Hace más de medio milenio, bajo los estertores del gótico, una adolescente anónima estuvo posando en Brujas para un pintor bastante caro. De acuerdo con la tradición familiar de los Talbot, la retratada es una de sus antepasadas: Anne Talbot, hija del Conde de Shrewsbury. Sustentan su teoría en ciertos parecidos físicos con otros miembros del clan, en la certeza de que Anne representó a la familia en la boda de Margarita de York con Carlos I de Valois ―celebrada en Damme en 1468― y, por último, en el irrefutable y muy británico argumento de que siempre se ha sabido que así era. Como otras estirpes normandas, los Talbot integraron la nobleza inglesa hasta los tiempos de Enrique VIII. Caídos en desgracia tras permanecer fieles al Papa, emigraron a sus posesiones en Irlanda, donde permanecieron hasta 1976, cuando uno de sus descendientes ―al parecer, con ciertos apurillos económicos― tuvo que vender al Estado irlandés el último de sus reductos, el castillo de Malahide.
Como es bien sabido, los fantasmas constituyen la minoría étnica más numerosa de las Islas Británicas, y la familia Talbot ostenta el honor de ser una de las que más espectros poseen a lo largo y ancho de aquellas tierras. Desgraciadamente, Anne no figura en el censo de almas en pena, ni tampoco nadie ha referido haberla sorprendido nunca vagando por ahí, por lo que, no contenta con estropearnos una buena historia, la buena mujer no ha dejado manera alguna de preguntarle si efectivamente es ella la retratada. Lo cierto es que los pocos historiadores que se han interesado por el asunto no tienden a sostener esta tesis, sino que se decantan por pensar que se trataba de la hija de algún importante burgués de Brujas, probablemente cualquiera de los donantes para los que solía trabajar Christus. Para llegar a esa conclusión, se basan en que el atuendo y las joyas de la joven se corresponden con la moda flamenca de la época, y también en que la figura carece de signo heráldico distintivo, por lo que su nobleza probablemente tenía un origen más mercantil que guerrero.
Independientemente de su verdadera identidad, que realmente sólo reviste importancia a efectos lúdicos, el hecho de que sus adornos y ropajes ofrezcan tantas pistas es una prueba irrefutable de la maestría y el detalle con que fueron reproducidos, haciendo casi palpables sus diversos materiales. Por ello, aunque la primera impresión sea la de detectar en el cuadro ciertos signos de hieratismo medieval, una contemplación ligeramente más pausada nos revelará que este juicio es muy precipitado.
Efectivamente, el retrato es minucioso y expresivo como pocos, y esa falsa apariencia de rigidez hay que achacarla a cierta obsesión de su creador por la perfección geométrica. Así, con el fin de dotar a la pintura de profundidad y realismo, abandona el fondo monocromo que venía siendo habitual en este tipo de trabajos para encuadrar la figura sobre un escenario cotidiano, aprovechando el revestimiento de la pared para dividir la tabla en dos mitades exactas. Igualmente, emplea la uve ligeramente asimétrica que forma el escote de armiño para generar un giro del torso hacia el observador que imprime cierto movimiento a la cabeza. Pero, sin duda, es la expresión de desdén o de superioridad de la modelo hacia el pintor y el espectador lo que más llama la atención de este cuadro, y lo que siempre ha llevado a los expertos a no dudar acerca de la importancia social de la joven en su vida real ―aparte de la presunción de que los flamencos de la época sólo movían sus pinceles previa encomienda, normalmente muy bien remunerada―. Para lograr ese efecto, el artista ha introducido una deformidad facial que la muchacha seguramente no poseía, como es el hecho de que la órbita de su ojo izquierdo está completamente desviada hacia la diagonal, mientras que la del derecho permanece en un plano horizontal. Esta pequeña licencia, casi imperceptible en una visión de conjunto, y que en la vida física se acercaría a la monstruosidad, sirve para dotar de alma a lo que debió de ser encargado como un simple retrato formal.
Casi tan misterioso como el cuadro es su autor, de quien prácticamente sólo se sabe con certeza que fue el discípulo predilecto de Jan van Eyck, o bien que se las apañó de maravilla para simularlo, pues parece que heredó su taller y que acabó varias de las obras que su maestro había dejado inconclusas a su muerte. Todo lo demás es mera especulación. Se dice que viajó a Italia, donde probablemente estudió el trabajo de Giotto, Masaccio, Masolino y Filippo Brunelleschi; y se dice no porque existan pruebas o referencias escritas de su posible presencia en tierras transalpinas, sino porque su estilo cambia radicalmente hacia la mitad de su carrera. Así, Christus rompe de golpe con la perspectiva múltiple, típica del gótico internacional y denostada en el Quattrocento ―hasta el punto de que fueron los comentaristas de esta época italiana los que acuñaron el término “gótico” para referirse de forma despectiva al estilo que combatían, ya que culpaban a los “godos” [por “todos los pueblos bárbaros”] del oscurantismo que la cultura grecolatina había sufrido durante siglos―, para adoptar puntos de fuga unitarios, aunque atenuando el excesivo respeto hacia la línea recta propia de sus coetáneos italianos, que muchas veces acaba provocándole al espectador un efecto distorsionador no deseado por el artista ―al fin y al cabo, el plano ocular del ser humano es curvo, y la reproducción de las rectas en un campo bidimensional en ocasiones exige ciertas correcciones a efectos de su correcta percepción―. Se diría que Christus supo combinar las virtudes de ambos modelos y dar con las bases que dominarían la pintura universal hasta pasado el barroco. Se sabe que el tráfico de tablillas flamencas hacia Italia era masivo en aquella época; sin embargo, no se veía correspondido por un flujo en sentido contrario. Así que si Christus no viajó a Italia, es que era vidente.
De lo que no cabe duda es de que ha sido tremendamente infravalorado a lo largo de la historia, incluso desde un punto de vista académico. Tan sólo en las dos últimas décadas parece estar siendo objeto de cierto redescubrimiento, tanto por el público llano como por los coleccionistas ―hasta 1995, ninguna de sus obras había superado los cincuenta mil dólares en subasta, mientras que en ese año su “Virgen con el Niño” se adjudicó por un remate de ciento ochenta y cinco mil―. En mi opinión, es la revolución acelerada de las comunicaciones la que está provocando estos cambios en la forma de percibir el arte. Es lógico que hasta 1995 la obra de Petrus Christus no llamase particularmente la atención del público, puesto que se trata, en su gran mayoría, de pequeñas tablillas que rara vez superan el medio metro en alguno de sus lados ―concretamente, el retrato de esta señorita mide tan sólo 28×21 centímetros―. Es decir, son pinturas que no resaltan en los museos por sí mismas y que tampoco sirven a la denigrante manía de adquirir arte “al peso” que demuestran los especuladores, por lo que no suelen aparecer en los periódicos como objeto de pujas millonarias. Sin embargo, en la pantalla de un ordenador los tamaños no existen, de modo que percibimos este pequeño oleo y gigantes como “La balsa de la Medusa” de Géricault como si poseyeran dimensiones similares ―de hecho, es muy posible que ahora mismo alguien con un monitor lo suficientemente avanzado este viendo el cuadro en una medida incluso superior a la real―. Por ello, una vez anulada su desventaja natural, parece muy probable que la joven del retrato u otras creaciones de Christus, como el “Retrato de un cartujo”, se conviertan en un vehículo de fantasía para los espectadores que se topan con su mirada de ojos desviados en las redes sociales, gran parte de ellos condicionados por los bulos y disparates que ha diseminado esa tormenta de literatura fantástica pseudohistórica que, por suerte, parece estar tendiendo a remitir. No creo que existan verdaderas razones para determinar si este fenómeno se dirige hacia consecuencias estupendas o desastrosas. Por un lado, es evidente que contribuye a difundir la riqueza artística universal; por otro, las obras se acaban percibiendo como meras ilustraciones decorativas que irían muy bien como fondo de escritorio, sin que prácticamente nadie se preocupe de profundizar en su verdadera esencia. Otro triunfo del simplismo imperante en casi todos los aspectos culturales y políticos, cada vez con más fuerza y más legitimidad popular, sí, pero de ningún modo incorregible.