Si hubiese que señalar una esencia constante en la obra de Helnwein, ésa sería la del rencor. Helnwein nació y creció en una Austria devastada física y moralmente por la Segunda Guerra Mundial, y aunque nunca se ha caracterizado por ser una persona demasiado locuaz fuera del lienzo, tampoco ha dejado de insinuar que su infancia postguerrera no transcurrió sobre un camino de rosas. Su punto de partida no debió de ser muy diferente del de millones de niños europeos; pero, incluso en cuanto a destrozos, siempre ha habido clases: mientras que las naciones agredidas recibieron todo tipo de ayudas y ánimos a su reconstrucción, las potencias vencedoras se las apañaron para convertir el renacimiento de los derrotados en una especie de penitencia eterna. Así, los infantes y adolescentes alemanes occidentales y austriacos de aquellas generaciones ―a rumanos, alemanes orientales, húngaros y búlgaros tan sólo se les exigió cambiar la foto de Hitler por la de Stalin― no sólo fueron criados y educados en un escenario repleto de privaciones, sino que además se les inculcó un complejo de culpabilidad que, en justicia, sólo hubiese debido corresponderles a aquéllos de sus padres y abuelos que apoyaron la deriva nacionalsocialista o el Anschluss. Pero la responsabilidad se imputó a golpe de pasaporte, de modo que esos chicos se desarrollaron bajo el signo de Caín, convencidos de que ellos eran los únicos responsables de todo lo que les pasaba por haber tolerado ―sin capacidad física para oponerse― que una serie de pintorescos estúpidos se hicieran con las riendas de sus respectivos estados. Se consiguió hacerles olvidar ―o, al menos, aparentar que habían olvidado― que las bombas y obuses que les despertaban en la cuna, que quizá mataron o mutilaron a sus progenitores ―o a ellos mismos, aunque dudo mucho que un bebé sobreviva a un impacto de metralla― y que no dejaron piedra sobre piedra en sus ciudades no fueron arrojadas por Hitler, sino por las tropas aliadas y soviéticas. El hecho de que hasta el momento no se haya desencadenado una nueva guerra mundial demuestra que esa psicología colectiva impuesta por los vencedores ha resultado útil y acertada desde un punto de vista histórico; pero eso no quiere decir que haya sido completamente inocua en otros sentidos.
Hace pocos años, en el contexto de uno de esos discursos que todavía se ven obligados a pronunciar periódicamente los mandatarios germanos para asegurar al mundo que su exorcismo fue un éxito, la canciller federal Angela Merkel oficializó la versión de que el primer país ocupado por los nazis fue la propia Alemania, como si los nazis hubiesen sido un misterioso pueblo bárbaro llegado de las estepas o una raza de extraterrestres sedientos de sangre ―en vez de compatriotas suyos, gente muy parecida a su propio abuelo―. Puede que éste nuevo enfoque histórico ayude a su nación a encontrar la paz necesaria para superar definitivamente sus traumas; pero es por completo esquizofrénica y, a mi modo de ver, algo peligrosa. Del mismo modo que la lectura del Nuevo Testamento acaba por convencernos de que el cristianismo es anterior al nacimiento de Cristo, las bases del nazismo ya estaban instaladas en la sociedad alemana antes de la irrupción de Hitler, y esa idea es precisamente la que, con grandes dosis de genial ironía, pretende expresar Helnwein mediante este cuadro, en el que tres oficiales de la línea de combate de las SS, acompañados de un paje, rinden su adoración a un Hitler recién nacido. De algún modo, las Waffen SS ya bullían antes de que Hitler pidiera a Himmler y Hausser que les dieran forma, incluso antes de que Guillermo II ordenara marchar sobre Francia, y su estructuración hubiese resultado imposible de no existir con anterioridad el germen oportuno dentro de la mentalidad social tudesca. Es, por lo tanto, el propio pueblo alemán el que está adorando al niño Hitler en este lienzo, y si el pintor ha elegido a ese cuerpo en concreto para representarlo, es sencillamente porque durante su andadura se destacó como el más fanático, brutal y despiadado de todos lo que generó el Tercer Reich.
En una composición que recuerda por igual a varios estilos clásicos sin centrarse en ninguno de ellos, Helnwein recupera la Virgen-trono del románico para simbolizar a la propia Alemania ―por algún extraño motivo y desde los mismos albores del liberalismo, las “naciones”, en abstracto, suelen ser representadas como señoritas de buen ver―, que ha parido a un niño que parece digno de adoración sin que ella acabe de entender muy bien los motivos. Imagino que son las consecuencias del “Fiat mihi secundum Verbum tuum” sin ulteriores preguntas aclaratorias al arcángel san Gabriel: la Virgen nazi, como cualquier madre, aparece orgullosa del fruto de su vientre, pero en esta ocasión muestra también cierto sentido de modestia o de incomprensión, de no ser plenamente consciente de lo que está ocurriendo ni de por qué es tan importante su bebé, tal y como le hubiese ocurrido a cualquier jovencita de pueblo que, de la noche a la mañana, se entera de que es bendita entre todas las mujeres ―de hecho, el Rey Melchor porta en sus manos el edicto que lo certifica―. También hay que señalar que el manto azul que simboliza la Inmaculada Concepción ―desde que santa Brígida de Suecia tuvo a bien visionarlo así― en esta ocasión aparece hibridado con algún tipo de casaca militar que augura recios nubarrones con forma de Stukas y Panzer sobre los estados adyacentes.
La figura central, la del bebé caracterizado como Hitler con algo tan simple como un determinado peinado inconfundible y sin necesidad de bigotito, no se conforma con tomar a la Virgen como un trono blandito y privilegiado, sino que se yergue adelantando y apoyando su pie derecho sobre ella, adoptando la misma actitud de poder con la que durante toda la historia del arte se ha representado a los soberanos más poderosos, si bien en esta ocasión el gesto de dominio es sobre su propia nación y no sobre el tiempo terrenal ―y ése es el principal motivo por el que Hitler jamás será admitido en el selecto club formado por Alejandro, César, Carlomagno, Carlos V (y/o I), Napoleón Bonaparte y cuatro o cinco más―.
Queda por analizar la figura a la derecha del espectador, que es la más misteriosa y confusa de todas las que observamos. Se trata igualmente de un oficial del ejército alemán, pero no de las SS, sino de la Wehrmacht, las tropas regulares, donde Hitler siempre encontró su oposición más férrea ―que tampoco era decir mucho― por seguir éstas dominadas espiritualmente por la nobleza prusiana, para la que nunca dejó de ser un fantoche advenedizo. Yo me inclino por pensar que este personaje, el de actitud más humilde de toda la composición, ocupa en la escena el lugar residual que en las pinturas manieristas se le solía reservar a san José de Nazaret, el olvidado tribuno de la plebe de los simples mortales ante tanta divinidad, siempre figurante en segundo plano y siempre resignado bajo un designio inmutable que no termina de comprender plenamente ―se ve que tampoco aprovechó con excesiva habilidad su turno de preguntas ante el ángel del Señor, que tan gustosamente abandonó otras dedicaciones para explicarle lo que el Espíritu Santo iba a acometer en su joven esposa―. Si estoy en lo cierto, reflejaría aquí la imagen de ese importante sector del pueblo alemán que asistió con resignación al ascenso progresivo del NSDAP sin mover un dedo ―por si se lo cortaban―, buscando motivos para creer en algo que realmente no veían. De hecho, basta con fijarse en qué parte del niño centra su tímida mirada escrutadora este pueblo virtualmente castrado, tan escéptico como inofensivo. Y, por último y para desterrar por siempre jamás las sospechas que pudieran recaer sobre el artista, estoy seguro de que no ha pasado desapercibido un claro mensaje con disfraz paradójico: la Sagrada Familia original era judía ―y muy judía: del linaje del rey David, ¡nada menos!―.