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Sinfonía nº 9 en re menor, “Coral”, Op. 125, de Ludwig van Beethoven (1824).

Beethoven según Joseph Karl Stieler, 1820.
Beethoven según Joseph Karl Stieler, 1820.

¡Hablad más alto! ¡Gritad, porque soy sordo!

La figura de Beethoven ocupa una cima única dentro de la historia del arte, porque no ha existido ninguna otra persona que haya provocado semejante impacto en la evolución de ninguna disciplina. Generalmente se le suele presentar como un revolucionario dentro de la música; sin embargo, quizá fuese más correcto calificarlo de finalizador, pues nada volvería a ser lo mismo tras su paso por este mundo. Richard Wagner, por ejemplo, consideraba que Beethoven había dinamitado la música sinfónica, en el sentido de que ya no quedaba nada por hacer en ese campo. Así, los compositores que le sucedieron tuvieron que elegir entre imitarle o crear algo completamente distinto, pero no hallaron vías de exploración abiertas. Quizá sea éste el motivo de que su memoria genere muchos más detractores que la de cualquier otro compositor y de que periódicamente se ponga de moda la pose de renegar de su música por considerarla facilona ―algo que cualquier profesional que se haya enfrentado a alguna de sus partituras orquestales puede desmentir categóricamente―.

Ludwig van Beethoven nació a finales de 1770 en la localidad alemana de Bonn, que por aquel entonces era poco más que un pueblo perdido a orillas del Rin, sin nada que permitiera augurar su futura capitalidad federal. Fue su padre, un mediocre maestro de capilla que había heredado el puesto, el que le introdujo en la música ―y probablemente también en su afición por el vino―, más con el espíritu explotador del de Mozart que con el diletante del señor Mendelssohn. Sin embargo, el joven Beethoven no tenía nada de niño prodigio. Aprendió a tocar varios instrumentos, pero no logró ser un buen intérprete hasta su primera juventud. En 1782 se trasladó a Viena, la meca de la música mundial, donde sería alumno, entre otros, de Joseph Haydn y de Antonio Salieri, que consiguieron que liberase por fin todo el talento que había permanecido oculto bajo la presión del yugo paterno. En pocos meses lograría dejar impresionado al público de la alta nobleza con sus improvisaciones al piano y sus primeras composiciones, por lo que comenzaron a lloverle los mecenazgos. Es justo señalar que Beethoven tuvo mucha suerte en este aspecto, puesto que halló una sociedad vienesa conmocionada por la reciente tragedia de Mozart, ávida de sucesores y dispuesta a no volver a dejar morir a ningún genio en condiciones cercanas a la indigencia.

Se ha especulado mucho sobre la posibilidad de que ambos compositores se conocieran en persona durante alguna de las primeras visitas del alemán a Viena, incluso existe una bella anécdota según la cual, tras oír improvisar al joven pianista, Mozart afirmaría algo así como “No olvidéis su nombre: algún día este muchacho hará hablar al mundo”. En realidad, la historia pertenece a la biografía de Mozart que Otto Jahn escribió por referencias lejanas en 1856 y no goza de ninguna credibilidad. Desde la perspectiva actual, Mozart y Beethoven parecen pertenecer a épocas y mundos completamente distintos, pero la realidad aritmética es que sus respectivos nacimientos tan sólo están separados por catorce años; los suficientes, eso sí, para que la carrera del austriaco se desarrollara en el Antiguo Régimen, mientras que la mayor parte de la Beethoven tuvo lugar durante la eclosión del liberalismo: menos de tres lustros que significan el tránsito de la Edad Moderna a la Contemporánea. Este cambio de circunstancias va a marcar la obra de Beethoven, una persona con profundo interés por la gran política y defensor convencido de los ideales de la Revolución Francesa. El cambio de la dedicatoria de su Sinfonía Heroica ―Sinfonía nº 3 en mi bemol mayor, Op. 55 (1803)―, del original “A Napoleón Bonaparte” al posterior “A la memoria de un gran hombre”, representa como ningún otro signo el sentimiento descorazonador que produjo la traición napoleónica y el tránsito abrupto de la Ilustración al romanticismo, que no deja de significar la búsqueda de un refugio interior ante el gran desengaño social. Hoy en día, la mayor parte de los historiadores coinciden en restar toneladas de pasión al gesto de Beethoven, afirmando que en su decisión pesaron más los motivos de interés personal: había que tomar partido entre Viena y París y el compositor eligió la que era su casa. Esto, por supuesto, no empaña en absoluto el hecho de que durante toda su vida tendiera a manifestase como un liberal convencido, sino que sencillamente suma un episodio más a la curiosa relación de amor-odio a distancia que mantuvieron el músico y el militar.

Éste y otros episodios prácticamente anecdóticos han motivado que la figura de Beethoven sea una de las más prostituidas de la historia del arte, quizá porque la fama de su nombre llega incluso a quienes no han escuchado un disco de música clásica en su vida. Incluso en nuestros días, es habitual encontrar todo tipo de bulos y citas apócrifas circulando con su efigie por las redes sociales. Por algún extraño motivo, puede que incluso por su famoso retrato de pelo revuelto y expresión enérgica, se ha construido a su alrededor el mito de una especie de incansable luchador bohemio, rebelde y apasionado; cuando lo cierto es que se trató de una persona tremendamente infeliz, envejecido muy prematuramente y con una vida sentimental bastante mediocre. No se trataba de ningún idealista: como ya se ha indicado, profesaba unas ideas políticas muy claras, pero nunca pasó de demostrarlas en círculos reducidos o mediante su obra ―amparado además en la ambigüedad natural de la música como arte―; y, por supuesto, jamás rehusó la ayuda económica de la nobleza austriaca, que durante largos periodos de su vida se convirtió en su único sustento.

En cuanto a su presunto furor amatorio, se sabe que mantuvo algunos romances con damas de la corte imperial, casi todas casadas; pero no creo que pueda considerarse como algo extraordinario el haber disfrutado de cuatro o cinco amantes a lo largo de toda una vida. Su imagen pública y sus relaciones sociales estuvieron condicionadas dramáticamente por el desarrollo de su sordera, cuyos primeros síntomas debieron de atacarle alrededor de 1800, cuando tan sólo contaba con treinta años de edad. A partir de esa fecha se aprecia en él un cambio de carácter notorio y perjudicial que, sin embargo, tan sólo se manifiesta en sus apariciones públicas, mientras que sus relaciones más íntimas prosiguen estables. Por lo que se refiere a su producción musical, aunque en constante evolución, continuará mostrando el optimismo y la alegría de vivir que ya caracterizaba sus primeras composiciones ―el mejor ejemplo de este sentimiento quizá lo encontremos en el primer movimiento de su Sinfonía nº 1 en do mayor, Op. 21 (1799)―. Es evidente que la pérdida de un sentido tan importante tiene que influir en el ánimo de cualquiera; no obstante, en su caso fue tan gradual que tuvo tiempo de sobra para ir asumiéndolo, por mucho que en determinados momentos se dejase llevar por la desesperación, como podemos deducir de este fragmento de una carta cuya fecha y destinatario se desconocen:

Puedo decirte que me siento mejor y más fuerte, aunque mis oídos siguen zumbando y mugiendo día y noche. Debo confesarte que llevo una vida miserable. Hace casi dos años que evito tratar a la gente, porque me resulta imposible decirles: Estoy sordo. Si tuviera otra profesión, podría hacer frente a este achaque… Para darte una idea de esta extraña sordera te diré que en el teatro tengo que ponerme muy cerca de la orquesta para entender lo que dicen los actores. Si me pongo lejos, no puedo oír las notas agudas de los instrumentos y de las voces. Si todo es posible, desafiaré a mi destino, aunque presiento que a lo largo de mi vida seré la más desdichada criatura de Dios… Resignación. ¡Qué espantoso recurso! Sin embargo, es lo único que me queda.

Queda claro, por lo tanto, que su legendario aislamiento social no fue debido a ningún ataque de misantropía ni fruto de la depresión: él habría estado encantado de poder seguir disfrutando de la vida mundana; sin embargo, tenía miedo de que la revelación de su mal perjudicara al desarrollo de su carrera, que por aquel entonces todavía no estaba plenamente consolidada ―cualquier mecenas podría pensar que encargar una obra musical a un sordo era algo así como encomendarle su retrato a un ciego―. En ocasiones se ha tratado de equiparar su mal con el del otro gran sordo romántico, Francisco de Goya; pero aunque algunos de sus paralelismos vitales son verdaderamente sorprendentes, no parece que sus respectivos caracteres tuviesen demasiado en común, sino que más bien da la impresión de que eran opuestos. Beethoven no era un sordo amargado, sino un sordo aterrado.

A esta circunstancia desgraciada hay que sumarle un estado de salud deplorable que no dejó de agravarse a medida que iba cumpliendo años. Antes de llegar a los cuarenta, Beethoven ya era un hombre con serios problemas respiratorios y hepáticos ―seguramente cirrótico―, aquejado de constantes diarreas y al que los edemas en piernas y vientre le impedían moverse libremente con bastante frecuencia. No se sabe con certeza qué males concretos padecía, aunque todo parece indicar que, como tantas otras personas de su época, fue víctima de un lento e inconsciente envenenamiento con plomo.

Tras su muerte, el 26 de marzo de 1827, mediante el hallazgo entre sus papeles personales del llamado “Testamento de Heiligenstadt” ―una carta fechada en 1802 que nunca llegó a enviar a sus hermanos y que realmente debe ser tomada como un testamento ológrafo― se puso de manifiesto que el compositor había llegado a tomar la determinación de suicidarse:

La experiencia de estas cosas me puso pronto al borde de la desesperación, y poco faltó para que yo mismo hubiese puesto fin a mi vida. Sólo el arte me ha detenido. ¡Ah! Me parecía imposible abandonar este mundo antes de haber realizado todo lo que me siento obligado a realizar, y así prolongaba esta miserable vida, verdaderamente miserable, un cuerpo tan irritable que el menor cambio me puede arrojar del estado mejor en el peor. ¡Paciencia! se dice siempre; y debo tomarla a ella ahora por guía; la he tomado. Durable debe ser, lo espero, mi resolución de resistir hasta que plazca a las Parcas inexorables cortar el hilo de mi vida. Acaso será esto lo mejor, acaso no, pero yo estoy presto siempre. No es muy fácil ser filósofo por obligación a los veintiocho años, no es fácil; y es más duro aún para un artista que para cualquier otro.

Supongo que a más de uno le habrá llamado la atención que el propio testador afirme tener veintiocho años en 1802, cuando realmente debería tener treinta y uno. La explicación es tan sencilla como sorprendente: durante la mayor parte de su vida creyó ser más joven de lo que era. Obsesionado con hacer de su hijo el nuevo Mozart niño, y aprovechándose de su apariencia endeble, el padre de Beethoven se esforzaba por presentarle con tres años menos de los que en realidad tenía. No está claro en qué momento el músico se enteró de la verdad, pero parece que esta revelación no hizo más que acrecentar el sereno rencor que siempre le guardó a su progenitor, que llevó hasta el punto de procurar dirigirse a su hermano Johann con cualquier otro apelativo sólo para no pronunciar el que también era nombre de su padre común.

Beethoven según W. J. Mähler, 1804.
Beethoven según W. J. Mähler, 1804.

Su obra es tan diversa como irregular. Alcanzó las cotas más altas del género con sus composiciones sacras, entre las que destaca su “Missa solemnis en re mayor”, Op. 123 (1823). Por lo que respecta a la ópera, tan sólo compuso una a lo largo de su carrera: “Fidelio”, Op. 72 (1805), que debió de costarle horrores concluir y que recibió críticas algo menos que tibias. Compuso además multitud de canciones, conciertos y sonatas brillantes, así como algunas obras sui generis donde dejó bien patente su espíritu innovador. Sin embargo, es con sus cuartetos de cuerda y sus famosas nueve sinfonías ―de su pretendida “décima” apenas llegó a esbozar algunos apuntes― con las que rompe todas las reglas establecidas y trasciende por todas partes lo que hasta entonces se había realizado. Su revolución comienza con la Heroica, que extiende hasta una hora de duración ―entre el doble y el triple de lo que dictaban las costumbres clásicas―, imprimiéndola además un carácter de seriedad y solemnidad hasta entonces desconocido. En la Quinta ―”Sinfonía nº 5 en do menor”, Op. 67 (1808)― experimentará con diversas variaciones de un mismo motivo, aplicando por primera vez al formato sinfónico una característica que hasta entonces estaba reservada para los conciertos. Por su parte, en la Pastoral ―Sinfonía nº 6 en fa mayor”, Op. 68 (1808)― sentará las bases de la música conceptual y de los poemas sinfónicos, centrándose en evocar sonidos propios de la naturaleza. Pero, sin duda, el punto culminante de esta ruptura llega con la Novena, no sólo por la introducción de las voces humanas que le otorgan su sobrenombre de Coral ―Beethoven ya había experimentado esta combinación en una de sus obras menos conocidas, la “Fantasía para piano, coro y orquesta”, Op. 80 (1823)―, sino porque definitivamente hace saltar por los aires todo lo hasta entonces venía siendo aceptado como correcto: invierte el orden de los movimientos, extiende su duración hasta cotas nunca vistas, subdivide cada uno de ellos en diversas partes, cambia de compás con una frecuencia diabólica y hace trabajar a todos y cada uno de los músicos y cantantes casi con verdaderos criterios de eficiencia económica.

Independientemente de su enorme complejidad técnica, las obras de Beethoven resultan muy fáciles de dirigir una vez que han sido bien estudiadas, puesto que el compositor se tomaba todo tipo de molestias para indicar a los maestros conductores cómo deseaba que se llevara a la orquesta en cada momento. En 1816, cuando se inventó el metrónomo, le faltó tiempo para escribir a todos los directores conocidos dándoles instrucciones basadas en el nuevo aparato ―hay quien afirma que incluso llegó a regalarle uno a cada uno de ellos―, lo cual no sólo demuestra su denuedo por el detalle, sino que ilustra a la perfección su espíritu progresista y su fascinación por el desarrollo tecnológico, que en aquellos años comenzaba a vivir su primera edad de oro.

Con respecto a las interpretaciones de la Novena, las noventa y seis conducciones que realizó Wilhelm Furtwängler a lo largo de su vida han alcanzado tintes míticos, sobre todo la última de ellas, en el Festival de Lucerna de 1954 al frente de la Filarmónica de Berlín. Sin embargo, en la actualidad sus grabaciones no pasan de tener un indudable valor documental y pedagógico; pero debido a su baja calidad magnetofónica ―en la de Lucerna es posible escuchar hasta cómo unas toses por completo inarmónicas y desafinadas (sin duda la obra de un tosedor principiante) se suman a la sección de cuerdas e incluso la dominan en contadas ocasiones― no pueden ser recomendables para una primera audición plenamente satisfactoria. Por ello, una vez más, me voy a quedar con la grabación digital dirigida por su rival y sucesor, Herbert von Karajan, en 1984 para la Deutsche Grammophon. Hay que advertir que se la ha tachado de efectista por incluir más instrumentación y voces de las imprescindibles, pero no creo que a Beethoven le hubiese molestado lo más mínimo, sino todo lo contrario: en el caso de la Novena, cuanto más grande mejor.

La que sí que es efectista, y en el peor sentido posible, es la edición del CD, que parte en dos el cuarto movimiento para ofrecer un acceso inmediato a la “Oda a la alegría”. No hay ningún problema si se escucha el disco directamente en un reproductor, pero aquí me obliga a incluir la obra dividida en cinco fragmentos en lugar de sus cuatro originales. Para tratar de justificar esta mutilación injustificable, los productores se basan en las opiniones vertidas por Guiseppe Verdi y Richard Wagner, que por una vez en su vida coincidieron en algo: la Oda debía considerarse una creación musical separada del resto de la Sinfonía. El caso es que ninguno de los dos explicó por qué y yo sigo sin entenderlo, porque digan lo que digan Wagner, Verdi, la Deutsche o la Madre superiora, la Novena Sinfonía respeta el esquema clásico de cuatro movimientos propio de las sonatas y las sinfonías:

I.- ALLEGRO MA NON TROPPO, UN POCO MAESTOSO

La Sinfonía surge de la nada, como la creación del universo o el amanecer de una nueva era. Comienzan insinuándose las cuerdas tímidamente para dar paso a una verdadera explosión sonora ―fortissimo― en la que asistiremos a toda una lucha de fuerzas entre diversas melodías insinuadas que no acaban de concretarse, pero que juegan entre ellas como los vientos contrapuestos de una tempestad. Dependiendo de nuestro estado de ánimo y de si tendemos a mirar al cielo o a contemplar la situación espacial de nuestros propios pies, puede evocar tanto la colisión física de fenómenos naturales como el maremágnum de emociones que se encierra dentro de cualquier ser humano.

El movimiento reproduce en pequeña escala el esquema de la sonata con cuatro partes bien diferenciadas: introducción, desarrollo, recapitulación y coda, por lo que desde la perspectiva clásica podría haber sido considerado en sí mismo como una sinfonía. Supone una de las muchas pruebas tangibles de genialidad que aportó Beethoven a lo largo de su vida, puesto que es capaz de “engañar” constantemente al oyente ―en el sentido de que la pieza nunca prosigue como se esperaría lógicamente― sin que esto le cause ni la más mínima sensación inarmónica, sino todo lo contrario: le sorprende una y otra vez manteniendo su atención y su emoción a una gran altura, pero sin precipitarle hacia un clímax que aún tardará en llegar.

II.- SCHERZO: MOLTO VIVACE

Quizá consciente del peso de la Oda, Beethoven optó por colocar el scherzo en el segundo movimiento en lugar de en el tercero, como era habitual. En realidad, podía hacer con su scherzo lo que quisiera, porque había sido él quien lo había introducido en las sinfonías para sustituir al tradicional minueto ―véase “Sinfonía nº 4 en La mayor, opus 90, “Italiana”, de Felix Mendelssohn (1833)―. Si bien suele tratarse de la parte más ligera de una sinfonía, en la Novena no hay descansos, ni para los músicos ni para la audiencia. En esta ocasión se nos presenta en forma de una fuga trepidante con sucesivos desarrollos y variaciones del mismo motivo. Las entradas de las diversas voces en contrapunto están separadas por cuatro compases, una distancia excepcionalmente larga que ayuda a producir el efecto de búsqueda de grandiosidad que preside toda la obra. La estructura interna del movimiento vuelve a ser bastante complicada, puesto que a las dos secciones clásicas de la fuga se añaden una introducción y una coda, pero sin una clara marca de diferenciación y con constantes cambios de compas, generalmente marcados por los sucesivos fortissimos con los que Beethoven sacude al oyente para mantenerle en tensión: si podemos concebir la idea de un masaje cerebral, probablemente esto sea lo más parecido que vamos a encontrar en nuestra vida. Tratándose, como se trata, de uno de los más bellos cantos a la libertad jamás creados, está claro que ninguna parte de la Novena Sinfonía puede ceñirse a fórmulas preestablecidas.

III.- ADAGIO MOLTO E CANTABILE

Bajo una cálida melodía de adagio en tempo andante, se insinúan sucesivamente los motivos que se nos han ido presentando a lo largo de los dos primeros movimientos, en una especie de recopilación o rememoración de todo lo visto hasta el momento. Esta pieza imprime relajación ambiental tras lo trepidante de sus predecesoras; pero, lejos de constituir un descanso, se articula como una especie de preparación anímica para recibir el cuarto movimiento, que se iniciará sin transición alguna, pues la verdadera transición de la Sinfonía es precisamente este adagio, que marca una especie de tierra de nadie entre las convulsiones de su primera mitad y el paraíso que nos espera a la vuelta de la esquina.

IV.- (Sin subtítulo)

Finalmente se acerca el clímax, todo comienza a tomar sentido. Vuelven a aparecer con cierta fuerza los motivos que se nos propusieron en los dos primeros movimientos, y a ellos comienza a contraponérseles la conocidísima melodía de la “Oda a la alegría”, no sin cierta lucha al principio, hasta que estalla triunfante por primera vez para rápidamente volver a ser vencida por el pasado ―tal y como le ocurrió a las ideas liberales―. Esta derrota inicial marca el final de la sección instrumental y el comienzo de la coral, que supondrá el definitivo triunfo de la libertad.

La sección instrumental cuenta con la intervención de un violonchelo solista que en un primer momento dialoga con el resto de la orquesta, como tratando de arrastrarla tras de sí. Este corifeo de madera se muestra inicialmente dubitativo, pero va ganando confianza en sí mismo a medida que va recibiendo el apoyo de la sección de cuerda. Esta convergencia progresiva nos conducirá hasta la explosión sinfónica, donde ya no encontramos ningún asomo de lucha, sino la colaboración de todos los instrumentos en el desarrollo del mismo motivo en perfecta armonía. Se trata de la unión libre y fraternal de los diversos, un paralelismo que no le pasó desapercibido a los primeros europeístas contemporáneos, que lo adoptaron como himno oficioso del ideal unificador. En 1955, Coudenhove-Kalergi, padre del paneuropeísmo, fijó los compases concretos que formarían parte de la divisa sonora del nuevo entre supranacional, que recibiría carta de oficialidad en 1972 por parte del Consejo de Europa y en 1985 por las Comunidades Europeas, que precisamente encargarían la realización de las diversas instrumentalizaciones a von Karajan.

El mismo esquema de la parte instrumental se reproduce en la sección coral, en la que el barítono asume el papel del violonchelo y el coro el de la orquesta:

O Freunde, nicht diese Töne!
Sondern laßt uns angenehmere anstimmen,
und freudenvollere.
Freude! Freude!

Freude, schöner Götterfunken
Tochter aus Elysium,
Wir betreten feuertrunken,
Himmlische, dein Heiligtum.
Deine Zauber binden wieder,
Was die Mode streng geteilt;
Alle Menschen werden Brüder,
Wo dein sanfter Flügel weilt.

¡Oh amigos, abandonad esos cánticos!
Entonemos canciones más agradables y llenas de alegría
¡Alegría, alegría!

Alegría, hermosa chispa divina,
hija del Elíseo,
Entramos borrachos de fuego
en tu templo celestial.
Tu magia reunirá
lo que el pasado dividió;
y todos los hombres serán hermanos
bajo el manto de tus suaves alas.

Wem der große Wurf gelungen,
Eines Freundes Freund zu sein,
Wer ein holdes Weib errungen,
Mische seinen Jubel ein!
Ja, wer auch nur eine Seele
Sein nennt auf dem Erdenrund!
Und wer´s nie gekonnt, der stehle
Weinend sich aus diesem Bund!

Quien haya conocido la gran fortuna
de ser el amigo de un amigo,
quien haya conquistado el corazón sincero de una mujer,
¡que una su júbilo al nuestro!
¡Sí, que venga todo aquel que en el mundo
pueda llamar suya siquiera una sola alma!
Y quien no pueda hacerlo,
¡que se aleje llorando de nosotros!

Freude trinken alle Wesen
An den Brüsten der Natur,
Alle Guten, alle Bösen
Folgen ihrer Rosenspur.

Küsse gab sie uns und Reben,
Einen Freund, geprüft im Tod.
Wollust ward dem Wurm gegeben,
Und der Cherub steht vor Gott.

Todas las criaturas beben la alegría
de los pechos de la Naturaleza.
Tanto los buenos como los perversos
siguen su camino de rosas.

Ella nos dio los besos y el fruto de la vid
y un amigo fiel hasta la muerte.
¡Hasta a los gusanos les concedió el placer carnal
y a los angelitos permanecer junto a Dios!

Froh, wie seine Sonnen fliegen
Durch des Himmels prächt’gen Plan,
Laufet, Brüder, eure Bahn,
Freudig wie ein Held zum Siegen.

Alegres, como soles que surcan
la bóveda celestial,
corred, hermanos, seguid vuestro camino,
alegres como héroes victoriosos.

Seid umschlungen, Millionen!
Diesen Kuss der ganzen Welt!
Brüder!  Über’m Sternenzelt
Muss ein lieber Vater wohnen.

¡Abrazaos, multitudes!
¡Dadle un beso al mundo entero!
¡Oh hermanos! Más allá del firmamento
tiene que vivir un Padre que nos ama.

Ihr stürzt nieder, Millionen?
Ahnest du den Schöpfer, Welt?
Such ihn überm Sternenzelt!
Über Sternen muss er wohnen.

¿Os postraréis, multitudes?
¿Reconoces, oh Mundo, a tu Creador?
¡Buscadlo más allá de las estrellas!
Sobre las estrellas tiene que vivir.

El texto es una adaptación del poema “Oda a la alegría”, de Friedich Schiller (1785). Se sabe, por sus propios apuntes, que Beethoven había deseado ponerle música al menos desde 1793. Sin duda, el compositor leyó en los versos la esencia de la lucha por la libertad y el inevitable triunfo de ésta sobre todas las cosas en un doble sentido: el clásico e ilustrado, referente a la emancipación externa ―física, política y jurídica―, y el romántico, centrado en la liberación interna de cada individuo de sus propias pasiones negativas ―toda la colección de miedos, complejos, preocupaciones y aversiones que mantienen esclavizada su voluntad―. Beethoven profesaba una filosofía vital tan sencilla como clara: lo primero de todo es la libertad, y sólo una vez lograda ésta podremos dar paso a la verdadera humanidad, pues nadie puede desarrollarse plenamente si no es libre. En un mundo de individuos libres, la igualdad entre ellos vendrá dada precisamente por su primera característica. De ahí a la fraternidad completa tan sólo falta la buena voluntad, ¿y cómo podría estar contaminada por la mala fe una persona libre y feliz?

El mensaje de la Novena cobra un inusitado valor cuando pensamos que fue compuesto por alguien que vivía esclavizado por su propio cuerpo, encarcelado en una prisión de silencio con su angustia como única y monstruosa compañera de celda. Por motivos obvios, Beethoven fue incapaz de dirigir la primera interpretación de la obra ―y única durante su vida―, cuya responsabilidad recayó en un maestro de capilla llamado Michael Umlauf, a quien el propio compositor acompañó en el escenario. Aunque la sordera del genio ya era algo más que vox populi en Viena, Beethoven quiso proseguir con el paripé achacando su pasividad al resto de sus males. Algunas de las crónicas señalan que el maestro de Bonn se mostró visiblemente nervioso durante la interpretación, lanzando constantes miradas fugaces e inseguras hacia el público para evaluar su reacción. Cuentan también que, tras la apoteosis final, se giró y contempló lo que debía de ser una rotunda ovación. Pudo distinguir lágrimas arrancadas en los rostros de algunos asistentes, y parece ser que a su vez fue incapaz contener el llanto. Se trataba de su última aparición en público.



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Por lo demás, y a pesar de la complejidad técnica de su interpretación, la Coral de Beethoven es una de las obras que más veces han sido grabadas, generalmente con grandes resultados: supongo que nadie se arriesga a lanzar una ejecución mediocre. Suelen destacarse la dirigida en 1951 por Wilhelm Furtwängler, la del propio von Karajan en 1947 , la que sería la última grabación de Karl Böhm, en 1980, o la personalísima y más moderna visión de Harnoncourt.



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