Todo revolucionario, con el debido respeto, me ha parecido siempre algo tan pernicioso como cualquier reaccionario. (Manuel Chaves Nogales).
A finales de 1937, gracias al esfuerzo de la editorial chilena Ercilla, vio la luz pública la colección de nueve relatos mediante la que, en clave de narrativa, Chaves Nogales explicaba al mundo cómo era la Guerra Civil española desde los ojos de los que, hasta el mismo 18 de julio de 1936, habían disfrutado de una vida de ciudadanos comunes y corrientes sin sospechar la que se les venía encima. A diferencia de las novelas de Hemingway, Orwell o Malraux, que ofrecen una visión limitada a determinados escenarios concretos, Chaves Nogales proporciona un retrato exhaustivo sobre aquella España enferma y suicida, y lo hace de una manera tan minuciosa que prácticamente puede tomarse como un catálogo de los perfiles humanos que participaron en el mayor desastre de la historia ibérica.
Por ignorancia o mala fe, “A sangre y fuego” no consiguió ser editado en España hasta 1993, y lo hizo escondido dentro de dos volúmenes recopilatorios lanzados por la Diputación de Sevilla. Ninguna editorial privada apostó por su comercialización hasta 2000, probablemente por ser un libro capaz de levantar ampollas en todos los que, aún hoy, se identifican plenamente con alguno de los bandos litigantes. El autor pone de manifiesto, a través de anécdotas reales y verificables, que lo que para unos fue una santa cruzada de reconquista al diablo rojo, y para los otros una lucha romántica de resistencia del pueblo bien nacido frente al demonio fascista, en realidad no consistió más que en un gigantesco ajuste de cuentas de lo más sucio y estúpido, una vulgar reyerta que perfectamente hubiese podido llevarse a cabo a punta de navaja, de no ser porque las potencias totalitarias de la época ―Alemania, Italia y la Unión Soviética― vieron en ella el campo de pruebas perfecto para medir sus respectivas fuerzas destructivas. Y todo ello al ritmo de una frenética danza macabra sobre el cadáver de la II República, sobre los restos abortivos del primer esbozo serio de lo que pudo convertirse en una verdadera democracia liberal, algo que ni los unos ni los otros hubiesen permitido bajo ningún concepto.
La estupidez y la crueldad se enseñoreaban de España. ¿Por dónde empezó el contagio? […] Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partieran España.
De mi pequeña experiencia personal, puedo decir que un hombre como yo, por insignificante que fuese, había contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y por los otros. Me consta por confidencias fidedignas que, aun antes de que comenzase la guerra civil, un grupo fascista de Madrid había tomado el acuerdo, perfectamente reglamentario, de proceder a mi asesinato como una de las medidas preventivas que había que adoptar contra el posible triunfo de la revolución social, sin perjuicio de que los revolucionarios, anarquistas y comunistas, considerasen por su parte que yo era perfectamente fusilable.
Cuando estalló la guerra civil, me quedé en mi puesto cumpliendo mi deber profesional. Un consejo obrero, formado por delegados de los talleres, desposeyó al propietario de la empresa periodística en que yo trabajaba y se atribuyó sus funciones. Yo, que no había sido en mi vida revolucionario, ni tengo ninguna simpatía por la dictadura del proletariado, me encontré en pleno régimen soviético. Me puse entonces al servicio de los obreros como antes lo había estado a las órdenes del capitalista, es decir, siendo leal con ellos y conmigo mismo. Hice constar mi falta de convicción revolucionaria y mi protesta contra todas las dictaduras, incluso la del proletariado, y me comprometí únicamente a defender la causa del pueblo contra el fascismo y los militares sublevados. Me convertí en el «camarada director».
Manuel Chaves Nogales nació en Sevilla en 1897, en el seno de una familia fuertemente marcada por su carácter intelectual. Su padre fue un importante periodista y cronista oficial de Sevilla, mientras que su madre cosechó una gran fama como concertista de piano. En semejante ambiente, no resultó difícil que su incipiente vocación periodística se desarrollara rápidamente. Con veinticinco años se traslada a Madrid, donde encuentra un empleo en El Heraldo, del que pronto llegará a ser redactor jefe. Eran los últimos años de la pintoresca dictadura de Primo de Rivera, y Chaves Nogales formaba parte de la juventud literaria de vanguardia que, con grandes dosis de ironía, retrata Max Aub en “La calle de Valverde”, donde el personaje de Manuel Cantueso —inteligente, decidido y de vida algo licenciosa— parece guardar muchas semejanzas con el periodista sevillano.
El país vivía una situación de relativa calma formal, con una economía debilitada por los últimos coletazos de una crisis de deuda soberana —similar, en cierto modo, a la de 2010-2012 y principal coartada del gobierno de Primo para adoptar medidas autoritarias— y un clima político monocorde y aparentemente estable, bajo el que, sin embargo, empezaban a fraguarse o a revivir todo tipo de movimientos revolucionarios, reaccionarios y separatistas que, en su mayoría tolerados por el desdén gubernativo, apenas obtenían la atención del público medio, mucho más interesado en el fútbol, los toros y la calidad de sus vinos y licores. Temiéndose que en realidad algo iba mal, y reconociendo poseer una escasa formación política, en 1929, Chaves Nogales, junto a un grupo de jóvenes intelectuales —entre los que se encontraban Federico García Lorca, Francisco Ayala, Pedro Salinas, Ramón J. Sender o Corpus Barga— remite un humilde manifiesto a José Ortega y Gasset en el que se le instaba a tomar la bandera de la defensa de los principios liberales, que, sin saber muy bien por quién, comenzaban a percibir como seriamente amenazados en toda Europa.
Dos años más tarde, España se acostó monárquica y se levantó republicana, y bastó un lustro más para que estallara la hecatombe sin que nadie lo hubiese previsto. Ninguno de aquellos grupos contestatarios fue capaz de sopesar hasta dónde podían llegar las consecuencias de sus actividades, ni mucho menos de detectar a un palmo de sus narices una guerra de tres años tan extremadamente cruentos. No creo que nadie se ofenda si digo que los paralelismos con la situación actual son para preocuparse, si no para estremecerse.
Yo era eso que los sociólogos llaman un «pequeño burgués liberal», ciudadano de una república democrática y parlamentaria. Trabajador intelectual al servicio de la industria regida por una burguesía capitalista heredera inmediata de la aristocracia terrateniente, que en mi país había monopolizado tradicionalmente los medios de producción y de cambio —como dicen los marxistas—, ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionando periódicos y escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas, con los que me hacía la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo. Cuando iba a Moscú y al regreso contaba que los obreros rusos viven mal y soportan una dictadura que se hacen la ilusión de ejercer, mi patrón me felicitaba y me daba cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando al regreso de Roma aseguraba que el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano, ni ha sabido acrecentar el acervo de sus valores morales, mi patrón no se mostraba tan satisfecho de mí ni creía que yo fuese realmente un buen periodista; pero, a fin de cuentas, a costa de buenas y malas caras, de elogios y censuras, yo iba sacando adelante mi verdad de intelectual liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria.
Así comienza el prólogo de “A sangre y fuego”, que ya prácticamente se ha consolidado como uno de los principales textos de referencia para los defensores de la llamada “tercera España”, la España pacífica y dialogante, inmensamente mayoritaria, que se ve atrapada en medio del fuego que se lanzan dos minorías fanáticas e irreflexivas, para las que constituye un enemigo mortal todo el que no comulgue a pies juntillas con sus creencias. El libro lleva por subtítulo “Héroes, Bestias y Mártires de España”, y sorprende el uso de la mayúscula inicial en todos los sustantivos del título, algo incorrecto en castellano. No he conseguido averiguar si se debió a un error del primer editor chileno, que posteriormente ha ido transmitiéndose en las sucesivas ediciones, o si, de algún modo, el escritor quiso enfatizar de esta manera el carácter de análisis humano de las narraciones. Porque, ciertamente, el que se espere un texto político quedará decepcionado. En “A sangre y fuego” no se habla de política —la hora de la política ya había terminado y tan sólo hablaban las balas—, sino de personas, de individuos con sus nombres, sus apellidos e incluso, en algunos casos, sus motes. Ciudadanos inmersos en un marasmo de odio e impiedad tan repentino que, quizá en estado de shock, parecen aceptar como una eventualidad más de la vida cotidiana. A través de una prosa directa, sin apenas concesiones al lirismo y marcada por el estilo periodístico, Chaves Nogales, alejado de visiones maniqueas o aleccionadoras, penetra en los entresijos de los protagonistas anónimos del conflicto a través de nueve argumentos.
Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba. ¡Cuidado! En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños inocentes. Y tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas.
1.- ¡MASACRE, MASACRE!
Sobre el fondo cotidiano del Madrid de los primeros meses de la contienda, donde la autoridad legítima ya ha cedido el control de las calles a bandas armadas de milicianos radicales y los bombardeos son algo tan normal como los chubascos, se narra una historia de traiciones absurdas en la que una mujer despechada, sin medir las posibles consecuencias de sus actos, denuncia por fascista a su amante ante la Escuadrilla de la Venganza, capitaneada por Enrique Arabel, un oportunista sanguinario que había hecho de la milicia su propio y minúsculo feudo independiente, al estilo del Pablo de “Por quién doblan las campanas”, pero en clave urbana. El responsable de solucionar el asunto será Valero, un universitario comunista enviado para tratar de controlar a Arabel, que, sin hacerle realmente caso, tan sólo le respeta la vida para no enemistarse con el Partido Comunista. A raíz de ese suceso, Valero se topará con un trágico dilema moral que le obligará a elegir entre sus convicciones y sus afectos personales.
Desde el punto de vista documental, el autor pone hincapié en el hecho de que la mayoría de los oficiales leales a la República no se atrevían a dormir en sus casas por miedo a ser víctimas de un atentado por parte de los que se suponían sus propios aliados. Para los milicianos, cualquier militar era, como mínimo, sospechoso de fascismo y quintacolumnismo; y con cierta frecuencia no erraban en su juicio. Son destacables también los “cameos” protagonizados por Alberti y Malraux.
Al sol de la mañana la bomba de aviación que cae es una pompita de jabón que en un instante raya el cielo azul de arriba abajo. Vibra al sentirse herido el gran diapasón del espacio y, luego, si se está cerca, se sufre en las entrañas un tirón de descuaje como si le rebanasen a uno por dentro y le quisieren volcar fuera. El estómago, que se sube a la boca, y el tímpano, demasiado sensible para tan gran ruido, son los que más agudamente protestan. Esto es todo.
2.- LA GESTA DE LOS CABALLISTAS.
Convenientemente comulgado por su cura particular, un señorito andaluz, «el señor marqués», reúne a sus caballistas para, acompañado de sus hijos y del propio sacerdote —que no duda en empuñar un arma y en expresar más crueldad que ninguno—, batir los campos en busca de “bandidos rojos” como si se tratara de una montería. En su camino coincidirán con una centuria de la Falange, que demuestra aun más ansia de sangre y de jugar a los soldados mediante la exhibición de un ridículo militarismo de sainete. El marqués desdeñará cordialmente la ayuda de tan vulgares acompañantes y proseguirá su santa misión; pero una serie de asombrosas casualidades obligarán a su hijo menor, sensible y dubitativo, a afrontar una odisea dramática.
—¿Qué, pae Frasquito, no se atreve usted a ser de la partida?
—Mucho me gustaría ir a la caza de esos bandidos rojos, pero no me atrevo por temor de los hábitos. Luego dicen que los curas somos belicosos y sanguinarios…
—Vamos, pae Frasquito, déjese de escrúpulos y véngase con nosotros. Si los rojos le cogen a usted, no van a andarse con muchos miramientos para rebanarle el pescuezo.
Ni corto ni perezoso, el pae Frasquito, que lo estaba deseando, pidióuna escopeta y una canana que se ciñósobre la sotana, cambió el bonete por unsombrero cordobés y saltógallardamente al lomo de un caballejo.
—Conste —dijo— que el pae Frasquito no le tiene miedo ni a losrojos ni a los negros.
El marqués, torciendo el busto desde la silla, se encaró con su gente que ya se ponía en marcha. Hubiese querido pronunciarles una brillante arenga. Temió hacerlo mal y se contentó con un ademán y un grito. —¡Viva España! —exclamó. —i Y la Virgen del Rocío!—añadió el cura. Contestaron los caballistas tremolando los sombreros y la tropilla se puso en marcha.
3.- Y A LO LEJOS, UNA LUCECITA.
Al igual que durante la Segunda Guerra Mundial los habitantes de San Francisco veían fantasmas japoneses por todas partes, las noches del Madrid del 36 era una constante pesadilla para los milicianos que, apostados prácticamente en cada portal y azotea, montaban guardia no se sabía muy bien ante qué. A pesar del toque de queda, nada podía impedir que una ciudad como aquélla se llenara de sombras a las que tirotear. Hay que decir a favor de los “pacos” ―nombre castizo, heredado de las guerras de Marruecos, que se daba en España a los francotiradores por su similitud fonética con el sonido seco y solitario del disparo de un Mauser del 98― que contaban con algún motivo más que los californianos para desconfiar de todo lo que les rodeaba, puesto que una parte muy significativa de la población madrileña apoyaba la sublevación.
Éste es el escenario sobre el que se desarrolla el relato, la trepidante historia de dos milicianos que, casi por casualidad, descubren una increíble cadena de espías aficionados. Una vez más, el autor trata de adentrarse en el laberinto de traiciones personales que se escondía en los sótanos del conflicto. Todo ello con el telón de fondo de la reproducción fiel de los mensajes radiados que el bando nacional emitía con el fin de desmoralizar al enemigo, en esta ocasión con el mismísimo Queipo de Llano como locutor, que inconscientemente acabará dando más información de la necesaria.
En aquella desolada profundidad alguien estaba vivo todavía. El miliciano Pedro se arrancó del sueño y de la jamba que le servía de parapeto, corrió el cerrojo del máuser y, plantado en el centro de la calle, con las piernas abiertas y el arma terciada, guiñó el ojo de su linterna eléctrica al auto que venía. Acalló éste su resuello y cerró las pupilas indiscretas. La voz dura del miliciano rodó por el ámbito de la noche.
—¡Alto! ¡Alto…!
Chirriaron los frenos.
—La consigna… ¡Venga!
—«Pero la vil canalla…
—… perecerá a nuestras manos».
—Salud, camarada.
—Salud.
Siguió el auto su camino descubriendo resquicios de ciudad en aquel hondón tenebroso hasta que se lo tragó la distancia. El miliciano Pedro, arrastrando la culata del fusil por el adoquinado, volvió a su portal y a su somnolencia. De la guerra y de la revolución —pensaba— lo peor es el sueño que se tiene siempre. ¡Si se pudiera dormir! La guerra y la revolución serían menos duras y menos crueles si los hombres que las hacen hubieran dormido bien, a gusto, en una cama blanda y grande en la que fuese posible estirar las piernas entre unas sábanas frescas. Cuando se tienen los ojos como si fuesen de cristal y los párpados pesan como el plomo, cuando se siente en la espalda corvada por la fatiga una punzada sutil, no cabe andarse con contemplaciones. Había que ganar la guerra aunque no fuese más que para poder dormir. Luego haríamos todo lo demás. Pero hay que hacerlo todo ahora, sin quitarse nunca el correaje, sin dormir, sin pararse a pensar lo que se hace. ¡Tantas cosas hay que hacer!
4.- LA COLUMNA DE HIERRO
Ambientado en Valencia, quizá sea, junto con “Bigornia”, el cuento con más notas cómicas de todo el libro, y eso a pesar de su dramático final y de retratar uno de los fenómenos más repugnantes y acallados de la guerra: la conversión de columnas anarquistas en vulgares bandas de forajidos al más puro estilo del salvaje Oeste. Podemos hallar ejemplos de sucesos similares, recientes y bien conocidos, en las guerras de Bosnia y Kosovo, y los primeros antecedentes de semejantes mutaciones sólo nos remontan hasta la Guerra de Secesión. Por lo tanto, no es posible saber si lo que genera esta tendencia es el carácter fratricida de una contienda o si no es más que una consecuencia lógica de la implicación de la población civil en la guerra moderna.
De entre todas esas cuadrillas de desalmados, la más célebre ―en el mismo sentido de celebridad que se otorgó a los hermanos Dalton o a Billy el Niño― fue sin duda la autonominada Columna de Hierro, nombre que usurparon a la primera tropa dirigida por Buenaventura Durruti. Esta confusión onomástica ha provocado que la falsa Columna de Hierro sea injustamente reivindicada en ocasiones como adalid de la revolución y de las libertades, cuando no se trataba más de que un grupo nutrido de malhechores. Sus fechorías no fueron tan cuantitativamente graves y despiadadas como las que cometían falangistas y moros al tomar un pueblo que se les había resistido más de la cuenta; pero mientras las salvajadas de éstos podrían ser calificadas como crímenes de guerra desde una perspectiva laxa, las de la Columna de Hierro no pasan de delitos comunes puros y duros, y además cometidos contra los que se consideraban sus aliados.
La mayor parte de los componentes de aquella columna eran ex presidiarios acogidos al hospitalario pabellón rojinegro de los anarquistas. Gente toda salida de las cárceles o de los tugurios del Barrio Chino de Barcelona, que en los primeros momentos de la revolución se unieron a los honrados luchadores del pueblo y, mezclados con ellos, tomaron parte en aquellas insensatas expediciones que desde Barcelona y Valencia salían para librar del yugo fascista a las provincias que no habían tenido bastante coraje para sacudírselo por sí mismas. Mientras la guerra se redujo al asalto y saqueo de villas indefensas, aquellas bandas prestaron su apoyo a los defensores de la República, pero cuando se estabilizaron los frentes y la lucha tuvo ya los caracteres de una verdadera guerra, empezaron a flaquear y a traicionarse. Los líderes anarquistas de buena fe, que también los había, cuando tropezaron con la resistencia organizada del ejército sublevado no tuvieron más remedio que sacrificar sus utopías libertarias a la necesidad imperiosa de una disciplina y una jerarquía. Buenaventura Durruti, el cabecilla anarquista que había salido de Barcelona llevando tras sí a toda la canalla de los bajos fondos, se trocó rápidamente en el caudillo más inflexible y autoritario. En pocas semanas sometió a su gente a una disciplina de hierro verdaderamente inhumana. Pocas veces un jefe ha ejercido un poder personal tan absoluto. El que flaqueaba, el que desobedecía, el que intentaba huir, pagaba con la vida. Su pistola amenazaba constantemente el pecho de los camaradas que intentaban rebelarse. Cuando alguno, invocando los sagrados derechos de la mutua convicción anárquica, le exponía su deseo de abandonar el frente, Durruti, que no podía renegar de sus doctrinas, le arrancaba de las manos el fusil, le desposeía de cuanto llevaba encima y dejándole casi desnudo le ponía al borde de la carretera diciéndole:
—Eres libre y puedes irte si quieres. Te quito todo lo que el pueblo te había dado para que lo defendieses. Ahí tienes el camino. Pero ten cuidado; para el traidor a la causa siempre hay una bala perdida.
Casi ninguno de aquellos desertores llegaba a su destino. Un día el terrible caudillo advirtió el estrago que en sus filas ocasionaba la tropilla de mujeres de vida airada que iban detrás de los milicianos. Como lo pensó lo hizo. En la madrugada fusiló a media docena de aquellas desgraciadas. Toda la canalla del Barrio Chino de Barcelona, prostitutas, invertidos, rateros y espías, desapareció como por ensalmo. Este bárbaro caudillaje fue eliminando del frente a los criminales y a los cobardes que habían acudido sólo al olor del botín. Destacamentos enteros se desgajaron en franca rebeldía del núcleo de las fuerzas gubernamentales, y una de estas fracciones indisciplinadas de la Columna de Hierro era la que recorría la comarca sembrando el terror por dondequiera que pasaba. Al principio eran sólo unas docenas de hombres sin más armamento que sus fusiles, pero luego creció la hueste con la incorporación de otros muchos desertores y criminales que merodeaban por el país. Cuando se consideraron fuertes entraron a viva fuerza en Castellón arrollando a los gubernamentales y apoderándose de sus armas. Luego, cuando constituían ya una verdadera columna con camiones, ametralladoras e incluso algún carro blindado, se lanzaron sobre Valencia. Su entrada por sorpresa en la capital de Levante sembró la confusión y el pánico entre las fuerzas leales de la República.
Paralelamente a la crónica periodística, se desarrolla una divertida historia de amor fugaz entre un piloto inglés ―de los que acudieron voluntaria y románticamente, en plan Lord Byron, a prestar sus servicios a la República― y una espía falangista infiltrada entre las milicias, de la que nunca acaba de quedar claro si se trata de una verdadera espía o de una verdadera anarquista que se hace pasar por espía falangista para detectar traidores: hasta ese punto llegaba la confusión en la retaguardia.
Creo que es necesario aclarar que combatientes como el piloto inglés que protagoniza este relato no tienen nada que ver con las famosas Brigadas Internacionales. Las Brigadas fueron constituidas meses más tarde por iniciativa de la Internacional Comunista, que en aquel momento estaba totalmente controlada por Stalin, mientras que la mayor parte de estos soldados extranjeros cualificados se habían alistado a título individual en los restos de las fuerzas armadas españolas que habían permanecido fieles a la República al principio de la guerra.
5.- EL TESORO DE BRIESCA
En este relato, se nos presenta a un comandante republicano adscrito a la Junta de Defensa del Tesoro Artístico Nacional. La labor de este organismo ―al que la humanidad le debe, por ejemplo, poder seguir disfrutando de la colección de El Prado― consistía en proteger de la barbarie a las obras de arte. Sus frentes eran múltiples: mientras que su cometido oficial se limitaba a evitar que cayeran en manos enemigas, la verdadera razón de su nacimiento fue acabar con la ola de quema indiscriminada de edificios sacros que se desencadenó en la zona leal nada más comenzar la guerra.
Resulta imposible saber cuántos retablos, tallas, cuadros, custodias y demás ebanisterías y orfebrerías preciosas perecieron en las llamas de la ignorancia; pero el desastre alcanzó una magnitud tan alarmante que la Junta se creó tan sólo cuatro días después del estallido, por lo que queda claro que no eran las manos fascistas las que más temían ―aunque se sabe que los bombarderos del bando sublevado apuntaban directamente, entre otros lugares sensibles, al Museo del Prado con el fin de minar la moral de la población civil, del mismo modo que los aviones republicanos se dedicaron a soltar su carga sobre catedrales y demás edificios emblemáticos de la zona rebelde―. Desde luego, no se podía esperar nada bueno de una contienda entre bárbaros, y precisamente la protección del patrimonio fue uno de los pocos asuntos en los que la República consiguió imponerse a las milicias.
Con ese planteamiento, se desarrolla un relato sólido y brillante, con un argumento obviamente ficticio, porque el único capacitado para narrarlo sería un personaje que se lleva el secreto a la tumba.
—¡Que tiren! ¡Que tiren! —decía—. No nos iremos de aquí mientras no hayamos puesto a salvo de sus uñas desde los cuadros del Greco hasta el último incensario. Cuando entren en Briesca, si entran, tendrán que colocar en el altar mayor una litografía de Franco, y para decir misa van a tener que vestir al cura con un traje de luces.
Bajo la dirección del hombrín aquel y utilizando las confidencias de los aterrorizados vecinos, los milicianos registraban las casas de los ricos y, una tras otra, iban saliendo a luz las presas ocultas, las casullas y estelas bordadas del siglo XV, los ricos paños de altar, la maravillosa orfebrería de cálices, copones y custodias, las tallas románicas, los crucifijos de oro y plata, los soberbios exvotos de capitanes, justicias y virreyes de Indias, y los lienzos famosos de los maestros de la pintura castellana. Hasta los dos grecos que había en Briesca cayeron en manos de los milicianos.
El empeño era arduo y peligroso. Cuando aquella mañana el camarada Arnal, comisionado por la Junta de Madrid, se presentó en Briesca con su escolta de milicianos y dijo que iba a llevarse el tesoro artístico y arqueológico que había en el pueblo para evitar que cayese en manos de los fascistas que estaban ya a pocos kilómetros, estuvo a punto de que lo fusilasen. No le fusilaron porque con Arnal iban unos milicianos que también tenían fusiles.
6.- LOS GUERREROS MARROQUÍES
Mediante la narración de las historias de Mohamed y de su caíd, dos moros heridos que caen prisioneros de los milicianos ―el primero en el valle del Tiétar, el segundo durante uno de los primeros asaltos a Madrid―, se va exponiendo a ritmo de lluvia fina la completa absurdidad de la intervención de estos combatientes en la Guerra Civil.
Se estima que más de cien mil marroquíes fueron reclutados para apoyar la sublevación, de los cuáles tan sólo un décimo acabó indemne. Aunque muchos eran soldados profesionales que, a través de los cuerpos de Regulares, llevaban desde 1911 integrados en el Ejército español, otra parte muy importante estaba constituida por guerreros tribales. Desde una mentalidad occidental resulta difícil de comprender qué motivó realmente el combate de estos hombres. Desde luego, no se trató de un asunto ideológico, puesto que ahora unían sus fuerzas a los que tan sólo unos años antes habían tratado de masacrar como invasores. Con frecuencia se les califica como mercenarios, pero su única remuneración consistía en 180 pesetas al mes, una lata de aceite, algo de azúcar y un número de panes igual al número de hijos que hubiera engendrado el guerrero ―como suena―. A ello había que sumar un derecho oficioso e ilimitado al pillaje, que algunos ejercieron de manera compulsiva.
Franco les conocía bien por haber combatido contra ellos, y no dudó en emplearlos como fuerza de choque o de represión despiadada. Contaban con la ventaja de no estar bautizados, lo que les convertía en un brazo ejecutor ideal para llevar a cabo acciones que, por coherencia, no podían permitirse quienes llevaban la Cruz como estandarte. Para encontrar una colección de torturas, violaciones y saqueos que rivalizara con las que se dicen cometidas por algunos de estos hombres tendríamos que rebuscar mucho entre las páginas de la historia. Las salvajadas de los campos de concentración nazis, de las recientes guerras centroafricanas o de la ocupación de China y Corea por el Ejército Imperial japonés se quedan en un juego de niños comparadas cualitativamente con las inhumanidades cuya autoría se les atribuye. Sin embargo, todo parece indicar que obraban de esa manera porque estaban convencidos de que era su deber, y, en consecuencia, la comisión de esas barbaridades no sólo no les rebajaba, sino que lo percibían como una prueba de su fidelidad inquebrantable.
Al igual que el código de honor occidental se basa en la buena fe y el japonés en la diligencia, el árabe lo hace en la fidelidad. Fidelidad interna a Alá y al Profeta y fidelidad externa al caíd ―versión rifeña de sidi, jefe, de donde también se deriva “cid”―. Precisamente, el motivo de que tantos marroquíes se lanzaran a luchar con los ojos cerrados se halla en la amistad que muchos de esos caídes mantenían con Franco, al que en cierto modo, y a pesar de ser cristiano, consideraban el caíd supremo. Para los rifeños, Franco era una persona cercana a lo sobrenatural, investida de baraka, que literalmente se traduce como “suerte”, pero que conlleva un importante matiz de protección divina. Habían luchado contra él durante las dos guerras marroquíes y Franco los había derrotado; pero lo que resultó determinante para ganarse la adoración de esas gentes fue su tendencia a exponerse en el combate, impropia de un alto oficial europeo, pero imprescindible para todo buen caíd. Fruto de esa temeridad, en 1916, durante una carga a bayoneta calada, Franco recibió una gravísima herida de bala en el vientre, que objetivamente podría ser calificada como mortal de necesidad, de no ser porque sobrevivió. La vuelta al combate del, por entonces, joven capitán sorprendió tanto a los marroquíes que entre ellos se extendió la creencia de que se enfrentaban a un ser inmune a las balas. Hay quien afirma que a la forja de esa leyenda contribuyó otro posterior balazo que le atravesó el epitelio sin afectar a órgano alguno y del que se recuperó en pocos días, pero este episodio no está demostrado.
En el relato queda clara esta relación de lealtad voluntaria, así como la desconfianza cordial que estos guerreros generaban en los oficiales de la Legión y su percepción como una especie de monstruos exóticos por parte de los combatientes del bando lealista. No obstante, su argumento se centra en las desventuras de Mohamed una vez hecho prisionero, y en la amistad que traba su caíd con un veterano de los milicianos, que tratará de interceder por él ante sus camaradas para evitar su fusilamiento.
―Paisa, por Dios Grande, no tirar. Yo estar rojo.
Con los brazos en alto, las manos abiertas, una pierna tinta en sangre y las verdes pupilas dilatadas por el espanto, Mohamed se rendía. Había arrojado el fusil al suelo en señal de sumisión y, colocado delante del peñasco tras el que estuvo defendiéndose, esperaba a que fuesen a capturarle. Los rojos, venteando una añagaza del moro, no se decidían a salir a cuerpo limpio y seguían tiroteándole desde los lugares protegidos en que se habían atrincherado para cercarle. De vez en cuando, el chasquido de una bala arrancaba una lasca al peñasco donde se destacaba la silueta estirada de Mohamed, cada vez más maravillado de que después de tanto tirarle no le hubiesen dado todavía.
—No tirar —gritaba con voz angustiada—. Yo estar rojo; yo estar república.
Los rojos, desde sus parapetos, seguían tirando al blanco sobre él. Pero no le daban. Mohamed, estupefacto al ver que las balas pasaban junto a su cabeza sin herirle, empezó a sentir cierto desprecio por aquellos torpes tiradores. Estaba seguro de que él no hubiese marrado al primer golpe. Y tan desdeñoso concepto formó de ellos, que pensó en coger otra vez el fusil y seguir luchando, seguro de vencer a tan incapaces guerreros. Uno de ellos pareció decidirse al fin a echar el cuerpo fuera del parapeto.
—¡Ríndete! —le gritó.
Los otros tres enemigos que le tenían cercado fueron asomando la gaita cautamente.
—¡Ríndete! —le repetían.
Mohamed, que se había rendido hacía mucho tiempo, no explicaba aquel miedo y aquellas precauciones excesivas de cuatro hombres armados contra uno solo, herido e inerme. Cuando vio en torno suyo a los cuatro milicianos, que todavía no osaban acercársele, y consideró la menguada estatura que tenían y las viejas escopetas de que estaban armados, sintió por ellos un infinito desprecio desde el fondo de su alma de guerrero africano y, olvidándose de su pierna inútil, atravesada ya por un balazo, se resolvió a emprender de nuevo la lucha.
7.- ¡VIVA LA MUERTE!
La confusión de los primeros días de la guerra, cuando nadie sabía a quién debía dar vivas para evitar que le volaran la cabeza ―mantenerse callado no era un opción válida en ningún caso― sorprende al señor Tirón, un prestigioso abogado vallisoletano de ultraderecha, y a su familia disfrutando de sus vacaciones en un hotelito de la Sierra madrileña atendido por tres chicas casi adolescentes y por un joven de unos veinte años, todos ellos sindicados en la UGT.
La mañana del 19 de julio de 1936, tras haberse informado por la radio de la sublevación del día anterior, Tirón recoge sus cosas y a su familia y se dispone a regresar a Valladolid para colaborar con el golpe de estado. Sin embargo, dos milicianos armados con fusiles, entre los que se encuentra el trabajador del hotel, les cierran el paso y les confinan en el inmueble. Pronto regresan las tres jóvenes, radiantes de alegría y con sendos pañuelos rojos al cuello. La indignación de los huéspedes, que aún no han caído en el miedo, pronto se ve atenuada por la simpatía de las tres camareras, que incluso consiguen que se preparen su propio desayuno y arreglen sus habitaciones, en un simpático ensayo de revolución social. Bajo el manto cómico de la escena, subyace el horror de comprobar cómo las adolescentes se toman los sucesos como si se tratara de un juego divertidísimo, completamente incapaces de comprender la trascendencia horrible de lo que en realidad está sucediendo.
Finalmente, Tirón consigue huir para regresar a Valladolid, donde se desarrollará el resto de la narración. Unos meses más tarde, y en circunstancias muy distintas, volverá a encontrarse con las tres jóvenes que una vez le salvaron la vida.
Un capitán y dos tenientes iban y venían con ruido de sables y espuelas por los desiertos andenes de la estación. Al fondo, un pelotón de soldados apoyados en los fusiles. En la oficina de telégrafo, el tictac sincopado del morse bajo la coacción del comandante. Afuera, en el cuenco negro de la noche, unas sombras que cruzaban las vías sigilosamente y se juntaban en la penumbra para preguntarse:
¿Qué pasa?
A la entrada de la estación, un sargento con varios soldados cortaba el paso a los viajeros que llegaban dispuestos a tomar el tren para Madrid y los obligaban a regresar a sus casas diciéndoles: —El tráfico está interrumpido. —¿Por qué? —inquirían. —Orden superior —era su única respuesta. Llegó un viajero importante que no se resignó con tan poco y logró hablar con el jefe de la fuerza. —¿Qué sucede, mi comandante? —le preguntó. —Que en Asturias los mineros han proclamado el comunismo libertario, y el ejército, por orden del gobierno, se ha incautado de las comunicaciones ferroviarias para hacer abortar el movimiento. Los revolucionarios pretenden extender su acción destructora a toda España y se teme que llegue hasta Valladolid un tren de dinamiteros.
El viajero aquel era un hombre de orden y se volvió a su casa felicitándose
de la diligencia del gobierno y del celo del ejército.
Entró un tren en agujas, por fin. Pero no venía cargado de dinamiteros, sino de pacíficos y asustados viajeros. Un grupo de oficiales se acercó a la locomotora y se encaró con el maquinista.
—¡Saluda como es debido! —le dijeron.
El maquinista, sorprendido, miró al grupo de militares, echó una ojeada al andén desierto, vislumbró el pelotón de soldados y sin una vacilación alzó el puño tiznado y gritó:
—¡Viva el Frente Popular!
Un balazo en el pecho le hizo rodar desde la plataforma de la máquina al andén.
8.- BIGORNIA
Bigornia es sin duda el personaje más carismático de la obra: un herrero descomunal con ideas anarquistas, pero muchísimas ganas de vivir tranquilo. Su aventura sirve para dar rienda suelta al fino sentido del humor del escritor en pasajes memorables, entre los que destaca su heroísmo al facilitar la toma del Cuartel de la Montaña a golpe de mazo, como si del mismísimo Obélix se tratara, y también el trato que dispensa a un metódico conductor soviético de carros de combate, al que aterrará arrastrándole con él en un ataque más que temerario.
—¡Adelante! —gritó el comunista de la pistola ametralladora, y volviéndose a aquellas cuatro o cinco personas acurrucadas en el pretil de la
rampa—: ¿Tenéis armas? —les preguntó.
El estudiante hizo un amplio gesto de desolación y se metió las manos en los bolsillos con un ademán desconsolador. El guardia de asalto cargó su carabina máuser. El sargento esgrimió una pistola de reglamento. Bigornia volteó su martillo de fragua por encima de su cabeza. La mujer cogió un pico de su delantal blanco y lo mordisqueó nerviosamente. El comunista la miró estupefacto y la interrogó furioso:
—¿Y usted qué hace aquí, señora?
La pobre mujer, angustiada, respondió:
—Yo tengo un hijo soldado que está ahí en el cuartel, prisionero de los oficiales, y vengo a salvarlo. ¡Es mi hijo, sabe usted!
El comunista no supo qué contestar y se encogió de hombros.
En aquel momento empezaron a disparar desde otra ventana del cuartel que enfilaba aquel rincón donde estaban refugiados.
—¡Si nos quedamos aquí nos asan vivos! —rugió el guardia de asalto—.¡Adelante! ¡Al cuartel!
—¡Al cuartel! ¡Al cuartel! —decían los seis dándose ánimos. Pero ninguno se lanzaba.
Bigornia entonces enderezó su corpachón y, encarándose con la fachada del cuartel, gritó con voz ronca: «¡Hijos de perra!». Y avanzó rápido, con paso trepidante de oso, bajo el diluvio de plomo. Los demás echaron tras él subyugados.
9.- CONSEJO OBRERO
El último relato de la compilación retoma el registro de seriedad dramática para analizar la situación de los obreros no sindicados en la retaguardia del bando republicano. Todas las unidades de producción han sido confiscadas por comités obreros, cuyos miembros aprovechan su poder coactivo para lucrarse y despachar conflictos personales, mientras las facciones anarquistas y comunistas se disputan el poder apuntándose mutuamente con las pistolas amartilladas.
El argumento incide también en el fenómeno del “cambio de chaqueta”, representado por el personaje de Bartolo, obrero falangista que se adscribe a la CNT con fingido entusiasmo y con el único fin, al principio, de conservar su puesto de trabajo en la fábrica, pasando en pocas horas a darse cuenta de que lo que realmente está en juego es su cabeza.
El párrafo final del cuento resume el espíritu de la obra:
Un día, vencido al fin por el hambre, aflojó la mano que tenía crispada sobre la pistola y entró en uno de aquellos cuarteles a pedir un pedazo de pan.
—El pan —le dijo enfáticamente un comisario comunista— es para los hombres que luchan por la revolución.
—Yo soy un proletario dispuesto a luchar por el pan y por la libertad.
El comunista le miró receloso. ¿Todavía un fascista emboscado? ¡Bah!, un pobre diablo sin conciencia revolucionaria, concluyó. Para ir a morir al frente servía, sin embargo. Le pusieron en una mano un plato de comida y en la otra un fusil.
Daniel, convertido en miliciano de la revolución, luchó como los buenos.
Y murió batiéndose heroicamente por una causa que no era suya. Su causa, la de la libertad, no había en España quien la defendiese.
¡Pobre toro! ¡Pobre espada!… De pronto, el circo rumoroso lanzó un alarido saludando la continuación del espectáculo. El Nacional cerró los ojos y apretó los puños. Rugía la fiera: la verdadera, la única.
(Vicente Blasco Ibáñez en “Sangre y arena”, 1907.)
En España, de cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa.
(Antonio Machado.)