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“La mirada roja”, de Arnold Schönberg (1910).

SchönbergMuchos cuadros encierran una intrahistoria interesante; pero dudo mucho que ninguno pueda competir con éste. Se supone que Schönberg no sabía pintar cuando en 1907, al mismo tiempo que profundizaba en el camino de la música atonal, decidió que también quería destacar en las artes plásticas. Para ello, se limitó a observar como trabajaba el amigo arruinado que había acogido en el piso que compartía con su esposa Mathilde. Este amigo no era otro que el pobre Richard Gerstl: sin duda, una de las almas más torturadas de toda la historia del arte y el paradigma del creador maldito.

Schönberg había nacido en Viena el 13 de septiembre de 1874 en el seno de una familia judía de procedencia húngara. Su padre era un zapatero tirando a pobre, pero eso no le impidió detectar el talento precoz de su hijo y gastarse todo lo que pudo en su formación, de suerte que con tan sólo nueve años el joven Arnold no sólo dominaba el violín como su propio miembro viril, sino que ya había escrito sus primeras composiciones. Desgraciadamente, su padre murió pronto y Schönberg tuvo que emplearse en un banco para sostener a su familia. De algún modo, y gracias a una tenacidad admirable, logró seguir cultivando la música, llamando la atención de los críticos de tal modo que, unos años más tarde, logró hacerse amigo íntimo de Gustav Mahler, el que había sido uno de sus ídolos presumiblemente inalcanzables junto con Bach, Brahms, Wagner y Mozart. Su salto a la pintura, y posteriormente a la escultura, fue tan satisfactorio que recibió una invitación de Kandinsky para sumarse a Der Blaue Reiter, donde participó como pintor y como compositor, desarrollando además una gran amistad con el artista ruso.

Para Kandinsky, Schönberg se acercaba mucho a su ideal de artista total, y aunque su pintura mantenía un gran componente figurativo, el genio de Moscú declaró lo siguiente sobre él: “Vemos que en cada cuadro de Schönberg habla el deseo interno del artista en la forma que le es propia. Al igual que en su música. Schönberg renuncia a lo superfluo, es decir: a lo pernicioso, y va directamente a la búsqueda de lo esencial”. Es preciso estar mínimamente familiarizado con la obra y las ideas de Kandinsky para entender la profunda loa que suponían esas palabras en su boca, quizá las más elogiosas que dedicó jamás a artista alguno. No cabe duda de que tomaba su obra como un todo, y lo cierto es que si escuchamos serenamente alguna de sus composiciones, es muy probable que experimentemos sensaciones muy parecidas a las que arranca “La mirada roja”. Atendamos, por ejemplo, a su “Noche transfigurada” (1899):

Se trata de un sexteto de cuerda de relajado pesimismo, con grandes reminiscencias malherianas, que casi circula directamente desde el cerebro del compositor al del oyente. No genera ningún tipo de figura en la mente de quien la escucha, sino simplemente un determinado estado de ánimo, seguramente teñido por la amargura, que le lleve a recordar algún suceso determinante de su propia vida. Algo parecido ocurre con “La mirada roja”. A bote pronto, podemos percibir un simple rostro tétrico o siniestro, quizá extraído de alguna pesadilla; pero mediante una observación pausada sin duda llegaremos a relacionar esos ojos con los de algún ser querido en un mal momento, o incluso con la que hemos creído nuestra mientras soportábamos algún trance luctuoso. Lo más curioso del asunto es que entre la composición de esta pieza y la plasmación de “La mirada roja” media la peor experiencia de la vida de Schönberg, por lo que debemos asumir que su extremada sensibilidad era innata y no provocada por sus vivencias.

Además de amistad y residencia, Schönberg y Gerstl compartieron el mismo dolor desde todas las perspectivas posibles. No puede asegurarse a ciencia cierta, porque ―en una línea de fiel admiración a Kandinsky― Schönberg siempre se empeñó en manifestar que ninguna de sus creaciones perseguía nada más que el arte por el arte, sin pretensión alguna de reflejar más realidad que un subjetivismo puro; pero todo parece indicar que su famosa serie de miradas no es más una colección de retratos de Gerstl. “Nunca he visto rostros, sólo sus miradas, pues tengo la costumbre de mirar a los hombres a los ojos”, manifestó en una ocasión. Podría haber sido ésta en concreto una de las últimas miradas de Gerstl, llena de una amalgama de pasiones e hirientes sentimientos encontrados. Cómo amar a quien en la lógica y en la práctica debería odiarse…

La vida de Gerstl había consistido en un constante encadenamiento de rechazos: fue expulsado de la escuela por mala conducta; su padre, un rico mercader también judío, renegó de él cuando decidió dedicarse a la pintura; su maestro, Christian Griepenkerl, le acabó echando de su academia al grito de “¡Lo que tú haces pintando lo puedo hacer yo meando sobre la nieve!”; igualmente, terminó a tortas con su compañero de estudio, por lo que tuvo que alquilar uno por su cuenta, del que fue rápidamente desahuciado por no poder pagar la renta. Schönberg le acogió en su casa a mediados de 1907, y a los pocos meses Gerstl se enamoró perdidamente de Mathilde, con la que comenzó un apasionado romance teñido de culpabilidad por ambas partes. (Resulta difícil de decir, porque prácticamente se han perdido todos sus documentos, pero todo apunta a que hasta entonces Gerstl tan sólo había mantenido relaciones sexuales con otros hombres, y no demasiadas.) Su anfitrión no supo nada de lo que ocurría hasta que, a finales del verano de 1908, Mathilde y Gerstl huían juntos a un pequeño estudio del centro de Viena pagado por ella. La revelación fue enormemente traumática para un Schönberg que, a pesar de su increíble fuerza de voluntad, tuvo que detener su creación durante unas semanas. Sin embargo, su sufrimiento debió de ser menor al que experimentó su amigo-rival cuando, apenas mes y medio más tarde, Mathilde le abandonó para regresar al hogar conyugal. La madrugada del 4 de noviembre de 1908, a la edad de veinticinco años, Gerstl enloqueció definitivamente de dolor y encendió una hoguera incontrolable en su estudio, en la que pereció gran parte de su obra y todas sus cartas y demás documentación personal. Por lo que parece, sus padecimientos morales eran tan insoportables que ni siquiera fue capaz de concluir su labor destructiva y la interrumpió para ahorcarse frente a un espejo, quizá para contemplar por última vez su mirada roja entre las llamas.

"Autorretrato riendo" (1908), último cuadro pintado por Richard Gerstl, entre la marcha de Mathilde y su suicidio.
«Autorretrato riendo» (1908), último cuadro pintado por Richard Gerstl, entre la marcha de Mathilde y su suicidio.

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