receptor en la medida en que el pintor otorgue más o menos presencia de cada uno de sus componentes en la mezcla. En cualquier caso, Kandinsky acaba rindiéndose a la evidencia de que el lenguaje verbal resulta insuficiente para reproducir los efectos cromáticos, por lo que nuevamente deviene imprescindible la figura del artista para transmitir esas sensaciones mediante su creación. En su lucha contra la subjetividad, el pintor debe huir de todo lo aparente y superficial, pues es en esa capa de la realidad donde se posa el espíritu de su tiempo. Así, toma como ejemplo la música de Mozart, que es capaz de emocionar a cualquier espíritu contemporáneo, pero que no deja de provenir de una dimensión temporal extraña, por lo que probablemente ya no genera la misma reacción espiritual que en el tiempo en el que fue creada, es decir: la pretendida por el compositor. De este modo, Kandinsky se topa con la que quizá es la paradoja más amarga de su estudio: desde el punto de vista del espectador, el arte no puede proyectarse hacia el futuro, sino únicamente hacia el pasado, hacia donde huye día a día desde el mismo momento en el que es creado. En cualquier caso, el autor concluye mostrándose ilusionado en que las nuevas formas de expresión pictórica, una vez liberadas de sus fines documentales ―que han cedido a la fotografía―, lleguen en algún momento a acercarse a la derrota de la subjetividad, inaugurando una nueva fase del desarrollo humano que él da en llamar “la nueva espiritualidad”.

Kandinsky
«Trazo continuo», 1923.

Sin embargo, él mismo tendrá la oportunidad de comprobar que ese porvenir idílico de plena comprensión mutua entre los hombres está aún muy lejos de ser alcanzado. Su idilio con el régimen soviético termina abruptamente en 1921 con el establecimiento de la Nueva Política Económica, que entre otras medidas obliga a que toda creación artística se pliegue a los intereses propagandísticos de la revolución. De este modo, se impone coactivamente el llamado “realismo socialista” y se orquesta una campaña de difamación contra cualquier otra forma de arte que fomente el individualismo o la forma de vida burguesa ―en realidad, todas las demás―. A Kandinsky, en particular, se le reprocha con dureza la actitud pasiva y apolítica que una vez le benefició; y aunque es mantenido formalmente en sus cargos, éstos se van viendo paulatinamente despojados de contenido, por lo que se despierta en él el temor a ser objeto de represalias serias, a la vez que comienza a pasar verdadera hambre y, en consecuencia, a ver afectada su salud. Este miedo llega al paroxismo cuando recibe una citación para presentarse ante el Komintern. En principio, este órgano tan sólo se encargaba de fomentar la Revolución en el exterior; pero el pintor acude a la cita convencido de que jamás se hallará su cadáver. El objeto del requerimiento resultó ser, efectivamente, un último acto de represión; pero llevado a cabo de una manera extremadamente elegante y considerada. Karl Radek, el temido secretario general del Komintern, resultó ser un admirador secreto de su obra, por lo que se las apañó para que Walter Gropius invitara a Kandinsky a incorporarse como profesor en la Bauhaus. De este modo, a la vez que le desterraba de la URSS, exhibía ante el mundo occidental a una gran personalidad rusa y le aseguraba una buena posición, además de recibir el agradecimiento eterno del pintor por haberle salvado la vida.

Alemania vuelve a recibirle con los brazos abiertos y con ansiedad por conocer la evolución de su obra en estos años de separación y silencio, por lo que es invitado a participar en varias exposiciones. Sin embargo, y como en el fondo cabía esperar, la crítica periodística se muestra decepcionada y, añorando sus antiguas explosiones “idiotistas” de color ―a las que, al parecer, ya se había acostumbrado hasta el punto de considerarlas magníficas―, le echa en cara haberse dejado apagar por completo. Al menos en esta ocasión no se le falta al respeto de manera personal, por lo que el pintor, mucho más curtido y debilitado, se toma los juicios negativos con cierta deportividad:

“Lo único que la gente quiere es lo que ya conoce. Se oponen a lo nuevo. Pero precisamente ésa es la tarea del artista: luchar, crear contra la costumbre. El arte debe progresar. Si no, sería muy aburrido”.

Como es bien sabido, el fundamento básico de la Bauhaus consistía en lograr la unificación de las artes en torno a la arquitectura, lo cual casa a la perfección con el planteamiento de Kandinsky, que se ilusiona con la idea de haber encontrado por fin el catalizador ideal para lograr el arte absoluto. No obstante, muy pronto comprueba que sus obligaciones docentes apenas le dejan tiempo y fuerzas para desarrollar su obra personal, por lo que su producción se ralentiza mucho. Además, la influencia de los trazos arquitectónicos tiene como consecuencia un enfriamiento cromático aún mayor en sus cuadros ―como puede comprobarse en “Composición VIII”―; pero él no parece preocupado al respecto, puesto que ha ido abandonado su obsesión por los colores a favor del dominio de las formas.

Kandinsky
«Composición 8», 1923.

Su trabajo en la Bauhaus, así como la estrecha relación que entabla con su compañero de institución Paul Klee ―aunque habían sido vecinos durante años en Murnau y Klee había participado en una de las exposiciones del Blaue Reiter, aún no se conocían personalmente―, le lleva a agudizar sus teorías hasta hallar correspondencias universales entre colores y formas. Para comprobarlo, realiza al efecto un experimento entre sus alumnos, pidiéndoles que relacionen inconscientemente las tres formas básicas con los tres colores básicos. El resultado es increíblemente satisfactorio: la práctica totalidad de ellos pintaron triángulos amarillos, cuadrados rojos y círculos azules, tal y como él esperaba. Se confirmaba, pues, que el arte era el medio natural de comunicación entre los espíritus humanos. Entusiasmado ante la constatación empírica de sus hipótesis, Kandinsky profundiza en su estudio agregando fases experimentales cada vez más complejas con formas irregulares y colores secundarios. Los resultados vuelven a ser sorprendente uniformes, y además le permiten comprobar que, tal y como ocurre con el lenguaje verbal, difieren más cuanto mayor es la complejidad de la información transmitida. Eufórico ante su descubrimiento, que le confirma que jamás estuvo equivocado, pinta el que podría ser el compendio de toda esta fase de evolución teórica: “Amarillo-Rojo-Azul”.

Kandinsky
«Amarillo-Rojo-Azul», 1925.

Con este logro, un Kandinsky de cincuenta y nueve años se siente realizado por primera vez en su vida y se lanza a la creatividad libre, a la vez que trata de centrarse en el estudio de las posibilidades de la línea y el punto como elementos compositivos dinámicos. Especialmente interesantes son los profusos apuntes que realizó en 1926 con la ayuda de la bailarina Gret Palucca (1902-1993) tratando de reducir sus movimientos a líneas básicas.

palucca Kandinsky

Gracias a este ejercicio, llega a la conclusión definitiva de que lo que materializa el contenido de una obra plástica no es la forma externa, sino lo que él pasa a denominar “tensiones”, que en gran medida se corresponden con las vibraciones sonoras de la música. Estas tensiones van a convertirse en su tema predilecto durante sus años de residencia en Dessau. Con proyectos del propio Gropius, la Bauhaus había construido en esa localidad las llamadas “casas de los maestros”, viviendas experimentales que debían servir como campo de pruebas para lograr el objetivo principal de la institución: la casa del futuro. El matrimonio Kandinsky compartió uno de estos inmuebles con Paul Klee y su esposa Lily, y la convivencia entre ambos pintores influyó notablemente en sus respectivas obras. En el caso del ruso, que es el que aquí nos interesa, se traducirá en un claro giro hacia la opacidad característica del suizo, así como en un cierto distanciamiento aparente de sus postulados teóricos, al comenzar a relacionar formas y colores en conjuntos faltos de armonía. Sin embargo, lo que realmente estaba haciendo Kandinsky era lo mismo que por aquellos tiempos realizaban músicos de vanguardia como Satie o Stravinski: experimentar con las posibilidades expresivas de lo inarmónico.

«Algunos círculos», 1926.
Kandinsky
«Tensión en rojo»», 1926.

Pero esta pequeña etapa de relativa felicidad comenzará muy pronto a estropearse. Entre 1929 y 1930 la Bauhaus entra en crisis debido a la aparición de grupos comunistas entre los estudiantes. Gropius abandona la dirección y el nuevo director no sólo no reprime las manifestaciones de radicalismo, sino que da la impresión de condescender o incluso de simpatizar con ellas. El asunto era mucho más grave de lo que parecía, porque una de las condiciones a las que la Bauhaus se había comprometido ante el ayuntamiento de Dessau ―propietario de los terrenos― era precisamente a mantenerse alejada de cualquier ideología política. En este contexto, Klee y Kandinsky son rápidamente señalados como objetivos a derribar por parte del alumnado. Son calificados de burgueses frívolos e individualistas y se exige que se les obligue a renunciar a sus teorías y a enseñar la Historia del Arte desde el punto de vista del materialismo socialista ―como si se tratara de la evolución histórica de la producción de nabos, o poco menos―. Klee opta por marcharse, mientras que Kandinsky decide permanecer en la escuela soportando la humillación de que sus asignaturas sean relegadas a la categoría de optativas. Para rematar el panorama, en las elecciones al Reichstag de septiembre de 1930, el NS-DAP pasa de doce a ciento siete escaños, colocándose como segunda fuerza política tras la socialdemocracia. Hitler se envalentona de tal modo que comienza a comportarse como si ya gobernara Alemania y, entre otros objetivos a destruir, la toma con la Bauhaus; no porque la considere un nido de comunistas, sino por el sencillo argumento de que da trabajo a intelectuales extranjeros de tremenda frivolidad que enseñan arte decadente mientras el glorioso pueblo alemán pasa hambre. Finalmente, a base de dar la murga y de algunas acciones agresivas, los nazis consiguen que la institución sea clausurada un par de años más tarde. Kandinsky vuelve a quedar sin oficio ni beneficio y amenazado por el régimen de turno, por lo que debe exiliarse de su exilio.

Kandinsky
«Rosa decisivo», 1932.

El destino elegido es París, la ciudad que tanto le había deprimido en otro tiempo y que parecía dispuesta a volver a hacerlo desde el primer día, cuando se encuentra con la desagradable sorpresa de que allí es poco más que un completo desconocido. El cubismo y el surrealismo imponen su dictadura sobre el resto de los estilos, y salvo por obras de pintores también extranjeros, como Mondrian o Sonia Delaunay, la pintura abstracta es prácticamente despreciada por los artistas y el público nativo. Así, el recién llegado no logrará jamás entablar una verdadera amistad en Francia, a pesar de que se relacionó con otros creadores foráneos, como Miró, Chagall o el propio Mondrian. Quizá debido a su aislamiento, le cuesta muchísimo vender sus obras y pronto regresan las apreturas económicas. Añora Alemania y guarda la esperanza de que Hitler aguante poco tiempo en el gobierno o modere sus formas. Sin embargo, pronto le llega la noticia de que se ha ordenado retirar todas sus obras de los museos alemanes: algunas han sido quemadas y otras cuelgan en el patíbulo de la exposición de “Arte degenerado” junto a las de sus viejos amigos Marc y Klee. El pintor comprende por fin que tiene definitivamente cerradas las puertas de sus dos patrias por motivos idénticos, sólo que vistos desde perspectivas reaccionarias opuestas.

Kandinsky
«Composición 10», 1939.

Nunca regresará a Alemania, pero acabará siendo Alemania la que se acerque a él cuando su ejército tome París en junio de 1940. Kandinsky recibió ofertas para huir a Nueva York, pero por primera vez en su vida se encontraba demasiado mayor y cansado como para moverse. En lugar de eso, prefirió encerrarse en su casa-estudio parisina y seguir pintando, ya casi por mera afición, mientras aguardaba a que se consumara su suerte. Lo cierto es que los nazis no fueron nunca a molestarle, probablemente porque le habían olvidado; pero su presencia en la capital francesa le acabó de cerrar las puertas a las galerías de arte, por mucho que algún antiguo admirador se arriesgara poniendo a la venta alguno de sus cuadros. En el verano de 1944 la arterioesclerosis termina por impedirle seguir pintando y acaba por matarlo unos meses más tarde. Su última obra, “Ímpetu moderado”, parece realmente transmitir el agotamiento definitivo de una ilusión que en ocasiones había llegado a parecer invencible.

Kandinsky
«Ímpetu moderado»; 1944.


Recomendaciones: como casi siempre, mi primera recomendación a la hora de buscar un buen libro sobra la obra de un artista es revisar el catálogo de la editorial Taschen. Dentro de su serie básica, cuenta con un volumen dedicado a Kandinsky, como siempre con un precio muy reducido, una gran calidad de impresión y un texto muy interesante, en esta ocasión firmado por Hajo Dütchting, doctor por la Universidad de Munich y uno de los más destacados expertos mundiales en expresionismo abstracto.

Igualmente, dejo aquí los enlaces de Amazon a las dos obras de Kandinsky de imprescindible lectura para cualquiera que se considere aficionado al arte: «De lo espiritual en el arte» y «Punto y línea sobre el plano«.



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9 comentarios en «Kandinsky y la sinfonía de los colores.»

  1. Muy interesante este artículo, de una de las corrientes del arte pictórico, lo cual viene a enriquecer la Historia del Arte; muchas gracias a los Editores, por compartir este bello tema.

  2. Este artículo creo que es un gran homenaje a esa frustración de Kandinsky por el objetivo que quería alcanzar con sus obras. Para mí, lo logra: el llegar a mí con algo de su espiritualidad y armonía artística. Gracias por tan buen artículo.

  3. ES UN MAGNIFICO ARTICULO que resume la Vida y Obra de Kandinsky. sigue siendo un maestro para mí, y sigue eternamente adelantado y más allá de cualquier etiqueta . Su espíritu libre se refleja en sus obras. Por encima de cualquier restricción de su libertad y escasez de medios, y golpes…digno ejemplo de este genio , sus sinfonías plásticas nos recrearán eternamente.Gracias Kandinsky..

  4. Quedé tan impresionado por la agudeza de su relato que, haciéndole caso me hice con el libro de Hajo Düchting. Sigo con ello. Permítame que le haga una pregunta sobre la intervención de Karl Radek, no porque dude de ella, sino porque no habiéndola encontrado en dicho libro, tal vez me pueda usted dirigir a otro/s donde haya buceado y me pudieran ayudar en el descifrado que me he propuesto de la obra del gran K.
    Perdone por mi osadía y muchas gracias.

  5. Muy agradecido por la profundidad y claridad de su relato. Tan solo quisiera comentarle la anécdota que menciona de Karl Radek, y no porque dude de ella, sino porque no habiéndola encontrado en el libro de Düchting, me sugiere que dispone usted de otra bibliografía (que tal vez me ayudara sobre el estudio que estoy haciendo sobre la vida y obra del genial Kandinsky).
    Le quedo muy agradecido por su amabilidad. Un saludo

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