En Roma está Villa Giulia, y dentro de ella, en la segunda planta y protegido únicamente por una cámara de televisión y una finísima vitrina, el Sarcófago de los esposos. Debe de haber pocos lugares en el mundo tan mágicos como esa pequeña sala, casi siempre vacía de público. Ni siquiera el único vigilante de que dispone la Villa se deja ver por allí a menudo. Siendo como son los romanos, no me extrañaría que su ausencia se debiera a cierta aprensión hacia los muertos; pero también podría ser que los directores del museo hayan querido concederle al visitante unos minutos de intimidad con la voz del pasado, guardada durante más de dos milenios y medio en este par de sonrisas turbadoras.
Esta pieza de terracota policromada, que prácticamente ha perdido todo su colorido original, fue hallada en el siglo XIX junto a su polvorienta hermana melliza, que reposa en el Louvre mucho mejor acompañada, pero privada de todo protagonismo y magia. Ambas se extrajeron de la necrópolis de Cerveteri, ciudad que hunde sus cimientos sobre la antiguamente próspera Caere, a unos 40 kilómetros al norte de Roma, en la zona en la que etruscos y latinos comenzaron a fundir sus destinos históricos de manera indisoluble. Los escultores etruscos nos han dejado abundantes pruebas de que sabían trabajar el mármol, el alabastro y los metales nobles; pero por algún motivo, seguramente económico, los reservaban para figuras de tamaño reducido, prefiriendo realizar sus obras de gran formato con materiales blandos ―precisamente por eso se han conservado muy pocas; de hecho, ésta en concreto fue encontrada hecha pedazos―. De los muchos escultores que debió de haber en Etruria durante sus seis siglos de historia, tan sólo ha perdurado el nombre de un tal Vulca, del que nos habla Plinio el Viejo y al que se le atribuyen varias de las esculturas tirrenas más conocidas, como el grupo del templo de Apolo en Veyes. Es posible que nunca existiese nadie llamado Vulca, pero no cabe duda de que en Veyes hubo un taller que creó escuela.
El porqué de la expresión de sus caras ―que ha pasado a la historia con el nombre, precisamente, de sonrisa etrusca― continúa constituyendo uno más de los múltiples misterios que envuelven a esta civilización. La teoría actualmente más en boga afirma que se trata de una protección frente a los malos espíritus, dado que éstos, al tratar de poseer sus restos, les tomarían por vivos plenos de fuerza y huirían. Desgraciadamente, lo único que se sabe con certeza de la religión etrusca es que era tan importante para ellos que los sacerdotes se constituían en los verdaderos dirigentes de cada ciudad, gracias en parte a sus supuestos poderes adivinatorios. Salvo por las pocas breves inscripciones que han podido ser descifradas, las únicas referencias históricas de que se dispone ya están escritas por autores latinos, que tendían a equiparar las costumbres de los demás pueblos a su propia mitología. Parece ser que en un principio los etruscos practicaban una especie de animismo presidido por los dioses del hogar y que sus deidades carecían de forma, por lo que eran representadas únicamente mediante símbolos. Posteriormente, y al igual que le ocurrió a Roma ―según la teoría más aceptada, tomando a los propios etruscos como vector―, alrededor de las fechas en que fue modelado el Sarcófago, comenzaron a dotar a sus divinidades de rasgos antropomorfos para amoldarlas a los mitos griegos.
Existen también teorías que afirman que los esposos nos regalan una expresión de felicidad sincera, pues los etruscos concebirían la muerte como el inicio de la verdadera vida. No compartían, por lo tanto, la creencia griega en el Hades como mero depósito de almas, sino que su concepción estaba más cercana a las de los diversos paraísos terrenales de las religiones del Medio Oriente. En este sentido, uno de los rasgos más curiosos de esta cultura es que planeaban las necrópolis como verdaderas ciudades de muertos con sus propias normas de desarrollo urbanístico. Así, empleaban con frecuencia grandes túmulos circulares en lugar de tumbas individuales, y además solían estructurarlos y decorarlos en su interior tal y como debían de ser las casas en las que moraban los fallecidos antes de dar el verdadero único gran paso.
Aparte de la sonrisa, lo que más llama la atención de la escultura es el contraste entre el realismo de los rostros y los troncos y la tendencia a la abstracción en las piernas, que apenas aparecen sugeridas bajo un manto, para a continuación reproducir los pies y el calzado con todo lujo de detalles. Este desprecio por la parte inferior del cuerpo es una de las características de la escultura etrusca en su periodo arcaico y el principal fundamento en el que se han basado los últimos estudios para descartar por completo su factura por parte de un artista griego. Las ciudades del sur de Etruria, entre las que durante una temporada se encontró la propia Roma, han pasado a la historia por ser prósperos centros comerciales, y no sería extraño que se hubieran permitido el lujo de contratar escultores helénicos. Durante mucho tiempo se especuló con esta posibilidad, porque la parte superior de ambos cuerpos presenta claros rasgos focenses; sin embargo, parece ser que éstos no son originales, sino que probablemente fuesen copiados por el artista tirreno a partir de pinturas o estatuillas griegas. Aunque en términos generales detentaran un grado de civilización ligeramente inferior al de la Hélade, destacaron sobre ellos en varios aspectos, sobre todo en la arquitectura: fueron ellos y no los romanos, como suele creerse, los que inventaron y desarrollaron el arco y su prolongación en bóveda.
Nuevamente, el grave problema a la hora de determinar todos estos aspectos es la ausencia de referencias directas, puesto que aunque los etruscos fueron el primero pueblo letrado de Italia ―los inauguradores de su historia, por lo tanto― y se conserven varias muestras de su escritura, ésta prácticamente no ha podido ser descifrada. Empleaban un alfabeto muy parecido al griego con algunas modificaciones, mediante las que se ha podido intuir su extraña fonética, que tan sólo contaba con cuatro vocales y con multitud de consonantes aspiradas. Aunque existen varias teorías al respecto, se ignora a qué familia de lenguas pertenecía el etrusco, si bien se ha podido descartar su origen indoeuropeo. Esta certeza ahonda aún más el enigma sobre su naturaleza étnica y su procedencia geográfica. La tesis defendida en su tiempo por Herodoto, que afirma que se trataba de ciertos pobladores del Asia Menor que habrían llegado por mar a la Toscana huyendo de una peste, está basada en sus numerosas similitudes culturales con los fenicios y en la voluntad de encontrar en sus antepasados a los no menos intrigantes Pueblos del Mar, que sembraron el terror en todo el Mediterráneo oriental entre los siglos XIII y XII a. C. No obstante, esta teoría parece hoy desechada, pues esas similitudes no se deberían sino al intercambio comercial fluido que mantenían con las factorías fenicias. Actualmente se piensa que o bien se trata de una civilización endémica, desarrollada por los primeros pobladores de la zona, o bien fue fundada por tribus oriundas del norte de Europa desplazadas por el avance de los celtas, con los que también guardaban ciertas semejanzas, sobre todo por lo que se refiere a su gusto por las formas circulares y el empleo de ciertos símbolos como la cruz gamada.
Una nota que quizá nos pase fácilmente desapercibida hoy en día, pero que en su mundo comparado constituía toda una rareza, es la presencia de la mujer en absoluta igualdad con el varón. En la sociedad romana, y en la mayoría de las polis griegas, resultaba impensable que una mujer participara en un banquete o en cualquier otra celebración social si no era exclusivamente con miembros de su propio sexo o si no se trataba de una hetaira. Así, en buena lógica, uno de los rasgos de la civilización etrusca que más sorprendía a los historiadores clásicos era el papel que la mujer ostentaba en ella, que solían considerar propio del libertinaje más decadente. Independiente de que éste fuera o no el motivo de la alta consideración de las féminas en Etruria, lo cierto es que el sexo debía de tener una presencia destacadísima en su vida cotidiana, porque los restos arqueológicos que han llegado hasta nosotros contienen numerosas representaciones de todo tipo de prácticas explícitas que recuerdan vivamente a las propias de la cultura moche o de algunos pueblos de la India, con la salvedad de que mientras en éstos esas figuras parecen responder a una clara función mágica o religiosa, en el caso de los etruscos las encontramos como decoración en todo tipo de objetos profanos, incluidos los propios del ajuar doméstico más básico ―no es extraño, por ejemplo, hallar tapas de cazuela cuyas asas toman la forma de una mujer agachada entre dos figuras masculinas erguidas y en actitud abiertamente lasciva―.
En cualquier caso, poco importa todo lo anterior cuando uno se encuentra conversando con los poseedores de esos ojos almendrados, porque ésa es exactamente la sensación que se experimenta al hallarse en su presencia: que te están explicando algo con mucha alegría. A los pocos minutos uno no sabe si le están hablando un par de cadáveres o si se encuentra en los preliminares de un juego erótico con un matrimonio achispado. ¿Están celebrando la muerte o están honrando la vida? Sea como sea, puede apreciarse en sus gestos una clara invitación personal a compartir algo con ellos; aunque ignoremos si finalmente nos han reservado sus intimidades conyugales o su condición de difuntos. Juro que bastan unos segundos de silencio ante estos dos mensajeros de las memorias perdidas para experimentar hasta el pánico la atracción de un abismo desconocido. Lo cierto es que abandoné la estancia a regañadientes, con la duda angustiosa de si había perdido la oportunidad de unirme a ellos con el sencillo gesto de introducirse en su tumba. A juzgar por la expresión de sus rostros, no se debe de estar nada mal ahí dentro.