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Los seres sin sombra de Alberto Giacometti.

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«Plaza de ciudad», 1947-1948.

El tamaño no existe.

La posguerra europea de 1945 fue la más amarga que pueda imaginarse. Salvo por lo que en algunos aspectos respecta a la ocupación soviética, realmente no hubo conquistadores ni un botín que llevarse a la boca como consuelo. Tan sólo quedó un enorme campo de cenizas bajo los pies tanto de vencedores como de vencidos. Por si fuera poco, Europa no había comenzado a reponerse del peor trauma de su historia cuando se le amenazó con un mal infinitamente mayor: una confrontación atómica entre dos superpotencias ajenas a ella que, inevitablemente, volverían a elegirla como campo de batalla predilecto. Pocos artistas, quizá ninguno, han logrado plasmar ese sentimiento de angustia perpetua con más genialidad que Giacometti, para el que el final del conflicto no supuso ningún atisbo de esperanza: las bombas se habían callado, pero antes habían dejado abierta en canal la vacua naturaleza humana. En ocasiones se ha tratado de identificar su arte con el propio del cine neorrealista italiano; sin embargo, las similitudes se reducen al origen objetivo del que parten ambas manifestaciones creativas, mientras que sus respectivos enfoques resultan contrapuestos. Los neorrealistas pretendían devolver la individualidad a la persona poniendo el foco en el microuniverso particular de sus protagonistas, y ello con el fin de evidenciar que bajo el manto de la tragedia colectiva se agitaban innumerables dramas particulares, igualmente graves dentro de su escala. En la escultura de Giacometti, en cambio, el foco es tan potente que abrasa la personalidad y relativiza el sufrimiento individual acogiéndose a la absurdidad de la existencia en sí: ¿qué importancia puede tener la angustia de alguien que inevitablemente acabará muriendo?

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«El hombre que camina», 1951.

Guerras aparte, Alberto Giacometti no tuvo una experiencia vital mucho más ajetreada que el común de los mortales. Entre los dos tópicos confrontados del artista crápula y del introvertido patológico, se acercaba mucho más al segundo modelo. En su juventud, una vez formado, no tardó en abandonar el trabajo con posantes vivos, pues parece que su timidez le complicaba bastante las cosas ―más de una modelo llegó a afirmar que verse observada durante horas por esos dos enormes ojos silenciosos la colocaba a un paso del pánico―. Nació el 10 de octubre de 1901 en la minúscula aldea suiza de Borgonovo, hoy desaparecida como ente jurídico público ―por aquel entonces debía de contar con menos de cincuenta habitantes―. Su padre, Giovanni, fue un horroroso pintor pretendidamente postimpresionista que, no obstante haber gozado de ciertos éxitos puntuales en exposiciones menores, demostró poseer la suficiente inteligencia como para asumir a tiempo su absoluta falta de talento. En cualquier caso, transmitió su vocación a su hijo, que comenzó a formarse como pintor copiando las láminas clásicas que veía en su casa. No fue hasta su visita a la Bienal de Venecia de 1920, en la que quedó fascinado por la obra de Archipenko, cuando comenzó a interesarse en serio por la escultura. Si tenemos en cuenta que apenas empleó el tallado a lo largo de su carrera, parece confirmarse en él la teoría enunciada siglos antes por Miguel Ángel con respecto a que los escultores modeladores son en realidad pintores disfrazados ―de hecho, el propio Giacometti siempre citó a Tintoretto y a Giotto como dos de sus principales influencias―. Completó su formación primero en Ginebra y después en París, donde llegó para quedarse a principios de los años 20, en pleno traspaso de poderes del cubismo al surrealismo. Tras probar ambas  corrientes, se decantó finalmente por el último de ellos, siendo admitido en el grupo en 1928 y trabando una gran amistad con André Breton, Samuel Beckett, Max Ernst, Jean-Paul Sartre, Joan Miró o Pablo Picasso, entre otros nombres igualmente ilustres.

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«El bosque», 1950.

Su carrera está marcada por dos crisis creativas y otra estilística ya al final de su vida ―murió el 11 de enero de 1966 en Coira, Suiza―. La primera sobreviene alrededor de 1935, cuando se da cuenta de que las vías cubista y surrealista, que había tratado de explotar mediante sus “construcciones transparentes”, no se ajustaban a lo que pretendía expresar, que no era sino el misterio que para él constituía el espacio y sus límites o la ausencia de ellos, tanto en un sentido físico como en uno metafísico —en referencia al vacío interior de la persona y su proyección al exterior mediante sus actos―. Regresa entonces a la base de su formación, volviendo a aterrar a los y las modelos con su manera casi radiológica de tomar apuntes del natural. En realidad, estos bosquejos no estaban destinados a preparar obra alguna, sino que Giacometti únicamente pretendía estudiar el cuerpo humano hasta en sus pliegues más recónditos, tratando de hallar la clave definitiva de su relación con el espacio. A base de observación, llegó a la conclusión de que la búsqueda de la realidad, el gran objetivo clásico de las artes plásticas, era una travesía condenada a la deriva, pues tan sólo somos capaces de percibir los objetos como espectros integrados en el éter, y el cuerpo humano es un objeto más, quizá el que más nos intrigue, pero tan enorme o insignificante como decida nuestra perspectiva. Hacía siglos que esto no constituía ningún misterio para la pintura; pero la escultura cuenta con tres dimensiones, lo que dificulta en extremo la representación fidedigna de las formas, ya que el objeto artístico posee su propia perspectiva natural.

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«El perro», 1951.

El tamaño no existe fue su gran descubrimiento personal; y, tras muchos estudios anatómicos, sólo pudo llegar a esa conclusión mirando un culo por la calle: el de una modelo de la que se había enamoriscado platónicamente, que se alejaba haciéndose cada vez más pequeñita, pero sin perder ni un ápice de su encanto. Este hallazgo, en lugar de proporcionarle un filón creativo inagotable, le llevó a encauzarse en una especie de dinámica destructiva de su obra, porque poco a poco fue reduciendo las dimensiones de sus esculturas hasta crear figuras tan diminutas que podía guardarlas en cajas de cerillas. Llegó un momento en el que este inevitable camino hacia lo insignificante se convirtió en otro motivo de angustia, pues realmente sentía que su obra se disolvía entre sus dedos como un cubito de hielo sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. Como podemos imaginar, esta percepción solía ser vista por los demás como una excentricidad de artista, cuando no como una auténtica locura; pero para él constituía un verdadero problema que desencadenó su segunda crisis creativa, poco después del final de la Segunda Guerra Mundial, dando paso a su fase mejor conocida de figuras delgadas y alargadas.

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«Mujer grande II», 1960.

Es evidente la similitud formal de estas obras con las “Estatuillas de palo” de Picasso (1931); sin embrago, responde exclusivamente a una confluencia en el resultado. Las técnicas empleadas no sólo son diferentes, sino contrapuestas desde un punto de vista doctrinal: mientras que las obras de Picasso son fruto del tallado, Giacometti empleó el modelado en bronce y yeso sobre una estructura de alambre. Asimismo, mientras el suizo pretendió reflejar todo lo antedicho, las figuras del malagueño responden más bien a su interés por la iconografía mágica ancestral ―no es casualidad, por lo tanto, que estas esculturas de Picasso recuerden tanto a los fetiches arcaicos que podemos encontrar en los albores de las culturas íbera o etrusca; pero sí que lo es en gran medida que lo hagan las de Giacometti―. Para concluir, las “Estatuillas de palo” en realidad fueron concebidas como modelos en miniatura de lo que podrían llegar a ser grandes monumentos, mientras que el tamaño de las de Giacometti forma parte de su propio sentido de existencia.

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«Hombre que cae», 1950.

Otra de las características más notorias de sus obras en este periodo son sus contornos ásperos, que actúan como una especie de machihembrado que encaja en el espacio circundante. Con ello, el artista pretendía lograr la fusión de la cercanía y la distancia que, según Albert Camus, “resumía todas las posturas y visiones del mundo”. Y no es ninguna casualidad que precisamente Camus se fijara en la obra de Giacometti, pues probablemente ni siquiera el cine de Antonioni haya captado mejor para el arte visual lo que significa en realidad la ausencia de sentido vital existencialista, con la peculiaridad de que la reacción de Giacometti, su ofensiva o venganza legítima, no consiste en el aislamiento, sino en la disolución en el entorno. No es de extrañar, por lo tanto, que el propio Sartre lo definiera como “el artista existencialista perfecto, a mitad de camino entre el ser y la nada”. Sin embargo, el mismo Sartre, tras loar de esa manera tan personal el arte del que era su amigo, se quedó en lo aparente cuando achacó la inspiración de sus formas alargadas a las imágenes de los prisioneros de los campos de concentración nazi. No había nada de eso: Giacometti comenzó a experimentar con esa vía expresiva bastante antes de que se dieran a conocer las imágenes espeluznantes de fotógrafos como Lee Miller o Francisco Boix.

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«Hombre caminando», 1959.

La Segunda Guerra Mundial estaba muy presente en la creación de Giacometti, pero no en el sentido que imaginaba Sartre. El artista se había unido a las decenas de miles de parisinos que abandonaron precipitadamente la ciudad cuando su toma por las tropas alemanas resultaba inminente ―para conocer de primera mano ese episodio histórico, tristemente cómico en algunos aspectos, pues la mayoría de los fugitivos regresaron voluntariamente en cuanto se les acabaron los bocadillos, recomiendo la lectura de “Suite francesa”, de Irène Némirovsky (1942)―. A escasos 20 kilómetros de París, su convoy fue detenido por un bombardeo aéreo en la localidad de Etampes, y el escultor fue testigo de cómo la Luftwaffe ametralló sin piedad a toda una fila de peregrinos indefensos. Hacía tan sólo un par de minutos caminaban junto a él con algunas de sus pertenencias, quizá hablando de nimiedades para hacer más llevadero el viaje, y ahora no eran sino materia inerte que desprendía humo. Qué más daba todo lo que hubiesen podido contar hasta ese momento… Habían desaparecido de la manera más rápida, absurda y estéril que pueda imaginarse, víctimas de la ametralladora de un aviador que ni siquiera había podido verles las caras, que había disparado contra bultos sin poder distinguir si se trataba de varones, de mujeres, de niños, de ancianos o de animales.

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«Mujer de Venecia IV», 1956.

Al parecer, la experiencia le traumatizó lo suficiente como para tenerla presente de por vida y le acabó de confirmar la absurdidad de la existencia humana. Sin embargo, la inspiración para plasmar esos sentimientos en figuras evanescentes tuvo un origen mucho más pacífico y de andar por casa: según él mismo relató, unos meses después del final de la guerra, de nuevo afincado en París junto a su esposa ―a la que había conocido durante su estancia en la neutral Suiza―, asistió a una sesión en un pequeño cine en el que el proyector estaba desenfocado. No ha trascendido el título del largometraje, pero debía de ser apasionante, porque él era el único espectador. En un principio pensó en quejarse, pero pronto quedó cautivado con el efecto que la luz causaba sobre la pantalla: las figuras humanas quedaban reducidas prácticamente a rectas verticales rodeadas de luminosidad. Tanto le fascinó aquella visión que llegó a introducirse en ese mundo de seres evanescentes y terminó de ver la película tan familiarizado con esa óptica trastocada que, al salir, la visión de la gente en su corporeidad habitual le produjo un sentimiento de extrañeza. Tuvo entonces la certeza de que el hombre es tan nimio, tan volátil, que en ocasiones ni siquiera es capaz de proyectar una sombra.

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Detalle de «El hombre que apunta», 1947.

En definitiva, las figuras escuálidas de Giacometti representan la insignificancia del individuo frente a lo que le rodea, que dependiendo de nuestra perspectiva puede ser el todo o la nada. Sin duda, había hallado la mejor manera de reflejar su angustia lejos de los postulados clásicos y, en cierto modo, había logrado añadir una especie de dimensión más a la representación escultórica: la temporal. En su obra de esta etapa, no obstante, pervivió la obsesión sexual como vestigio de su etapa surrealista, pues si bien sus figuras carecen de personalidad, no por ello están desprovistas de sexo. No sólo es apreciable a simple vista la diferencia entre las mujeres y los varones de Giacometti, sino que se da la circunstancia de que las formas femeninas se presentan hieráticas, mientras las masculinas ejercitan algún tipo de movimiento, lo que no puede leerse sino como una referencia, quizá subconsciente, a sus respectivos papeles como sujeto paciente y sujeto activo de un coito cualquiera. El surrealismo es lo que tiene.

Giacometti
«El gato», 1951.

 

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