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“Retrato masculino inacabado”, de Tamara de Lempicka (1928).

lempicka

Habitualmente, cuando nos encontramos con un retrato inacabado, esta característica suele responder a uno de los siguientes motivos: o bien el pintor murió mientras trabajaba en él, o bien su mandante dejó de pagar lo acordado por el trabajo. Ninguna de estas dos razones se dan en el presente caso: la artista aún vivió cincuenta y dos años más y no existía tal mandante. El que el retrato masculino más famoso jamás pintado por Lempicka nunca fuera concluido debe traducirse como la última humillación, y probablemente la más dolorosa, a la que sometió a su primer marido durante los doce años en los que permanecieron casados. Ella misma eligió el título; y a pesar de que a la pintura efectivamente le faltan pinceladas, el calificativo de inacabado no se refiere al lienzo, sino al modelo: Tadeusz de Lempicki; en propias palabras de la autora, “ese débil, ese fracasado, ese imbécil”.

Se ha demostrado empíricamente que la vida erótica de Tamara de Lempicka alcanzaba para llenar varios libros; pero, además de por su furor copulatorio, ha pasado a la historia como la pintora más representativa del movimiento que posteriormente dio en llamarse art-déco, que en su vertiente pictórica simplemente engloba a una serie de creadores del periodo de entreguerras que resulta inclasificable por amalgamar características sueltas de otros estilos en boga. En la inconfundible obra temprana de Lempicka se mezclan el cubismo y el futurismo con cierto espíritu cercano al expresionismo, aunque posteriormente fue adentrándose en creaciones surrealistas con guiños abstractos que, en mi opinión, despersonalizaron por completo su estilo y la colocaron por debajo de la mediocridad. En realidad, no conozco a otro artista con una trayectoria descendente tan pronunciada: en menos de treinta años, pasó de nutrir la historia del arte con una genialidad tras otra a producir lienzos indignos de decorar un cuarto de baño.

En ocasiones se emplea la figura de Lempicka como un icono feminista más; sin embargo, creo que se trata de una equivocación bastante contraproducente, puesto que la pintora quizá encarne valores absolutamente opuestos a la esencia de tal movimiento. No cabe duda de que Tamara siempre se condujo con absoluta libertad; pero no es menos cierto que jamás se vio obligada a luchar por su consecución. Nació rica y caprichosa y, salvo el par de años que siguieron a su exilio tras la revolución de octubre, rica y caprichosa permaneció toda su vida. Que yo sepa, el único sacrificio realmente digno de elogio que realizó alguna vez fue acostarse con el cónsul sueco en Leningrado para obtener la liberación de Tadeusz, prisionero de la Checa. Cabe sospechar que el encuentro se hubiese producido igualmente sin mediar contraprestación; pero creo que, atendiendo al rencor que a partir de entonces parece surgir en ella hacia su marido, podemos descartar tal posibilidad.

Durante los primeros años de su matrimonio, Tamara y Tadeusz fueron tristemente conocidos como la pareja más frívola de todo San Petersburgo, y digo tristemente porque esa etapa coincidió con la situación espantosa e inhumana en la que se hallaba la práctica generalidad de la sociedad rusa, sangrada a la vez por las tropas alemanas y por el anacrónico despotismo paternalista de Nicolás II. Parece ser que su estancia como “huésped” de la policía secreta bolchevique transformó a Tadeusz en una especie de cadáver andante y que nunca se recuperó de su experiencia. Su nueva vida conjunta, primero en Copenhague y después en París, no sirvió para devolverle algo de energía vital, sino todo lo contrario. Tadeusz gozaba de cierto prestigio como abogado en su Petrogrado natal; sin embargo, fue incapaz de encontrar trabajo alguno una vez exiliado. Los que nos dedicamos a esto sabemos que separar a un jurista de su ámbito territorial es como sacar a un pez del agua, y más si tenemos en cuenta que el Derecho ruso de la época zarista guardaba muy pocas similitudes con la legislación de la Francia liberal, por lo que Tadeusz se vio convertido en un completo iletrado de la noche a la mañana y tuvo que resignarse a sobrevivir como el mantenido de su esposa, con lo que aquello conllevaba de denigrante a principios del siglo XX. No resulta extraño suponer que para una mujer como Tamara, acostumbrada a todo tipo de lujos y reconocimientos, verse ligada a semejante caricatura de hombre la humillaba profundamente, y más si consideraba que su marido seguía vivo gracias a su prostitución puntual. Puede que ése fuera el motivo que la llevó a entregarse casi compulsivamente a todo tipo de hombres y mujeres con notoriedad premeditada: no sólo no se ocultaba lo más mínimo, sino que hizo correr la voz de que ella sólo se veía capacitada para retratar a alguien después de haber compartido cama con ese alguien, y su lista de retratos es innumerable.

Fueron diez años de constante vapuleo al pobre Tadeusz, que tuvieron como colofón el cuadro que estamos contemplando. El hecho de que se halle inconcluso no responde a que lo abandonara con motivo de su divorcio, sino que se trata de una jugarreta provista de toda la mala fe imaginable: es la mano izquierda lo único que permanece en forma de boceto, la mano en la que Tadeusz portaba su anillo de casado. A pesar de todo, el lienzo nos demuestra que todavía le amaba o, al menos, sentía por él un profundo cariño. Sólo de esa manera pudo ser capaz de rodearle de belleza y de reflejar todo su dolor en la mirada de resignación cansada, de rencor inofensivo y suplicante de piedad. “Mátame de una vez…”, parece musitar a través de sus párpados inflamados.

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