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“Sleepwalkers” (“Sonámbulos”), de Doug Aitken (2007).

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Aunque no parece que le hayan servido para difundir su nombre entre el gran público, las exhibiciones de “Sleepwalkers” que se llevaron a cabo en el MoMA entre el 16 de enero y el 12 de febrero de 2007 marcaron un antes y un después en la carrera de Doug Aitken. No sólo le terminaron de situar en la primera línea mundial del arte contemporáneo, sino que supusieron la consecución práctica del las teorías que, a través de veintiséis entrevistas con artistas de la talla de Robert Altman, Richard Prince o Werner Herzog, expuso en su libro “Broken Screen: Expanding the Image, Breaking the Narrative” (“Pantalla rota: Expandir la imagen, quebrar la narrativa”, 2006), que ya está considerado por muchos como el primer verdadero manifiesto artístico del siglo XXI. “Sleepwalkers” es una instalación multimedia compuesta por siete proyecciones simultáneas sobre elementos arquitectónicos, condiciones que determinan sus dos principales características: resulta imposible aislarla del espacio circundante y, dependiendo de dónde esté situado y a qué pantalla dirija su atención en cada momento, cada espectador recibirá una versión distinta e incompleta de la obra ―tal y como nos ocurre en la vida real con todo lo que sucede a nuestro alrededor―.

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Como puede suponerse, Doug Aitken es mucho más joven que la mayor parte de los artistas que suelen pasearse por estas líneas. Nació en 1968 ―nunca ha revelado la fecha exacta― en Redondo Beach: una especie de cruce entre ciudad dormitorio y sitio vacacional situado en el condado de Los Ángeles, California. Con 29 años ―esta vez no estamos hablando de un niño prodigio, desde luego― se graduó en Bellas Artes por el Art Center College of Design de Pasadena, una institución muy prestigiosa, pero más dedicada al diseño gráfico e industrial que a las artes plásticas. A la vez que iba acumulando trabajos fotográficos y escultóricos como aficionado, a principios de los años 90 comenzó a ganarse la vida realizando vídeos musicales para grupos y solistas de segunda fila, cuyos resultados muy pronto llamaron la atención de figuras más relevantes, como Gigolo Aunts, Fatboy Slim, Fun Lovin’ Criminals, Interpol, The Prodigy, Iggy Pop o ZZ Top. Con clientes como éstos, no le costó mucho alcanzar la suficiente tranquilidad económica como para empezar a experimentar con el videoarte y a diseñar instalaciones que solían ser adquiridas por galerías cada vez más importantes. En estas primeras obras multimedia ya se percibe esa obsesión imposible, tan frecuente en el arte y tan frustrante en el devenir cotidiano, por aprehender el tiempo y el espacio. El punto culminante de esta etapa de su carrera, en cierto modo todavía formativa, llegó en la Bienal de Venecia de 1999, cuando se alzó con el León de Oro por “Electric Earth”, una angustiosa y algo crispante videoinstalación de interiores en la que comienza a explorar las posibilidades de simultanear diversas pantallas.

aitkenDesde entonces, su estilo ha ido evolucionando hacia formatos tan amplios que ha tenido que abandonar las salas de los museos para proyectarse sobre sus fachadas. En este aspecto, nadie ha profundizado tanto como él en el desarrollo del concepto de “imagen expandida” propuesto por Gene Youngblood a finales de los años 60, y en el que, con mayor o menor sustento, se basa la práctica totalidad del videoarte actual. Aunque abandonando por completo todo el emperifollo pseudopolítico en el que la envolvió su creador, Aitken también parte de la concepción estética de Youngblood para llevarla hasta lo que él mismo denomina “la destrucción de la narrativa lineal en las artes visuales”. No obstante, su expresión artística también se apoya en un segundo pilar al que no suele otorgar demasiada relevancia en sus declaraciones, pero que constituye uno de sus rasgos más personales y, sin duda, el que más le relaciona con la escultura contemporánea: la conquista del espacio circundante. Como podremos apreciar en el vídeo colgado al final de este artículo ―editado y difundido por el propio MoMA―, la única manera de exponer “Sleepwalkers” de una manera más o menos completa es integrando lo que sucede a su alrededor, que no es sino el movimiento habitual de la ciudad. De este modo, a pesar de que la filmación esté registrada en un soporte tangible, cada una de sus proyecciones deviene en una obra efímera independiente a medio camino entre la performance y el videoarte propiamente dicho. En las propias palabras del autor:

¿Qué significaría para una obra de arte estar en un estado de constante cambio y evolución? Significaría la imposibilidad de repetirse. Nunca veríamos una obra o la experimentaríamos de la misma manera. ¿Qué pasaría entonces si una obra creciese y evolucionase con su propio ciclo vital como si fuese un individuo? Es posible que podamos liberar al arte de la forma tan limitada en la que actualmente se ve.

Tendemos a recordar nuestro día a día como si se tratara de una película o de una novela; sin embargo, este proceso no deja de ser un ejercicio de simplificación extrema ―necesaria, por otra parte― que impide que seamos conscientes de que estamos condicionados por una percepción muy limitada y fragmentada hasta partes infinitesimales. El anhelo irrealizable de captar la realidad tal y como es ―caótica― y no como nos la contamos a nosotros mismos ―bien colocadita― ha torturado a diversos artistas a lo largo de la historia. Cineastas como Mankiewicz o Tarantino han tratado de aproximarse a ese logro jugando con la estructura de sus guiones, así como escritores como Faulkner o Fitzgerald se han esforzado por conseguirlo aplicando diversos focos narrativos a sus novelas. Pero tanto en un caso como en el otro, la esencia natural de sus obras es el tracto sucesivo: por mucho que se introduzcan flashbacks o visiones alternativas de los mismos hechos, éstas nunca conseguirán ser simultáneas, pues inevitablemente habrá que visionar o leer una detrás de otra, y siempre, además, en el orden elegido por el autor ―u órdenes, como en “Rayuela”, de Julio Cortázar (1963)―. Otras tentativas, incluso más limitadas por la propia naturaleza de su disciplina artística, fueron llevadas a cabo por practicantes de estilos pictóricos como el futurismo o el cubismo, que en realidad se acabaron contentando con crear una simple ilusión de movimiento o con facilitar una visión multifocal de los objetos que, en el fondo, no constituía más que una deformación del plano. Quizá haya sido en la escultura donde más lejos se haya llegado en este aspecto: una obra como el “Apolo y Dafne” (1622-1625) de Bernini permite al espectador asistir a la transformación de Dafne en laurel ―y viceversa, aunque esto no tiene mucho sentido hacerlo― tan sólo con moverse alrededor de ella; pero una vez más nos encontramos en una única dimensión temporal sucesiva, nunca con varios sucesos simultáneos.

aitken 1Evidentemente, Aitken tampoco consigue lo imposible, pero sí que llega a construir una especie de maqueta de la realidad narrando un día en la vida de cinco individuos desde siete puntos de vista distintos y sincrónicos. Las diferentes escenas de las jornadas de sus protagonistas se van combinando entre ellas, saltando de una pantalla a otra sin ningún orden previsible. A pesar de esta complejidad, nadie va a marearse presenciando las instalaciones de Aitken, cuya faceta de cineasta resulta plenamente palpable tanto en sus enfoques y encuadres como en su dinámica de sucesión de planos, perfectamente equilibrada desde el punto de vista narrativo. Quizá en este esfuerzo por ponerse en el lugar del espectador, enviándole mensajes estructurados y comprensibles ―“Tal vez podamos eliminar […] la distancia de seguridad entre el espectador y la obra para así crear una conexión directa entre ambos”― y sin caer en la mera exhibición de filigranas técnicas o en el ansia vacua por epatar al público, reside la gran marca de diferencia entre Aitken y el grueso de los videocreadores actuales ―lo que lleva a una buena parte de la crítica a encuadrar su arte más bien dentro del cine experimental, algo erróneo a mi entender, puesto que supone fijarse exclusivamente en el material videofonográfico, olvidando que éste precisa de su instalación e integración en el entorno arquitectónico para adquirir pleno sentido―.

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Otra característica de “Sleepwalkers” que lo aleja de lo que suele resultar común en el videoarte es el hecho de que su autor haya contado con caras relativamente conocidas para dar vida a sus personajes. Entre todas ellas, la mayoría de los espectadores reconocerá enseguida el rostro carismático de Donald Sutherland, y quizá una minoría de aficionados a la música el de la cantautora Chan Marshall, más conocida como Cat Power. Junto a ellos, aparecen tres figuras de la escena underground, nunca mejor dicho en el caso de Ryan Donowho, que se hizo famoso como músico callejero en el metro de Nueva York. Las otros dos son el actor y compositor brasileño Seu Jorge y la polifacética Tilda Swinton, ganadora del Oscar a la mejor actriz de reparto por “Michael Clayton” (Tony Gilroy, 2007).

aitken 4La obra fue directamente encargada por el MoMA, por lo que, aunque nada impida proyectarla en otro espacio, está optimizada para “expandirse” sobre los muros del propio museo. En este aspecto, creo que es importante señalar que al hablar de expansión de la imagen no nos estamos refiriendo exclusivamente a la superficie sin límites que ocupa al integrarse plenamente con el espacio circundante, sino también a la especie de salto dimensional que le aporta el sonido, que no se limita a comportarse como un mero acompañante incidental, sino que penetra en la narración con el fin de conectar directamente con el ánimo del espectador. Sobre los diferentes temas que suenan a lo largo de la proyección, entrelazados en una forma cercana a la de la rapsodia, pende cierto misterio. Se sabe que Aitken suele trabajar con diferentes músicos locales de Los Ángeles; sin embargo, parece que estas colaboraciones se limitan a la interpretación y, aunque no se ha pronunciado al respecto, todo parece indicar que él mismo ha sido el compositor de la banda sonora: en primer lugar, porque al formar ésta parte sustancial de la obra, no tendría sentido que no fuera así; y también porque no aparece ninguna referencia a la música en los títulos de crédito, lo cual indica que ya viene incluida dentro de la creación en sí.

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Plano facilitado por el MoMA en el que se indicaban los puntos de proyección.

Con respecto al mensaje expresado, resulta bastante obvio desde que conocemos el título de la obra y comenzamos a ver cómo los protagonistas se despiertan y se preparan para acudir a hacer frente a sus respectivas responsabilidades. De sus movimientos casi automáticos se desprende que no están siendo ellos mismos, sino que se limitan a hacer lo que tienen que hacer si desean sobrevivir con más o menos comodidades. Además, queda claro que tienen esa norma tan interiorizada que ni siquiera se plantean el porqué de su comportamiento. Tan sólo en algunas secuencias insertadas en la acción principal con el fin de reflejar sus vivencias interiores ―esa especie de ensoñaciones pasajeras que nos asaltan en nuestros momentos de soledad y que normalmente olvidamos instantáneamente― descubriremos cómo son en realidad esas personas cuando vuelven a la vida consciente. Al fin y al cabo, los sonámbulos como nosotros también soñamos a veces que estamos despiertos.

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