La principal diferencia entre el drama y la tragedia es que ésta implica muerte, en el sentido de pérdida total de la esperanza de una vuelta atrás. El drama hace sufrir a sus protagonistas, pero al final los deja vivos, concediéndoles, por lo tanto, la oportunidad de modificar su destino.
Este cuadro probablemente sea uno de los más profundamente estudiados dentro de la obra de Picasso. Múltiples autores han señalado el paralelismo de la colocación de las figuras con las de “El ángelus”, de Jean-François Millet, en el que se supone que se está asistiendo al entierro de un recién nacido ―pese a que esta hipótesis nunca ha sido confirmada―. Si en “La tragedia” nos encontramos ante el duelo por un hijo acabado de morir y de fondo se nos presenta el mar, no parece difícil deducir quién ha sido el asesino. Sin embargo, teniendo en cuenta el estado emocional que se le atribuye a Picasso durante su etapa azul ―profundamente deprimido y solo tras su llegada a París, que todavía constituía un mundo extraño para él― y la descarnada denuncia social que marcó la temática de sus pinturas a lo largo de estos años, yo me decanto por aventurar que en esta escena no hay más muertos que los que vemos. Los personajes visten harapos y van descalzos, son “miserables” en el mismo sentido que le otorgó Victor Hugo a la palabra y siempre lo van a ser, o eso parecen creer. La tragedia en este caso son dos vidas desperdiciadas: las de los adultos, a los que su ánimo sólo les sirve para ser conscientes de lo absurdo de su existencia. La figura infantil, por el contrario, simbolizaría el último refugio de la esperanza: la fe en un futuro mejor. De hecho, podemos ver cómo el niño, el único que mantiene la cabeza alta, trata de frenar al hombre en el paso que se dispone a dar. En definitiva, la esperanza, una vez más, nos demuestra sus escasas dotes como estratega.