Esta imagen, icónica como ninguna para el arte post-postmoderno, es la primera de la serie de xilografías que el grabador conocido como Hokusai ―uno de los muchos seudónimos que empleó a lo largo de su vida― tituló “Treinta y seis vistas del monte Fuji”. A pesar de su apariencia grandiosa, sus dimensiones originales se reducen a las de la tablilla empleada tradicionalmente por los artesanos japoneses, que venía a medir unos veinticinco centímetros de largo. Sin duda, representa la muestra más popular de ukiyo-e, una forma de expresión artística endémica de Japón que vivió su apogeo durante la segunda mitad del Periodo Edo (mediados del siglo XVIII) y el comienzo de la Era Meiji (1868), y que sufrió su ocaso como consecuencia de la drástica revolución cultural, adaptativa al resto del mundo, promovida por este emperador. Resulta complicado equiparar el ukiyo-e con alguna de las categorías que empleamos para clasificar el arte occidental, porque no se puede encuadrar plenamente en los conceptos de estilo, escuela o corriente. Forzando mucho los términos, creo que no constituiría ninguna salvajada afirmar que el ukiyo-e significó para el arte japonés un impacto similar al del impresionismo en Europa. En cualquier caso, esta comparación encierra una paradoja de doble sentido: en primer lugar, porque la pintura ukiyo-e surge en gran medida como resultado del choque con las técnicas europeas, de las que toma especialmente el sentido de la perspectiva. Y, en segundo término y para cerrar el anillo, este tipo de grabados son tan famosos precisamente por haberse convertido en una de las influencias más obvias de muchos impresionistas. En mi opinión, la muestra más evidente de esta retroalimentación se halla en las pinturas eróticas de Toulouse-Lautrec, que no dejan de ser ilustraciones shunga ―pintura ukiyo-e de temática abiertamente pornográfica― pasadas por el tamiz de la bohemia parisina.
Al contrario de lo que casi siempre ha ocurrido en el grabado occidental, la tradición japonesa era la de no numerar las impresiones, por lo que existen incontables frutos de la plancha original desperdigados por museos y colecciones privadas de todo el mundo. Esta circunstancia, unida al hecho de que ya en su momento fue tremendamente popular y a que la imagen cuadra de manera sorprendente con la estética pop, ha hecho de “La gran ola de Kanagawa” una de las manifestaciones del arte oriental mejor conocidas en todo el mundo.
El protagonista real del cuadro es el monte Fuji, al que se le reserva el lugar central de la acción ―aunque a nuestros ojos occidentales les cueste horrores apreciarlo―. El resto de la composición: las olas y los pescadores, no son más que una de las escenas habituales que la elevación sagrada presenciaba a diario. Mediante la reproducción casi exacta de la forma del monte en la ola menor que se observa a su derecha, el autor probablemente pretendía expresar que ni el mar ni la tierra emergen como realidades separadas, sino que pertenecen a un mismo todo, o bien que el espíritu que mora en la cumbre es capaz de materializarse ubicuamente sin el más mínimo problema. La cresta mayor se deforma en garras animales, representando la fiereza que las aguas embravecidas pueden llegar a adquirir siempre que les plazca. Se ha pretendido observar en ello un deseo por parte del artista de evidenciar la pequeñez del ser humano frente a la grandeza de lo natural, y ésta es la interpretación admitida casi unánimemente por los estudiosos; pero yo no acabo de comulgar con ella. Por lo que tengo entendido, la confrontación hombre-Naturaleza le suena completamente extraña al oído japonés, para el que esta dicotomía resulta imposible, ya que el ser humano es considerado como una parte más de la realidad natural sin autonomía alguna. Podría, por lo tanto, tratarse de todo lo contrario: de un reconocimiento a la vida sacrificada de los pescadores, que deben enfrentarse a terribles peligros para cumplir con su deber. Digo “reconocimiento” y no “elogio” porque para un japonés tradicional sería inimaginable que alguien no afrontara sus obligaciones; lo contrario supondría caer en vergüenza, y si bien nadie le iba a exigir a un pescador que se abriera las tripas por acobardarse ante un mar picado ―el seppuku, conocido habitualmente como hara-kiri, sólo forma parte del código de honor de la nobleza samurái: el bushido―, es muy probable que se le sometiera al ostracismo hasta que demostrara su arrepentimiento de alguna manera tan dramática como inequívoca. De lo contrario, se diría de él que ha sido poseído por el espíritu de la terquedad y, esto sí, supone el mayor pecado social para la moralidad tradicional japonesa.
Por último, creo que no debe extrañar esta especie de palmadita en la espalda de la gente que se dedicaba a oficios humildes, dado que toda la serie de grabados fue ideada con un fin estrictamente comercial entre lo que en Europa llamaríamos el pueblo llano, puesto que sólo éste podría decorar sus casas con algo que se aparta de tal manera del arte clásico japonés.
Recomendaciones: En un futuro próximo se hablará largo y tendido sobre el grabado japonés de la Era Meiji, y en el artículo correspondiente se aprovechará para recomendar varios libros. Hasta entonces, si lo que desea es adquirir alguna reproducción de «La gran ola de Kanagawa», en este enlace puede encontrar una gran variedad. Mi único consejo al respecto es que no sea exagerado en cuanto al tamaño: recuerde que los originales apenas ocupan algo más que un folio.