LITERATURA

“David Copperfield”, de Charles Dickens (1849-1850).

Dickens Copperfield

Dickens sabe hacer personajes de carne y hueso con una sola frase.
(T. S. Elliot.)

Charles John Huffam Dickens (Portsmouth, 7 de febrero de 1812; Higham, 9 de junio de 1870) nació cuando Napoleón todavía era el dueño de Europa y murió en pleno apogeo de la era victoriana. El mundo que le vio partir no tenía casi nada en común con el que le había dado la bienvenida tan sólo cincuenta y ocho años antes, y sabemos que todo cambio de circunstancias acelerado deja un montón de víctimas por el camino. Dickens es el cronista popular por excelencia de esa época de vaivenes políticos y económicos, en la que periodos de industrialización intensiva se veían intercalados por largas crisis financieras. Su propio padre fue una de esas víctimas, y en su desgracia arrastró consigo al resto de la familia. Su propensión al gasto, desproporcionada con respecto a sus ingresos como burócrata menor en la Armada, le llevó a embarcarse en todo tipo de venturas descabelladas que acabaron colocándolo como huésped de una prisión para morosos.

La prisión por deudas está hoy en día prohibida en todos los países democráticos por considerarse injusta e inhumana; sin embargo, al menos en la Inglaterra victoriana, dicha institución no se parecía demasiado a lo que indica su nombre. Los pródigos no eran internados junto a presos comunes, sino que disponían de sus propios centros de reclusión, mucho más parecidos a asilos que a cárceles de verdad. Más que ante una condena, nos hallábamos ante una medida de coacción paternalista por parte del Estado: por un lado se impedía que el reo incurriera en más débitos, y por otro se “animaba” a sus parientes, que incluso podían instalarse con él si lo deseaban, a poner todo de su parte para saldar los existentes y recuperar la libertad del recluso. Fue ésta la situación a la que se vio avocado el joven Dickens, que con once años tuvo que abandonar su educación recién estrenada para trabajar en una planta envasadora de betún. Así, aunque nunca llegó a romper con su padre, siempre le guardó un rencor reconocido por haberle robado la infancia de una manera tan injusta. No obstante, ese resentimiento fue calmándose y convirtiéndose en socarronería a medida que el escritor iba madurando y progresando por sus propios medios, es decir: a medida que la pérdida de la niñez dejaba de tener importancia. En este sentido, no cabe duda de que aprovechó “David Copperfield” para caricaturizar cariñosamente a su progenitor mediante el personaje de Wilkins Micawber, un manirroto caradura y arruinado, pero con delirios de grandeza, al que Dickens redime otorgándole otra serie de virtudes que le convierten en uno de los seres más entrañables de la novela:

En la casa de préstamos también empezaron a conocerme, y el cajero me tenía mucha simpatía. Recuerdo que a menudo me hacía declinar un nombre o adjetivo latino o conjugar un verbo mientras esperaba todas las transacciones. En todas aquellas ocasiones mistress Micawber hacía después preparativos para una comida, y había un peculiar encanto en ello, lo recuerdo muy bien.

Por último llegó la crisis de las dificultades de míster Micawber, y una mañana muy temprano vinieron a buscarle y le llevaron a la prisión de Bench King’s, en el Borough. Cuando lo llevaban me dijo que el ángel de la guarda había desaparecido para él; y yo, realmente, pensando que su corazón estaba destrozado, sentía igual. Pero después oí decir que en la cárcel había estado jugando alegremente a los bolos antes de comer.

El primer domingo después de su encierro fui a verle y a comer con él. Tenía que preguntar el camino en un sitio, y antes de llegar allí debía encontrar otro sitio, y un poco antes vería un pórtico que tenía que atravesar y continuar en línea recta hasta que me encontrase al carcelero. Lo hice todo, y cuando, por último, vi al carcelero, ¡pobre de mí!, recordé que cuando Roderik Ramdom estaba en la prisión por deudas veía allí un hombre que sólo iba vestido con un trozo viejo de tapiz; el carcelero se desvaneció ante mis inquietos ojos y mi palpitante corazón.

Míster Micawber me estaba esperando cerca de la puerta, y una vez llegados a su habitación, que estaba situada en el penúltimo piso, se echó a llorar. Me conjuró solemnemente para que recordara su destino y para que no olvidara jamás que si un hombre con veinte libras esterlinas de renta gasta diecinueve libras, diecinueve chelines y seis peniques, podrá ser dichoso; pero que si gasta veintiuna libras, nunca se librará de la miseria.

Después de esto me pidió prestado un chelín para comprar cerveza, y me dio un recibo para que su señora me lo devolviera. Después se guardó el pañuelo en el bolsillo y recobró su alegría.

De este modo, aunque en la totalidad de la obra de Dickens siempre está presente un cierto elemento autobiográfico, sin duda es en “David Copperfield” donde este rasgo se evidencia con más claridad ―el propio escritor la señaló como “su hija predilecta” por ese motivo―. El libro está estructurado como unas memorias improvisadas por el protagonista, el propio Copperfield, que, como su creador, verá corrompida su niñez y su adolescencia, sufrirá una educación represiva, tendrá que emplearse como obrero y después conocerá los entresijos de la abogacía y la procura, para finalmente, tras múltiples contratiempos, acabar triunfando como escritor. En cualquier caso, el paralelismo entre las vidas del creador y del personaje se centra más bien en la evolución de su espíritu, sin que entre ellas coincidan demasiados hechos objetivos. Es como si Dickens hubiese fabricado un puzle con sus experiencias vitales y hubiese procedido a armarlo de una manera completamente distinta a la real: todo Dickens está en la novela, pero no en el orden ni en la forma correctas.

Precisamente, uno de los rasgos de Copperfield que más llaman la atención es el curioso desarrollo de su vocación literaria, que en ningún momento parece llegar a obsesionarle o a apasionarle, como suele resultar habitual, sino que va creciendo dentro de él como un aspecto secundario de su personalidad. En el caso de Dickens, su inclinación a las letras se despertó en 1832, cuando, habiendo sido empleado por un periódico local, se le consiguió un pase a la biblioteca del British Museum para que completara su formación como pudiera y resultase útil al menos para redactar alguna gacetilla de vez en cuando. Fue en aquellas salas donde se encontró cautivado por la lectura de un ejemplar ilustrado de “Las mil y una noches” (anónimo árabe, circa S. IX), lo que le determinó a dedicarse a la literatura. Dos años más tarde, el Morning Cronicle le ofreció su primera oportunidad seria al colocarlo como cronista de la actividad parlamentaria. Su estilo sencillo, directo y lleno de ironía le granjeo el cariño del público, por lo que el rotativo comenzó a explotar esa faceta en la sección de humor gráfico y en artículos de opinión que Dickens firmaba bajo el seudónimo de “Boz” ―nombre con el que tres años más tarde bautizaría al primero de sus diez hijos―.

  El comedor era una habitación enorme, rodeada de mapas. Dudo que me hubiera sentido más confuso si los mapas hubieran sido verdaderos países extranjeros donde hubiera caído de improviso. Me parecía que era un atrevimiento enorme el de sentarme allí, con la gorra en la mano, en el borde de la silla más cercana a la puerta. Y cuando el camarero extendió un mantel para mí y puso el salero encima, sentí que me ponía rojo de vergüenza.
Después trajo unas fuentes con chuletas y legumbres. Pero colocaba las cosas de un modo tan brusco, que yo estaba asustado y con temor de haberle ofendido. Me tranquilicé mucho cuando, poniendo una silla para mí delante de la mesa, me dijo cordialmente:
―Vamos, gigante, siéntate.
Le di las gracias y me senté; pero me parecía dificilí

simo manejar el cuchillo y el tenedor con algo de soltura y no mancharme con la salsa mientras él continuara enfrente sin dejar de mirarme y haciéndome ruborizar de la manera más horrible cada vez que mis ojos se encontraban con los suyos. Cuando me vio empezar la segunda chuleta me dijo:
―Le traigo media pinta de cerveza; ¿la quiere usted ahora?
Le di las gracias y le dije que sí.
Entonces me la sirvió en un vaso y la acercó a la luz para enseñarme el hermoso color que tenía.
―¡Pardiez! ―dijo―, es buena cantidad.
―Sí es buena cantidad ―le contesté con una sonrisa, pues estaba encantado de verle tan amable. Tenía los ojos muy brillantes, las mejillas muy coloradas y los cabellos tie

sos. Y en aquel momento, con un puño en la cadera y en la otra mano el vaso lleno de cerveza, tenía un aspecto de lo más campechano.
―Ayer llegó aquí un caballero ―dijo―, un caballero muy grueso, que se llamaba Topsawyer; quizá le conoce usted.
―No, no creo…
―Llevaba pantalones cortos, polainas y sombrero de ala ancha, un traje gris y tapabocas ―dijo el camarero.
―No ―dije confuso―, no tengo ese gusto…
―Pues vino aquí ―continuó el mozo mirando la luz a través del vaso― y pidió un vaso de esta misma cerveza y se empeñó en beberla. Yo le dije que no debía hacerlo; pero se la bebió y cayó muerto instantáneamente. Era demasiado fuerte para él. No debían volver a servirla.
Me impresionó muchísimo aquel triste accidente, y dije que en vez de cerveza pensaba tomar un poco de agua.
―Pero lo malo ―dijo el camarero, mirando todavía la luz a través del líquido y guiñándome un ojo― es que los amos se disgustan si se dejan las cosas después de pedidas. Se ofenden. Lo que sí se puede hacer, si le parece bien, es que yo me la beba; estoy acostumbrado, y la costumbre es todo. No creo que pueda hacerme daño, sobre todo si echo bien la cabeza hacia atrás y la bebo deprisa. ¿Quiere usted?
Le contesté que lo agradecería; pero sólo en el caso de que pudiera hacerlo sin el menor peligro; de no ser así, de ninguna manera. Cuando le vi echar la cabeza hacia atrás y beberla deprisa, confieso que sentí un miedo horrible de verlo caer muerto como a míster Topsawyer. Pero no le hizo daño; por el contrario, hasta me pareció que le sentaba bien.
―¿,Qué estábamos comiendo? ―dijo después, metiendo un tenedor en mi plato―. ¡Ah! ¿Chuletas?
―Sí, chuletas ―dije.
―¡Dios me bendiga! ―exclamó―. No sabía que fueran chuletas. Precisamente es lo único para evitar los malos efectos de esta cerveza. ¡Cuánta suerte tenemos!
Con una mano me cogió una chuleta, con la otra, una patata, y lo comió con el mayor apetito. Yo estaba radiante. Después cogió otra chuleta y otra patata; después otra patata y otra chuleta. Cuando terminó, me trajo un pudding, y sentándose enfrente de mí rumió algo entre dientes, como si estuviera pensando en otra cosa durante unos minutos.
―Qué, ¿cómo está ese bizcocho? ―dijo de pronto.
―Es un pudding ―le contesté.
―¡Pudding! ―exclamó―. ¡Dios me bendiga! ¿De verdad es pudding? ¡Cómo! ―dijo mirándolo más de cerca―. ¿Pero no será un pudding de frutas?
―Sí, precisamente.
―Es que el pudding de frutas ―dijo cogiendo una gran cuchara― es lo que más me gusta. ¿No es una suerte? Vamos, pequeño, ¡a ver cuál de los dos lo come más deprisa!
Como es natural, él era quien comía más deprisa. De vez en cuando me animaba para que intentara adelantarle; pero no había competencia posible entre su cucharón de servir y mi cucharilla de café, entre su agilidad y la mía, entre su apetito y el mío; tanto es así, que desde el primer momento perdí las esperanzas de ganarle. Pienso que nunca he visto a nadie saborear un pudding de aquel modo, y después de terminar, todavía se reía como si lo estuviera saboreando.

4 Copperfield

En 1836, ya liberado de su seudónimo, alcanzó el verdadero éxito literario con el lanzamiento de “Los papeles póstumos del club Pickwick” (1836-1837), una novela por entregas mensuales con la que estrenaba el formato que se convertiría en el más característico de su carrera. Las novelas por entregas significaron una solución ingeniosa a la crisis económica que llevaba asolando a las clases medias británicas desde la década anterior, y también supusieron una buena oportunidad para que los escritores noveles publicaran sus primeras obras sin que sus editores incurrieran en un riesgo significativo. Como contrapartida, esta disciplina les exigía todo un esfuerzo tanto de creatividad como de cuidada diplomacia, pues la lectura en voz alta de cada fascículo constituía una excusa para que toda la familia, servicio incluido, se reuniera a escuchar al patriarca mientras tomaban el té. Por ello, los autores podían tener la certeza de que sus relatos iban a llegar a oídos de todo tipo de público, incluidos niños, lo cual, unido a la recia hipocresía moral victoriana, tan dada a aparentar escándalo por cualquier cosa, les obligaba a medir mucho sus temas y sus palabras y a forzar finales felices, por más que el resto de la narración hubiese constituido una sucesión de tragedias. Dickens fue la estrella indiscutible de este tipo de publicaciones y, al igual que ocurrió con Victor Hugo y Balzac en Francia o, en menor medida, con Pérez Galdos en España, se convirtió en un auténtico ídolo de masas, cuya opinión sobre cualquier asunto de la actualidad era esperada y tenida en cuenta como si se tratara de la de un oráculo.

3 Copperfield“David Copperfield” fue la más exitosa de todas sus obras. La tirada de cada una de sus entregas, magistralmente ilustradas por H. K. Browne, superó los cien mil ejemplares, cifras hasta entonces nunca vistas en una sociedad repleta de analfabetos, por lo que se considera a Dickens el padre del best-seller. Desde el punto de vista creativo, pone el punto final a la primera etapa de su carrera, coincidiendo con la muerte de sus padres y el comienzo de la pérdida de su salud, hechos que le sumieron en la más grave de las depresiones que le habían atacado hasta la fecha. En cierto modo, “David Copperfield” supone un cierre contable a la juventud de Charles Dickens, que el autor da por definitivamente concluida a sus treinta y siete años. En realidad, se trata de una “novela de personajes”, hábilmente ensartados en el hilo conductor de la evolución del protagonista, que en realidad es el más plano de todos ellos. Y no es que Copperfield esté mal trazado, sino que su posición de observador hace que su subjetividad se convierta para el lector en la objetividad más pura. Desde su atalaya moral verá aparecer, desaparecer y, en algunos casos, reaparecer a una incontable sucesión de personas que influirán en su existencia en mayor o menor medida, tal y como ocurre en nuestras propias vidas.

Ponerse a detallar a cada personaje, incluso limitándose a los verdaderamente relevantes, constituiría una labor ingente, más propia de un verdadero ensayo voluminoso que de un simple artículo. No en vano, el propio autor debió de encontrarse con serios problemas para cuadrar todas sus descripciones durante la redacción y no caer en contradicciones o incoherencias, algo que desde mi punto de vista resulta milagroso. Dickens emplea en sus criaturas elementos de gente familiar para él, pero no realiza calcos: cada uno de ellos es pura invención. Esto no quiere decir que no los conociera corporalmente, pues los tenía constantemente delante de sus narices mientras escribía: para no confundir a unos con otros, encargó fabricar una serie de figuritas de madera caracterizadas como ellos. En madera fueron tallados la delicada madre del protagonista, cuyo drama revivirá el protagonista con su primera mujer, Dora; los Micawber; la dulce Peggotty y sus familiares; los severos y despiadados hermanos Murdstone; la singular pareja de amistad platónica formada por Betsey Trotwood y Mr. Dick; la denodada Agnes y su padre derrotado; el desgraciado Steerforth, su mucho más desgraciada madre, su enamorada imposible Rose Dartle y su perverso criado Littimer; la noble enana Ms. Mowcher y un sinfín de individualidades imposibles de generar indiferencia en el lector.

34 CopperfieldNo obstante, deviene necesario acercarse, aunque sea superficialmente, al verdadero antihéroe de la novela: Uriah Heep, el personaje más complejo y controvertido de la obra ―sí, el grupo de rock que grabó “Easy Livin’” (1972) se llamó así por él―. Heep es un producto de una sociedad clasista que asume que los señoritos pueden hacer prácticamente lo que deseen con la gente humilde, pues ésta es tan simple y tan ignorante que apenas tiene sentimientos. Salido de los estratos más bajos, el astuto Uriah Heep ha aprendido a aprovecharse de esa idea para llevar a cabo sus objetivos más innobles a base de trabajo, inteligencia y paciencia. Se le presenta como un ser físicamente repugnante, delgado y de apariencia cartilaginosa, debilucho y tendente a retorcerse como una serpiente. Su nombre ha sido incorporado a la lengua inglesa para designar al traidor servil y artero, tal y como en castellano hablamos de donjuanes, celestinas o lazarillos. Dickens nunca reveló en quién se había basado para crear a Heep, pero parece estar claro que en realidad se trata de la fusión de dos seres reales: Hans Christian Andersen, de quien habría tomado la apariencia física y los movimientos espásticos, y un antiguo empleado de un amigo suyo, que habría aportado todo lo demás. Al parecer, el Uriah Heep original se comportaba con su empleador de una manera muy parecida a la que empleaba su versión de papel con Mr. Wickfield. Descubierto en sus manejos por el propio Dickens, fue inmediatamente despedido y denunciado, por lo que dedicó el resto de su vida a tratar de vengarse del literato publicando detalles sobre sus orígenes infamantes.

7 CopperfieldSeguramente se trate de un rol revestido de tal maldad que su factura pueda aparentar caer en el maniqueísmo; pero Uriah Heep también puede ser tomado como un revolucionario plenamente legitimado para odiar a la sociedad, pues no cabe duda de que no se ha resignado a sufrir eternamente la pobreza para la que se supone que ha nacido. Puede que Dickens pretendiese insinuar esa faceta de Heep bajo un maquillaje de moral conservadora tendente a no escandalizar a su público; pero no es menos cierto que le acabará enfrentando con Traddles ―un pequeño burgués tímido y bienintencionado, torturado colegial que enjuga sus penas dibujando esqueletos―, que también acabará triunfando como abogado, pero mucho más tarde que él y de una manera más discreta. Da la impresión de que Dickens alaba el denuedo limpio, lento y constante en perjuicio del pelotazo y las malas tretas; pero a ningún lector atento se le pasará por alto que la gran diferencia entre ambos antagonistas es que Traddles puede permitirse el lujo de ser honrado y basar su carrera en el esfuerzo, mientras que la única vía con la que cuenta Heep para salir del arroyo implica violar las normas.

Cuando el coche se detuvo a la puerta, miré hacia la casa y vi una figura cadavérica que se asomó un momento a una ventana de una torrecilla en uno de los ángulos y después desapareció. El pequeño arco de la puerta se abrió entonces, presentándose ante nosotros el mismo rostro. Era completamente un cadáver, como ya me había parecido en la ventana, aunque su rostro estaba cubierto de esas manchas que se ven a menudo en el cutis de los pelirrojos y, en efecto, el personaje era pelirrojo. Debía de tener unos quince años, me pareció; pero aparentaba ser mucho mayor. Llevaba los cabellos cortados al rape; no tenía cejas ni pestañas; los ojos eran de un rojo pardo, tan desguarnecidos, tan desnudos, que yo no me explicaba cómo podrían dormir tan descubiertos. Era cargado de hombros, huesudo y anguloso. Vestía, con decencia, de negro, con una corbata blanca, con el traje abrochado hasta el cuello, y unas manos tan largas y tan delgadas, una verdadera mano de esqueleto, que atraía mi atención, mientras de pie, delante del caballo, se acariciaba la barbilla y nos miraba. —¿Está en casa míster Wickfield, Uriah Heep? —dijo mi tía.

—Sí, míster Wickfield está en casa, señora. Si quiere usted tomarse la molestia de pasar —dijo, señalando con su mano descarnada la habitación que quería designarnos.

Bajamos del coche, dejando a Uriah Heep cuidando del caballo, y entramos en un salón un poco bajo, de forma alargada, que daba a la calle. Por las ventanas vi a Uriah Heep que soplaba en los ollares al caballo y después le cubría precipitadamente con su mano, como si le hubiera hecho un maleficio.

Quizá por sus juicios sobre actitudes como las de Uriah Heep, es frecuente ver la figura de Dickens calificada ―o incluso denostada― como moralista; pero yo no estoy en absoluto de acuerdo con esa conclusión, al menos no en el sentido que se le suele dar. Como todos los seres humanos, Dickens tenía su propia moral, y como todos los artistas dejaba que ésta se proyectara en su obra. Sin embargo, de ningún modo puede afirmarse que coincidiera con la idea victoriana de que cada cual acaba teniendo lo que se merece. Para Dickens, la mayor parte de las desgracias no le atacan a uno por haber sido malo, sino por haber sido estúpido; el resto responden a la mala idea de otros o al mero infortunio. De este modo, no se puede decir que haya una verdadera crítica social en “David Copperfield”, sino una crítica de carácter individual, centrada en ciertos rasgos de la personalidad que pueden aparecer en sujetos de toda condición. La sociedad británica se nos presenta tan clara como si estuviésemos viendo un reportaje informativo; pero no es atacada en ningún sentido: es nuestra perspectiva actual la que nos hace encontrar defectos o virtudes en lo que en aquel tiempo no era más que lo habitual.

Sólo hubo una nube en nuestra alegría: un momento antes de retirarme miss Mills aludió por casualidad al día siguiente por la mañana, y yo tuve la desgracia de decir que tenía que trabajar y que me levantaba a las cinco. No sé si Dora pensó que era sereno en algún establecimiento particular; pero aquella noticia causó una gran impresión en su espíritu, y dejó de tocar y de cantar.
Todavía pensaba en ello cuando le dije adiós, y me dijo con su aire mimoso, como podía habérselo dicho, según me pareció, a su muñeca.
―¡Malo! No te levantes a las cinco; eso no tiene sentido común.
―Tengo que trabajar, querida.
―Pues no trabajes; ¿para qué?
Era imposible decir de otra manera queriendo a aquel lindo rostro, sorprendido, que había que trabajar para vivir.
―¡Oh, qué ridiculez! ―exclamó Dora.
―¿Y cómo viviremos si no, Dora?
―¡Cómo! ¡No importa cómo! ―dijo Dora.
Estaba convencida de que había solucionado la cuestión y me dio un beso de triunfo, que brotaba tan espontáneamente de su corazón inocente, que por todo el oro del mundo no hubiera querido discutirle la respuesta, pues la amaba y continuaba amándola con toda mi alma, con todas mis fuerzas.
Pero al mismo tiempo que trabajaba mucho, que batía el hierro mientras estaba caliente, aquello no me impedía que a veces, por la noche, cuando me encontraba frente a mi tía reflexionando en el susto que había dado a Dora, me preguntase qué haría para pasar a través del bosque de las dificultades con una guitarra en la mano; y a fuerza de pensar en ello me parecía que mis cabellos se volvían blancos.

No se puede decir que Dickens escribiera dos libros iguales; pero, aún así, “David Copperfield” constituye una cierta rareza dentro de su creación. La novela presenta dos partes claramente diferenciadas, en cada una de las cuales hallamos a un Dickens distinto. La primera parte, que abarca la niñez y la pubertad de David, es fundamentalmente descriptiva y contemplativa. Nos otorga las pistas necesarias para conocer por qué el carácter del protagonista se va forjando poco a poco como lo hace y se nos van situando a los actores que protagonizarán el complicado complejo de tramas que se desarrollará más tarde. Así, una vez asentadas las bases, arrancará la labor narrativa tan perfeccionada que hizo de su autor uno de los máximos exponentes del realismo internacional.

Copperfield“David Copperfield” no representa la lucha por la vida, sino la lucha contra la vida; y no desde un punto de vista pesimista, ni mucho menos, ni tampoco resignado. Se trata simplemente de una aceptación deportiva de las reglas del juego. Lo que en realidad hace atrayentes a los personajes de Dickens es que son idénticos al lector; quizá más cultos o inteligentes, o puede que todo lo contrario, pero igualmente expuestos a la alegría y a la tragedia, así como a sencillos sinsabores e ilusiones tontas. Puede que las vivencias de Copperfield nos resulten desgraciadas en su conjunto; pero fijémonos en nosotros mismos por un momento: ¿acaso no nos cuesta cada vez más encontrar algo sobre lo que decir “esto no me puede pasar a mí”? La probabilidad de ser objeto de la desdicha, claro está, aumenta cuanto más tiempo caminamos por este mundo repleto de trampas y peligros; pero tarde o temprano todos nos vemos golpeados por el dolor. ¿Es éste un planteamiento pesimista? No, es simplemente contar las cosas como son. De cómo sepamos asumirlo dependerá nuestro grado de optimismo y nuestras posibilidades de volver un día la vista atrás y decir “en el fondo, he sido razonablemente feliz”.

Fue después del desayuno. Acabábamos de subir del recreo cuando míster Sharp apareció y me dijo:
―David Copperfield, le están esperando en el salón.
Pensé en algún regalo de Peggotty, y se me iluminó la cara al oír esta orden. Al salir de la clase, algunos de los chicos me dijeron que no les olvidase para las golosinas. Y salí de mi sitio presuroso.
―No se apresure, Davy me dijo míster Sharp . Tiene tiempo de sobra; no corra usted, hijo mío.
Si lo hubiese pensado me habría sorprendido su tono cariñoso. Pero no me di cuenta hasta mucho después. Me dirigí corriendo al salón. Encontré a míster Creakle sentado ante su desayuno, con el bastón y un periódico en la mano, y a mistress Creakle con una carta abierta. Pero carta de envío no había ninguna.
―David Copperfield me dijo mistress Creakle, llevándome a un sofá y sentándose a mi lado : tengo que hablarle de algo muy personal; he de darle una noticia, hijo mío.
Míster Creakle, a quien miré, como era natural, bajó la cabeza y ahogó un suspiro con un enorme pedazo de pan untado de manteca.
―Eres demasiado pequeño para saber cómo cambian las cosas todos los días, Davy ―me dijo mistress Creakle― y cómo aparecen y se van los seres. Pero todos tenemos que aprenderlo, hijo mío: algunos, de muy jóvenes; otros, cuando son viejos, y otros, a todas horas.
La miré gravemente.
―Cuando volviste aquí, después de las vacaciones ―continuó mistress Creakle, después de un momento de silencio―, ¿todos los de tu casa estaban bien? ―y después de otra pausa―: ¿Tu madre estaba bien?
Sin saber por qué temblé y continué mirándola gravemente, sin fuerzas para contestar nada.
―Porque ―continuó― siento mucho tenerte que decir que he recibido noticias en las que se me informa que ahora está bastante mala.
Una especie de niebla se levantó entre mistress Creakle y yo, y su figura se movió en ella un momento. Después sentí que lágrimas ardientes corrían por mi rostro, y volví a verla bien.
―Está enferma de mucha gravedad ―añadió.
Ya lo sabía todo.
―Ha muerto.
No era necesario decírmelo. Ya había lanzado un grito, y me sentía huérfano en el mundo vacío. 

Un pensamiento en ““David Copperfield”, de Charles Dickens (1849-1850).

  1. Me ha impresionado tu artículo. Muy bien documentado, con unos fragmentos de la obra muy significativos y además me ha resultado interesante la lectura. Felicidades. Me ha gustado mucho la imagen del patriarca leyendo en voz alta y me imagino al escritor intentando evitar temas polémicos.

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