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“El cuarto poder” (“Deadline – USA”), de Richard Brooks (1952)

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Bogart vuelve a encarnar al Bogart típico, que es un personaje que no puede ser calificado de bueno, sino solamente de íntegro. Se trata de un papel que repitió en tantas ocasiones que incluso se cuenta que esta vez ni se molestó en aprendérselo porque había estado muy ocupado averiguando cuanto whisky podía enfundarse en el hígado de una sentada. De hecho, su indumentaria es la de siempre, con su sombrerazo y su pajarita. Se diría que salía de un rodaje para entrar en otro, o bien que ya venía vestido de casa para ahorrar tiempo. Da igual que se trate de un detective privado, de un perdedor, de un ricachón o de un comentarista deportivo: cuando Bogart hace de tío íntegro no hay quien se le compare. En “El cuarto poder” da vida a Ed Hutcheson, el director de un periódico neoyorkino que está a punto de ser vendido a la competencia por las herederas del fundador. Con el fin de aguar el negocio, que supone la desaparición de facto de la publicación, decide reivindicar la función social de su diario denunciando los crímenes de un capo de la mafia que pasa por ser un empresario honesto. A partir de ahí se desarrolla un relato trufado de presiones, asesinatos, delaciones, juicios y todo ese tipo de cosas feas que saltan como chispas en cualquier choque de trenes. Sin embargo, y obviando el encantador ambiente estético y un ritmo narrativo sin tacha, lo más destacable de la cinta es la profundidad con la que son expuestos los personajes, llegando a extremos maestros tanto en el caso del protagonista como en el de su ex mujer, interpretado por Kim Hunter, la turbadora Stella Kowalski de “Un tranvía llamado deseo”.

No obstante, y aunque la vida privada de Hutcheson pese bastante en el argumento, el objetivo de la producción es rendir homenaje a la función de la prensa en una democracia ideal, que no debe ser otra que la defensa de las libertades públicas a través de su manifestación fundamental: la libertad de expresión, que engloba el derecho a la información y a la denuncia justificada, y que acaba actuando como un chorro de lubricante en los engranajes del Estado cuando éstos se oxidan un poco. Esa exaltación de la profesión del plomo y la tinta no es gratuita: Richard Brooks comenzó ejerciendo como periodista antes de dar su salto al mundo del cine, y lo cierto es que en la película se nota que conoce a la perfección los intestinos de cualquier medio de comunicación. Aunque es más celebrado como guionista que como director, entre cuyo Olimpo es raro verle incluido, a él se deben obras maestras tan indiscutibles como “La gata sobre el tejado de zinc” (1958), “El fuego y la palabra” (1960), “Dulce pájaro de juventud” (1962) o “A sangre fría” (1967), donde él mismo adaptó para su rodaje la densísima novela homónima de Truman Capote. Además, en su filmografía se encuentran algunas cintas de culto, como “Lord Jim” (1965), “Muerde la bala” (1975) y, especialmente, “Semilla de maldad” (1955), que significó el estallido definitivo de la era rock al incluir en su banda sonora la interpretación de “Rock around the Clock” grabada por Bill Haley & his Comets.

Cerca del final, el personaje interpretado por Bogart tiene la ocasión de soltar uno de esos discursos tan bonitos y bien hilados como el de James Stewart en “Caballero sin espada”, sólo que mucho más conciso y desapasionado ―resulta complicado imaginarse a Bogart con los ojos desorbitados y braceando como una cucaracha del revés mientras se le balancea un mechón de pelo sobre la frente―. A mí casi me arranca una lagrimilla, y si no lo consiguió fue sencillamente por su carácter arqueológico: en la actualidad el llamado cuarto poder ha muerto o, como mínimo, ha cambiado de manos. La prensa escrita ―y el periodismo serio en general, si es que este sintagma todavía puede aguantar unido más de dos segundos sin estallar—, ya no detenta ese pretendido poder oficioso, y si no lo hace es por falta de súbditos: hoy casi nadie lee los periódicos. Pero hace tiempo que el problema dejó de ser ése: la verdadera tragedia es que detrás del papel están cayendo la radio y la televisión como medios de información. Si hoy en día existe ese cuarto poder tan necesario, no se haya en manos de profesionales, ni siquiera en manos conscientes, sino que avanza como una colonia de hongos a través de las redes sociales y las cadenas de correos electrónicos. Da igual lo que informe la prensa tradicional: si en las redes sociales comienza a difundirse una imagen impactante que lleve superpuesta una leyenda extremadamente simple y mal redactada que lo contradiga, ésa será la versión a creer por la generalidad y, lo que es más grave, nadie se molestará en contrastarlo de ninguna manera. Es decir, nos quejábamos del efecto pernicioso que la tele causaba en la mentalidad social y ahora somos incapaces de darnos cuenta de que la degeneración cultural ha descendido otro escalón en su camino hacia la estupidez escalfada.



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