Lo que en un hombre es criminal y merece castigo en otro puede ser honrado.
Evidentemente, Ramón J. Sender nunca participó en una epopeya amazónica, pero aunque jamás logró encontrarles una explicación racional, sí que conocía a la perfección el ambiente marcial y las reacciones que una situación bélica puede llegar a desencadenar en los seres humanos: prestó su servicio militar en la Guerra del Rif y sufrió la Guerra Civil Española en toda su intensidad con los fusilamientos de su esposa ―Amparo Barayón― y de su hermano por parte del bando sublevado. Considerado por muchos como el padrino de la Novela social española, sus ideas políticas, abiertamente militantes en todo momento, habían evolucionado desde las posiciones liberal-progresistas de su primera juventud hasta el anarquismo libertario, para después simpatizar con el comunismo soviético ya en la antesala de la Guerra. Precisamente esos antecedentes anarquistas, verificables documentalmente mediante los artículos que había escrito para los periódicos “Solidaridad Obrera” y “La Libertad”, motivaron que la cúpula comunista nunca llegase a confiar en él y pronto le considerara sospechoso de traición por haber abandonado su posición en el frente durante la Batalla de Madrid. A pesar de que esta acusación nunca ha sido demostrada ―la mayor parte de los historiadores actuales se decantan por considerar que se trató de un bulo con intención de purga interna―, todos sabemos que en tiempos de guerra la mera sospecha equivale a la certeza más absoluta, por lo que, enemistado con ambos bandos y profundamente afectado por la pérdida de Amparo, optó por exiliarse, primero en Francia y después en América. Probablemente fueron estas experiencias trágicas las que motivaron que dos de los temas que más tinta le hicieron gastar fueran el proceso de la violencia y el significado de la españolidad.
“La aventura equinoccial de Lope de Aguirre” es una novela de madurez ―la publicó a la edad de sesenta y tres años―, y en ella ya no vamos a encontrar la denuncia de índole social que lo ha hecho famoso, sino un profundo estudio en clave narrativa acerca de las manifestaciones menos nobles del ser humano. Para ello, Sender adopta como escenario la desgraciada expedición amazónica en busca de El Dorado que emprendió el aventurero español Pedro de Ursúa, que moriría en su curso durante un motín urdido por el soldado Lope de Aguirre y otros. Ya al mando de las tropas, y tras numerosas vicisitudes, Aguirre tomará la determinación de abandonar la búsqueda de la ciudad legendaria para formar un ejército con el que conquistar el Perú y crear un nuevo reino, no sólo desvinculado, sino enfrentado a la Corona de Castilla. Para ello, hace firmar a todos los integrantes de la expedición un manifiesto mediante el que reniegan de la autoridad de Felipe II y que les pesará como quien vende su alma al diablo.
El término “equinoccial” con el que se califica la aventura de Aguirre en el título de la novela hace referencia a la línea del ecuador, en cuyas proximidades transcurre toda la acción. Para los europeos el clima ecuatorial resultaba insoportable, y en realidad parecían percibirlo como una especie de espíritu maligno dispuesto a enloquecerlos a base de calor extremo, humedad pútrida y un goteo irrefrenable de picaduras de insectos ―por no hablar de las fiebres, los caimanes, pirañas, vampiros, jaguares y demás fieras y la amenaza constante de recibir desde la espesura un dardo indígena impregnado en curare―. De este modo, las mayores atrocidades son justificadas por los que las presencian como un fruto inevitable de la locura equinoccial, que tarde o temprano debe invadir a cualquier hombre blanco que se adentre en semejante infierno. Curiosamente, parece ser Aguirre, ya conocido como “el loco” antes del viaje, el que mejor aguanta la presión ambiental, de suerte que no es extraño que se presente ante sus soldados vestido de uniforme, con su coraza y su casco, sobre los que se podrían escalfar un par de huevos tras un par de minutos al sol. Esta demostración de resistencia y disciplina lleva al resto de los integrantes de la expedición a reverenciarle con una especie de temor supersticioso, a pesar de que su físico es el de un hombre de más cincuenta años, corto de estatura y enjuto hasta la osamenta, y además lisiado por heridas de guerra al servicio de Felipe II, al que nunca ha perdonado sus lesiones y en cuyo desagradecimiento basa y justifica su rebeldía a la corona.
Los que vivían en aquella tierra eran, como digo, disformes y bestiales de apariencia. Por noticias de otros indios, y sobre todo de Alonso Esteban, que había pasado por aquellos lugares mucho antes, supieron que aquella gente no hacía ascos a un buen asado de carne humana, aunque se recataban con los españoles. Mas de una vez encontraron puestos a asar bajo las piedras calientes —entre dos capas de ellas, con fuego debajo y encima— un cerdo salvaje y otras un cuerpo humano de alguna tribu vecina. Sin embargo, parece que esto último lo hacían más por religión que por gula, ya que creían que el espíritu del muerto a quien se comían pasaba a enriquecer el suyo propio. Entre aquellos indios había algunos de veinticinco años que eran ya abuelos. Sus mujeres no eran más viejas, como se puede suponer, y a los treinta y dos algunas eran ya bisabuelas. En aquella tierra ecuatorial los cuerpos se desarrollaban más deprisa, y las mentes, más despacio. Parece que suele ser así en todas las especies, y aquellas criaturas que se pueden valer a sí mismas antes son las que menos desarrollan su inteligencia o su astucia. Con los hombres, en cierto modo, es igual. Los menos precoces en la infancia suelen ser los más inteligentes después.
El cerebro es un órgano delicado cuya formación y perfeccionamiento requiere años de lenta experimentación. Los que más tardan en alcanzar madurez son los que cuando la alcanzan son más inteligentes.
Muchos de aquellos indios e indias, a los diez años, eran adultos y maduros, pero su madurez era muy precaria. Se quedaban en aquella edad siempre y su infantilidad se veía antes que nada en la falta del sentido de responsabilidad, en la ligereza con que mentían una y mil veces cada día, en el gusto por el hurto y por los pequeños placeres de la gula y también en la indiferencia por los valores morales y por cualquier clase de abstracción como la virtud, la justicia, la bondad, el bien. No es que no les gustaran aquellas cosas, sino que no las entendían y no existían para ellos.
El “separatismo” de Aguirre no posee raíces románticas o de conveniencia, sino que se asienta exclusivamente en el rencor. Para él, decenas de miles de españoles habían dejado sus vidas o parte de sus cuerpos en las conquistas americanas, cuyo único fin consistía en financiar las guerras europeas de Carlos I y su hijo. Lope de Aguirre muestra respeto hacia la memoria del Emperador, pero considera que Felipe II es un indigno sucesor que desprecia los sacrificios que sus súbditos le ofrecen desde Ultramar como si se tratara de guerras de segunda, valorando mucho más la toma de cualquier plaza italiana o flamenca que la conquista de los inmensos imperios americanos. (Puede que algo de razón le asistiera a Aguirre si tenernos en cuenta que el primer rey español que visitó América fue Juan Carlos I, en 1976.)
Reniego de los servicios hechos al rey de Castilla por mis padres y mis abuelos.
Reniego de los servicios que hice antes de salir de España al infame rey de Castilla.
Reniego tercera vez contra los servicios que de obra hice en el camino de Indias y en Indias mismas al rey follón de Castilla don Felipe II.
Reniego con mi fe y mi honra y mi vida y a costa de lo que sea de la servidumbre que a mí y a otros ha impuesto el rey don Felipe II, que no lo es ya mío ni lo será de vuesas mercedes si siguen mi buen consejo.
Reniego del príncipe de Asturias y de su padre Felipe II, de su esposa la reina y de todos sus hijos e hijas que pudieran haber y llegaran un día a llevar en la cabeza la corona de Castilla.
Reniego de mi naturaleza de súbdito del imperio de Felipe II.
Reniego de mi nombre de español y me halago con llamarme marañón y peruano y todo para mejor descartarme de la servidumbre al rey malsín Felipe II.
Reniego de un rey y de unos ministros que en el nombre de Dios hacen el servicio de Satanás en España y en las Indias.
Reniego de Felipe II por injusto, mal aconsejado, criminal y ladrón.
Reniego de Felipe II por todas las cosas antedichas y otras muchas que cada uno de vuesas mercedes piensa y con las cuales convengo, ya que a todos nos hizo ofensa e injusticia en hacienda y en consideración y en retribuirnos mal por bien.
Reniego de la monarquía castellana para hoy y mañana y para siempre y conmigo reniegan los hijos que pueda haber y los que he habido.
Reniego del rey incapaz y cobarde que vive entre engaños mientras nosotros perdemos la vida y el decoro en estas tierras ignoradas por él.
Y así pues digo y os pido a vuestras mercedes que digan conmigo: ¡Muera el rey felón!
Sender nos presenta a Aguirre como un hombre parco en comida y sueño, tendente a la paranoia, pero calculador y frío hasta la psicopatía más extrema, y que adopta como principio rector de toda estrategia la huida hacia delante, sin importarle los cuellos que deba quebrar para seguir avanzando. En cierto modo, el Aguirre de Sender tiene mucho de Napoleón Bonaparte: de un Napoleón triunfador, dinámico, invencible y carismático al principio; y, al final, del Napoleón perturbado, enfermo y decepcionante que huye de Rusia como puede.
Realmente es difícil de saber si estamos ante una novela histórica o ante una novela común ambientada en el pasado. Si bien se realiza una crónica exhaustiva de la expedición de Ursúa y Aguirre, más que el desarrollo de los hechos en sí, lo que realmente le importa a Sender es la evolución interior de los personajes ―en cierto sentido, no podría ser de otra manera, porque la intentona de Aguirre tuvo mucho más de llamativa que de trascendente, pues no dejó más huella que las muertes que provocó―. Además, Sender parte del informe que Francisco Vázquez ―Cronista Real y miembro de la expedición―, documentó en 1562 con el nombre de “Relación de todo lo que sucedió en la jornada de Omagua y Dorado”. Teniendo en cuenta que Vázquez desertó del ejército de Aguirre cuando las cosas empezaban a ponerse feas, hay que tomar su versión con extremada cautela, porque bien podría ser que en realidad se tratara de un relato que empleara al caudillo marañón como un chivo expiatorio en el que liquidar culpas colectivas tras el fracaso de la rebelión. En cualquier caso, Sender no se preocupa por interpretar, corregir o integrar esa crónica, sino que se limita a novelarla, desarrollando a los diferentes personajes según su propia intuición y con grandes dosis de humanidad en su sentido más literal. El libro carece por completo de intención didáctica ―como no sea en lo referente al espíritu humano, asunto sobre el que ya sabemos que tan sólo se pueden formular enigmas―, pero eso no quiere decir que no hallemos en él toda una valiosísima colección de detalles acerca de los más variados temas, como las costumbres de las diversas tribus de los indios amazónicos o la flora y fauna de la zona; todo ello perfectamente engarzado dentro de la narración, de modo que nos los bebemos sin enterarnos, como si se tratara de azúcar en suspensión. Entre otras curiosidades, aprenderemos que si el morbo gálico es la sífilis, el morbo gótico es el regicidio; y que “Las tangas eran unos triángulos de cerámica cocida pintados con rayas y adornos de colores. Con ellas se cubrían el sexo las mujeres. Solían usar una delante y otra atrás y llegaban a juntarse en la entrepierna, porque eran curvas. A veces entrechocaban y sonaban al andar”.