MÚSICA

Concierto para piano y orquesta nº 1 en si bemol, opus 23, de Piotr Illich Tchaikovski (1875)

Tchaikovski según Nikolai Kuznetsov, 1893.

Tchaikovski según Nikolai Kuznetsov, 1893.

La historia del arte está repleta de personalidades que transgredieron los límites de la sensibilidad exacerbada para caer en lo patológico, y en cierto modo nos parece perfectamente natural que así sea. Quizá nunca sabremos si el talento artístico va a unido a este tipo de manifestaciones psicológicas o si, por el contrario, se trata de que quien las sufre tiende a buscar refugio en la expresión artística. Sea como sea, el caso de Tchaikovski probablemente constituya uno de los ejemplos más paradigmáticos de este fenómeno. Debido a los esfuerzos que llevaron a cabo las autoridades tanto de la Rusia zarista como de la soviética para ocultarlos, aún hoy siguen descubriéndose datos nuevos sobre su vida y su muerte que ponen los pelos de punta. A ninguno de los dos gobiernos les interesaba que se hiciera público que una de sus mayores glorias nacionales había sido un homosexual afeminado y reprimido, ni mucho menos que había acabado sutilmente asesinado por esas mismas autoridades ―sí, como veremos, es posible asesinar con sutileza―. Incluso los retratos pictóricos de los que fue protagonista en vida nos presentan un semblante enérgico que, como puede entreverse en algunas fotografías, no se correspondía en absoluto con su verdadera apariencia y sí con el ideal paneslavista de machote al que aún hoy es tan devoto el nacionalismo ruso.

Tchaikovski nació el 7 de mayo de de 1840 (25 de abril según el antiguo calendario ruso) en la pequeña ciudad de Votkinsk, incardinada en los Urales. Su padre era un ingeniero militar ya maduro que había contraído segundas nupcias con la madre de Piotr, poco más que una adolescente. No se puede decir que pertenecieran a la élite burguesa del Imperio, pero gozaban de una posición más bien desahogada, lo cual no era poco para vivir en provincias. La madre era de ascendencia francesa y alemana y poseía ciertos conocimientos musicales, por lo que se convirtió en la primera profesora de piano de su hijo cuando éste tan sólo contaba con cinco años. Quizá fuesen estas raíces culturales las que mantuvieron a Tchaikovski en una posición de equidistancia entre las corrientes étnicas dominantes en la música rusa de su tiempo y el romanticismo, ya tardío, de la Europa occidental. Fue un niño muy tímido y débil ―en su familia se le apodaba “plantita de interior”― que mostraba auténtica adoración por su madre, así como una dependencia absoluta de su protección. De hecho, con las posibles excepciones de su hermana Sasha y de Fanny, su joven institutriz suiza ―una mujer también muy sensible que estimuló en su pupilo la pasión por la poesía―, su madre debió de ser la única persona ante la que Tchaikovski se atrevía a expresarse con naturalidad. Desgraciadamente, la perdió a los catorce años por culpa de una epidemia de cólera, y el golpe fue tan duro que puede decirse que, sin vivir una verdadera adolescencia, pasó directamente de su niñez prolongada a una madurez anticipada. A este tránsito tan abrupto también contribuyó el empeño de su padre en procurarle una carrera seria desde el principio, de modo que con apenas once años fue enviado a la Escuela de Jurisprudencia de San Petersburgo, que más que una facultad de Derecho consistía en una cantera de funcionarios medios. Acabó sus estudios con diecinueve años e inmediatamente fue colocado con enchufe en un ministerio, donde se amargó todo lo que quiso hasta 1862, cuando tomó la decisión de emplear parte de sus ingresos en matricularse en el Conservatorio, que acababa de ser fundado por Anton Rubinstein, en parte como reacción académica y cosmopolita a la fiebre autodidacta y nacionalista que prácticamente monopolizaba la escena artística rusa.

Tchaikovski en sus tiempos de estudiante.

Tchaikovski en sus tiempos de estudiante.

La punta de lanza de este nacionalismo la constituía el grupo comúnmente conocido como “Los Cinco” en los países de habla hispana ―Cui, Balakirev, Rimski-Kórsakov, Borodín y Mussorgski―, y que realmente se denominaba Mogúchaia kuchka (Могучая кучка), algo así como “grupito poderoso”. La decidida apuesta de Tchaikovski por la formación académica ―llegó a ser profesor en el Conservatorio de Moscú― supone uno de los grandes motivos de fricción en su relación con Los Cinco, que si bien nunca derivó hacia una enemistad patente ―su talento fue elogiado por Cui en su ensayo “La música en Rusia” (1880), aunque no se mostró tan entusiasmado en cuanto a la utilización que hacía de él―, sí que generó un ambiente perpetuo de tirantez latente que no le benefició en absoluto. Así, su primera obra en ser estrenada, el poema sinfónico “Fatum” (1868), fue despedazada por la crítica de los periódicos eslavistas de manera insultante y despiadada. El disgusto fue tan mayúsculo que estuvo a punto de costarle al vulnerable Tchaikovski su adiós a la música ―por suerte para la posteridad, finalmente se contentó con destruir la partitura, que se consiguió recomponer pocos años después de su muerte―.

De una manera algo irreflexiva, Tchaikovski abandonó muy pronto su puesto como funcionario para dedicarse exclusivamente a la composición, y seguramente se habría arruinado de no aparecer en su vida la misteriosa Nadezhda F. von Meck, que en diciembre de 1876 le escribió la primera carta de la que se convertiría en una relación epistolar de trece años de duración. En realidad, la joven viuda rica von Meck tan sólo resultaba misteriosa para el propio Tchaikovski, puesto que se ofreció a ser su mecenas con la condición de que jamás se conocieran en persona. No obstante, era alguien que gozaba de cierta notoriedad en el mundillo cultural europeo y que, entre otros, también tuvo el honor de patrocinar a Debussy. A ella le dedicó Tchaikovski su Sinfonía nº 4 (1878), y gracias a la abundante correspondencia que mantuvieron conocemos gran parte de la personalidad del músico.

Pero si hay algo que marco definitivamente la vida de Tchaikovski, ese algo fue su homosexualidad, su “vicio” o su “problema”, como solía denominarlo en sus cartas a von Meck. Trató de reprimir sus impulsos por todos los medios posibles, incluso llegó a casarse con una admiradora algo loca ―matrimonio no consumado, por supuesto, y cuyos únicos tres meses de duración se le hicieron tan insoportable que le condujeron a una tentativa de suicidio―. Debemos tener en cuenta que su “problema” no sólo presentaba aspectos morales, sino que en la Rusia zarista la pena por el delito de sodomía era la pérdida del estatus civil, es decir: convertirse en un siervo; y todo ello tras una estancia en la paradisíaca Siberia.

A causa de sus viajes a Occidente, donde existía una pizca más de tolerancia, y a que llegó a creerse protegido por su fama mundial, durante un crucero por el Mar Negro tuvo la trágica ocurrencia de ponerse a tontear con un joven que, además de heterosexual, resultó ser el sobrino de un miembro importante de la corte del zar Alejandro III, que recibió la denuncia personalmente. Puesto entre la espada y la pared, el soberano decidió lavarse las manos y depositar tan incómodo asunto en manos de su secretario personal, que además ostentaba la cabeza de la fiscalía. Este hombre sabía que juzgar a Tchaikovski no iba a sentarle nada bien a sus aliados franceses; pero, por otra parte, tenía al compositor entre ceja y ceja. La casualidad desgraciada quiso que hubiera coincidido con él como compañero de estudios en la Escuela de Jurisprudencia, donde le había cogido toda la manía que uno se pueda imaginar. Su solución al caso no pudo ser más expeditiva: bajo la excusa de considerar humillada a la Escuela, el 6 de noviembre de 1893 convocó un tribunal de honor secreto al que Tchaikovski acudió tan sólo para ser condenado a la muerte de Sócrates. Impresionado, desesperado y harto de todo, el músico regresó a su casa y se envenenó sin pensárselo dos veces. Dos días más tarde, cuando las fastuosas exequias ya estaban preparadas, la policía del zar irrumpió en su vivienda para certificar la muerte y recoger el cadáver. La versión oficial fue que había muerto de cólera, y aunque siempre existieron dudas y sospechas al respecto, la verdad no quedó demostrada hasta después de la caída de la URSS. Aún hoy sigue siendo un asunto tabú en Rusia, e incluso existe quien se atreve a negar categóricamente el asesinato por culpa de posiciones políticas mal entendidas.

Su Concierto para piano y orquesta nº 1 quizá no sea la mejor composición de Tchaikovski, ni la más representativa de su estilo ni tampoco la más famosa; pero sí que es fruto del periodo de mayor plenitud y de algo parecido a la felicidad que pudo disfrutar en su vida, de modo que a través de él podemos intuir cómo habría sido el conjunto de su obra de no haber estado teñida por la niebla del fatalismo. Por supuesto que las circunstancias vitales de un artista devienen consustanciales a su creación ―y, como puede comprobarse fácilmente, yo soy el primer defensor de esa máxima―; pero en el caso de Tchaikovski nos encontramos con una exageración de patetismo que ha llegado a ser definida como una verdadera fuente de placer sensual para él. Parece ser que, ya desde que siendo niño Fanny le narrara la vida de Juana de Arco, halló una especie de solaz en regocijarse en el pesimismo y la melancolía. La denominación de su primera composición, “Fatum” ―“destino”, tanto en latín como en las lenguas eslavas―, no deja lugar a dudas acerca de sus obsesiones, de modo que esa cadencia hacia lo gris no siempre era del todo sincera, sino que en ocasiones suponía una especie de afianzamiento de su propia imagen o de la imagen que deseaba transmitir. Por ello, probablemente sea en este Concierto donde con más franqueza se nos muestre el verdadero Tchaikovski; depresivo y tristón por naturaleza, sí; pero no por ello desesperado ni mortecino.

Existen tres versiones de esta pieza. La primera fue escrita en 1874, cuando el compositor tenía treinta y cuatro años y comenzaba a disfrutar realmente del éxito. Gracias al patrocinio de von Meck y a sus propios honorarios, gozaba de algo más que de seguridad económica, y sus crisis de pánico y periodos depresivos, hasta entonces frecuentes, parecían estar dándole una tregua sólida. No obstante, la finalización de este Concierto supone un punto de inflexión en esta tendencia, y lo hace por un hecho que manifiesta bien a las claras a qué nos referimos cuando hablamos de la debilidad de Tchaikovski: la obra no le gustó a su mejor amigo. Bien es cierto que su mejor amigo no era cualquiera, sino Nikolai Rubinstein, el hermano de Anton y, por lo que se cuenta, uno de los mejores pianistas de la historia. El día de Navidad, antes de acudir juntos a una fiesta, Tchaikovski tocó para él su concierto y, según relata él mismo en su diario, Rubinstein no sólo quedó bastante decepcionado, sino que presentó todo tipo de enmiendas trufadas de esa inevitable agresividad visceral que sólo se emplea con quien realmente se quiere:

Me repitió una y otra vez que mi concierto era imposible de tocar, y apuntó varias partes que deberían ser completamente reescritas. También me dijo que solo tendría el honor de tocar mi pieza si rehacía el concierto según sus exigencias inmediatamente. Me quedé estupefacto y muy afligido al contemplar su escena. Ya no soy ningún crío inexperto tratando de sacar adelante sus primeras tentativas de componer algo: no tengo necesidad de enseñanzas de nadie, y mucho menos si me las dan con ese tono seco y agresivo. No cambiaré ni una sola nota, le repliqué.

En realidad, lo que verdaderamente le dolió a Tchaikovski no fue el rechazo, sino la desilusión, porque ese concierto era el regalo de Navidad con el que pensaba honrar a Rubinstein. Finalmente, imagino que movido por la rabia, se lo dedicó al barón Hans von Bülow, ferviente admirador suyo, que lo estrenó en Boston con bastante éxito. Quizá porque realmente cambió de opinión, quizá porque no entendía los motivos por los que sus críticas habían herido tanto al compositor, Rubinstein pasó pronto a suplicarle que le permitiera tocar su concierto. Tchaikovski se negó en repetidas ocasiones mientras fue presa del rencor, pero no sólo acabó accediendo, sino que incluso llegó a modificar algunas partes en señal de amistad. Quince años más tarde, y siete después de la muerte de su amigo, revisaría su concierto por completo, siguiendo casi todas esas agrias enseñanzas del día de Navidad.

A pesar de ser un concierto, el opus 23 de Tchaikovski contiene tal componente orquestal que, salvo por su estructura de tres movimientos, casi es posible equipararlo a una sinfonía. La orquesta no se limita a acompañar al solista, sino que en algunos pasajes desarrolla sus propios motivos por separado en una especie de diálogo, o incluso de duelo, con el piano. Como prácticamente todas las piezas concertantes que han llegado a hacerse populares, el Concierto nº 1 ha recibido todo tipo de críticas y ataques por parte del clasicismo más académico, que encuentra varias incoherencias y errores de lógica compositiva, si bien es cierto que se trata de una tacha de la que creo que tan sólo Haydn, el clásico por excelencia, ha conseguido mantenerse a salvo en toda la historia.

El primer movimiento, Allegro non troppo e molto maestoso-Allegro con spirito, se abre con una explosión de metales que da pie a las cuerdas para que, guiadas por los acordes del piano, presenten el que en teoría debería ir a ser el tema principal del concierto. Finalizada esta presentación, unos compases de pizzicato dan la entrada al piano solista para que desarrolle la melodía con el acompañamiento rítmico de la orquesta. Esta introducción, bastante larga para los usos, es sin duda la parte más conocida de la obra, hasta el punto de que, tal y como ocurre con el poema sinfónico “Así habló Zaratustra” (Richard Strauss, 1896), ha llegado a colapsar al resto del concierto en la memoria popular. Se cuenta que Tchaikovski se basó en una canción que escuchó a unos músicos callejeros en un pueblo cercano a Kiev; pero no existen documentos fidedignos que recojan tal hecho, y parece que nadie ha conseguido identificar inequívocamente esa tonada. En cualquier caso, sí que han sido detectados guiños a otras melodías propias del folklore ucraniano. Como curiosidad, fue el tema que eligió Orson Welles el 30 de octubre de 1938 para finalizar su emisión radiada de “La guerra de los mundos” (H. G. Wells, 1898) y detener así el mayor episodio de psicosis colectiva de la historia.

Estructurado internamente como una sonata, el movimiento presenta cuatro partes diferenciadas. El tema de la introducción, sorprendentemente, no volverá a repetirse como tal en toda la obra; sin embargo, una audición muy atenta permite descubrir que contiene las bases de todas las líneas melódicas que se desarrollarán a partir de entonces. Las tres partes restantes juegan con dos temas bien diferenciados, el primero propio del nacionalismo ruso y decididamente romántico el segundo. Aun con las modificaciones propuestas por Rubinstein, ésta es la parte del Concierto más difícil de ejecutar para el solista, puesto que requiere de una concentración extraordinaria para combinar sus complicadísimos arreglos sin perder la atención sobre las evoluciones de la orquesta.

En esta ocasión, la grabación ha sido elegida en función del solista, Sviatoslav Richter, que aparece respaldado por la Sinfónica de Viena, bajo la batuta de Herbert von Karajan. Fue grabada en estudio para la Deutsche Grammophon a finales de 1959 y, como se verá, su calidad de sonido es excelente.

Andantino semplice-Prestissimo, el segundo movimiento es mucho más corto que su predecesor y funciona como una especie de scherzo del concierto. Probablemente se trate del momento indicado para apreciar hasta dónde podía llegar la sensibilidad y delicadeza características de Tchaikovski. Aquí ya no encontramos esa especie de desafío entre el piano y el resto de la orquesta, sino que a los desarrollos del instrumento principal se le van uniendo sucesivamente los de otros solistas o de secciones enteras, que irán apareciendo con brevedad a lo largo de todo el movimiento.

El pasaje incluye variaciones sobre la melodía de una tonada francesa anónima titulada “Il faut s’amuser, danser et rire” (“Hay que divertirse, bailar y reír”) —que, por cierto, es una de las canciones con las que el infantil personaje de Dora, acompañado por una guitarra, pretende solucionar los problemas cotidianos en “David Copperfield” (Charles Dickens, 1849-1850)—. El tema formaba parte del repertorio habitual de la soprano belga Désirée Artôt, con la que Tchaikovski estaba empeñado en casarse por aquellas fechas para forzar un “remedio” a su condición de homosexual. Por suerte para ambos, la Artôt finalmente eligió como cónyuge a Mariano Padilla y Ramos, barítono español y el ruso se quedó sin medicina. Hay quien sugiere que la combinación de las notas de este pasaje, en su denominación alemana, encierra un mensaje de amor para Artôt, tal y como solía ser relativamente frecuente en algunas composiciones del Renacimiento italiano y español. Sin embargo, además de resultar difícil tanto de explicar como de entender, el razonamiento da la impresión de estar algo cogido por los pelos. Lo que sí que parece claro es que el final del movimiento, con una vuelta a la melancolía del inicio después del mensaje festivo francés, supone un símbolo del desarrollo desafortunado del cortejo de Tchaikovski a Artôt.

En el tercer movimiento, Allegro con fouco, Tchaikovski reivindica claramente su carácter ruso mediante temas basados en el folklore de su patria: el hecho de que su formación hubiese sido cosmopolita no quería decir que no se sintiera orgulloso de sus orígenes. En realidad, más que una declaración voluntaria y espontánea, se trata de una especie de concesión o demostración dirigida a los que le criticaban por su lejanía del nacionalismo musical. Tchaikovski, no obstante, no pudo evitar la tentación de incluir un último motivo de claro corte romántico justo antes de la coda, una última prueba de destreza tanto o más complicada de superar que las planteadas en el primer movimiento. Si, por algún motivo personal, desea usted conocer la verdadera valía de un determinado pianista, rétele a interpretar este Concierto.



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Por supuesto, existen otras muchas buenas interpretaciones; pero casi todas están descatalogadas. Por si a alguien le apetece ponerse a investigar tras ellas, goza de especial prestigio la grabada en 1943 por Arturo Toscanini al frente de la Sinfónica NBC con Vladimir Horowitz al piano.



2 pensamientos en “Concierto para piano y orquesta nº 1 en si bemol, opus 23, de Piotr Illich Tchaikovski (1875)

  1. Cuando era muy niña mi madre me llevaba, una vez por semana, a ver cine argentino. Lo que me quedó grabado a fuego fue la música de las mismas. Pasé años hasta que descubrí que una de esas piezas musicales era el Concierto para piano y orquesta nº 1 del genial Tchaikovski. ¡Muchas gracias por la excelente sobre nota sobre este extraordinario compositor! Saludos desde Mar del Plata, Argentina

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