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El Bosco, una cuestión de fe

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«San Jerónimo entregado a la oración».

Cronológicamente a caballo entre el gótico tardío y el Renacimiento flamenco, el estilo pictórico del Bosco es tan personal que llega a resultar inclasificable. La legión de imitadores y falsificadores que honraron o mancillaron su obra fue tan numerosa que en realidad podríamos llegar a hablar de un subgénero independiente de difícil colocación historiográfica. Gran parte de las dificultades parten del hecho de que prácticamente no se sabe nada acerca de la persona que estaba detrás de la firma de Hieronymus Bosch. Sabemos que existió un hombre llamado Jeroen Anthonissen van Aeken que empleaba ese seudónimo o que directamente se cambió el apellido; pero no podemos determinar con certeza qué obras salieron de su mano y cuáles no: de las cerca de un millar que tradicionalmente se le atribuyen con mayor o menor solidez, algunos expertos reducen la cuenta por debajo de la veintena. En muchas ocasiones no se cuestiona que la idea fuese efectivamente suya, sino que lo que hoy en día se considera el original quizá no sea más que una copia realizada con posterioridad. A estas dudas se une la inimaginable cantidad de enigmas que rodean sus composiciones: de qué mente pudo salir tan extenso catálogo de monstruos aterradores, cómo es posible que sus representaciones no le generaran problemas con la Inquisición, qué mensajes encierran esas extrañas estructuras arquitectónicas que recuerdan al surrealismo más que a su época, qué pintan en sus tablas representaciones de animales que no serían conocidos en Europa hasta siglos más tarde… Y así un largo etcétera de cuestiones sin resolver al que, no obstante, se le pueden encontrar respuestas bastante lógicas sin necesidad de recurrir a explicaciones esotéricas.

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«La nave de los locos». Hoy se considera que se trata de un fragmento de una obra mayor que fue dividida en varias partes.

Lo primero que debemos tener en cuenta, y no es algo que siempre se haya tenido, es que el lenguaje iconográfico del Bosco es fruto de su época y de su ámbito geográfico. Todo lo que para nosotros resulta incomprensible debía de estar bastante claro para sus coetáneos, que ya celebraban lo que llamaban sus “fantasías” y no parecían encontrar ningún secreto en ellas. En este sentido, no dejan lugar a dudas las palabras del español bruselense Felipe de Guevara, uno de los primeros verdaderos asesores de coleccionistas de arte de los que se tiene noticia y un gran coleccionista en sí mismo ―entre otras grandes obras maestras, durante una temporada fue el propietario de “El matrimonio Arnolfini” (Jan van Eyck, 1434)―, en su libro “Comentarios de la pintura”. El tratado, interesantísimo desde la primera hasta la última palabra, fue escrito alrededor de 1560 como un informe personal para Felipe II, y no fue publicado hasta 1788 gracias a los esfuerzos investigadores del ilustrado Antonio Ponz ―o Pons―, que se dedicó a rescatar, catalogar y adaptar al castellano de la época varias obras perdidas en los fondos de la Biblioteca de El Escorial:

Y pues Hyerónimo Bosco se nos ha puesto delante, razón será desengañar al vulgo, y á otros mas que vulgo de un error que de sus pinturas tienen concebido, y es que qualquiera monstruosidad, y fuera de orden de naturaleza que ven, luego la atribuyen á Hyerónimo Bosco, haciéndole inventor de monstruos y quimeras. No niego que no pintase extrañas efigies de cosas, pero esto tan solamente á un propósito que fué tratando del infierno, en la qual materia, quiriendo figurar diablos, imaginó composiciones de cosas admirables.

Esto que Hyerónimo Bosco hizo con prudencia y decoro , han hecho y hacen otros sin discreción y juicio ninguno; porque habiendo visto en Flandes quan accepto fuese aquel género de pintura de Hyeronimo Bosco, acordaron de imitarle, pintando monstruos y desvariadas imaginaciones, dándose á entender que en esto solo consistía la imitación de Bosco.

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Detalle de «Las tentaciones de san Antonio».

A pesar de que la vida del Bosco transcurriera en los albores de la Edad Moderna, el contexto en el que se movió seguía manteniendo una clara impronta medieval. Vivió en una sociedad próspera, pero de estructura gremial, y se supone que nunca salió de la ciudad que le vio nacer ―algunos autores sugieren que probablemente se movió bastante por Flandes y que incluso habría viajado a Alemania y a Italia―. Contemporáneo de Botticelli, de Leonardo, de Miguel Ángel, de Durero o de Rafael, su estilo está en las antípodas de los de estos cinco maestros ―aunque no tanto del de Giorgione, por ejemplo― y, en general, de la visión humanista propia del Cinquecento. Como si de un dinosaurio escapado a la extinción se tratara, El Bosco mantuvo casi inalteradas las constantes de la pintura gótica bajomedieval, con sus símbolos moralizantes y su profundo sentido religioso, si bien las adaptó a un lenguaje personal que tampoco tenía demasiado que ver con la obra de sus predecesores. Se le atribuyen muy pocos retratos y, en general, sus figuras humanas suelen aparecer por completo despersonalizadas y miniaturizadas, dando a entender la insignificancia del hombre ante el poder de Dios o ante la grandeza de la Creación.

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Tríptico de las tentaciones de san Antonio.

Esta minimización da lugar a composiciones complejísimas, que en la actualidad nos pueden recordar a los libros que retan a los niños a encontrar a Wally y que ya en su época eran conocidas en Italia como grilli, no se sabe muy bien si queriendo decir que parecían una jaula de grillos o que quien las había hecho debía de tener la cabeza llena de ellos. Este tipo de desprecios cariñosos eran muy frecuentes ante cualquier muestra de arte que recordase lejanamente al gótico, pero en ningún momento a nadie se le ocurrió pensar que pudiesen albergar algún sentido oscuro. El gran Vasari habló del Bosco y de sus grilli con el máximo respeto, aunque advirtiendo que sólo conocía sus obras a través de grabados que reproducían “tantísimas obras maestras de la imaginación, de carácter fantástico y libertino, que resultaría tedioso nombrarlas todas” ―no hace ninguna referencia a que el pintor visitase nunca Italia, por cierto―. El poeta flamenco Dominicus Lampsonius, por su parte, le dedicó estos versos en la segunda mitad del siglo XVI:

¿Qué ve, Hieronymus, tu ojo atónito?
¿Qué la palidez de tu rostro?
¿Ves ante ti monstruos y fantasmas del infierno?
Diríase que pasaste las lindes y entraste en las moradas
del Tártaro, pues tan bien pintó tu mano cuanto existe
en lo más profundo del averno.

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Postigo izquierdo de «El jardín de las delicias». Representa el Infierno.

No parece, por lo tanto, que las tablas del Bosco causaran ningún escándalo ni intriga hasta mucho después de su muerte, y cuando empezaron a hacerlo no fue sino por la abundancia de figuras desnudas. Evidentemente, El Bosco fue católico, principalmente porque todavía no se podían ser muchas más cosas; pero cuando los protestantes tomaron el control de los Países Bajos tampoco detectaron absolutamente nada pecaminoso o brujesco en su legado, al menos al principio. Seamos serios: un pintor tan admirado por Isabel la Católica, Felipe el Hermoso, Carlos V o Felipe II no podía apartarse ni un milímetro de la ortodoxia doctrinal romana. Este argumento ya fue empleado por fray José de Sigüenza cuando, a finales del siglo XVI, tanto Reforma como Contrarreforma comenzaron a condenar explícitamente obras muy similares a las del Bosco, puntualizando que “la diferencia entre los trabajos de este hombre y de los demás está, en mi opinión, en que los demás tratan de pintar a los hombres como aparecen por fuera, en tanto él tiene el valor de pintarlos cuales son por dentro”. Como puede observarse, era la falta de ropa lo que les preocupaba, no que pudiesen representar una apología de cualquier creencia pagana.

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Panel central de «El jardín de las delicias». La mayor parte de los expertos coincide en afirmar que representa el mundo terrenal corrompido por el pecado.

¿Por qué tantos monstruos entonces, si las Escrituras apenas hablan de ellos? Por el mismo motivo que las gárgolas adoptan esas formas tan poco amistosas: había que advertir al populacho analfabeto de lo que le esperaba si era malo. Debemos tener en cuenta que la cercanía del año 1500 revivió en la población europea los temores milenaristas, y que el mensaje a transmitir no era otro que “arrepiéntete, pecador, ahora que todavía estás a tiempo”. Existen muchos indicios para pensar que los artistas flamencos de la época consideraban estar cumpliendo una labor social con sus obras ―y no sólo en el plano didáctico o salvador: el motivo de que se incluyeran donantes fallecidos en ellas, por ejemplo, no era otro que el de interceder por sus almas para que pasaran menos tiempo en el Purgatorio―. Así, con este ánimo educativo, todas las torturas que podemos disfrutar en los infiernos del Bosco no son sino castigos irónicos hacia los siete pecados capitales: un hombre condenado a soportar los arrumacos de una cerda con hábito de monja (lujuria), una mujer condenada a contemplar su reflejo en el culo de un diablo durante toda la eternidad (soberbia), seres humanos devorados y defecados por un ave (gula), cuerpos crucificados en instrumentos musicales (pereza), almas atacadas por una jauría de perros rabiosos (ira), seres infernales trepando al lecho mortuorio de un avaro y saqueando sus riquezas (avaricia). Esta ironía no le pasó desapercibida a otro maestro del sarcasmo: el mismísimo Quevedo recurrió al Bosco en sus “Sueños y discursos” (1627) para vilipendiar a la Inquisición sin que se notase demasiado:

Mas dejando estos, os quiero decir que estamos muy sentidos de los potajes que hacéis de nosotros [los demonios], pintándonos con garra sin ser aguiluchos; con colas, habiendo diablos rabones; con cuernos, no siendo casados; y mal barbados siempre, habiendo diablos de nosotros que podemos ser ermitaños corregidores. Remediad esto, que poco ha que fue Jerónimo Bosco allá, y preguntándole por qué había hecho tantos guisados de nosotros en sus sueños, dijo: “Porque no había creído nunca que había demonios de veras”.

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Detalle de «La muerte del avaro».
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Detalle del postigo izquierdo de «El jardín de las delicias».
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Detalle del postigo izquierdo de «El jardín de las delicias».

En términos historiográficos se le incluye entre los maestros flamencos porque Flandes comprendía todas las posesiones borgoñonas en los Países Bajos; pero el Bosco no era realmente flamenco, sino brabanzón. Nació en la localidad de ‘s-Hertogenbosch, topónimo de complicada grafía que no significa otra cosa que “el bosque del duque”; de hecho, su nombre en español es Bolduque ―del que proviene la palabra “balduque”, por ser en aquella ciudad donde empezaron a fabricarse las cintas rojas para atar legajos―. En el habla cotidiana, los habitantes de esa localidad siguen refiriéndose a ella como Den Bosch o simplemente Bosch, y de ahí es de donde van Aeken tomó su seudónimo ―Hieronymus no es sino la versión latina de Jeroen, Jerónimo―. Si no he facilitado su fecha de nacimiento, es sencillamente porque se desconoce. Habitualmente se la sitúa entre 1450 y 1455, aunque algunos estudiosos llegan a adelantarla hasta 1435. Tan sólo existe la certeza de que la muerte le llegó en 1516, porque se han hallado actas de la cofradía a la que pertenecía en las que se acuerda celebrar misas por su alma.

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Tríptico del jardín de las delicias cerrado. El Bosco representó el mundo entero en su exterior, para al abrirlo encontrar el Paraíso, el mundo terrenal y el Infierno.

Se sabe también que fue hijo y nieto de pintores muy respetados en Bolduque, adonde se supone que llegó su abuelo, o quizá su bisabuelo, procedente de Aquisgrán ―el nombre neerlandés para la capital carolingia es Aaken―. Las principales referencias directas al Bosco hay que buscarlas en las actas y libros de cuentas de la Hermandad de Nuestra Señora, una cofradía similar a las que todavía procesionan durante la Semana Santa en muchas ciudades españolas. Por lo demás, tan sólo se tiene la seguridad de que se casó con una tal Aleyt Goyaerts van den Meervenne, perteneciente a una de las familias más prominentes de la burguesía local. De hecho, una gran parte de los únicos cincuenta documentos oficiales en los que se le nombra están relacionados con los negocios de su mujer. Todas las fuentes apuntan a que el matrimonio estaba muy bien considerado entre sus conciudadanos, así como que ostentaba una gran cultura y poderío económico y que no dudaban en destinar una buena parte de él a obras de caridad y demás donaciones piadosas. No es de extrañar esta riqueza, y no sólo por lo que produjera el patrimonio familiar: se sabe que sólo por el tríptico del Juicio Final (también conocido como “el tríptico de Viena”), encargado por Felipe el Hermoso en 1504, El Bosco cobró 360 florines ―o, al menos, lo facturó en esa cantidad, porque sólo hay constancia de que recibiera un plazo de 36 florines; es de suponer que el resto de los recibos se han perdido―. Para que nos hagamos una idea de lo que suponía esa cantidad de dinero, un maestro picapedrero venía a ingresar unos 60 florines al año, y uno podía comprarse un barco de altura por unos 150 florines. También se conserva una encomienda local en la que se le ofrece algo así como un cheque en blanco: “lo que él quiera”, literalmente.

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Tríptico del Juicio Final.

Aunque algunos académicos han propuesto que quizá se autorretrató varias veces entre la muchedumbre que suele poblar sus fantasías, tampoco sabemos qué aspecto tenía El Bosco. Existe un grabado de Cornelis Cort, realizado alrededor de 1572, y un dibujo anónimo de fecha desconocida que coinciden sorprendentemente en su prosopografía. Por ese motivo y porque el atuendo que lleva el retratado ya estaba completamente pasado de moda en tiempos de Cort, se piensa que ambos pudiesen estar basados en un autorretrato hoy desaparecido; aunque también es posible que se tratase de representaciones idealizadas que se copiaran la una a la otra. De ellos llama la atención la avanzada edad con la que el pintor es representado, y el hecho de que la leyenda del grabado afirme que El Bosco murió alrededor de 1500. Hoy sabemos sin ninguna duda que murió en 1516, y no parece muy probable que se retratase justo antes de morir, por lo que es posible que esa supuesta pintura desaparecida llevase impresa una fecha anterior. Esto es lo que ha conducido a algunos expertos a pensar que pudiese haber sido un hombre que tuviera entre 60 y 70 años en las últimas décadas del siglo XV.

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El Bosco según Cornelis Cort.

Tratar de resolver lo que no se comprende de una obra de arte atribuyendo a su autor comuniones con extraños cultos de carácter secreto y patochadas por el estilo equivale a imputar los eclipses a la furia de los dioses ―o quizá tan sólo constituya una forma muy legítima de vender libros aprovechando la ignorancia del público―. Por regla general, nada esotérico se esconde dentro de las artes plásticas. Sea cual sea su forma, el arte implica intención de comunicación y de divulgación, y resultaría bastante absurdo revelar en él la existencia de una sociedad secreta, sobre todo si se pretende que continúe siéndolo. En el caso excepcional del Bosco, sin embargo, muchos investigadores serios se han visto tan desbordados por lo ininteligible de lo que obviamente son mensajes que han acabado recurriendo en mayor o menor medida a las tesis ocultistas. Evidentemente, no se trata de toda la obra del pintor, que generalmente se explica de acuerdo con la iconografía o el simbolismo propios de la época, sino de determinadas figuras y acciones que parecen no guardar ningún sentido lógico.

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Tríptico del carro de heno.
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«El peregrino». Tríptico del carro de heno cerrado.

Curiosamente, este tipo de explicaciones imaginativas se hace más frecuente cuanto más nos alejamos en el tiempo de su creador. Unos 60 años más tarde que Guevara, Van Mander, que además de pintar cultivó una extensa obra ensayística, también destacó las “fantasías” que habían salido de los pinceles del Bosco; pero tampoco se mostraba escandalizado o extrañado por ello, sino que, sin llegar a ser explícito, daba a entender que se trataba de motivos propios de las ilustraciones de la época, que incluso podían encontrarse en libros sacros. No es hasta principios del siglo XX cuando comienzan a imponerse interpretaciones que vinculan al pintor con la rosacruz, con el gnosticismo o con todo tipo de variantes de la alquimia, la astrología o la cabalística. Hay también quien afirma, sin sonrojo alguno, que El Bosco fue tan clarividente que se adelantó más de cuatro siglos a Dalí, como si no existiese la más mínima posibilidad de que Dalí conociera la obra del Bosco y se inspirase en ella para diseñar algunas de sus estructuras ―creo que en la Residencia de Estudiantes sí que debían de tener cierta noticia de que una vez existió un flamenco que pintaba cosas muy raras―. Carl Jung, por su parte, no dudó en calificarlo como el primer surrealista de la historia o como “el descubridor del inconsciente”; y tampoco faltaron ―ni faltan― los que aseveraron que tales visiones tan sólo podían haberse producido tras la ingesta de sustancias alucinógenas.

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Tríptico de la Epifanía.

Dejando a un lado lo que de menosprecio hacia la capacidad imaginativa del artista tiene esa última afirmación, no parece que el Bosco sacara sus ideas precisamente de “visiones”. En 1949 el profesor Dirk Bax, filólogo neerlandés además de historiador del arte, ofreció finalmente al mundo la piedra Rosetta para comprender al artista más enigmático. Ni visiones ni drogas ni cultos perdidos ni sociedades conspiradoras: El Bosco no había hecho más que interpretar literalmente todo tipo de dichos, refranes, argot, juegos de palabras y canciones populares de la Holanda medieval. En 1988, su discípulo Roger H. Merijnissen demostró la veracidad de su teoría de manera exhaustiva en “Hieronymus Bosch: Das vollständige Werk” ―algo así como “El Bosco: La obra completa”―. Así, por ejemplo, un carro de heno era algo que en su tiempo se asociaba a engaños o estafas, porque abultaba mucho, pero no valía nada: la expresión literal “hacer a alguien empujar una carreta de heno” significaba tomarle el pelo, y eso era lo que El Bosco creía que hacía el Diablo con los hombres al tentarles para pecar. La fresa, que tan presente está en muchas de sus obras ―hasta el punto de que “El jardín de las delicias” llegó a ser conocido como “El jardín de las fresas”―, era una forma vulgar de referirse a la vulva; y el pez, que también podemos apreciar caminando o volando con frecuencia por sus maderas, al falo. “Coger flores”, como recolectan varias de sus figuras desnudas, quería decir copular; y así una inacabable sucesión de metáforas visuales que en ocasiones llegan a presentar una gran complejidad: la palabra schel, por ejemplo, era un vocablo polisémico que designaba tanto a la monda de una fruta como a una pelea, por lo que “estar dentro de una fruta”, como lo están varios personajes en el panel central del Jardín, se empleaba para indicar que alguien se había metido en cualquier tipo de refriega física, incluida la erótica.

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Tríptico del jardín de las delicias.

Pero no todas las extrañas figuras ideadas por el Bosco encuentran su explicación en este sistema: en algunas la cuestión es incluso más simple. En “El jardín de las delicias”, en la parte superior del postigo izquierdo, puede observarse un gran cuchillo con una eme grabada. Durante mucho tiempo, varios autores poco serios lo tomaron como una prueba irrefutable de que El Bosco era miembro de clubes siniestros que llevaban a cabo sacrificios de lo más sangriento. Si atendemos a esa explicación, Bolduque debía de ser un lugar un tanto terrorífico en aquella época, porque durante unas excavaciones llevadas a cabo durante la década de los 90 salieron a la luz multitud de utensilios cortantes con el mismo símbolo en la hoja. Por suerte, ese símbolo tan acongojante no era más que la marca del taller que los producía. Lo realmente triste del asunto es que no sólo no se han enmendado los libros que contenían alguna otra interpretación algo más espectacular, sino que hoy en día ese argumento sigue siendo utilizado para captar la atención de incautos.

el bosco cuchilloEs muy probable que al propio Bosco se hubiesen entrado tentaciones autolíticas de haber sabido lo que se iba a llegar a ver en sus obras. Muy al contrario de lo que se ha pretendido afirmar, él mismo no perdía ocasión para burlarse de las supersticiones y de las creencias en brujas y fantasmas. Quizá sea en “La extracción de la piedra de la locura” donde más palpable se haga esa intención. Quien desee elucubrar alguna teoría delirante con respecto a esta tabla pierde especialmente el tiempo, porque nunca ha albergado ningún misterio de ningún tipo. Al igual que hoy en día decimos que alguien “tiene una buena pedrada” para referirnos a que está tirando a desequilibradillo, en el Flandes de la Baja Edad Media se decía que tenía una piedra en la cabeza. Algunos se lo tomaban literalmente, y eso motivó que proliferaran curanderos estafadores que ofrecían complicadísimas ―y carísimas― intervenciones quirúrgicas para liberar al “paciente” de sus padecimientos. La “operación” no consistía más que en practicarle algún pequeño corte superficial en la coronilla mientras los cómplices del timador le distraían. Después, el falso cirujano le mostraba al estafado una piedra ensangrentada y se largaba con su dinero mientras duraba el efecto placebo. En este caso, El Bosco ha cambiado la piedra por un tulipán de agua que, junto a otros símbolos, da a entender que lo que de verdad le pasa al enfermo es que está completamente salido. La inscripción que completa la tabla dice literalmente: “Maestro, quíteme pronto esa piedra. Me llamo Lubbert Das”. Hasta fechas no demasiado lejanas, la jerga popular neerlandesa empleaba el nombre propio de Lubbert para designar a un pardillo, pringado, tolái, panoli, etc., por lo que su sentido estaría claro. Algunos autores van un poco más lejos y, sin contradecir la explicación original, la amplían sugiriendo un juego de palabras relacionado con el verbo lubben, que significa “castrar”. “Das” quiere decir “tejón”, que al parecer tenía fama de ser un animal muy perezoso. El sentido de Lubbert Das, por lo tanto, sería algo así como “vago castrado”. (Nadie duda de que El Bosco pintase esta obra, entre otras cosas porque se sabe que fue encargada por Felipe de Borgoña; sin embargo, sí que hay quien sugiere que la que se exhibe en El Prado no es la original, sino una copia realizada por un sucesor del Bosco.)

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«La extracción de la piedra de la locura».

En cuanto a la “Mesa de los siete pecados capitales y las cuatro postrimerías”, igualmente albergada en el Museo del Prado, también se ha venido discutiendo mucho su autoría. Aunque hoy en día ya prácticamente no se pone en duda que fuese realizada por El Bosco, Guevara parecía tener claro que había sido pintada por un discípulo anónimo al que la mayor parte de los comentaristas identifica con Pieter Brueghel el Viejo:

[…] es justo dar aviso que entre estos imitadores de Hyerónimo Bosco, hay uno que fué su discípulo, el qual por devoción de su maestro, ó por acreditar sus obras, inscribió en sus pinturas el nombre de Bosch, y no el suyo. Esto, aunque sea así, son pinturas muy de estimar, y el que las tiene debe tenellas en mucho, porque en las invenciones y moralidades, fué rastreando tras su maestro, y en el labor fué mas diligente y paciente que Bosco, no se apartando del ayre y galanía, y del colorir de su maestro. Exemplo de este género de pintura es una mesa que V. M. tiene, en la qual en circulo están pintados los siete pecados mortales, mostrados en figuras y exemplos: y aunque toda la pintura en sí sea maravillosa, el quadro de la invidia á mi juicio es tan raro y ingenioso, y tan exprimido el afecto de ella, que puede competir con Aristides, inventor de estas pinturas, que los Griegos llamaron Ethicey, lo qual en nuestro castellano suena, Pinturas que muestran las costumbres y afectos de los ánimos de los hombres.

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Mesa de los pecados capitales.
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«La gula». Detalle de la Mesa de los pecados capitales.

Aunque tampoco se sabe con certeza cuándo nació Brueghel, las fechas propuestas suelen rondar entre 1515 y 1525, por lo que parece imposible que fuese discípulo del Bosco en el sentido estricto de la palabra. Puede que Guevara estuviese pensando en otro pintor, o que se refiriese a él como discípulo espiritual ―que lo fue― más que académico. En cualquier caso, hemos de tener en cuenta que el destinatario directo del ensayo de Guevara era ni más ni menos que Felipe II, un gran aficionado a la pintura que repartía sus amores más selectos entre Tiziano y El Bosco. Esta circunstancia pudo influir a la hora de que el crítico pusiera por las nubes la calidad de la Mesa. ¡Qué le iba a decir, si el monarca ya la había comprado y la tenía en su dormitorio! (En 1578 la donaría al Escorial, quizá algo desilusionado por las indicaciones de su asesor.)

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«Ecce homo». Las figuras fantasmales que pueden distinguirse en la esquina inferior izquierda del espectador son los donantes. Algún bárbaro las cubrió en algún momento tras la muerte del pintor, pero ellas se empeñan en hacerse patentes.

Al no contar con ninguna información acerca de la educación que recibió El Bosco, tampoco se antoja demasiado sencillo averiguar por qué atesoraba ese aparente dominio de las ciencias más diversas, entre ellas especialmente de la ornitología. Tan sólo en “El jardín de las delicias” se han identificado setenta especies de aves fielmente reflejadas. No es de extrañar que cualquier pintor sienta una gran atracción hacia los plumajes coloridos; pero la autoridad en la cuestión que exhibe este artista supera incluso a la que Rousseau demostraría siglos más tarde en botánica. Es posible que en realidad El Bosco no tuviera ni la más remota idea de pajarería y que simplemente se guiase por algún catálogo de ilustraciones; sin embargo, no se conoce ninguno de su época que pueda comparársele ni de lejos en cuanto a exactitud, minuciosidad y exhaustividad.

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«El prestidigitador», también conocido como «El trilero». Se sabe que la obra salió del taller del Bosco, pero la mayoría de los expertos considera que no la realizó él personalmente.

Precisamente del mundo de las aves parte uno de los misterios más curiosos y divertidos de cuantos rodean a su figura, éste sin resolver ni indiciariamente. Se dice que en “El carro de heno” aparece un kiwi; pero eso no es del todo cierto: en realidad, aparecen dos ―ambos en el postigo izquierdo, uno en la parte inferior y el otro sobre la torre―. El problema es que el kiwi es un ave endémica de Nueva Zelanda, y que cuando el tríptico fue pintado aún faltaba bastante más de medio siglo para que Juan Fernández se convirtiese en el primer europeo en atisbar sus costas. El primero en desembarcar sería Abel Tasman, en 1642, aunque lo hizo poco más que para aprovisionarse; y tendríamos que esperar hasta los viajes del Capitán Cook, a mediados del siglo XVIII para que un hombre blanco volviese a poner los pies en aquella tierra. La primera evidencia de que a Europa llegase un kiwi disecado pertenece a los tiempos de Napoleón, y no sería hasta 1851 cuando el primer ejemplar vivo se paseó por el zoológico de Londres.

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«Alegoría de la gula y la lujuria». Los estudios dendrocronológicos de la tabla indican que probablemente es otro fragmento de la obra a la que pertenecía «La nave de los locos».

En un principio se pensó que esas concretas figuras pudieran haber sido añadidas con posterioridad, pero esa opción parece descartada: realmente fue El Bosco quien incluyó en su tríptico dos ejemplares de una especie que no podía conocer ―por supuesto, cabe la remota posibilidad de que se trate de una coincidencia, pero sería muy extraño: la representación es minuciosa y ningún otro pájaro está inventado―. Para resolver este entuerto, volvemos a tener dos opciones: o lo achacamos a la brujería, los viajes astrales y todo eso ―aunque un par de kiwis se antojan como un recuerdo un tanto exiguo para tan maravillosa experiencia―, o aplicamos la lógica y nos rendimos a la evidencia de que si lo pintó es porque lo conocía.

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«Crucifixión de una mártir», también conocido como «Tríptico de santa Wilgefortis», aunque hoy se considera mayoritariamente que se trata de santa Julia de Córcega.

Como digo, nadie tiene ni la más remota idea de cómo fue posible; pero lo más probable es que sencillamente nos falten datos ―como ocurría en el caso del cuchillo asesino― y que tarde o temprano acabemos averiguando cómo llegó un kiwi al Bolduque bajomedieval. La clave del asunto podría estar en las relaciones mercantiles con Oriente. En Flandes confluían varias rutas comerciales, tanto terrestres como marítimas, y no sería de extrañar que algún ejemplar de ese pájaro sin alas hubiese podido ser traído desde China. Suele pensarse que el Imperio de los dragones no era muy dado a meterse en los mares, pero lo cierto es que entre los siglos XIV y XVI se llevó a cabo una intensa actividad exploradora por parte de marineros chinos. Nombres como los de Zheng He o Wang Dayuan no dicen mucho en Occidente, y aunque sus logros no puedan compararse con los de Vasco da Gama, Elcano, Colón o Drake, tampoco tienen tanto que envidiarles como pudiese parecer en un principio. Desgraciadamente, los capitanes chinos no llevaban cuaderno de bitácora ni diario de navegación, y las únicas crónicas que quedan de sus viajes fueron escritas por algún subalterno a su regreso ―especialmente interesantes son las de Ma Huan, que acompañó a Zheng He en tres de las que se supone que fueron sus siete travesías―. Estos relatos, sin embargo, ponen de manifiesto que estos exploradores en ocasiones creían haber estado en lugares a los que no habían llegado o que habían desembarcado en otros sin ser conscientes de ello, tal y como le pasó a Colón cuando creyó haber alcanzado las Indias.

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Algunos pájaros de «El jardín de las delicias».

Últimamente ha salido a la luz un estudio, no precisamente académico, que defiende que Zheng He llegó a América en 1421. La práctica totalidad de los historiadores objetivos considera que los juncos chinos tan sólo resultaban fiables en navegación de cabotaje y que no eran aptos para cruzar el Pacífico; sin embargo, es raro que se atrevan a negar la posibilidad con rotundidad ―principalmente porque no hay pruebas concluyentes ni en un sentido ni en otro―. Aunque en el mapa Nueva Zelanda parezca estar lo suficientemente alejada de cualquier otra tierra emergida como para imposibilitar su alcance con ese tipo de embarcaciones sin quilla, debemos tener en cuenta que la Gran Barrera de Coral se extiende como una especie de tobogán desde las costas de Nueva Guinea ―adonde sí que llegaron los exploradores chinos― hasta cerca del territorio maorí. Con las condiciones meteorológicas adecuadas, un navegante hábil podría haber aprovechado esa costa submarina para desplazarse hacia el sur y, entre otras cosas, capturar unos cuantos kiwis, alguno de los cuales podría haber acabado llegando a Flandes para que El Bosco pudiese pintarlo, ¿por qué no? Lo que está claro es que también para este concreto misterio, en alguna parte, duerme una explicación lógica deseando ser descubierta.

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Recomendaciones: Por los motivos que se han expuesto anteriormente, no resulta demasiado fácil recomendar libros sobre El Bosco. La complejidad y minuciosidad de la mayor parte de sus obras requieren de un formato muy grande para poder ser reproducidas en papel ―tengamos en cuenta que “El jardín de las delicias”, por ejemplo, ocupa casi 9 metros cuadrados―. Como casi siempre, la primera opción hay que buscarla en la editorial Taschen, que en general ofrece libros de arte de gran calidad a precios muy asequibles. Dentro de su catálogo, no hace mucho que se ha incluido “El Bosco”, de Walter Bosing, que se puede encontrar fácilmente en cualquier librería. Es una elección muy recomendable para hacerse una idea exhaustiva de la obra completa del artista y el texto está especialmente bien fundamentado; el problema es que es un volumen de un tamaño inferior al DIN A4 y uno se puede quedar bizco tratando de distinguir algunos detalles. En mi opinión, deberían regalar una lupa con él.

De mayores dimensiones es el catálogo de la exposición que celebró el Museo del Prado en 2016 con motivo del quinto centenario de la muerte del artista. Contiene textos de varios prestigiosos historiadores del arte, tanto españoles como holandeses, y las imágenes son de gran calidad. Además, cuenta con el rigor característico de la pinacoteca más importante del mundo.

De segunda mano, en inglés y a un precio algo más elevado, puede encontrarse el libro “Hieronymus Bosch: Das vollständige Werk”, de Roger H. Merijnissen, al que se ha hecho referencia en el cuerpo del artículo. Es un tratado muy interesante, pero también bastante complejo. Si lo que se busca es un manual algo más ligero, pero repleto de información seria, recomiendo «Hieronymus Bosch, «El Bosco»: Visiones y pesadillas», de Nils Büttner (2016). Está recién editado por Alianza Editorial y es un libro prácticamente de bolsillo con muy pocas ilustraciones y algunas de ellas en blanco y negro: es fundamentalmente texto.

Por supuesto, también existe una oferta muy variada de reproducciones para decoración.



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