“Beata Beatrix”, de Dante Gabriel Rossetti (1863).
Ignacio Viloria
A los trece años recién cumplidos, con cierta precocidad, Dante Gabriel Rossetti había ingresado en la Sass, la escuela preparatoria para el acceso a la Royal Academy of Arts, donde cuatro años más tarde conocería a John Everett Millais (ver “Flor de manzano”). En 1848, junto a William Holman Hunt, ambos artistas fundarían la Hermandad Prerrafaelista (PRB). Por aquel entonces, Rossetti tan sólo tenía veinte años y, además de haber publicado varios poemas, ya formaba parte de la primera vanguardia pictórica de la historia. Quizá por su ámbito estrictamente inglés ―aunque Rossetti era hijo del poeta napolitano Gabriele Rossetti, exiliado tras la derrota de los carbonarios en 1821―, y porque su forma de organizarse era la típica de los clubes de señoritos anglosajones, muchos estudiosos optan por conceder ese honor al impresionismo, situando al prerrafaelismo como un puente entre el Nazareno alemán y la verdadera pintura de vanguardia. Sin embargo, en mi opinión, el prerrafaelismo transciende una simple corriente estética para convertirse en un verdadero movimiento artístico. Así, mientras el romanticismo Nazareno propugnaba la vuelta al Quattrocento sencillamente porque les gustaba aquella pintura, los prerrafaelistas trataban de retrotraer el proceso creativo histórico al siglo XV, por considerar que allí se había perdido la senda evolutiva para caer en graves errores que perjudicaban la expresividad del arte. Es decir, no pretendían imitar el estilo de las primeras fases del Renacimiento italiano, sino que lo tomaban como el punto de partida para desarrollar un arte completamente nuevo, que asumía como valioso el bagaje técnico de las corrientes clásicas, pero que abominaba de sus ataduras temáticas y de sus rigideces compositivas. De este modo, honrando la tradición céltica británica —carente en la práctica de verdaderas referencias materiales, pero riquísima en iconografía idealizada—, abrazan el simbolismo medieval para otorgarle un nuevo empleo, tan apasionado que en ocasiones llegaba a convertir sus lienzos en auténticos jeroglíficos que el espectador debía tratar de resolver.
“Beata Beatrix”, a pesar de no ser una de las creaciones más oscuras del prerrafaelismo, narra una historia bastante trágica. La retratada en realidad se llamaba Elizabeth Siddal —apelada Lizzie—, y era una dependienta con la que el pintor se obsesionó nada más verla. Se supone que la conoció en 1850, mientras acompañaba a su madre al taller de la modista que empleaba a Lizzie. Aunque ésta es la versión mayoritariamente aceptada, Holman Hunt ofrece en sus memorias otra distinta, afirmando que el que realmente la conoció mientras acompañaba a su madre fue Walter Deverell ―pintor estadounidense, miembro de la Hermandad, que falleció antes de poder dejar una obra importante―, mientras que Rossetti sólo se enteró de su existencia cuando la vio posando en el estudio del propio Hunt. Sea como fuere, Lizzie se convirtió en la modelo predilecta de todo el grupo y, al poco tiempo, se mudó a vivir con Rossetti, con el que se casó en 1855. Dado que éste se llamaba Dante, le pareció lo más lógico del mundo rebautizarla como Beatriz, así que a partir de entonces comenzó a dirigirse a ella de esta manera. La pobre chica provenía de un ambiente muy humilde. Era lo que se llamaba una working girl, lo que por aquel entonces significaba situarse en los últimos estratos de la férrea sociedad victoriana. Por ello, el sentirse de repente no sólo admitida como amiga, sino admirada, por un grupo de señoritos ricos y elegantes supuso para ella poco menos que un salto de casta que, al parecer, nunca llegó a asumir del todo y que la llevó a padecer un marcado y deprimente sentimiento de inferioridad que, unido a las constantes infidelidades de Rossetti y a la tendencia de éste a representarla mucho más estilizada de lo que realmente era, acabó minándole la autoestima y causándole serios problemas de salud, hasta el punto de que en 1862 se suicidó ingiriendo láudano.
Rossetti fue un pintor genial, quizá algo pobre desde un punto de vista técnico, pero repleto de ideas innovadoras que influyeron sobremanera en artistas de la talla de Klimt; sin embargo, no hace falta indagar demasiado en su vida para darse cuenta de que padecía un serio desequilibrio afectivo ―dicho sea en términos diplomáticos―. Es obvio que la muerte de su esposa en semejantes circunstancias le impresionó mucho ―tanto como para mudarse a una mansión de Chelsea y dedicarse a engordar a base de alcohol y a coleccionar mascotas exóticas, con especial predilección por los marsupiales―; pero su actitud revela que jamás fue capaz de comprender realmente la gravedad de lo sucedido. No había pasado ni un año cuando Jane Burden, la mujer de su compañero de Hermandad William Morris, abandonaba a su marido para irse a vivir con Rossetti y convertirse así en su nueva “Beatriz”, si bien es justo reconocerle que al menos no lo proclamó públicamente y siempre reservó el apelativo trágico para la memoria de Lizzie.
Así, en un impulso que podría resultar sospechoso de una frivolidad repugnante ―o, como mínimo, de un pésimo gusto―, y cuando ya había iniciado su relación con Jane, el pintor trató de rendir un último homenaje a su difunta “Beatriz” plasmando el momento exacto en el que ésta pasaba de la vida a la muerte. Es decir, al igual que veíamos en la “Muerte de un miliciano” de Robert Capa, la protagonista de “Beata Beatrix” está viva y muerta a la vez ―y esta situación no tiene nada que ver con la del gato de Schrödinger: cualquiera que haya tenido la desgracia de ver morir a alguien sabe que ese momento innominado realmente existe, al menos en nuestra percepción sensitiva―. Como una especie de sacrificio expiatorio, Rossetti la plasmó como una santa mártir, haciendo gala de un despliegue de culpabilidad enfermizo que exoneraba a la fallecida de cualquier responsabilidad por su desgracia ―como si ella no hubiese podido hacer las maletas y largarse con otro, en lugar de cargarle con esa losa para toda la vida―.
Elizabeth es idealizada como una virgen en éxtasis en el momento de ser recibida por el Espíritu Santo, que es simbolizado como un pájaro de fuego a punto de depositar en las manos piadosas de la protagonista una amapola de adormidera, planta de la que se extrae el veneno con el que puso fin a su vida. Encima del ave vemos un reloj de sol iluminado, que marca la hora fatal que venía predeterminada para Lizzie. Su cabeza iluminada le otorga otro atributo de pureza celestial, y sobre ella se edifica un puente que simboliza a la vez el tránsito hacia la existencia eterna y la unión entre sus dos asesinos: Eros, en tono rojo, y el propio Rossetti ―Dante―, vestido con ropajes de inspiración medieval, al igual que su víctima, a la que contempla impasible o impotente desde la penumbra del infierno. Sin duda, lo más valioso de la pintura es la expresión facial de Beatriz, que efectivamente parece viva y muerta a la vez, puesto que si su rictus facial probablemente fuera el que recibió al pintor cuando halló su cadáver, sus labios coloreados aún reflejan vida e incluso pasión. Este lenguaje estético evidencia que Rossetti realmente sintió hasta la monstruosidad la tragedia ocurrida, pero igualmente revela que su manera de sentir no era la que podemos atribuir a una persona emocionalmente sana. No en vano, exactamente diez años más tarde de la muerte de Lizzie, Rossetti emuló su ritual suicida. Por suerte para la posteridad, y probablemente por desgracia para él, la dosis de láudano que acabó con la joven no resultó suficiente para el cuerpo hipertrofiado del artista, por lo que aún dispondría de diez años más de vida creativa.
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