La estética rococó puede llegar a resultar frívola y hasta ridícula observada desde nuestros días; pero si este cuadro realmente estimula esas sensaciones, es que ha cumplido con su cometido, ya que se trata de una mera caricatura en la que el pintor no se limita a parodiar un adulterio a través de los estereotipos de los sujetos intervinientes, sino que aprovecha para cargar frontalmente contra todos los símbolos de amor conyugal comúnmente aceptados en épocas anteriores a la suya. Así, el faldero a los pies del marido, que habitualmente se representa, alegre y juguetón, como el icono de la fecundidad del matrimonio, aparece aquí literalmente encabronado con su ama —que, por su parte, no le hace ni maldito el caso—; los amorcillos exageran su pose cursi a más no poder y se muestran incrédulos ante lo que presencian; y Cupido, en lugar de animar la pasión de la que siempre se le supone aliado, parece suplicarle algo más de discreción a la columpiada ―porque ve, sin duda, que se puede armar la gorda en menos de lo que canta un gallo―. Finalmente, la plasmación de una figura femenina calzada con un solo zapato ha venido tomándose como la alegoría de la pérdida de “la inocencia” ―el ejemplo más célebre probablemente se encuentre en la “Olympia” de Manet―, y ya podemos ver a tomar por dónde y con qué ganas manda aquí la señora su inocencia…
Lo único que no participa en ningún aspecto del tono paródico es el erotismo desbocado que se respira, que en esta ocasión se nos manifiesta en su vertiente más lúdica. Desgraciadamente y una vez más, el artista priva al espectador de lo mejor de la escena para reservárselo a uno de los personajes, con el agravante de que, si nos guiamos por la expresión y la postura del joven amante, lo que se nos oculta debe de estar dotado poco menos que de naturaleza divina: sólo de esta manera se justifica que el único privilegiado adelante su brazo en un gesto tan similar al de Adán en “La creación del hombre” de Miguel Ángel.