“Autorretrato con cigarrillo”, de Edvard Munch (1895).
Ignacio Viloria
Al comienzo de su carrera, la obra de Munch causó gran escándalo en la sociedad noruega; pero no por lo que éste pudiera representar en sus lienzos, sino porque sus cuadros daban la impresión de estar inacabados o de constituir meros estudios sin la suficiente entidad artística como para ser expuestos, así que el pintor provocaba división de opiniones entre el público: para unos era un vago y para otros un estafador, y no se sabe cuál de las dos cosas resulta más abominable para un luterano. Para hacernos una idea de hasta dónde llegaba esa inquina, el Diario de anuncios noruego del 25 de octubre de 1886 llegó a definir la mano derecha de la protagonista de “La niña enferma” como “papilla de pescado en salsa de langosta” ―que, por otra parte, no deja de ser una metáfora muy escandinava―.
El contexto social con el que le tocó lidiar a Munch en su juventud adolecía de una falsa moral hipócrita y formalista que se llevaba hasta extremos inimaginables en nuestros días. Se trataba del mismo mundo ridículo que se representa en las obras de Ibsen, sólo que el dramaturgo poseía el suficiente cinismo como para tomárselo a risa y al pintor nunca le hizo la más mínima gracia. Quizá fuera que la literatura se presta más a disfrazar la crítica social en su seno, mientras que la pintura deja pocos escondites al sarcasmo ―casos como “La familia de Carlos IV” (Francisco de Goya, 1800) sólo cuelan muy de vez en cuando―. El caso es que caer en lo considerado indecente en la Cristianía (hoy Oslo) de finales del XIX no sólo provocaba el ostracismo comercial de un artista, sino que con frecuencia llevaba a que éste diese con sus huesos en la cárcel. Por supuesto, se toleraba la existencia de la misma bohemia que en toda la Europa civilizada, a condición de que a ninguno de sus integrantes se le ocurriera salir de sus cuevas. Probablemente este sea el motivo de que una visión conjunta de las obras tempranas de Munch den la impresión de que el artista iba dando palos de ciego, puesto que en unas se decanta por el naturalismo más tradicional mientras que en otras adopta composiciones y técnicas claramente impresionistas o incluso comienza a avanzar en la exploración de formas que le acabaría consagrando como el padre del expresionismo ―o el hijo mayor, en mi opinión minoritaria―.
Quizá su creación hubiese resultado distinta si la personalidad de Munch únicamente se hubiese visto golpeada por el ambiente externo descrito; pero nuevamente nos encontramos con un artista con el que la desgracia se cebó desde su niñez. La tuberculosis hizo estragos entre su familia y su círculo más íntimo. Destacan la muerte de su madre cuando él contaba con cinco años y de su hermana más querida, Sophie, en un momento tan crítico para el desarrollo emocional del varón como lo es el comienzo de su pubertad. Estas dos tragedias conllevaron que su padre, ya distante con sus hijos por sus férreas convicciones religiosas, se sumiera en una profunda depresión que le convirtió en un verdadero muerto en vida ―los luteranos creen que la desgracia personal es un castigo anticipado al que Dios somete al pecador―. Curiosamente, todas las personas que fallecieron en el ámbito del pintor en aquellos años fueron mujeres, por lo que desde entonces asoció lo femenino a la muerte, tanto física como moral; sin embargo, este patente simbolismo mortuorio no desprende rencor ni misoginia, sino que parece aceptar ese rasgo mórbido de lo femenil como se sobreentienden las rayas en un tigre.
Sin embargo, la vida de Munch cambia radicalmente en 1889, año en el que él mismo sobrevive a la enfermedad y en el que el propio gobierno noruego, tan temido por él, le concede una sustanciosa beca que le permite emigrar a París ―no se sabe si porque realmente apreciaban su talento y deseaban que lo desarrollara entre los mejores de la época o si fue por los mismos motivos por los que mi comunidad de vecinos becó al niño violinista del segundo para que se largara a Viena―. Allí, aparte de cambiar de tuberculosis a cólera el nombre de la peste que siempre le persiguió, quedó fascinado por las obras de Van Gogh, Pissarro, Monet, Renoir, Toulouse-Lautrec, Whistler y otros, muchos de los cuales aún no habían recibido más reconocimientos que él. Sin embargo, es el genio tranquilo y despreocupado de Manet ―ya muerto por entonces― el que le cautiva por encima de todos: es tal el respeto y admiración que le impone la figura del parisino que, mientras que durante una etapa imita aleatoriamente varios estilos ajenos, la influencia del creador de “Olympia” sólo se aprecia en el alma de las composiciones de Munch. Por ejemplo, resultaría fácil confundir su “Desnudo parisino” con una obra de Toulouse-Lautrec, o su “Muchacha peinándose” con algo de Renoir, o podríamos reconocer el pincel de Pissarro en “Primavera en el paseo de Karl Johann”; pero sería imposible hallar un solo cuadro de Munch en el que se transparente de ese modo tan evidente uno de Manet. De las obras que yo conozco, sin duda es en “Noche de verano” y en “Retrato de Inger Munch” donde más se aprecia el espíritu de su ídolo; sin embargo, da la impresión de tratarse de un Manet amargado hasta el tuétano o en resaca perenne. Sería algo así como si Fassbinder rodara un guión de Frank Capra, Tom Waits interpretara una canción de los Kinks o Céline revisara una novela de Wodehouse.
…Y, por supuesto, el alcohol. Ya he renunciado definitivamente a encontrar a un genio de la pintura moderna que no se castigara el hígado con la misma indolencia que George Foreman. Parece evidente que los efluvios de Baco influyeron en el arte de Munch, pero es imposible que sacaran de él nada que no llevara dentro. Quizá potenciaron su tendencia a la melancolía y a la nostalgia, pero no encuentro en su obra excepciones paranoides como las que sí que detecto en la de Modigliani, en la de Toulouse-Lautrec o en la de Picasso. Se diría que Munch nunca pintaba del todo borracho, sino más bien a la mañana siguiente.
Hasta ahora no me he referido a la imagen seleccionada porque, al tratarse de un autorretrato, he creído que lo mejor era esbozar un breve y apresurado semblante del pintor, porque sólo de esa manera se podrá comprender por qué considero que el cigarrillo que aparentemente se quema en su mano no es más que la chimenea de la que se ha dotado para simbolizar su propia combustión lenta. El humo azulado que fluye en primer plano ―con un efecto tridimensional literalmente increíble― no es de tabaco, sino de su propio ser, que se va consumiendo para integrarse en el espacio difuminado que lo rodea. Se trata de una de las primeras manifestaciones de la angustia vital que posteriormente se adueñaría casi en exclusiva de su obra, en esta ocasión rendida ante la inevitabilidad de la muerte ―mors certa sed hora incerta―. A medio camino entre el vitalismo y el existencialismo, para Munch todo conduce hacia un horizonte escatológico. Hasta emociones comúnmente consideradas como positivas ―como las que se pueden desprender de las relaciones amorosas― traen consigo el desgaste paulatino de la energía vital. Su experiencia le llevó pronto a convencerse de lo absurdo de soportar una existencia repleta de dolor y amenazas morales, si bien su manera de encarar el drama diario va cambiando desde la amargura y el miedo de sus primeras pinturas hasta la ironía cínica de sus últimos lienzos. Munch responde a la perfección a la máxima de que todo buen creador debe odiar la realidad que le circunda para poder idear una nueva, y por eso se centra en retratar el alma de las personas en lugar de su físico, en una eterna búsqueda de una razón existencial que se oculte a los sentidos. No es de extrañar que pinceladas rojas y amarillas resalten sobre un fondo abstracto la mirada y la mano derecha del pintor, pues ésas son las principales herramientas con las que cuenta todo artista plástico, las que le sirven en bandeja una excusa para seguir vivo.
“Sin el miedo ni la enfermedad mi vida sería como un bote sin remos”