FOTOGRAFÍA

Robert Doisneau: Fotos de vida, amor y guerra.

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Autorretrato, 1949.

Lo primero que debe saber quien desee aproximarse a la obra de Robert Doisneau es que difícilmente conseguirá algo más que eso: aproximarse, porque su legado abarca cerca de medio millón de negativos. Con semejante volumen creativo, lo sorprendente es que mantuviese un estilo propio tan definido a lo largo de toda su carrera, aunque no exactamente inconfundible: las similitudes que presenta con algunos de los trabajos de Willy Ronis o de Cartier-Bresson pueden hacer dudar a cualquiera. No resulta extraño que a menudo se les mencione como una especie de triunvirato fundador de lo que se dio en llamar fotografía humanista, que más que un movimiento acotado en el tiempo puede calificarse como un subgénero dentro de la fotografía documental. Lo llamativo es que ellos no se pusieron de acuerdo para crear ningún tipo de escuela o tendencia: ni siquiera se conocían cuando empezaron a usar la cámara. Simplemente, se dejaron llevar por sus respectivas inspiraciones, que resultaron ser muy parecidas. Dado que en un principio no pudieron influirse entre ellos, parece quedar claro que la fotografía humanista es fruto de las condiciones dadas en un determinado lugar ―París― en un determinado momento ―los primeros años 30―. Es frecuente que su nacimiento sea presentado como una reacción frente a las vanguardias; y quizá efectivamente lo fuese, pero completamente inconsciente ―por ejemplo, el propio Doisneau nunca ocultó su admiración por Man Ray―. Su principal característica no hay que buscarla en elementos técnicos o estéticos, sino en la naturalidad y la sencillez a la hora de reflejar la vida cotidiana, generalmente urbana y frecuentemente suburbana ―en este sentido, guarda un grandísimo paralelismo con la pintura de género―. Una vez más, fue Steichen el que, en su etapa en el MoMA, dio nombre y concreción al movimiento organizando en 1955 la exposición “The Family of Man”, que, después de girar por todo el mundo, acabó asentándose en el castillo luxemburgués de Clervaux, donde aún hoy puede contemplarse.

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Los porteros de la Rue du Dragon, 1946.

Y si la fotografía humanista nació en París, Robert Doisneau lo hizo muy cerca, en Gentilly, el 14 de abril de 1912, hijo de un fontanero y de una buena mujer que moriría antes de que él cumpliese 7 años. Por aquel entonces, Gentilly todavía no estaba del todo integrado en la urbe. La comuna rondaba los 10.000 habitantes ―en la actualidad apenas rebasa los 17.000―; pero no era precisamente un apacible pueblecito del norte de Francia, sino uno de los pedazos más marginales y peligrosos de la Banlieue parisina; un lugar donde hasta a los personajes de “Casque d’Or” (Jacques Becket, 1952) les habrían temblado los pies antes de ponerlos en sus calles. La familia del fotógrafo debía de ser de las pocas que hablaba francés allí, porque la mayor parte de sus habitantes eran inmigrantes polacos, ucranianos y, en menor medida, italianos del sur que habían llegado atraídos por las fábricas de peletería que se extendían a ambas orillas del río Bièvre. Por lo que parece, y a juzgar por el soterramiento que llevaron a cabo las autoridades parisinas algunos años más tarde ―sus diversos ramales constituyen hoy un verdadero problema para el metro―, llamarle río supone ser demasiado condescendiente, porque en realidad se trataba de una cloaca a cielo abierto donde las fábricas vertían todos sus residuos, compuestos principalmente por despojos animales, abrasivos, tintes y demás venenos empleados en las curtidurías. Gran parte de las epidemias de cólera, tifus y demás pestes por el estilo que cíclicamente invadían París probablemente tuvieron allí su foco original.

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Gentilly, 1943.

A pesar del medio en el que creció y de la pobreza, en general fue un buen estudiante, aunque su comportamiento debía de dejar mucho que desear. Sin llegar a convertirse en lo que Victor Hugo habría llamado “un golfillo”, siempre que podía se escabullía de las clases para deambular por las mismas calles que inspiraron a Eugène Atget, el primer fotógrafo cuya obra conoció Doisneau y a quien admiraría durante el resto de su vida. Ni él mismo sabía qué hizo despertar en él una cierta vocación artística, pero el caso es que se matriculó sin dudarlo en la escuela superior de artes Estienne nada más terminar su educación primaria. Dada su facilidad para el dibujo, se especializó en litografía, una técnica que por aquel entonces contaba con bastantes salidas profesionales en el mundo de la publicidad. Sin embargo, cuando Doisneau se diploma en 1929 la fotografía había desplazado por completo a las técnicas de impresión tradicionales y casi nadie necesitaba litógrafos. La buena noticia era que seguía habiendo muy pocos fotógrafos, así que le contrataron como linotipista en un estudio mientras le iban educando en el uso de la cámara. Como deberes, en ocasiones le dejaban el equipo para que se lo llevase a casa y tomase alguna fotografía de camino, a lo que se aficionó muy pronto:

Comencé a hacer fotografías para inmortalizar los que veía todos los días. Delante de mi casa había un árbol muerto que siempre había tratado de dibujar siendo pequeño. Mis primeras fotografías respondían a la misma necesidad, y como era muy tímido y no me atrevía a fotografiar a las personas, me contentaba con el decorado.

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«Le Muguet du Métro», 1953. (La «muguet» es la flor que suele regalarse el 1 de mayo en Francia; también se utiliza la palabra para referirse a la candidiasis.)

De este modo, en sus primeros trabajos se limita a captar adoquines, pavimento, alcantarillas, muros y cosas por el estilo. Con respecto a su referencia al decorado, Doisneau siempre fue uno de esos artistas que conciben la vida urbana como un gigantesco teatro en el que cada viandante recrea un papel. Ya con 17 años sentía plenamente aquella metáfora y le frustraba su incapacidad para aprovecharse de toda esa trama natural. Con esas limitaciones, nadie parecía confiar en su futuro como fotógrafo y, a juzgar por lo que escribió en uno de sus diarios, debió de hacérsele bastante duro sobrellevar esa falta de fe:

Tengo 17 años, soy delgado y voy mal vestido. Aprendo una profesión sin futuro. El decorado que me rodea es absurdo, y cuando enseño mis fotos a mis conocidos, todos coinciden en afirmar que es película tirada a la basura. Pero me da igual, no me rendiré. Quizá, algún día, alguien encontrará en mis imágenes una rebeldía llena de sarcasmo.

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«Pasa una mujer», 1947.

Viniendo de alguien tan joven, semejantes palabras denotan una gran inteligencia, así como una constancia y un espíritu de sacrificio que quizá no encajen demasiado bien con su pasado de chico de la calle. Seguramente para evitar que se desanimase del todo y se convirtiese en un vago profesional, su tío, que por aquel entonces era el alcalde de Gentilly, le encargó la realización de un reportaje sobre el pueblo. No es que le pagase mucho por ello, pero sí lo suficiente como para que Doisneau pudiese adquirir su propia Rolleiflex de 6 x 6, que mantuvo como su principal herramienta de trabajo hasta que prácticamente se le caían los tornillos.

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«Portera con gato blanco», 1945.

Gracias a sus progresos, entrará como ayudante en el estudio de André Vigneau, un artista multidisciplinar ―además de a la fotografía, se dedicaba al cine, a la pintura, a la escultura y a las artes decorativas― con buenos contactos y mejor cultura. Allí conocerá personalmente a Jacques Prévert y se familiarizará con las publicaciones artísticas, entrando en contacto con la obra de fotógrafos como Germaine Krull, André Kertész o Brassaï y descubriendo el surrealismo, la Bauhaus o el cine soviético. Más adelante recordaría aquella etapa y lugar como los más estimulantes de toda su vida, y la verdad es que no es de extrañar.

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«Le plongeur du Pont d’Iena», 1945. («Plongeur» significa «buceador» o «buzo», pero también se emplea informalmente para referirse a un friegaplatos.)

Poco a poco irán apareciendo personajes en sus escenarios, aunque generalmente empequeñecidos por el espacio circundante. Varios críticos han querido ver en esas composiciones una especie de mensaje acerca de la insignificancia de cada individuo en el contexto social; sin embargo, Doisneau aclaró posteriormente en algunas entrevistas que lo único que ocurría era que sólo se atrevía a fotografiarlos desde lejos, incluso aunque fueran niños.

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«Niños con lechera», 1932.

Algo que quedó claro desde el principio fue su aparente facilidad para captar lo que Cartier-Bresson definió como “el momento decisivo”, quizá uno de los lugares comunes más prostituidos y malinterpretados de toda la historia del arte. Doisneau creía en ello, pero sabía que no se trataba de ningún tipo de bendición intuitiva ni de nada por estilo, sino de una cuestión de suerte y de pasarse horas y horas sin hacer absolutamente nada más que mirar:

Compilo decorados y después vuelvo a ellos, me planto en una baldosa y espero. Es una operación que no está exenta de fe ni de locura. Todos los sentidos entran en juego, el olfato, el tacto… Y de vez en cuando, sí, pasa algo: dos horas y ahí está. Mi truco no es más que puro instinto, algo animal. Un fotógrafo inteligente está jodido, porque no va a poder sentir que en cualquier momento va a ocurrir algo. Es necesario divertirse y olfatear a tu alrededor, porque tiene que haber algo de adivino en una persona que quiere captar imágenes. No importa dónde se esté, siempre hay algo a punto de ocurrir, aunque a veces hay que esperar mucho tiempo hasta que se abre el telón. Al fin y al cabo, París no es más que un gran teatro donde todos interpretamos nuestro papel mientras creemos que estamos perdiendo el tiempo.

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«Mirada de soslayo», 1948.

Por desgracia, su progresión artística se vería cortada en 1933 al ser llamado al servicio militar. Cuando regresó ya no había sitio para él en el estudio de Vigneau, que, tras haber aguantado unos años la crisis financiera como había podido, había tenido que cercenar su estudio para dedicarse exclusivamente al cine. Doisneau pasó entonces a trabajar en el departamento fotográfico de la Renault, donde permanecería hasta poco antes del inicio de la guerra. Todo lo que había tenido de estimulante estar vinculado a un ambiente artístico lo tenía de tedioso su nueva ocupación. Serían años duros para él, en los que descubriría lo que significa someterse a un horario, plegarse a las indicaciones de los superiores, depender de un salario, tener que realizar fotografías que no le interesaban lo más mínimo, verse obligado a emplear un material que le resultaba incómodo… Doisneau resumió aquella temporada como el verdadero despegue de su carrera profesional como fotógrafo, y también como el final de su juventud. A pesar de que su posición en la empresa estaba mucho más cercana a la dirección que a la cadena de montaje, se identificó con los obreros desde el primer momento y comprendió el fundamento de las reglas solidarias del sindicalismo francés. Este posicionamiento le llevó a cometer varios actos de indisciplina infantil, hasta que este comportamiento motivó su despido en 1939. Nunca ocultó que para él supuso toda una liberación personal.

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Anuncio para Simca, 1955.

Gracias a algunas amistades, como la también fotógrafa Ergy Landau, no tardará en colocarse en la Agencia Rapho, que todavía seguía gobernada por su fundador principal, el húngaro Charles Rado. Su compatriota Brassaï había participado en el diseño del proyecto y seguía colaborando con asiduidad, pero no consta que Doisneau llegase a conocerle en aquella breve etapa. En esta ocasión, la brevedad no fue debida al comportamiento del fotógrafo, sino a que fue llamado a filas inmediatamente después de la declaración de guerra a Alemania y destinado nada menos que a Alsacia. Para cualquier apostante, aquello equivalía a una condena a muerte, pues suponía colocarse en plena vanguardia para enfrentarse a una fuerza militar aplastante ―para cualquier apostante que fuese mariscal de l’Armée, por supuesto, porque, como bien es sabido, tras varios meses de “guerra en broma”, la Wehrmacht acabó atacando por Bélgica―.

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Rue de Castiglione, 1943.

Doisneau cayó herido en cuanto se desataron las hostilidades; pero no por las balas de Hitler, sino por las del general Invierno. Su parte de baja recoge un motivo tan ambiguo como “golpe de frío” y, tras una pequeña temporada en un hospital militar, fue definitivamente relevado del servicio. Ignoramos si se trató de un catarro o de un ataque de reúma, pero puede que una razón como ésa permita intuir que Doisneau se benefició de algún tipo de influencia ―aunque no existen más indicios para pensar algo así― o que su caso fue uno más de la larga lista de extrañas irregularidades que se produjeron en el Ejército francés al principio del conflicto. Parece ser que, tras el escándalo que había provocado la política antiderrotista practicada durante la Primera Guerra Mundial, que incluía fusilamientos dentro de la propia tropa “para dar ejemplo” ―o “para levantarnos la moral”, como denunciaría irónicamente Céline en su “Viaje al fin de la noche” (1932)―, los oficiales franceses optaron en esta ocasión por desembarazarse pacíficamente de cualquier soldado que pudiese plantear problemas de indisciplina. Lo cierto es que el único equipaje que Doisneau declaró al incorporarse al frente fue un ejemplar de “Negación de la obediencia”, de Jean Giono (1937).

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«Amor y alambradas», 1940-1944.

El fotógrafo regresaría a París un par de meses antes de la firma del armisticio, cuando sus vecinos comenzaban su absurda huida sin rumbo ―la gran mayoría regresaron unos días más tarde― y a tiempo de presenciar el humillante desfile de las tropas del Tercer Reich bajo el Arco del Triunfo de Napoleón. Se iniciaban así más de cuatro años durante los que la capital francesa permaneció narcotizada bajo la férrea autoridad alemana. Al tiempo que las agencias de publicidad eran intervenidas por los invasores, todas las publicaciones periodísticas fueron suspendidas y sustituidas por meros pasquines colaboracionistas. Casado desde 1934 y con una hija en camino, Doisneau se vio obligado a sobrevivir vendiendo postales en Los Inválidos a los soldados alemanes, que disfrutaban de tal calma en París que en ocasiones se comportaban como simples turistas. También colaboró con la revista Vrai, para que la llegó a realizar un reportaje propagandístico titulado “Los nuevos destinos de la inteligencia francesa”, en el que retrató a varios científicos adeptos o sometidos al régimen de Vichy con un prólogo del propio Pétain.

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«Laboratorio de evolución», 1942.

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«Laboratorio de Ivry», 1942.

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Retrato del profesor Henri Vallois, antropólogo; 1942.

Si atendemos a estos últimos datos, parece quedar claro que Doisneau fue un colaboracionista, si no decididamente activo, sí pasivo; y esto es lo que debieron de creer las autoridades nazis. La realidad, sin embargo, fue muy distinta. Como si de una película de espías se tratara, un tal “Monsieur Philippe” contactó con él fingiendo estar interesado en su vieja faceta de grabador, que decía admirar, aunque no precisamente como un amante del arte. Cuando Doisneau quiso darse cuenta, estaba integrado en la Resistencia creando pasaportes y todo tipo de documentación falsa. “Monsieur Phillippe” era en realidad el pintor Enrico Pontremoli ―prácticamente olvidado hoy por el público en general, pero con cierto predicamento entre coleccionistas menores―, aunque Doisneau no lo descubriría hasta bastante después.

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«Viajeros sin equipaje», 1942.

A pesar de esta vida repleta de riesgos, la ocupación de París, la insurrección de agosto de 1944 y la liberación final le proporcionaron los escenarios ideales para dar rienda suelta a uno de los periodos más fructíferos y brillantes de su carrera. De algún modo, se las apañaba para conseguir fotografías que, mientras que a los alemanes les parecían simples instantáneas documentales, contenían una segunda lectura llena de sentido que no le pasaba desapercibida a todos aquellos que no soportaban la presencia nazi en su patria. Algunas de ellas, como “El caballo caído” (1942), metáfora intencionada de Francia, incluso se convirtieron en verdaderos símbolos para la Resistencia.

caballo doisneauLa rápida popularización de estas imágenes motivó que fuera fichado por la ADEP, una cooperativa de fotógrafos surgida de las cenizas de Alliance-Photo y que, en cierto modo, podría considerarse el germen de Magnum. Dado su espíritu combativo, Doisneau les confió los negativos de las fotografías tomadas hasta entonces durante la insurrección y recibió el encargo de cubrir todo lo que ocurriera en el barrio de Belleville. No obstante, pronto descubrió que allí no pasaba nada especial ―y además no le gustaba cómo se reflejaba la luz en el suelo―, así que decidió coger una bicicleta y largarse por su cuenta a recorrer la primera línea de las barricadas, exponiendo su vida de manera temeraria en varias ocasiones, como atestiguan los ángulos desde los que disparó alguna de las instantáneas. Quizá lo más chocante de toda esta serie es que en ella no se ve ni un solo herido ni una sola muestra de dolor o pena. Tan sólo fuerza vital y ciudadanos corrientes que se han visto obligados a modificar su cotidianeidad para participar en una guerra.

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«El descanso», 1944.

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Barricada en la Rue de la Huchette, 1944.

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«Camuflaje», 1944.

Esta rebeldía dentro de la rebeldía no sentó nada bien en la agencia, que prescindiría diplomáticamente de sus servicios en cuanto finalizaron las hostilidades. Sin embargo, no recibió ninguna amonestación sería. Cómo reprender a quien estaba allí, de frente, cuando De Gaulle les devolvía el Arco del Triunfo a los franceses…

de gaulle doisneauTerminada la guerra, la actividad de Doisneau se vuelve frenética. Aleccionado por las penurias económicas que ha estado soportando, se las apaña para aceptar absolutamente todos los encargos que le llueven. Iniciará colaboraciones estables con varios periódicos y revistas ―entre las que destacan por su número las realizadas para Le Point―, retomará sus trabajos para la publicidad e incluso comenzará a ilustrar libros. Podría decirse que en el París de aquellos años uno se encontraba con una fotografía de Doisneau allá donde mirase. A menudo se han remarcado sus trabajos para publicaciones de corte sindicalista, como el semanal Action, vinculado al Partido Comunista, o para La Vie Ouvrière, medio de prensa oficial de la CGT; sin embargo, y a pesar de que siempre manifestó su simpatía y admiración hacia los obreros, Doisneau nunca se pronunció de manera explícita acerca de sus opiniones políticas. De hecho, difícilmente se les puede encontrar a sus fotografías un ánimo reivindicativo, sino más bien ilustrativo o admirativo desde el punto de vista humanista: es cada uno de los individuos el que le interesa, y no la causa obrera en su conjunto. Por otra parte, Doisneau también colaboraría en menor medida con publicaciones de línea editorial conservadora, de inspiración católica o de mero entretenimiento sin modificar en ningún momento ese estilo personal con el que lograba atrapar la esencia de sus retratados de manera inimitable.

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«Los mineros de Lens», 1945.

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«El reloj escolar», 1956.

A pesar del éxito, Doisneau nunca olvidó que procedía de los suburbios, y siempre lograba encontrar un rato libre para volver a ellos a engrosar su colección de fotografías privadas, tanto o más importante que su trabajo remunerado. Esto no quiere decir que no tratase de sacar partido de ellas ofreciéndoselas a todas las agencias para las que trabajaba, que normalmente las rechazaban por considerarlas tristes. En opinión de los editores, los franceses ya habían sufrido demasiado y necesitaban alegrías, no imágenes que les recordasen la miseria que acababan de dejar atrás. Muchas de estas instantáneas verían finalmente la luz gracias a que recibió el encargo de ir a retratar al escritor Blaise Cendrars, con el que rápidamente sentirá una gran conexión. De la colaboración entre ambos surgió en 1949 “La Banlieue de París”, un libro que combinaba 152 fotografías de Doisneau con textos de Cendrars.

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«Los 20 años de Josette», 1947.

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«En el café Chez Fraysse», 1958.

Si en ese volumen Doisneau recogió el día a día de los bajos fondos, en “Le vin des rues” (1955) retratará su noche a noche poniendo imágenes al texto de Robert Giraud con un importante asesoramiento por parte de Jacques Prévert, con quien trabajó codo con codo durante esa etapa. A pesar de haberse criado en ese ambiente, Doisneau no había sido demasiado noctámbulo hasta que conoció a Giraud ―que nunca había sido nada diurno―. De su mano no sólo descubrirá una nueva manifestación de los escenarios que ya dominaba, sino que comprobará cómo la marea de los suburbios anega otras zonas de la ciudad cuando cae el sol. En sus propias palabras: “Una humanidad que emerge a la superficie cuando las buenas gentes se deslizan entre las sábanas”.

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«Be-bop en una cava», 1951.

No obstante, no debemos ser tan inocentes como para creer que el adentramiento crapuloso de Doisneau fue debido a un simple interés fotográfico. La realidad es que en aquellas fechas había sido contratado por Vogue, por lo que se había convertido en un fotógrafo de moda casi a tiempo completo. De algún modo, aunque a cambio de una remuneración mucho más sustanciosa, sentía que había regresado a sus días en la Renault, y eso le horrorizaba. Había vuelto a perder su libertad creativa, pero el hecho de contar ya con dos hijas que mantener le contenía mucho a la hora de dar rienda suelta a su indisciplina. En vez de eso, cada noche comenzó a acudir a Chez Fraysse, un tugurio en la Rue de Seine donde se encontraba con los habituales de la bohemia parisina de aquellos años, entre los que destacaba el actor y violonchelista Maurice Baquet, que no sólo se convertiría en su mejor amigo, sino en el inspirador de una de sus sesiones más conocidas: “Ballade pour violoncelle et chambre noire”.

Cuando hacía fotos de moda para Vogue, con un fondo blanco como único decorado, sentía que sólo estaba haciendo la mitad de mi trabajo. Ver un desfile de modas nunca me ha despertado ninguna emoción particular, nunca me hizo pensar “¡Tengo que fotografiar a esa mujer con ese vestido como sea!”. Por otra parte, las modelos tampoco eran tan simpáticas como ahora. Siempre estaban mirando por encima del hombro a ese pobre hombrecillo que sólo pretendía hacerles la foto que le habían encargado.

violonchelo doisneaudoisneau senadoisneau musaMás universal, si cabe, fue su serie de besos, encargada por la revista Life a la agencia Rapho en 1950. A pesar de que el “Beso del Hôtel de Ville” acabaría convirtiéndose en su pasaporte definitivo a la posteridad gracias a su reproducción sesgada y masificada durante los años 80, Doisneau no dejó de tomarse ese proyecto como otro quehacer alimenticio más. En su lugar, prefería seguir fotografiando obreros, visitando minas, campos de labranza y puertos pesqueros, o regresando a las instalaciones de Renault para ensayar una mirada muy distinta a la publicitaria. De su falta de interés por los ósculos en público, que llegó a calificar como “photos putes”, da buena cuenta el modo en el que los llevó a cabo y los problemas que tuvo por ello:

De repente parecía que la gente tuviese derechos sobre su propia imagen y tuve algunos problemas legales, así que comencé a tener más cuidado a la hora de cogerles desprevenidos. Les paraba y les decía “Me he fijado en vosotros cuando pasabais por allí besándoos, ¿os importaría volver a pasar y besaros de nuevo?”. Esto es lo que pasó con “Los amantes del Hôtel de Ville”, volvieron a interpretar su beso. Los que salen con el frutero, por ejemplo, fueron una pareja que contraté.

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«Los enamorados de los puerros», 1950.

Estas declaraciones las hizo en una entrevista concedida a finales de 1987, cuando un fragmento de su fotografía acababa de convertirse en el poster más vendido de la historia. La popularización de la imagen y el tiempo transcurrido hizo que muchas parejas creyeran reconocerse en la imagen. Una de ellas acabó por interponer una demanda, que fue desestimada cuando Doisneau identificó a la verdadera pareja y su abogado les citó a declarar. Al parecer, hacía mucho que no se veían y la vida no les había tratado de la misma manera. Mientras el varón se prestó gustoso a colaborar, la mujer no tardó en presentar una segunda demanda, que también fue desestimada cuando Doisneau demostró con un recibí firmado que le había abonado sus servicios ―es lo que tiene guardar siempre todos los papelotes―. Por otra parte, a la muy lerda ―o al lerdo de su abogado― no se le ocurrió otra cosa que aportar como prueba una impresión de la fotografía que no sólo en su día le había regalado el propio Doisneau, sino que llevaba en su envés una dedicatoria manuscrita y firmada por el fotógrafo, con fecha incluida. Más tarde, volvería a dar muestras de “lerditud” al venderla por 150.000 euros. Ignoro quién fue el afortunado comprador, pero probablemente hizo uno de los negocios más lucrativos de la historia del arte.

hotel de ville doisneauEn cualquier caso, Doisneau ya se encontraba muy débil en aquellos momentos, y esos incidentes y la especie de escándalo que se pretendió montar en los medios de comunicación acabaron de desmoralizarlo ―no quiero ni pensar qué hubiese ocurrido hoy en día con las redes sociales―. Según una de las hijas del fotógrafo ―él no volvió a atender a la prensa―, había fotografiado tantos besos en tan pocas horas que no se acordaba bien de a quiénes había pagado, a quiénes les había pedido que actuaran ni a quiénes les había fotografiado sin más. Declaró también que aquel incidente terminó de amargar el último año de vida de su padre, y probablemente aceleró su final. De algún modo, la foto que le había hecho rico y universalmente famoso le acababa pasando su factura al final de sus días.

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Denise Sarraut, modelo de Givenchy, 1955.

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«Mujer al volante», 1961.

Volviendo a los años 50, los besos hicieron que su popularidad se disparase en el mundo entero, hasta el punto de que comenzó a ser la cara visible con la que identificar a la fotografía francesa. Sin embargo, esta edad de oro para su carrera sufrirá un rapidísimo declive a partir de 1960, principalmente motivado por el cambio de tendencias en el mundo del arte y por el auge de la televisión, que provocó un descenso dramático en el número de publicaciones gráficas y en la publicidad asociada a ellas. Al igual que otros de sus compañeros de generación, como Willy Ronis, Doisneau no supo adaptarse al signo de los tiempos, o más bien no le dio la gana. Fueron para él años en los que regresaron las apreturas económicas, tan sólo paliadas por la publicación de algunos libros o por su colaboración estable con la CGT, que en ocasiones le obligó a realizar reportajes que no deseaba en absoluto. Entre estos últimos, él siempre destacó un desastroso viaje a la Unión Soviética en 1967 para cubrir la conmemoración del quincuagésimo aniversario de la Revolución de Octubre. El artista, que había acudido con bastante ilusión, se encontró con que su actividad iba a estar en todo momento controlada por agentes del PCUS que, por acuerdo previo con la CGT, le indicarían qué fotos debía tomar y cuáles no. No parecían las mejores circunstancias para volver a sacar a pasear su tradicional rebeldía, aunque se las ingenió para obtener unos veinte negativos en descuidos de sus guardianes. Desgraciadamente, las condiciones a las que se veía sometido hicieron que su vieja tecnología, más pensada para disfrutar de un paseo que para jugar a James Bond, no respondiese con la calidad deseada, de modo que no se atrevió ni a mostrarlas.

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Catherine Verneuil, 1963.

Durante esta etapa comenzó también a experimentar, un poco a regañadientes, con el montaje fotográfico, principalmente destinado a servir de portada para diversas revistas. Su interés fue tan nulo que con frecuencia reutilizó varias de sus antiguas fotografías para componerlos. Su obra más celebrada de este periodo es “La casa de los inquilinos” (1962), que a todos los españoles nos recordará inevitablemente al “13 Rue del Percebe” de Francisco Ibáñez. Las similitudes son tan asombrosas que cualquiera pensaría que Ibáñez obtuvo su idea tras ver la obra de Doisneau; sin embargo, la primera historieta de la casa de los locos se había publicado un año antes en la contraportada del Tío Vivo. No existe ninguna constancia de que Doisneau tuviese acceso a los tebeos españoles; pero, de haberse inspirado alguien en alguien, habría sido el francés en el barcelonés.

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«Distorsión óptica», 1965.

El Mayo del 68 supuso un cierto soplo de aire fresco para él: no sólo volvía a haber barricadas que cubrir en las calles, sino que sus queridos adoquines, bajo los que se supone que estaba la playa, se convirtieron en los protagonistas absolutos de las protestas. El cambio de mentalidad social trajo consigo otro giro en las tendencias artísticas y, a mediados de los años 70, su figura comenzó a ser reivindicada como la de una leyenda viva de la fotografía universal. Los museos de arte moderno más importantes del mundo organizaron varias exposiciones retrospectivas o temáticas sobre su obra mientras él, ya sin demasiadas pretensiones, se dedicaba a divertirse fotografiando las escenas irrisorias que seguía encontrándose en sus paseos. Su popularidad siguió aumentando, se le tributaron homenajes por todo el mundo, se editaron innumerables libros sobre su obra, se compilaron sus fotografías en diversos formatos y se rodaron varios documentales con él como protagonista. La prensa y la industria publicitaria volvieron a llamarle, en esta ocasión para encargarle trabajos completamente adaptados a su estilo, como volver a fotografiar la Banlieure, esta vez en color. Doisneau aceptará la encomienda, pero su desarrollo le resultará frustrante. Se había ilusionado con la idea de regresar a sus raíces, pero se encontró que esas raíces habían sido borradas del mapa por completo. Habían desaparecido hasta las paredes encaladas, con lo cual la luz ya no era la misma. En su lugar había otras cosas, quizá tanto o más sórdidas, humildes o encantadoras; pero otras cosas. Puede que aún existiese algún tipo de belleza en aquellos lugares, pero él ya no se veía capaz de encontrarla.

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«Pastel pisable», 1978.

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«El coche quemado», 1968.

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«Los helicópteros», 1972.

Esa amargura, unida a los problemas legales, no fue lo único que entristeció los últimos años de su vida. Su mujer enfermó de gravedad y fue muriéndose poco a poco a lo largo de años. Es de suponer que se trató de un cáncer, pero tanto él como sus hijas prefirieron no entrar en detalles. En julio de 1993, completamente agotado, Doisneau sufrirá un infarto y no volverá a trabajar. La muerte le llegó el 1 de abril del 1994, medio siglo después de su paso por las barricadas. En esos meses apenas saldrá del hospital para acudir al entierro de su esposa y al juzgado. En sus últimos reportajes se había dedicado a retratar a figuras de la escena cultural francesa por encargo de diversas publicaciones. Algunas de estas sesiones, como la que protagonizaron Les Rita Mitsouko, le hicieron sentirse joven y divertirse de nuevo durante unas horas; pero la realidad es que ya hacía muchos años que en las entrevistas hablaba en pasado de su vida como fotógrafo.

Les Rita Mitsouko doisneau

Les Rita Mitsouko, 1988.



Recomendaciones: Como ya se ha indicado a lo largo del artículo, existen multitud de libros acerca de la obra de Doisneau. Quizá el más interesante de los que he tenido entre mis manos sea “Robert Doisneau”, de Jean-Claude Gautrand, con prólogo escrito por la propia hija del fotógrafo y más de 400 fotografías. Fue editado en 2014 por Taschen y aún puede encontrarse en las librerías. Como suele ser habitual en esta editorial, el volumen aúna una altísima calidad de impresión  con textos amenos y muy bien documentados. Además, el precio es muy asequible para ser un libro de arte de semejantes dimensiones ―doy fe de que pesa como un muerto―. Aquí dejo el enlace de Amazon, por si alguien no puede cargar bultos.

También es posible conseguir reediciones de algunos de los libros que publicó el propio Doisneau, como “La vie en famille” o “La Banlieu de Paris”; y si a alguien le ha tocado la lotería recientemente, quizá le interese adquirir de segunda mano este original de «Tres segundos de eternidad«, publicado en 1979 para acompañar una exposición retrospectiva en Bolonia.

Igualmente, existe una gran variedad de reproducciones de algunas de las fotografías de Doisneau.



4 pensamientos en “Robert Doisneau: Fotos de vida, amor y guerra.

  1. Curiosa la versión del escaparate con el cuadro de la señora desnuda, sólo conocía la foto del matrimonio mirando el escaparate, no con el policía.

    • En realidad la serie es mucho más amplia: yo he podido ver hasta ocho variaciones, a cada cual más divertida. Desgraciada o afortunadamente, la obra de Doisneau es tan amplia, y este espacio tan pequeño, que he tenido que elegir una, y le ha tocado al gendarme.

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