LITERATURA

«Niebla», de Miguel de Unamuno (1914).

niebla

Si de razones vive el hombre, de sueños sobrevive.

La gran calidad de sus ensayos y de sus obras teatrales, así como la influencia que su verso tuvo sobre prácticamente toda la poesía española del siglo XX, hace que en ocasiones se olvide que Unamuno fue también uno de los mejores narradores que han dado las letras en castellano. Él mismo daba la impresión a veces de querer tomarse esa parte de su producción como una especie de reserva lúdica de menor importancia. El mero hecho de que afirmase escribir nivolas en vez de novelas ya constituye una muestra bastante clara de su intención de aprovecharlas para dar rienda suelta a un sentido del humor amable e inteligente, quizá nunca bien comprendido del todo. Sobre el verdadero sentido de la palabra nivola se han vertido ríos de tinta de proporciones amazónicas prácticamente desde el mismo momento en el que fue propuesto. La explicación más comúnmente aceptada es que Unamuno pretendía destacar así su alejamiento de la novela realista, dotada de un rigor formal y estructural que no tenía nada que ver con su manera de escribir; sin embargo, él nunca fue claro al respecto. Quizá, su esfuerzo más sincero por explicarlo lo encontremos precisamente en el prólogo a la última edición de Niebla, publicada en 1935:

Esta ocurrencia de llamarle nivola ―ocurrencia que en rigor no es mía, como lo cuento en el texto― fue otra ingenua zorrería para intrigar a los críticos. Novela y tan novela como cualquiera otra que así sea. Es decir, que así se llame, pues aquí ser es llamarse. ¿Qué es eso de que ha pasado la época de las novelas? ¿O de los poemas épicos? Mientras vivan las novelas pasadas vivirá y revivirá la novela. La historia es resoñarla.

No obstante, tampoco podemos tomarnos al pie de la letra las palabras impresas de alguien con tanta afición a la socarronería. Para empezar, cuando Unamuno indica que la idea no es suya, se está refiriendo a Victor Goti como su verdadero creador; y ese señor no es sino uno de los personajes secundarios de Niebla:

―Tal vez, pero el caso es que en esa novela pienso meter todo lo que se me ocurra, sea como fuere.
―Pues acabará no siendo novela.
―No, será… será… nivola.
―Y ¿qué es eso, qué es nivola?
―Pues le he oído contar a Manuel Machado, el poeta, el hermano de Antonio, que una vez le llevó a don Eduardo Benoit, para leérselo, un soneto que estaba en alejandrinos o en no sé qué otra forma heterodoxa. Se lo leyó y don Eduardo le dijo: «Pero ¡eso no es soneto! …» «No, señor ―le contestó Machado―, no es soneto, es… sonite. » Pues así con mi novela, no va a ser novela, sino… ¿cómo dije?, navilo… nebulo, no, no, nivola, eso es, ¡nivola! Así nadie tendrá derecho a decir que deroga las leyes de su género… Invento el género, e inventar un género no es más que darle un nombre nuevo, y le doy las leyes que me place. ¡Y mucho diálogo!
―¿Y cuando un personaje se queda solo?
―Entonces… un monólogo. Y para que parezca algo así como un diálogo invento un perro a quien el personaje se dirige.
―¿Sabes, Víctor, que se me antoja que me estás inventando?…
―¡Puede ser!

Lo que Víctor Goti hace en este pasaje no es sino describir la propia novela de la que él forma parte, sin dejar demasiado claro si es consciente o no de su condición de personaje ficticio. La coincidencia de sentido entre la frase del prólogo “aquí ser es llamarse” y la del diálogo “inventar un género no es más que darle un nombre nuevo” también ha causado mucha controversia entre los comentaristas de la obra de Unamuno, divididos entre los que le encuentran un sentido filosófico y los que ven en ella otra crítica más hacia la cortedad de miras de la sociedad española ―“aquí”, en el vocabulario unamuniano, más que como “en el mundo tangible”, seguramente deba ser traducido como “este país”: esa España cerril e incapaz de aprender de sus errores que tanto le dolía―.

Contemporáneo y compatriota de algunos de los mejores novelistas de la historia de la literatura universal, como Pío Baroja o Blasco Ibáñez, tampoco sería de extrañar que Unamuno sintiese cierta inseguridad a la hora de publicar sus novelas y que prefiriese restarles algo de importancia transformándolas en nivolas. El propio prólogo original de Niebla, escrito también por Víctor Goti, aporta casi todas las claves necesarias para comprender la concepción que Unamuno tenía de su propio trabajo y de lo que pretendía con él. Ya en el primer párrafo, podemos leer lo siguiente:

Se empeña don Miguel de Unamuno en que ponga yo un prólogo a este su libro, en que se relata la tan lamentable historia de mi buen amigo Augusto Pérez y su misteriosa muerte, y yo no puedo menos sino escribirlo, porque los deseos del señor Unamuno son para mí mandatos, en la más genuina acepción de este vocablo. Sin haber yo llegado al extremo de escepticismo hamletiano de mi pobre amigo Pérez, que llegó hasta a dudar de su propia existencia, estoy por lo menos firmemente persuadido de que carezco de eso que los psicólogos llaman libre albedrío, aunque para mi consuelo creo también que tampoco goza don Miguel de él.

En el fondo, Niebla no es sino un ejercicio práctico de las reflexiones expuestas por su autor en “Del sentimiento trágico de la vida” (1913), que el propio Goti parece haber leído y aprehendido muy bien. A pesar de esta aparente cercanía al esperpento, que incluso podría ser tomada como una sátira de la gravedad de sus propios pensamientos, lo cierto es que Unamuno concedía una gran importancia a toda ficción literaria, llegando incluso a afirmar que en ella se encontraba la única verdadera filosofía española digna de recibir ese nombre ―“Nuestra filosofía, si así puede llamarse, rebasa de casilleros lógicos: hay que buscarla encarnada en sucesos de ficción y en imágenes de bulto”―. No es de extrañar, por lo tanto, que se esforzara en su ejercicio con la misma intensidad que dedicaba a sus obras académicas, aunque se sintiese más a gusto disimulando esa dedicación.

niebla unamunoNo era la primera vez, ni tampoco sería la última, en la que un filósofo empleaba la narrativa novelesca para exponer sus tesis; pero lo llamativo de Niebla era que se tratase de una novela cómica. Más allá de las escenas y los diálogos que animan a la risa, que constituirían su comicidad visible, la obra presenta otro humor oculto, intrínseco, que surge de la frase “los deseos del señor Unamuno son para mí mandatos, en la más genuina acepción de este vocablo” y que se extiende uniformemente por debajo de todo el texto. Este segundo tipo de humor es de carácter irónico o incluso “cínico” ―en su sentido etimológico de “perruno” que tanto le gustaba emplear al escritor―, ya que celebra con una risa sardónica lo que en realidad es un drama absoluto: la incapacidad del ser humano para comprender su propia existencia ante la certidumbre de su finitud. Evidentemente, Unamuno lo expresa mucho mejor que yo en su réplica al prólogo de Víctor Goti, que tan sólo se incluye en la última edición de la novela. Tan sólo le quedaba algo más de un año de vida a Unamuno cuando escribió el siguiente pasaje, y no cabe duda de que era consciente de que no podía durar mucho más:

Cuando me negué a indultar de la muerte a mi Augusto Pérez me dijo este: «No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme, ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de ficción? ¡Pues bien, mi señor creador don Miguel, también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió!… ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos, sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo, lo mismo que yo! ¡Se morirán todos, todos, todos!» Así me dijo, y ¡cómo me susurran, a través de más de veinte años, durante ellos, en terrible silbido casi silencioso, como el bíblico de Jehová, esas palabras proféticas y apocalípticas! Porque no es sólo que he venido muriéndome, es que se han ido muriendo, se me han muerto los míos, los que me hacían y me soñaban mejor. Se me ha ido el alma de la vida gota a gota, y alguna vez a chorro. ¡Pobres mentecatos los que suponen que vivo torturado por mi propia inmortalidad individual! ¡Pobre gente! No, sino por la de todos los que he soñado y sueño, por la de todos los que me sueñan y sueño. Que la inmortalidad, como el sueño, o es comunal o no es. No logro recordar a ninguno a quien haya conocido de veras ―conocer de veras a alguien es quererle, y aunque se crea odiarle― y que se me haya ido sin que a solas me le diga: «¿Qué eres ahora tú?, ¿qué es ahora de tu conciencia?, ¿qué soy en ella yo ahora?, ¿qué es de lo que ha sido?» Esta es la niebla, esta la nivola, esta la leyenda, esta la vida eterna… Y esto es el verbo creador, soñador.

Niebla, escrita en 1907 ―aunque no publicada hasta 1914 y constantemente revisada hasta 1935―, supone la plasmación de la principal conclusión práctica del prolongado y profundo estudio bilateral sobre las personalidades de Don Quijote y de Segismundo ―el protagonista de “La vida es sueño” (Pedro Calderón de la Barca, 1635)― al que el bilbaíno dedicó la práctica totalidad de la primera mitad de su carrera. Para Unamuno, tan sólo había un verdadero delirio en Don Quijote, y era que se sentía inmortal, tan inmortal como consideraba a su admirado, e igualmente ficticio, Amadís de Gaula. De este modo, “La vida es sueño” también podría haber servido como título del libro que recoge las andanzas del hidalgo manchego y, por extensión, de la de cualquier obra que refleje la experiencia vital de un ser humano. Metafóricamente, Unamuno transforma ese sueño absoluto en niebla, entendida como un vaporoso velo de confusión que puede desvanecerse en cualquier momento, tal y como se desvanecen los sueños.

Así, para Unamuno el hombre está condenado a la duda, una duda invencible, demasiado poderosa como para someterse al imperio de la razón, que no es anterior al ser humano, sino una creación suya subordinada a la existencia de su propia vida. Si la vida es el todo en el que se integra la razón sin llegar a agotarlo, al ceñirse a sus límites el hombre tan sólo consigue cercenar su libertad individual; y no sólo porque suponga la renuncia a todo lo irracional, sino porque la razón siempre arrojará los mismos resultados, independientemente de quién haga uso de ella. De este modo, las diferencias entre los destinos de dos seres racionales dependerán únicamente de los errores que ambos comentan en sus respectivos juicios lógicos, pero no de su voluntad vital, pues ningún ser racional desea equivocarse en sus decisiones. Todo esto lleva a Unamuno a afirmar que “todo lo vital es irracional y todo lo racional es antivital”.

niebla miguelLa única vía de escape de la que dispone el hombre para reencontrarse con la vida se halla en los sueños, pues es en ese terreno donde consigue huir del control de la razón y abandonarse a la imaginación sin ningún remordimiento ni censura, “donde la vida es plena libertad”. Parece coherente, por lo tanto, que Unamuno apelara con tanta frecuencia a lo onírico, no ya como metáfora de la vida, sino como su naturaleza esencial.

Para ilustrar ese pensamiento en la práctica, Unamuno crea a Augusto Pérez, el protagonista de Niebla, un treintañero burgués y ocioso que simbólicamente une su nombre grandilocuente con el que entonces era considerado el apellido más común e insulso de España. Augusto se comporta con la ingenuidad de un cretino, dejando pasar sus días de una manera tan intranscendente que, efectivamente, para él da lo mismo estar dormido que estar despierto. Ya en el primer párrafo de la novela, el escritor resume con gran maestría la personalidad de Augusto mediante el gesto que realiza éste al salir a la calle un día cualquiera en una ciudad cualquiera:

Al aparecer Augusto a la puerta de su casa extendió el brazo derecho, con la mano palma abajo y abierta, y dirigiendo los ojos al cielo quedose un momento parado en esta actitud estatuaria y augusta. No era que tomaba posesión del mundo exterior, sino era que observaba si llovía. Y al recibir en el dorso de la mano el frescor del lento orvallo frunció el sobrecejo. Y no era tampoco que le molestase la llovizna, sino el tener que abrir el paraguas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado y dentro de su funda! Un paraguas cerrado es tan elegante como es feo un paraguas abierto.

Unas frases más adelante, concluye expresamente el breve pero certero retrato de su protagonista:

Abrió el paraguas por fin y se quedó un momento suspenso y pensando: «y ahora, ¿hacia dónde voy?, ¿tiro a la derecha o a la izquierda?» Porque Augusto no era un caminante, sino un paseante de la vida. «Esperaré a que pase un perro ―se dijo― y tomaré la dirección inicial que él tome.»

A pesar de las evidencias, Augusto se cree tan intelectual que se compadece de la gente que se cruza por la calle. Según él, actúan con la hipocresía de las hormigas, haciéndonos creer que trabajan, cuando en realidad no hacen otra cosa que pasarse todo el día dando paseítos para aturdir su pensamiento. Él, en cambio, no permite que su imaginación descanse en ningún momento, y gracias a ello considera haber alcanzado las más altas cotas de “conocimiento”. Evidentemente, Augusto no tiene demasiado de intelectual ―al igual que ocurre con los pozos, sus reflexiones son más vacías cuanto más profundas pretenden ser―, sino que más bien es un hombre que se esfuerza por comportarse como cree que debe hacerlo un intelectual. Esto le lleva a adoptar maneras anacrónicas, más propias de principios del siglo XIX que del XX, y a expresarse tal y como lo hacen los héroes de sus lecturas. Es en este último rasgo donde hallamos su primer paralelismo con Don Quijote: si bien han sido las novelas románticas, y no las de caballerías, las que le han secado el celebro a Augusto, su ceguera presenta la misma naturaleza que la del héroe cervantino.

niebla portadaA esta alturas de la narración, sin haber salido todavía del primer capítulo, la práctica totalidad de los lectores ya habrán identificado a varios Augustos y Augustas Pérez en su círculo de conocidos, incluso es posible que algunos de ellos se hayan sonrojado al sentirse identificados con él. Lo cierto es que ha pasado más de un siglo desde aquella mañana en la que el Augusto original abrió su paraguas a regañadientes, pero los tipos humanos descritos por Unamuno persisten tan frescos y vigentes como ese primer día lluvioso. En este aspecto, Niebla también puede ser tomada como una caricatura de diversos tipos de persona con los que Unamuno debió de codearse en su vida universitaria, como Paparrigópulos, un personaje que ya aparecía en “Amor y pedagogía” (1902) y que “anda por mecánica, digiere por química, y se hace cortar el traje por geometría proyectiva”, o como don Fermín, el tío de Eugenia, la mujer de la que se enamora Augusto, que cree ser un verdadero revolucionario y no un compendio de clichés absurdos:

Don Fermín llamó luego aparte a Augusto, para decirle:
―Se me había olvidado decirle que cuando escriba a Eugenia lo haga escribiendo su nombre con jota y no con ge, Eujenia, y del Arco con ka: Eujenia Domingo del Arko.
―Y ¿por qué?
―Porque hasta que no llegue el día feliz en que el esperanto sea la única lengua, ¡una sola para toda la humanidad!, hay que escribir el castellano con ortografía fonética. ¡Nada de ces!, ¡guerra a la ce! Za, ze, zi, zo, zu con zeta, y ka, ke, ki, ko, ku con ka. ¡Y fuera las haches! ¡La hache es el absurdo, la reacción, la autoridad, la edad media, el retroceso! ¡Guerra a la hache!
―¿De modo que es usted foneticista también?
―¿También?, ¿por qué también?
―Por lo de anarquista y esperantista…
―Todo es uno, señor, todo es uno. Anarquismo, esperantismo, espiritismo, vegetarianismo, foneticismo… ¡todo es uno! ¡Guerra a la autoridad!, ¡guerra a la división de lenguas!, ¡guerra a la vil materia y a la muerte!, ¡guerra a la carne!, ¡guerra a la hache! ¡Adiós!

Es posible que con Unamuno opere esa especie de prevención que un lector medio puede experimentar ante cualquier obra que le traiga a la cabeza algún amargo examen de literatura en el colegio o en el instituto, pero en ningún caso ha estado menos justificado ese miedo. Niebla, y en general toda la narrativa de Unamuno, es muy amena y muy fácil de leer si uno desea tomársela como un simple entretenimiento. Su autor hace gala de un dominio pleno del lenguaje y se preocupa mucho por el estilo, que concreta en un ritmo muy rápido a través de frases cortas y muy pocas subordinaciones y nexos; del mismo modo, renuncia prácticamente por completo a las descripciones, y lo hace de una manera tan natural que el lector no las echa de menos en ningún momento. Niebla carece de relleno: cualquier chiste aparentemente banal o cualquier anécdota secundaria acabará demostrando, más pronto o más tarde, su función narrativa. No cabe duda de que Unamuno comprendió que una novela con tal carga filosófica tan sólo podía convertirse en un éxito si renunciaba a la complejidad formal. En este sentido, hay que mencionar también la poesía delicada con la que impregna algunos fragmentos:

Y se retiró. Fuese a la Alameda a refrescar sus emociones en la visión de verdura, a oír cantar a los pájaros sus amores. Su corazón verdecía y dentro de él cantábanle también como ruiseñores recuerdos alados de la infancia.

Era, sobre todo, el cielo de recuerdos de su madre derramando una lumbre derretida y dulce sobre todas sus demás memorias.

De su padre apenas se acordaba; era una sombra mítica que se le perdía en lo más lejano; era una nube sangrienta de ocaso. Sangrienta, porque siendo aún pequeñito lo vio bañado en sangre, de un vómito, y cadavérico. Y repercutía en su corazón, a tan larga distancia, aquel ¡hijo! de su madre, que desgarró la casa; aquel ¡hijo! que no se sabía si dirigido al padre moribundo o a él, a Augusto, empedernido de incomprensión ante el misterio de la muerte.

Poco después su madre, temblorosa de congoja, le apechugaba a su seno, y con una letanía de ¡hijo mío! ¡hijo mío! ¡hijo mío! le bautizaba en lágrimas de fuego. Y él lloró también, apretándose a su madre, y sin atreverse a volver la cara ni apartarla de la dulce oscuridad de aquel regazo palpitante, por miedo a encontrarse con los ojos devoradores del coco.

Y así pasaron días de llanto y de negrura, hasta que las lágrimas fueron yéndose hacia dentro y la casa fue derritiendo los negrores.

[…]

Y vino la muerte, aquella muerte lenta, grave y dulce, indolorosa, que entró de puntillas y sin ruido, como un ave peregrina, y se la llevó a vuelo lento, en una tarde de otoño. Murió con su mano en la mano de su hijo, con sus ojos en los ojos de él. Sintió Augusto que la mano se enfriaba, sintió que los ojos se inmovilizaban. Soltó la mano después de haber dejado en su frialdad un beso cálido, y cerró los ojos. Se arrodilló junto al lecho y pasó sobre él la historia de aquellos años iguales.

Pero, a pesar de las apariencias, Niebla encierra una segunda lectura, tan profunda que no altera de ninguna manera a su superficie. Así, un lector atento se dará cuenta de que la obra está dividida en tres partes muy diferenciadas, que narran respectivamente la vida inconsciente del protagonista, su despertar a la vida consciente ―“Augusto se lavó, peinó, vistió y avió como quien tiene ya un objetivo en la vida, rebosando íntimo arregosto de vivir”― y su frustración final al comprobar que carece de libre albedrío. Todo este camino estará marcado por multitud de hitos simbólicos imposibles de resumir aquí. Baste señalar que la chica de la que decide enamorarse Augusto ―única y exclusivamente porque se aburre― se llama Eugenia, “bien nacida”, y con su aparición se marca el paso de la primera a la segunda etapa, es decir: el nacimiento vital del protagonista ―un parto no exento de dificultades, porque en un principio él considera mucho más apropiado llamarla Dominga, ignoramos si inspirado por alguno de los atributos físicos de la muchacha―:

Y se detuvo a la puerta de una casa donde había entrado la garrida moza que le llevara imantado tras de sus ojos. Y entonces se dio cuenta Augusto de que la había venido siguiendo. La portera de la casa le miraba con ojillos maliciosos, y aquella mirada le sugirió a Augusto lo que entonces debía hacer. «Esta Cerbera aguarda ―se dijo― que le pregunte por el nombre y circunstancias de esta señorita a que he venido siguiendo y, ciertamente, esto es lo que procede ahora. Otra cosa sería dejar mi seguimiento sin coronación, y eso no, las obras deben acabarse. ¡Odio lo imperfecto!» Metió la mano al bolsillo y no encontró en él sino un duro. No era cosa de ir entonces a cambiarlo, se perdería tiempo y ocasión en ello.
―Dígame, buena mujer ―interpeló a la portera sin sacar el índice y el pulgar del bolsillo―, ¿podría decirme aquí, en confianza y para inter nos, el nombre de esta señorita que acaba de entrar?
―Eso no es ningún secreto ni nada malo, caballero.
―Por lo mismo.
―Pues se llama doña Eugenia Domingo del Arco.
―¿Domingo? Será Dominga…
―No, señor, Domingo; Domingo es su primer apellido.
―Pues cuando se trata de mujeres, ese apellido debía cambiarse en Dominga. Y si no, ¿dónde está la concordancia?
―No la conozco, señor.

[…]

No me acostumbro a eso de que se llame Domingo… No; he de hacerle cambiar el apellido y que se llame Dominga. Pero, y nuestros hijos varones, ¿habrán de llevar por segundo apellido el de Dominga? Y como han de suprimir el mío, este impertinente Pérez, dejándolo en una P, ¿se ha de llamar nuestro primogénito Augusto P Dominga? Pero… ¿adónde me llevas, loca fantasía?» Y apuntó en su cartera: Eugenia Domingo del Arco, Avenida de la Alameda, 58. Encima de esta apuntación había estos dos endecasílabos:

De la cuna nos viene la tristeza
y también de la cuna la alegria…

«Vaya ―se dijo Augusto―, esta Eugenita, la profesora de piano, me ha cortado un excelente principio de poesía lírica trascendental.

Paulatinamente, serán los padecimientos morales los que obligarán a Augusto a alejarse de su existencia indolente con pasos ingenuos, hasta llegar a atisbar entre la niebla la realidad desesperante: que no está ni vivo ni muerto, ni dormido ni despierto, sino que simplemente existe como producto de la imaginación de otras personas.

Al igual que, por desgracia, suele ocurrir con el Quijote y con otras obras maestras de la literatura universal, Niebla es un libro sobre el que parece estar permitido disertar sin haberlo leído. Sólo así puede justificarse el hecho de que se haya extendido el tópico de que la novela narra las peripecias de un personaje que se rebela contra su creador, como si Augusto fuese un creyente que maldice a sus dioses cuando las cosas no le van del todo bien. Nada de eso ocurre aquí. Contrariamente a lo que es habitual leer y escuchar, Augusto no acude a Salamanca a ver a Unamuno para exigirle que le permita decidir sobre su propia vida y muerte, ya que no tiene ni la más remota idea de que ha sido creado por el escritor hasta que éste se lo revela, y aún así no acaba de creérselo. Si acude a visitarle, no es sino porque ha leído algunos opúsculos suyos y le admira lo suficiente como para consultar con él la decisión de suicidarse que ya casi ha adoptado:

―Es que tú no puedes suicidarte, aunque lo quieras.
―¿Cómo? ―exclamó al verse de tal modo negado y contradicho.
―Sí. Para que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester? ―le pregunté.
―Que tenga valor para hacerlo ―me contestó.
―No ―le dije―, ¡que esté vivo!
―¡Desde luego!
―¡Y tú no estás vivo!
―¿Cómo que no estoy vivo?, ¿es que me he muerto? ―y empezó, sin darse clara cuenta de lo que hacía, a palparse a sí mismo.
―¡No, hombre, no! ―le repliqué―. Te dije antes que no estabas ni despierto ni dormido, y ahora te digo que no estás ni muerto ni vivo.
―¡Acabe usted de explicarse de una vez, por Dios!, ¡acabe de explicarse! ―me suplicó consternado―, porque son tales las cosas que estoy viendo y oyendo esta tarde, que temo volverme loco.
―Pues bien; la verdad es, querido Augusto ―le dije con la más dulce de mis voces―, que no puedes matarte porque no estás vivo, y que no estás vivo, ni tampoco muerto, porque no existes…
―¿Cómo que no existo? ―exclamó.
―No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.

Como es comprensible, la revelación del supuesto secreto le ofende: si ya resulta ofensivo que a uno le tachen de ser poca cosa, que le aseguren que no es absolutamente nada debe de ser motivo para subirse por las paredes. Augusto siente odio hacia Unamuno, e incluso llega a desear matarlo en un determinado momento, pero no porque esté convencido de que lo que le cuenta el literato sea verdad, sino porque se deja llevar por la tentación de creerlo y así poder culpar a otro de una serie de desgracias de las que, en puridad, tan sólo él es responsable. Su comportamiento posterior a la entrevista deja bien patente que la duda acerca de su verdadera existencia persiste en Augusto hasta sus últimos instantes, y que en realidad las palabras de su creador tan sólo han actuado en él como una maldición sugestionaría a un supersticioso.

―Sí, durmiendo se me pasará… Pero, di ¿es que no he hecho nunca más que dormir?, ¿más que soñar? ¿Todo eso ha sido más que una niebla?
―Bueno, bueno, déjese de esas cosas. Todo eso no son sino cosas de libros, como dice mi Liduvina.
―Cosas de libros… cosas de libros… ¿Y qué no es cosa de libros, Domingo? ¿Es que antes de haber libros en una u otra forma, antes de haber relatos, de haber palabra, de haber pensamiento, había algo? ¿Y es que después de acabarse el pensamiento quedará algo? ¡Cosas de libros! ¿Y quién no es cosa de libros? ¿Conoces a don Miguel de Unamuno, Domingo?
―Sí, algo he leído de él en los papeles. Dicen que es un señor un poco raro que se dedica a decir verdades que no hacen al caso…
―Pero ¿le conoces?
―¿Yo?, ¿para qué?
―Pues también Unamuno es cosa de libros… Todos lo somos… ¡Y él se morirá, sí, se morirá, se morirá también, aunque no lo quiera… se morirá! Y esa será mi venganza. ¿No quiere dejarme vivir? ¡Pues se morirá, se morirá, se morirá!
―¡Bueno, déjele en paz a ese señor, que se muera cuando Dios lo haga, y usted a dormirse!
―A dormir… dormir… a soñar… ¡Morir… dormir… dormir… soñar acaso…!
―Pienso, luego soy; soy, luego pienso… ¡No existo, no!, ¡no existo… madre mía! Eugenia… Rosario… Unamuno… ―y se quedó dormido.

Unamuno siempre consideró que Niebla era la mejor de sus novelas, y por eso nunca acabó de encajar que cosechara tan poca repercusión entre la crítica y el público. Por ello, una vez constatado su fracaso inicial, trató de promocionarla con los pocos medios que tenía a su alcance, que tampoco eran excesivamente efectivos. Así, a pesar de haberle prometido al propio Augusto que jamás le resucitaría, en 1917 publicó su “Coloquio con Augusto Pérez” en el semanario “Nuevo Mundo”; pero resultó otro intento fallido, dado que prácticamente nadie sabía entonces quién era ese señor que disertaba con don Miguel. Tuvo que esperar a que Luigi Pirandello estrenase en 1921 sus “Seis personajes en busca de autor” y a que alguien se diera cuenta de que la idea básica de la obra, aclamada desde el primer momento, se le había ocurrido a un escritor español siete años antes. A partir de entonces, la fama de Niebla se extendió rápidamente por toda Europa con bastante más energía que en España, donde Unamuno ya se había constituido en una figura muy incómoda por su abierta oposición a Alfonso XIII y posteriormente a Primo de Rivera, que le valieron una grave condena a prisión que nunca llegó a ejecutarse y un breve destierro en Fuerteventura ―que, entre otras actividades, y por lo que se ve, aprovechó para aprender a montar en dromedario―.

niebla camelloHoy en día, Niebla se ha consolidado dentro de ese amplio puñado de clásicos españoles inatacables y ha generado cantidades ingentes de ensayística; y no es de extrañar, porque no posee un único sentido verdadero, sino una complejísima red de derivaciones filosóficas cuyos últimos extremos dependen enteramente de la opinión del que la estudie. Es como una partida de ajedrez que puede reproducirse de manera lineal o deteniéndose a analizar posibles jugadas alternativas, o como un tema sinfónico que permite infinitos desarrollos y variaciones. Unamuno no proporcionaba respuestas, sólo preguntas: “Mi empeño ha sido, es y será que los que me lean piensen y mediten en las cosas fundamentales, y no ha sido nunca el de darles pensamientos hechos”. Quizá por ello detestaba a todos los dogmáticos; y por eso también, aún hoy en día, sigue despertado tantos recelos entre los radicales de todas las tendencias, que alternativamente se debaten entre denostarlo y alabarlo, ambas acciones con la boca pequeña, como si temieran que el viejo profesor todavía pudiese ponerlos en su sitio con una sola frase. De una cosa podemos estar seguros: jamás oiremos a ningún populista citar a Unamuno con propiedad. Quedarían en evidencia.

Un pensamiento en “«Niebla», de Miguel de Unamuno (1914).

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