Che, yo pinto los cuadros y los demás me los explican.
En primer término, el diccionario de la Real Academia define mujeriego como “Perteneciente o relativo a la mujer”, mientras que reserva su segunda acepción a “Dicho de un hombre: Dado a mujeres”. Este segundo sentido ha sido el que claramente se ha impuesto en el habla cotidiana y, por algún extraño motivo, lo ha hecho con tintes peyorativos y crapulosos. Por supuesto, yo no comparto esa censura a los mujeriegos, y no sólo porque no encuentre nada de malo en darse a las mujeres, sino porque ―hace más años de los que me gustaría― tuve el privilegio de contar con un excelente maestro de latín e historia que se definía como tal. Era maestro porque le parecía una palabra mucho más bonita y menos pretenciosa que profesor, y era mujeriego porque convivía ni más ni menos que con seis féminas: su esposa y sus cinco hijas. Como todos mis compañeros, yo también estallé en carcajadas cuando soltó la gracia en medio de una clase, claro; pero creo que el chascarrillo me sirvió para acabar comprendiendo que el gusto por la compañía femenina no tenía por qué estar acaparado por la sensualidad. Y sospecho que Sorolla también lo sabía sin necesidad de que nadie se lo dijera.
Joaquín Sorolla y Bastida vino al mundo el 27 de febrero de 1863, en una España dividida culturalmente entre Madrid y lo que se denominaba “provincias” ―es decir: todo lo demás, con la posible excepción del círculo artístico barcelonés, que comenzaba a surgir con cierta timidez―. Como todo el mundo sabe, porque es casi tan popular como las naranjas o la paella, Sorolla era valenciano, así que se le podía llamar provinciano sin que se ofendiera. Además, era de procedencia muy humilde. Sus padres, que se dedicaban a vender retales ―prácticamente como traperos―, morirían un par de años después víctimas de una epidemia de cólera, por lo que él y su hermana serían adoptados por la familia de su tía, casada con un cerrajero. Acudió a la Escuela Normal, donde ya destacó en dibujo y geometría, y de ahí pasó a la Academia de Bellas Artes de San Carlos, también provinciana. Absolutamente toda su formación fue sufragada gracias a becas ―si pudo completar sus estudios pictóricos en Roma y Asís, por ejemplo, fue gracias a la pensión que mensualmente le enviaba la Diputación de Valencia―, galardones en concursos y ventas de pequeñas acuarelas decorativas. Estas apreturas ―que no escaseces― marcarían el devenir de su carrera, en el sentido de que no siempre pintaría lo que deseara, sino que se plegaría a los gustos de los jurados ―por lo general, terriblemente convencionales― y, posteriormente, a los dictados de sus clientes, actuando más como un profesional responsable que como un artista puro y simple. De este modo, Sorolla acabó siendo muy apreciado internacionalmente como retratista por encargo, actividad a la que dedicó gran parte de sus esfuerzos ―muchas veces a través de simples fotografías enviadas por correo, sin haber visto al modelo en su vida― sencillamente porque era un trabajo muy bien remunerado.
Ya en su momento, tal y como reflejó Max Aub con gran sorna en “La calle de Valverde” (1959), varios de sus colegas valencianos le colgaron el sambenito envidioso de pesetero, termino tan denigrante en la mentalidad española como pueda serlo “muerto de hambre” ―en España, esté llena o vacía, la bolsa siempre se presenta como un excelente motivo de insulto: tan ofensivo resulta ser calificado de ricachón como de pobretón―. De su actitud y de su correspondencia se deduce sin lugar a dudas que, efectivamente, Sorolla quería ganar mucho dinero; pero siempre con el único objetivo de proporcionar el mejor estilo de vida posible a su familia. No se le conocen grandes juergas, lujos personales ni nada por el estilo: contrariamente a lo que parece ser la norma de los grandes genios de la pintura, los únicos verdaderos amores de su vida fueron su esposa Clotilde y sus hijas María y Helena. Tuvo también un hijo entre las dos, Joaquín, al que evidentemente también profesaba un gran cariño; pero de los retratos que le hizo se infiere que la naturaleza de este amor era distinta de la del que reservaba para las niñas: si su debilidad por ellas se hace palpable en cada pincelada, con Joaquín parece mantener una relación de profundo respeto y admiración mutuas.
Los tres se iniciaron en la pintura por deseo propio, pero tan sólo las dos chicas lograron presentar alguna que otra obra de interés como simples aficionadas ―Joaquín, incapaz de desligarse del estilo de su padre, acabó decantándose por la fotografía―. En sus cartas a Clotilde, Sorolla evidencia que es María la que más esperanzas le despierta en este sentido y, curiosamente, anima a su mujer a guiarla en una serie de consejos que no dejan de ser los postulados impresionistas expresados de una manera familiar ―”Dile a María que trabaje al aire libre, pues los pintores modernos no deben hacer ni pintura ni dibujos negros sino en colores… y dila [sic] que haga lo que sienta…”―. Digo curiosamente porque, a pesar de que tras su muerte se le trató de encajar con calzador en la etiqueta de impresionista ―para asegurarle un lugar en la historiografía del arte europeo de vanguardia―, ni Sorolla mostró nunca un especial interés por la obra de los pintores impresionistas ni en su legado encontramos una técnica similar a la de éstos, sino más bien opuesta. Compartía con ellos el gusto por la luz y por la mancha en detrimento de la línea y los contornos, pero su pincelada es en general excepcionalmente larga y rotunda, de modo que si muchos de los cuadros de su segunda etapa pueden dar una primera impresión cercana a los de Renoir o Degas, no se trata sino de una mera confluencia en el resultado.
Con respecto a sus retratos por encargo, adolecen de una marcada desproporción de calidad a favor de los masculinos, algo que no pasó del todo desapercibido a sus clientes potenciales. Mientras que con los varones daba rienda suelta a todo el potencial de su talento, aplicando en su integridad ese sexto sentido velazquiano que le caracterizaba ―no sólo nunca ocultó su admiración casi mística por el sevillano, sino que durante su juventud realizó varias copias de sus lienzos―, en sus retratos de mujeres extrañas parece apocarse un poco, limitándose a plasmar visiones puramente técnicas que después decoraba con profusión de detalles ―como joyas, pieles o flores― con el fin de realzar el pretendido señorío de sus modelos. Sin embargo, esa aparente miopía para lo femenino ―que, no obstante, dejó maravillas de exquisita sensualidad como el “Retrato de Mrs. William H. Gratwick” (1909) o el magistral verso suelto que supone su “Desnudo en el diván amarillo”, misteriosa obra de 1912, también conocida como “La prostituta borracha” y cuya explicación escapa a los medios de que dispongo― desaparece del todo cuando pinta por gusto a su propia esposa o a sus hijas. Si es verdad lo que cuenta Vicente Blasco Ibáñez en “La maja desnuda” (1906), y si efectivamente su personaje de Renovales estaba basado en Sorolla, el hecho de que Clotilde le sorprendiera estudiando a una modelo desnuda estuvo a punto de dar al traste con su vida de mujeriego hogareño, que sólo pudo salvarse gracias a la promesa del pintor de ensayar tan sólo con ella, a lo que sorprendentemente se prestó gustosa. Es de suponer que la anécdota es cierta, porque, más allá de su relación personal de amistad paisana, Sorolla y Blasco compartían una forma parecida de ver la vida, caracterizada por esa curiosa mezcla de provincianismo y del cosmopolitismo más elevado y a la vez sencillo ―el mundo está ahí y simplemente hay que mover los pies sobre su superficie para conocerlo―, que en el escritor se traducen en el contraste entre obras de vocación europeísta como “Los cuatro jinetes del Apocalipsis” (1916) y profundamente localistas como “La barraca” (1898), y en el pintor entre sus retratos aristocráticos o altoburgueses y sus escenas costumbristas. En cualquier caso, el cosmopolitismo naturalista de Sorolla no parte de una inquietud personal por empaparse de otros lugares y culturas, sino que se basa exclusivamente en la intención de hallar nuevos escenarios pictóricos. No cabe duda de que disfrutaba mucho con su trabajo, hasta el punto de hacer girar su vida privada a su alrededor.
De Velázquez tomó la composición y la profundidad de miras, del impresionismo la obsesión por la luz y el color, y de John Singer Sargent el soplo espiritual que concede el buen acabado. Pero su máxima influencia llegará cuando, tras compartir protagonismo con ellos en la Exposición Universal de París de 1900, conozca la obra de sus coetáneos nórdicos, especialmente la de Zorn y la de Krøyer, cuyas escenas de playa pueden llegar a ser confundidas fácilmente con las del valenciano. De ellos aprenderá un lenguaje pictórico nuevo, en el que los personajes quedarán integrados en su entorno como un elemento más, tratando con ello de combinar la dimensión temporal en armonía con las espaciales. Es especialmente llamativa también la similitud que el fondo oscuro y desdibujado de algunos de los retratos a su hijo Joaquín guardan con el estilo de juventud de otro nórdico con el que, a bote pronto, jamás se nos ocurriría relacionarlo: Edvard Munch, que curiosamente nació en el mismo año que Sorolla.
En 1895 pinta “Madre”, en el que vemos a Clotilde acostada con su hija Helena tras haber dado a luz. Encontramos una composición de fondos grises amplios y diáfanos que acogen a las protagonistas como dos minúsculas apariciones en la inmensidad, resaltando la sensación de fragilidad y, a la vez, de sosiego tras el dolor. En sus respectivos tonos de piel, frío para la madre, cálido para el bebé, apreciamos un claro símbolo del transvase de vida que acaba de producirse entre ambas ―evidentemente, no estuvieron posando el tiempo suficiente como para que se trate de una simple plasmación de la realidad―.
“Desnudo de mujer” (1902), una de sus obras más conocidas, podría tomarse como prueba de la veracidad de lo relatado por Blasco, puesto que la retratada es Clotilde. El cuadro está, de forma clara y reconocida, inspirado en “La Venus del espejo”, a la que Sorolla fue a ver ex profeso a Londres. Sin embargo, tras contemplarla, escribió a su mujer el siguiente telegrama “Velázquez magnífico, portentoso… pero a la Venus le sobran cosas”, de modo que a su vuelta pintó a Clotilde sin ambages, en uno de esos ejercicios de superación del maestro espiritual a los que son tan dados los grandes artistas.
“En el jardín de la calle Miguel Ángel” (1906): Se trata del jardín de la casa que alquilaría como estudio en Madrid ―posteriormente compraría el terreno y la derribaría para construir una amplia residencia-estudio a su medida, donde actualmente se aloja el Museo Sorolla―. Constituye una de sus primeras aproximaciones a la pintura de jardines, género que después cultivaría con cierta profusión. La retratada es Helena, que juega con una muñeca y su cochecito mientras el perro de la familia dormita en un sillón de mimbre. Encontramos la curiosa característica del formato apaisado, que el pintor solía reservar para sus retratos de gente querida. Es obvio que fue pintado por pura afición, y parece que también lo aprovechó para ensayar un tratamiento multifocal de la luz que se aparta de la línea cercana al expresionismo sobre la que gravitaba su obra durante aquella etapa. Si hemos calculado bien, Helena tenía diez años en el momento de ser retratada.
En “Instantánea, Biarritz”, de 1906, la figura principal vuelve a ser Clotilde, aunque en segundo plano aparecen sus dos hijas, una de las cuales va vestida de rojo, detalle que el pintor emplea magistralmente para dotar de una gran profundidad al cuadro, situando un punto de atención en la convergencia de las líneas de fuerza. Lo que la protagonista sostiene en sus manos es una cámara fotográfica, instrumento que presumiblemente sabía utilizar muy bien, dado que su padre era Antonio García Peris, poco menos que el fotógrafo oficial de Valencia durante las décadas del cambio de siglo.
Ésta obra maestra se llama “María en La Granja” y fue pintada en 1907. En ella, Sorolla retrata a su hija favorita en un vestido inmaculado, esforzándose por concederle toda la luz de la que era capaz su paleta mediante un minucioso juego de sombras. Es probable que se trate del lienzo en el que el pintor imprimió más cariño y alegría a lo largo de su carrera, porque la joven acababa de superar la tuberculosis ―si hoy en día continúa siendo la segunda enfermedad infecciosa más mortífera del mundo (tras el sida), podemos imaginarnos lo que significaba contraerla en la España de principios del siglo XX―. Sorolla había acudido a La Granja para retratar a Alfonso XIII, y aprovechó para llevarse consigo a María y así permitirle pasar su convalecencia en un clima tan propicio como el de los Reales sitios. Su relación con el rey más inexplicable de la historia fue para él un auténtico cuchillo de doble filo: por un lado, contó con el mejor protector que podía procurarse en España, pero a la vez hizo que en el resto de Europa se le atribuyera una nefasta y errónea imagen de soberbia ―no en Francia, donde ya era sobradamente conocido, pero sí especialmente en Alemania y en el Reino Unido―. El motivo no fue su propio comportamiento ―que, salvo por excusarse de comparecer en Berlín para apadrinar su obra debido a la enfermedad de su hija, fue siempre intachable―, sino la promoción descerebrada que de su figura llevó a cabo la Casa Real motu proprio, que sin atisbo de vergüenza y prácticamente por Real Decreto le presentaba como “el mejor pintor del mundo”, en un ejemplo de aplicación ideal de la célebre máxima celtibérica de los guiris no tenéis ni puta idea de lo que es bueno. (María tenía diecisiete años entonces y llegó a vivir medio siglo más.)
En “La siesta” (1911), junto con su mujer y sus dos hijas, comparte el protagonismo una prima hermana de éstas ―el cuadro está firmado en 1912, pero en 1911 ya fue criticado en un periódico madrileño, y por aquel entonces no había filtraciones por Internet ni nada de eso―. La familia se encontraba disfrutando de unas vacaciones de verano en San Sebastián, alojados en la finca de su amigo el doctor Madinaveitia. Se trata de un lienzo casi cuadrado de unos dos metros de lado, en el que Sorolla experimenta con una pincelada tan gruesa y larga que casi podríamos hablar de brochazos. Evidentemente, la gama cromática nos impide catalogarlo como tal, pero las figuras blancas resaltando sobre un océano de verde esmeralda permiten detectar un cierto acercamiento al fauvismo. Aunque la obra desprenda una clara impresión de espontaneidad, Sorolla retuvo varios días a sus familiares en Donostia para que posaran para él hasta que lo concluyera, a pesar de que éstos estaban deseando volver a Madrid.
Sin duda, su estabilidad económica y familiar fue uno de los principales factores que le permitieron producir una obra tan excepcionalmente extensa para un pintor de gran formato, y el demiurgo que creó para él ese universo de tranquilidad no fue sino Clotilde. De algún modo, la mujer sabía lo que tenía entre manos y se esforzaba por proporcionar a su marido el ambiente ideal para que desarrollara todo su potencial artístico, que, aunque inmenso, a todas luces se veía superado por su capacidad de trabajo, su espontaneidad y su impulsividad. Su norma era prescindir de apuntes o bocetos previos, y en gran parte debido a eso, entre su legado pueden contarse numerosos horrores de auténtica vergüenza ajena ―que, no obstante, no llegan a ensombrecer la valía de sus también numerosas obras maestras―. Como anécdota ilustrativa de su constante fiebre creadora, cabe resaltar que mientras se encontraba en Jaca confeccionando un panel inmenso dedicado a Aragón ―dentro del proyecto faraónico que le encargó la Hispanic Society de Nueva York para decorar los muros de su sede―, obligó a María a celebrar su boda en la localidad oscense para no perder el tiempo desplazándose hasta Madrid. Esa energía incansable le llevó a tener que dejar de pintar tres años antes de su muerte ―que se ratificaría físicamente en 1923― tras sufrir un ataque de hemiplejia mientras retrataba a la mujer de Ramón Pérez de Ayala. El escritor centenario describiría así el suceso en la necrológica que le dedicó:
Una fina y templada mañana madrileña del mes de julio, en su jardín, Sorolla pintaba el retrato de mi mujer, observándole yo, a su lado. Éramos los tres solos, bajo una pérgola enramada. Levantóse una vez y se encaminó hacia su estudio. Subiendo los escalones, cayó. Acudimos mi mujer y yo en su ayuda, juzgando que había tropezado. Le pusimos en pie, pero no podía sostenerse. La mitad izquierda del rostro se le contenía en un gesto inmóvil, un gesto aniñado y compungido, que inspiraba dolor, piedad, ternura. Comprendimos la dramática verdad; la cuerda, extremadamente tirante, se había quebrado. (Sorolla sentía el pavor y el presentimiento de la parálisis; años antes había padecido un amago). Aun así y todo, rebelde contra la fatalidad que ya le había asido con su inexorable mano de hierro, Sorolla quiso seguir pintando. En vano procuramos disuadirle. Se obstinó, con irritación de niño mimado a quien, con pasmo suyo, contrarían. La paleta se le caía de la mano izquierda; la diestra, con el pincel más sujeto, apenas le obedecía. Dio cuatro pinceladas, largas y vacilantes, desesperadas; cuatro alaridos mudos, ya desde los umbrales de la otra vida. Inolvidables pinceladas patéticas! «No puedo», murmuró con lágrimas en los ojos. Quedó recogido en sí, como absorto en los residuos de luz de su inteligencia, casi apagada, de pronto, por un soplo absurdo e invisible, y dijo: «Qué haya un imbécil más, ¿qué importa al mundo?».