MÚSICA

Chopin, segunda parte: Amores y desamores.

chopin(Este artículo es la continuación de “Chopin, primera parte: De niño prodigio a perfecto romántico”.)

Forzado a tocar gratis para ir dándose a conocer en París, su situación económica era cada vez más desesperada. Además, las noticias que le llegaban desde Varsovia seguían siendo muy escasas, de modo que debió de tratarse de un periodo muy difícil para Chopin en todos los sentidos. Pero, por fortuna, y nunca mejor dicho, no hay manera de saber en qué dirección soplarán mañana las casualidades que trazan el rumbo de nuestras vidas:

De repente, me veo sentado al lado de embajadores, príncipes, ministros… Y ni siquiera sé cómo ha ocurrido, porque yo no he hecho nada para que ocurriera.

El exilio polaco, aunque había sido muy bien recibido en Francia, necesitaba motivos de orgullo, de modo que acogió con alegría los comentarios que hablaban maravillas de su joven compatriota. Como puede uno imaginarse, aquella colonia no estaba precisamente formada por las clases más desfavorecidas ―que ni poseían recursos para desplazarse ni percibían demasiada diferencia práctica entre el gobierno de la nobleza polaca y el de la nobleza rusa―, sino por la más alta aristocracia y por sus sirvientes. En realidad, se trató de una migración completa de toda la plana mayor civil y militar de la vieja Polonia, que atravesó Alemania entera para ir a instalarse en París. Se estima que llegaron de golpe unos 23.000 individuos: fue como trasladar la corte entera para que el sitio vacante fuese ocupado por los hombres del zar.

Concretamente, fue el príncipe Radziwill el que, tras asistir a uno de sus recitales en una fiesta privada, tomó a Chopin de su brazo y le presentó a los barones de Rothschild, a quienes cayó tan en gracia que muy pronto se vio rodeado de lujos y tocando en los salones más exclusivos. Siguió haciéndolo sin cobrar, por supuesto; pero comenzó a ganar verdaderas fortunas dando clases de piano a las damas de la alta sociedad. Debido a que hasta su aparición en escena ninguna de ellas se había mostrado especialmente interesada en aprender a tocar ningún instrumento musical, se ha especulado mucho acerca de si sus servicios incluían algo más. En este sentido, parece que el joven músico mantuvo correspondencia erótica con varias de esas mujeres ―especialmente tórrida sería la que le atribuye con la condesa Delfina Potocka―; sin embargo, los que se suponen manuscritos originales nunca han sido aportados para un análisis pericial y, en todo caso, la mayor parte de sus biógrafos se muestran escépticos ante su valía como amante, unos porque creen que no estaba físicamente capacitado tras las enfermedades sufridas durante su pubertad, otros porque sospechan que en realidad prefería a los varones. Aunque esta postura es minoritaria, lo cierto es que existen una serie de cartas a determinados amigos, indubitadamente escritas por Chopin, que incluyen expresiones algo más cariñosas de lo que hoy resultaría normal entre camaradas. Así, entre las que envió a Tytus Woyciechoswki, con quien convivió una temporada en Viena, podemos leer fragmentos como los siguientes:

Lo quieres y lo tendrás [un retrato suyo], y nadie más aparte de ti, con la excepción de una sola persona… [seguramente su prometida, Maria Wodzinski, aunque es muy posible que Chopin mantuviese varias relaciones de las que no se conserve ni el más mínimo indicio] Y no antes que tú, pues tú eres a quien más quiero.

Debo confesarte que a menudo he permitido que la gente crea que es ella la causa de mi melancolía. […] Incluso si estuviera empapado en perfumes bizantinos, tú sólo me abrazarías si te obligara a ello. Pero hay fuerzas que no podemos controlar, y hoy soñarás que te abrazo. ¡Tengo que vengarme de alguna forma del terrible sueño que me diste anoche!

En realidad, se trata de frases puntuales y aisladas, y no del cariz general de sus conversaciones. Hay biógrafos que lo atribuyen a simples bromas entre amigos, mientras que otros estudiosos afirman que aquél era un lenguaje habitual entre la burguesía polaca de la época. Existe la posibilidad de que en realidad Chopin estuviese tratando de ocultar unos sentimientos que, incluso en París, podían llegar a resultar muy peligrosos de ser descubiertos; pero lo cierto es que las únicas relaciones amorosas que se le conocen, llegasen a la intensidad erótica que llegasen, fueron mantenidas con mujeres.

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«Chopin tocando en casa de los Radziwill», de Henryk Siemiradzki (1887).

Durante una gira por Alemania, alrededor de mayo de 1834, Chopin tuvo la oportunidad de entrevistarse más detenidamente con Mendelssohn en Aquisgrán, momento que ambos aprovecharon no sólo para disertar sobre música, sino para darse cuenta de que les unía una sintonía personal bastante cercana:

Fue como si se hubiesen encontrado un cafre y un cheroqui para hablar de sus cosas ―escribió un Mendelssohn emocionado a su adorada hermana Fanny―. También tiene un nuevo nocturno encantador, del cual logré aprender buena parte de oído. Lo pasamos muy bien juntos, y me ha dado su palabra de que si me comprometo a componer una nueva sinfonía y a ejecutarla en su honor, volverá a verme durante el invierno.

La pieza a la que se refiere el compositor alemán es el Nocturno nº 2, Op. 9, probablemente una de sus composiciones más populares y, en consecuencia, también una de las más maltratadas con todo tipo de adaptaciones absurdas. Aquí podemos escucharlo interpretado por Claudio Arrau:

Fue precisamente Mendelssohn el que, un par de meses más tarde, llevó a Chopin al hogar de los Schumann en Leipzig. Como solía ser habitual, el matrimonio hizo gala de su afabilidad y hospitalidad —ver “Sinfonía nº 3 en fa mayor, Op. 90, de Johannes Brahms (1883)—, y las visitas se reprodujeron varias veces en los meses siguientes, llegando a pasar Chopin temporadas relativamente largas hospedado en su casa. En ocasiones se ha especulado con que los Schumann pudieron haberse sentido algo desairados por la repentina desaparición del polaco de sus vidas, e incluso se ha extendido la idea, completamente infundada, de que Chopin despreciaba públicamente a Schumann —todo lo contrario: siempre demostró aprecio por Robert, y de Clara decía que era la única mujer de Alemania capaz de tocar su música—. La realidad es que fue su estado de salud y las vicisitudes de su vida privada lo que motivó ese alejamiento.

Por aquellas fechas, Chopin comenzó a sufrir lo que entonces se tomaron como ataques de esa supuesta tuberculosis latente con la que llevaba conviviendo desde niño. Hoy todo apunta a que en realidad se trataba de fuertes gripes o de otras infecciones respiratorias agudas que, por algún motivo, le atacaban con tanta asiduidad como virulencia. En cualquier caso, sus constantes ausencias de la vida pública no le pasaban desapercibidas a la sociedad parisina, que murmuraba sobre ellas de tal modo que en una ocasión incluso llegó a propagarse la noticia de su muerte. Esas y otras habladurías por el estilo motivaron que la familia de Maria Wodzinski, con quien estaba prometido desde antes de partir de Varsovia, acabase anulando el compromiso. En aquel momento, y a juzgar por su reacción despreocupada, casi todo el mundo pensó que la ruptura no sólo no le había herido demasiado, sino que en el fondo había supuesto para él una especie de liberación. Sin embargo, cuando años más tarde llegó su muerte, se encontró al lado de su último lecho un paquete con las cartas de María, sobre el cual había escrito en polaco “Mis penas”. Una gran prueba de su profunda introversión, sin duda, y otro motivo más para creer que la vida privada de Chopin fue bastante más compleja de lo que hemos llegado a conocer.

Aunque ya sabemos que a Chopin le costaba componer cuando estaba deprimido, muchos estudiosos afirman que su famosísima “Marcha fúnebre”, incorporada como tercer movimiento a su Sonata para piano nº 2, Op. 35, fue compuesta en lo peor de esa crisis. Desgraciadamente, los primeros compases de la pieza se han vulgarizado tanto y han sido tan manoseados con fines cómicos o comerciales que hoy en día es necesario realizar un verdadero esfuerzo de concentración para aprehender toda su desgarradora belleza. Igualmente, se la suele considerar la esencia de lo luctuoso; y no es que se trate de una música alegre, desde luego; pero, como puede comprobarse al escuchar esta interpretación a cargo de Alfred Cortot, la consolación acaba teniendo en ella tanto o más peso que el lamento.

De esta grabación probablemente sorprendan dos cosas: su aparente mala calidad, que en realidad es extraordinaria, porque fue realizada en 1928, y el tempo acelerado que imprime a los consabidos primeros compases. Lo cierto es que sobre este asunto existe un verdadero debate de difícil resolución, porque Chopin no dejó una indicación específica al respecto. En un extremo, Cortot, que se formó con un alumno del propio compositor, opta por la viveza; en el otro, un Rubinstein que demostró poseer algo parecido a una conexión extrasensorial con el espíritu de su compatriota se decanta por aplicar un tempo extraordinariamente lento:

Parece ser que este fracaso amoroso, así como un par de actuaciones con malas críticas ―en una de los cuales cometió el error de medir la agilidad de sus dedos con la de los de Liszt―, le llevó a renunciar a los conciertos y a desentenderse mucho de la enseñanza. Este cambio tuvo como consecuencia positiva que dispuso de mucho más tiempo para dedicarse a la composición; pero a la vez empezó a comportarse de una manera algo frívola ―incluso olvidó su promesa a Mendelssohn, seguramente provocándole un buen disgusto― y nada saludable. Por supuesto, no es que se diese a las drogas y la mala vida en plan estrella del rock; pero ningún tipo de exceso le convenía demasiado.

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George Sand en 1826, según Thomas Sully.

A finales de 1836, durante una fiesta organizada precisamente por la condesa Marie D’Agoult, amante de Liszt ―en el sentido carnal―, el compositor húngaro le presentó a George Sand ―de nombre real baronesa Aurore Dudevant―. La novelista, algo mayor que Chopin y ya famosa en París por sus correrías amatorias y su antigua tendencia a vestirse de hombre ―en realidad, comenzó a hacerlo para pasar desapercibida en los círculos literarios, en los que todavía resultaba extraño encontrar mujeres; cosechando, como es obvio, justo el efecto contrario―, lo eligió como su presa de aquella noche, llegando incluso a exhalarle en la cara el humo de su cigarrillo, como no le pasó desapercibido a las crónicas sociales:

Madame G. Sand, tan morena, fría y distinguida como siempre, llevaba un vestido fantástico (que, obviamente, denotaba su intención de hacerse notar), compuesto por una falda blanca con faja carmesí y una especie de corpiño pastoril, también blanco y con botones igualmente carmesíes. El cabello oscuro, con raya en medio, le enmarcaba el rostro cayendo a ambos lados y quedaba sujeto con una cinta alrededor de su frente. A su llegada, se sentó con indiferencia en el sofá al lado de la chimenea y, exhalando con delicadeza las nubes de humo de su cigarro, contestó brevemente y con seriedad a las preguntas de los hombres sentados a su lado. Después de que Liszt y Chopin tocasen juntos una sonata al piano, éste último ofreció helados a los invitados. George Sand, que no se movió del sofá, no dejó su cigarro ni por un momento.

No era extraño que Sand coqueteara con todo artista que se cruzase, pero sí que lo era que recibiera a cambio la más fría indiferencia. Durante los meses siguientes, Sand se fue obsesionando con Chopin a medida que éste declinaba sus invitaciones o aceptaba con frialdad las menos comprometidas ―“Chopin es su genio malo, su vampiro moral, su cruz”, dejaría escrito Adam Mickiewicz―. Lo cierto es que el polaco sí que se sentía atraído por la fuerte personalidad de la escritora, pero parece que el recuerdo de Maria le mantenía reacio a cualquier tipo de acercamiento ―a pesar de que, según relataría Sand más tarde, por aquel entonces Chopin mantenía “dos relaciones triviales”, sobre cuya identidad sólo existen elucubraciones sin base documental―. No fue hasta el verano de 1838 cuando el músico finalmente se sinceró con Sand y comenzó su peculiar relación, que tras un arranque presumiblemente muy pasional ―aunque la escritora siempre habla de amistad cuando se refiere a esa primera etapa, que duraría hasta su regreso de Mallorca―, acabó derivando hacia un estilo prácticamente materno-filial —así lo califica la propia Sand—. El ambiente mundano de París se tomó su romance como el acontecimiento del año, hasta el punto de que Chopin incluso recibió desafíos a duelo por parte de alguno de los amantes más desairados de la narradora. Esta situación agobiante fue el motivo, y no la supuesta tisis de Chopin ―en aquella época se le describía como “fresco como una lechuga y con las mejillas llenas y sonrosadas”, y la novelista afirmó que “Creían que estaba tuberculoso. Gaubert lo examinó y me juró que no lo estaba”―, de que la pareja se mudase a Mallorca en lo que, en principio, iban a ser unas cortas vacaciones para que el hijo mayor de Sand, Maurice, se repusiera de unas fiebres reumáticas ―por aquel entonces, esa dolencia constituía una de las principales causas de mortalidad infantil en Europa―.

Retrato inconcluso de Chopin, por Eugène Delacroix.

Retrato inconcluso de Chopin, por Eugène Delacroix.

Mallorca tenía muy poco que ver con la isla turística que hoy conocemos. Dedicada a las labores agrarias de subsistencia y a una minería de mármol y cobre que cada vez estaba más cerca de resultar deficitaria, casi toda la población era pobre sin llegar a la miseria, y el ambiente en general no debía de diferir demasiado del que encontraron griegos, fenicios, romanos y árabes. Sand y Chopin no tardaron en darse cuenta no sólo de que allí nadie les conocía, sino de que además nadie tenía ni la más mínima intención de conocerlos. No obstante, escapar del bullicio parisino les sentó bastante bien en un principio. En su diario, George Sand refería lo siguiente a las pocas semanas de haber llegado, y no lo hacía de modo crítico, sino alabando el estilo de vida pausado de la isla:

Al llegar aquí, uno empieza comprando un terreno, luego construye una casa y encarga los muebles. Después, obtiene el permiso de las autoridades para vivir en algún sitio y finalmente, al cabo de cinco o seis años, empieza a abrir el equipaje y se cambia la camisa, mientras espera el permiso de aduanas para poder importar zapatos y pañuelos.

Chopin, por su parte, hablaba así de su experiencia en una carta a su editor:

Estoy en Palma, entre palmeras, cedros, cactus, olivos, granados, etcétera: todo lo que hay en los invernaderos del Jardin des Plantes. Un cielo color turquesa, un mar como lapislázuli, un aire celestial. Sol todo el día y calor; todo el mundo lleva ropas de verano, y por la noche se oyen guitarras y canciones durante horas. Hay grandes terrazas cubiertas de parras y paredes moriscas. Todo mira hacia África, como la ciudad. En resumen, ¡una vida espléndida! Hazme un favor, habla con Pleyel: el piano todavía no me ha llegado. ¿Cómo lo mandaron? Pronto recibirás algunos preludios. Seguramente me alojaré en un maravilloso monasterio, en el sitio más hermoso del mundo: mar, montañas, palmeras, un cementerio, la iglesia de un cruzado, mezquitas en ruinas, árboles viejísimos, olivos de mil años de edad. Ah, estimado amigo, aquí me siento revivir un poco. Estoy muy cerca de lo más bello que hay, y me encuentro mejor.

El piano finalmente llegó, y aún hoy permanece donde él lo colocó: en la celda que ocupó en la Real Cartuja de Valldemossa, la número 4. Aparte de algo de ropa, parece ser que el equipaje del músico se redujo a sus libros de partituras de Bach, lo cual habla bien a las claras acerca de la precipitación con la que fue preparado el viaje y del hondo calado que habían dejado en Chopin las enseñanzas de su primer maestro. En cualquier caso, a pesar de que su estado de salud no fuese el principal motivo de su desplazamiento, no cabe duda de que el ambiente balear le estaba sentando de maravilla, hasta que un repentino vendaval lo cogió de lleno durante una excursión por los acantilados y le provocó lo que hoy se cree que fue una bronquitis aguda. Todo cambió a partir de ese día. Quizá en París no lo supieran, pero el invierno también acaba llegando al Mediterráneo todos los años, y ni la humedad ni el frío, ni mucho menos los humos de las estufas de carbón que empleaban para calentarse, hicieron nada bueno por él:

Llevo dos semanas enfermo; agarré un resfriado a pesar de los 18 grados de temperatura y a pesar de las rosas, las naranjas, las palmeras, los higos y los consejos de los tres mejores médicos de la isla. Uno de ellos olió lo que yo había escupido, el segundo dio golpecitos en el sitio desde donde había escupido, y el tercero se puso a husmear y a escuchar cómo escupía. Uno dijo que estoy a punto de estirar la pata, el segundo que me estoy muriendo y el tercero que me voy a morir.

Chopin se lo tomaba a broma, pero a los mallorquines no les hizo ninguna gracia su enfermedad. De algún modo, habían conseguido informarse de quiénes eran sus peculiares visitantes y había llegado hasta ellos el rumor de que el músico estaba tísico. El diagnóstico de los doctores acabó por convencerles de que estaban alojando a un extranjero pestilente y las reacciones no se hicieron esperar. Aparte de tratarlos como si fuesen ánimas en pena, su primer arrendador les dobló la renta y les exigió una cuantiosa compensación monetaria para desinfectar su propiedad. La pareja, con los niños ―“uno de ellos enfermo; la otra insoportablemente plena de salud”―, tuvo que mudarse al monasterio antes de tiempo, con lo cual lo encontraron completamente deshabilitado: había sido expropiado por el gobierno más de dos años antes y nadie se había vuelto a molestar en poner un pie entre sus muros, unos muros de piedra que, desde luego, no constituían el mejor alojamiento para un enfermo del aparato respiratorio. Su situación comenzó a empeorar de manera drástica, hasta que llegó un momento en el que le resultaba imposible abandonar el inmueble. Sin embargo, daba la impresión de ser feliz, componiendo tranquilamente durante todo el día mientras su amante trabajaba en “Spiridión” (1839). Su amor por ella era más fuerte que nunca, y en cierto modo llegó a suponer una cierta dependencia. Por lo que refiere Sand en su diario, Chopin podía llegar a sufrir ataques de pánico cuando se quedaba solo: “Valldemossa se acabó convirtiendo para él en un lugar repleto de terrores ocultos y de fantasmas”; realmente, tenía miedo a morir:

El pobre genio era detestable como enfermo. Lo que yo había temido, aunque no demasiado, desdichadamente sucedió. Se desmoralizó del todo. Aunque era capaz de soportar el sufrimiento con bastante valor, no podía vencer los terrores de su imaginación, para él el claustro estaba poblado de fantasmas, hasta cuando se sentía bien. No decía nada, pero yo me daba cuenta. Cuando regresaba con mis hijos de mis exploraciones nocturnas por las ruinas, lo encontraba a las diez de la noche delante de su piano, pálido, con los ojos extraviados y los cabellos revueltos. Necesitaba unos minutos para reconocernos.

Enseguida hacía un esfuerzo para sonreír, y nos hacía escuchar las cosas sublimes que había compuesto, o, mejor dicho, las ideas terribles o desgarrantes que se habían apoderado de él, a pesar suyo, en esa hora de soledad, de tristeza y de terror.

(“Historia de mi vida”, George Sand, 1855)

Su Preludio en mi menor, opus 28, nº 4, fue enteramente compuesto durante su enfermedad y, adaptado al órgano, fue tocado durante su funeral. Basta escucharlo una vez para ponerse en su piel. Según Sand:

Allí compuso las más hermosas de esas piezas breves que él humildemente llamaba preludios. Son obras maestras. Algunos representaban la visión de monjes difuntos y la audición de cantos fúnebres que lo perseguían; otros son melancólicos y suaves; le brotaban en las horas de sol y de salud, por el rumor de las risas de los niños en la ventana, por el lejano rasgueo de las guitarras, por el canto de los pájaros bajo el follaje, o a la vista de las pequeñas rosas desvanecidas en la nieve.

Algunos otros, además, son de una tristeza lúgubre, y al tiempo que complacen al oído, destrozan el corazón. Hay uno que compuso en una velada de lluvia melancólica, y que echa sobre el alma un pesar temeroso. Sin embargo ese día Maurice y yo lo habíamos dejado muy bien, y nos fuimos a Palma a comprar algunas cosas que hacían falta en nuestro campamento. Vino la lluvia, los torrentes se desbordaron; hicimos tres leguas en seis horas para volver en medio de la inundación y llegamos en plena noche, descalzos, habiendo corrido peligros inenarrables. Nos dimos prisa, pensando en la intranquilidad de nuestro enfermo. Estaba en pie, pero se había limitado a una especie de desesperación apagada, y cuando llegamos tocaba su maravilloso preludio llorando. Cuando nos vio entrar se levantó con un gran grito, y después nos dijo con aspecto conturbado y en un tono extraño:

-¡Ah! ¡Yo sabía que habíais muerto!

Cuando se recobró y vio en qué estado estábamos, se sintió enfermo por la visión retrospectiva de nuestros peligros; enseguida me confesó que mientras no estábamos había visto todo como en sueños, y que sin distinguir ya el sueno de la realidad, se había calmado y como adormecido tocando el piano, convencido de que él también estaba muerto. Se veía flotando en un lago; unas gotas de agua pesadas y frías caían lentamente sobre su pecho, y cuando yo le hice oír el ruido de las gotas que, en efecto caían lentamente sobre el tejado, negó haberlas oído.

Si en la primera parte de este artículo podíamos escucharlo en una grabación más o menos reciente, creo que la pieza merece volver a ser incluida, en este caso interpretada por Rubinstein en un tempo inusualmente vivaz:

A continuación, podemos escuchar los veinticuatro preludios que componen su Op. 28, ejecutados por Cortot en 1933:

Las cosas no dejaron de empeorar. La relación con los lugareños comenzó a tomar tintes morunos propios de una novela de Blasco Ibáñez y el clima resultaba cada vez más agresivo para los pulmones y los nervios de Chopin. En pocas semanas, su pequeño paraíso se había convertido en un infierno inimaginable, por lo que Sand tomó la determinación de abandonar la isla por siempre jamás ―por desgracia, el único barco entonces disponible precisaba de viento favorable para poder moverse y hubieron de posponer su partida un angustioso mes más―. En cuanto dejó de llover, acostaron al músico en un carro y se dirigieron a Palma de Mallorca por caminos tan bien pavimentados que el traqueteo le provocó una hemorragia pulmonar. Prácticamente moribundo, fue rápidamente embarcado en un buque mercante que transportaba cerdos hacia Barcelona, donde fue atendido de urgencia. Bastó un poco de medicina contemporánea de calidad para que en una semana recuperara gran parte de sus fuerzas. La pareja pasó después una temporada tranquila en Marsella, en casa del hermano de Sand, que Chopin aprovechó para poner en orden sus asuntos económicos ―al parecer, sus editores habían aplicado a rajatabla el dicho de que cuando el gato no está, los ratones bailan― y a traducir para su amante varias obras literarias polacas. Tras unos meses de reposo, se instalaron a pasar el verano en una villa a las afueras de Nohant, en pleno centro de Francia, que también poseía la familia de Sand.

Chopin Sand

Reconstrucción, basada en los apuntes de Delacroix, del retrato conjunto de Chopin y Sand que nunca llegó a concluir.

Al principio de esta temporada, Chopin compuso su Nocturno en sol mayor (Op. 37, nº2), una de sus piezas más conocidas y una de las obras más melancólicas jamás creadas. Al escucharlo, y a pesar de que recupera algo del brío de sus polonesas, una vez más parece mentira que se tratase de una persona que estaba viviendo un tiempo feliz; pero así lo evidencian sus cartas y los diarios de Sand: “Llevamos la misma vida agradable y monótona. Comemos al aire libre; los amigos vienen a vernos, ahora uno, ahora otro; fumamos y charlamos, y por la noche, cuando ya se han ido, Chopin toca para mí mientras cae el crepúsculo, después de lo cual se va a la cama como un niño, a la misma hora que Maurice y Solange”. Aquí puede escucharse interpretado por Claudio Arrau:

Pero, a pesar de lo que en aquel momento creía Sand, puede que se equivocara y que todavía no hubiese acabado de conocer del todo a la persona con la que convivía. Ya en “Un invierno en Mallorca” (1842) describió lo difícil que podía llegar a ser tener a un Chopin enfermo al lado y dejó entrever a una persona de un carácter muy complejo y cambiante, que en ocasiones podía incluso resultar odioso, si bien en todo momento lo exoneró de cualquier culpa debido a sus padecimientos. Varios años más tarde, en “Historia de mi vida”, cuando ya hacía tiempo que el compositor había abandonado este mundo, Sand parece haber encontrado la clave de lo que se escondía dentro de Chopin; y, como podemos comprobar mediante la lectura de éste breve párrafo magistral, tan fiel y descriptivo como el mejor de los retratos, no se trataba de ninguna pena o recuerdo terrible oculto en su interior ―o, al menos, no de uno en concreto―, sino de que “era así”:

Su carácter era así para todo. Entregado por un momento a los deleites del afecto y a las sonrisas del destino, e introvertido durante días y semanas enteras por la torpe conducta de un extraño o por las menudas contrariedades de la vida cotidiana. Y, cosa rara, un verdadero dolor no lo aniquilaba tanto como uno pequeño. La envergadura de sus emociones no guardaba relación con las causas. Con respecto a su salud, aceptaba valientemente los peligros reales y se atormentaba miserablemente por las alteraciones más insignificantes. Esta es la manera de ser y el destino de los seres cuyo sistema nervioso tiene un desarrollo excesivo.

George Sand recurrió a los servicios de un viejo amigo suyo, el doctor Gustav Papet, para que reconociera a Chopin y siguiera sus evoluciones. Bajo su firma se encuentra el único diagnóstico concluyente que se conserva sobre sus dolencias: laringofaringitis crónica, una cierta faena para todos los que la padecemos, pero mucho más tranquilizadora que su legendaria tuberculosis. Evidentemente, todavía no se habían descubierto los antibióticos, de modo que lo más que el paciente podía hacer era tratar de no desencadenar las crisis cuidándose un poco y evitando los cambios de temperatura, el exceso de tabaco y esas cosas. En cualquier caso, pese a que en aquella época cualquier infección bacteriana podía derivar en un desenlace fatal, el dictamen de Papet terminó de revitalizar el ánimo de Chopin, con lo que empezó a echar de menos la vida parisina. Algo parecido le ocurría a Sand, además que de la presencia en la capital resultaba imprescindible para mantener sus respectivos ingresos. De este modo, prepararon su regreso a finales de ese verano, alquilando dos viviendas diferentes para acallar los rumores acerca de su relación ―que ellos pretendían hacer pasar por una simple admiración mutua de corte intelectual―. No obstante, lo cierto es que Chopin vivía más tiempo en casa de Sand que en la suya, y París podrá ser muchas cosas, pero tonto nunca ha sido. Esto tampoco significó que renunciasen a Hohant, donde todavía pasarían varias temporadas, generalmente en épocas estivales.

Consciente de su debilidad física, Chopin no recayó del todo en su gusto por la vida mundana y comenzó a tomarse las cosas con más calma. Volvió a dar clases, pero ya no exclusivamente a damas de la alta sociedad, sino a todo tipo de discípulos ―siempre y cuando fuesen capaces de pagar sus honorarios desorbitados, claro está―. Igualmente, ofreció recitales de nuevo, si bien de manera semiprivada y a precios tan altos que con sólo dos o tres al año lograba cubrir todas sus necesidades económicas. Este nuevo estilo de vida le proporcionaba todo el tiempo y la tranquilidad del mundo para componer, que era lo que más deseaba en aquel momento. También por aquel entonces entabló una amistad bastante cercana y fecunda con Delacroix, a pesar de que Chopin no tenía ningún pudor en recordarle de vez en cuando que su pintura no le gustaba lo más mínimo. De este modo, suele decirse que los años que siguieron a 1841 constituyen su etapa más fecunda, que, sin embargo, lleva el título de mal augurio de “el canto del cisne”.

(Este artículo continuará muy pronto en “Chopin, tercera parte: Muerte y vida eterna”.)

 

2 pensamientos en “Chopin, segunda parte: Amores y desamores.

  1. Un inmortal compositor que nos dejó su música llena de romanticismo para la posteridad; a pesar de vida, con incertidumbres, nunca dejó de ser creativo; gracias a los Editores por compartirnos este interesante tema. Un feliz año 2017 y, reciban un fuerte abrazo.

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