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Réquiem en re menor (KV. 626), de Wolfgang Amadeus Mozart (1791).

réquiem Mozart según Johann Georg Edlinger, 1790.
Mozart según Johann Georg Edlinger, 1790.

El 5 de diciembre de 1791, a punto de cumplir treinta y seis años de edad, moría el compositor clásico Joanes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozart, y en ese mismo momento su mito comenzó a devorar la historia. Por toda Viena se extendieron numerosos bulos sobre su figura y sobre las circunstancias de su muerte, que pronto alcanzaron los confines de Europa para nutrir todo tipo de obras de ficción. Quizá el primer ejemplo notable de todas ellas fuese el poema de Alexander Pushkin “Mozart y Salieri” (1830), y el último la película “Amadeus” (Milos Forman, 1984), adaptación de la obra de teatro homónima de Peter Shafter (1979), que sin duda es la responsable involuntaria ―pues Forman y Shafter no se han cansado de advertir de su contenido ficticio― de que varias generaciones vivas recuerden al genio de Salzburgo como un histriónico insoportable y acepten como indiscutible la más falaz de todas las leyendas creadas a su alrededor: la que narra su enemistad mortal con Antonio Salieri. Ambos compositores compartieron nicho profesional durante varios años, y es normal que entre ellos surgiera algún roce puntual ―quizá el más grave sobrevino cuando Salieri, por motivos no demasiado claros, trató de impedir en 1782 el estreno de la ópera “El rapto en el serrallo” (KV. 384)―; pero no puede decirse que entre ellos existiera una verdadera rivalidad, entre otros motivos porque Mozart dejó de ser una competencia en 1781, cuando se hartó de ser maltratado por su mecenas, el arzobispo de Salzburgo Jerónimo de Colloredo, y decidió proseguir su carrera como artista independiente, mientras que Salieri estaba contratado por la corte imperial austríaca.

Por otra parte, aunque el legado de Salieri esté siendo reivindicado con fuerza en la actualidad y no pueda negársele un extraordinario talento a quien fue el maestro de Beethoven, Schubert o Liszt ―y también de uno de los hijos del propio Mozart, con lo cual queda definitivamente muerta la historia de odios―, el peso de su obra no es comparable al de la de su presunto rival. Para encontrarle a Mozart un “enemigo” a su altura, deberíamos fijarnos más bien en Joseph Haydn (1732-1809) ―amigo íntimo de Salieri, por cierto―. Coetáneos, se erigen como los dos gigantes de un mismo tiempo, si bien representantes de plazas distintas: mientras Mozart centró su actividad primero en Salzburgo y después en Viena, Haydn pasó la mayor parte de su vida entre Eisenstadt y Londres. En cualquier caso, en aquella época los compositores ya contaban con una gran proyección internacional, por lo que sus obras se difundían rápidamente por toda Europa. Ambos conocían bien el trabajo del otro y demostraron profesarse afecto y admiración mutua en numerosas ocasiones, destacando como muestra los llamados “Cuartetos Haydn” (KV. 387, 421, 428, 458, 464 y 465), que además de halagar al homenajeado, influyeron notablemente en algunas de sus creaciones para cuerda. Aunque no existen pruebas de ello, todo parece indicar que los dos músicos eran amigos en persona. Lo que sí que está claro es que, como mínimo, mantuvieron cierta correspondencia.

Desgraciadamente, la biografía de Mozart está repleta de cartas apócrifas o manipuladas y existen relativamente pocos documentos personales de autoría indubitada. En este sentido, no deja de resultar curioso que, gracias al profuso diario que llevaba su padre —Leopold—, conozcamos casi el día a día completo de la niñez de Mozart, mientras que su juventud y madurez permanecen mucho más escondidas que las de otros personajes de su tiempo bastante menos célebres. Como ya he indicado, el motivo no es otro que el enorme volumen de ficción que ha generado su figura, que ha llegado a hacer prácticamente indistinguibles los datos objetivos de los figurados. Quizá la primera interesada en divulgar bulos fuese su propia viuda, Constanze Weber, con el fin de acrecentar así la devoción que estalló definitivamente entre el público vienés tras la muerte del músico y hacer incluso más rentable la gestión de su herencia intelectual ―la tangible fue casi inexistente: Mozart constituye un gran ejemplo del perfecto manirroto con periodos alternos de esplendor y ruina, y cuando murió pintaban bastos―. Sin embargo, y con todo, no se puede responsabilizar a Constanze de las dudas y misterios que han rodeado siempre al Réquiem, porque tanto ella como su propio marido fueron los primeros en caer víctimas de ellos.

El Réquiem es la última creación de Mozart, y ni siquiera acaba de estar claro en qué medida es obra suya. El compositor, que por aquel entonces ya estaba terriblemente enfermo y sufría accesos de delirio febril ―seguramente debidos a una lenta septicemia tras una neumonía, aunque se ha especulado con todo tipo de males―, relató a sus amigos cómo una noche tormentosa de finales de julio se presentó en su casa un personaje de lo más siniestro e imponente, embozado en ropajes oscuros ―a partir de entonces, se referiría a él como “el hombre de gris”― y que, sin llegar a revelar su identidad en ningún momento, poco menos que le ordenó con frialdad extrema la composición apresurada de una misa de réquiem a cambio de una importante cantidad de dinero, la mitad de la cual le adelantó en el momento, indicándole que volvería con el resto cuando expirase el plazo concedido.

Mozart según Pietro Antonio Lorenzoni, 1763.

Por lo que he podido intuir, Mozart no debía de ser una persona fácil de amedrentar cuando se trataba de negocios. Está comprobado que en varias ocasiones estafó a algunos clientes haciendo pasar por originales obras viejas a las que realmente tan sólo les había cambiado el título y poco más, o cobrando precios elevadísimos por simplezas que había escrito directamente sobre el pentagrama en un par de horas —si se me permite la broma nefasta, quizá ése sea el motivo por el que entre su legado encontramos tantas obras concertantes como desconcertantes―. Por ello, supongo que la parafernalia de la que se rodeó ese hombre enigmático realmente debía de ser aterradora. El compositor llegó a creer que se trataba de la propia encarnación de la muerte o de algún ángel exterminador, y que la persona a cuyas exequias estaba destinada la música encargada no era sino él mismo, que moriría en cuanto lo concluyera. (Un dato curioso y poco conocido es que Salieri sufrió una obsesión parecida en 1804, año en el que concluyó su Réquiem en do mayor o “Requiem per me”; sin embargo, no moriría hasta 1825.)

Además, la encomienda no sólo resultaba extraña por la forma de llevarse a cabo, sino también por su contenido. A pesar de que Mozart acumulaba un tremendo prestigio como compositor de música sacra y de que ya se había enfrentado a piezas fúnebres ―por ejemplo, mediante su “Música para un funeral masónico” (KV. 479)―, jamás había escrito un réquiem y ni siquiera dominaba su estructura litúrgica, lo cual debió de incrementar su inseguridad. Entre sus últimas pertenencias se hallaba una partitura del Réquiem que Michael Haynd, hermano de Joseph, había compuesto en 1771 en honor al arzobispo Schrattenbach. Parece ser que esta obra no gozó nunca de una gran popularidad y no pasa de mediocre, por lo que muchos biógrafos han especulado con la posibilidad de que Mozart escribiera a Haydn para pedirle consejo y que éste le tranquilizara enviándole el texto de su hermano para que le sirviera como modelo formal. Puede que este envío le calmara en cierta medida, pero no evitó su delirio recurrente sobre que en realidad estaba escribiendo la música que acompañaría su propio funeral ―y, en parte, así fue―. Finalmente, murió sin conocer la identidad del oscuro emisario ―que, evidentemente, no era Salieri disfrazado, entre otras cosas porque por aquel entonces estaba ingresado en una casa de reposo―, pero ésta pronto se le reveló a Constanze como la de un sirviente de un tal conde Walsegg: un joven de gran riqueza y pocos escrúpulos, sin trato previo con el compositor, que acostumbraba a encargar diversos trabajos artísticos con el fin de apropiarse de su autoría a cambio de sumas de dinero desmesuradas.

Como es bien sabido, la muerte sorprendió a Mozart antes de que pudiera acabar el Réquiem, que fue concluido por sus discípulos más cercanos, pero se ignora en qué medida. Nuevamente, la confusión al respecto fue instigada en primer término por Constanze, que inició una especie de cruzada para reivindicar la autoría completa por parte de su difunto marido, seguramente con el fin de no devaluar la obra. Sea como fuere, hasta el momento se ha estudiado el asunto desde dos perspectivas metódicas: la musicológica y la caligráfica. La primera ha arrojado resultados tan dispares como podamos imaginar: desde quien afirma que el Réquiem es una obra íntegramente mozartiana hasta quien considera que prácticamente no llegó ni a esbozarlo.

La caligráfica, en cambio, mediante el análisis de las que se consideran partituras originales, ha descubierto que en su confección intervinieron las manos de cuatro personas distintas. ¿Significa esto que Mozart tan sólo compuso las partes que responden a su trazo indubitado? Por supuesto que no: cualquiera con un poco de experiencia en el asunto sabe que la caligrafía es el arte de obtener conclusiones irrefutables dejando abiertas todas las demás posibilidades. Para empezar, no podemos estar seguros de que los documentos estudiados sean los únicos sobre los que trabajó Mozart ―de hecho, por muy genio que fuera, resultaría bastante extraño que no hubiese empleado varios borradores―. Por otra parte, se sabe por medio de numerosos testimonios que Mozart dictó o incluso cantó ―con la ayuda de la voz de soprano de Constanze― varios pasajes desde su cama cuando sus ataques de fiebre le impedían ponerse en pie. Está comprobado también que en estas sesiones solía haber varias personas tomando notas, que después ponían en común lo recogido por cada uno de ellas para evitar los lógicos errores que pueden darse cuando se transcribe de oído. Por todo ello, la caligrafía no aporta casi ninguna información relevante con respecto a la autoría real, llegando en algunos puntos a proponer explicaciones inverosímiles. El caso paradigmático es el de la secuencia “Lacrimosa”, puede que la más brillante de toda la obra: desde un punto de vista físico, Mozart tan sólo escribió los ocho primeros compases del coro y parte de la línea de cuerdas y órgano; sin embargo, prácticamente ningún musicólogo duda hoy en día de que una de las piezas de arte más bellas de la historia es obra exclusivamente suya.

Las tres manos extrañas que se detectan en la partitura probablemente fuesen las de Joseph Eybler, Maximilian Stadler y Franz Xaver Süssmayer. Es a éste último, alumno aventajado de Mozart, al que tradicionalmente se le ha atribuido la conclusión del proyecto por encomienda directa de su propio maestro, que le habría facilitado las últimas indicaciones de manera apresurada poco antes de expirar. Esta elección, sin embargo, resulta algo extraña, pues parece que Mozart, víctima del delirio o no, estaba convencido de que Süssmayer era el amante de su mujer ―en alguna carta incluso expresa sus dudas acerca de la verdadera paternidad de su último hijo, al que, bien como deferencia sincera, bien como una de esas ironías salvajes a las que el músico era tan dado, se le bautizó como Franz Xaver―. De todos modos, no parece que Mozart hubiera estado nunca enamorado de Constanze, a la que prácticamente acogió como un premio de consolación tras el rechazo sufrido por parte de su hermana, Aloysia, por la que sí que llegó a perder la cabeza. En los escasos textos epistolares en los que se entrevén los celos del compositor, da la impresión de sentirse bastante más dolido por la actitud de su pupilo que por la de su esposa. En cualquier caso, y a pesar de que el Réquiem presenta algunas secuencias quizá demasiado vulgares para un Mozart inspirado, ninguno de sus pasajes parece estar al alcance de Süssmayer.

Constanze según Joseph Lange, su cuñado (1781).

Además, hay un dato que, en mi opinión, refuerza la teoría de que Mozart prácticamente acabó la obra él mismo: el texto no se corresponde íntegramente con el que exigía la liturgia de la época, lo cual evidencia signos inequívocos de precipitación en su factura. Aunque parezca una bobada, los cambios son lo suficientemente significativos como para que su enmienda motivara también modificaciones armónicas, por lo que es de esperar que, ya con todo el tiempo del mundo, hubiesen sido corregidos por sus discípulos una vez que Constanze determinó no cumplir el contrato verbal con el hombre de gris ―también debía de ser un poco buitre la señora, porque no consta por ninguna parte que le devolviera la provisión desembolsada―.

En definitiva, y a pesar de que numerosos musicólogos han tratado de confeccionar una partitura aproximada a lo que ellos consideraban el verdadero deseo de su creador ―los más célebres y exitosos probablemente hayan sido Franz Beyer, Richard Maunder y Robert Levin―, la opinión mayoritaria actualmente es que Mozart dejó la obra prácticamente concluida, a falta de algunos pasajes menores sobre los que debió de facilitar instrucciones precisas a Constanze, que habría encargado su remate a Süssmayer ―fíjate tú qué casualidad…―. Por ello, lo normal es que se interprete la pieza tal y como fue estrenada en Viena el 2 de enero de 1793 —algunos fragmentos ya habían sido tocados en el funeral de Mozart—, indicando en ocasiones a Süssmayer como coautor.

El Réquiem se compone de siete movimientos, algunos divididos a su vez en varias secuencias, que responden al esquema litúrgico. Su propósito no es estimular pena o temor, sino consuelo y esperanza. Evidentemente, resulta inevitable percibir cierto toque macabro; pero no nos encontramos ante un funeral luterano, sino ante uno católico, que no se centra en condenar el pecado, sino en exaltar el poder de la fe. Si bien algunos pasajes del texto pueden infundir sensación de amenaza sobrenatural, hemos de tener en cuenta que está concebido como el dialogo interno de un creyente que se enfrenta a la muerte, experimentando un temor de lo más lógico que se va viendo consolado por su fe en la salvación, generalmente representado por el coro de maternales voces femeninas ―el ejemplo más claro de este efecto lo encontramos en “Confutatis maledictis”―. Se trata, por lo tanto, de un poema escrito desde una perspectiva exclusivamente humana e introspectiva, sin intervenciones divinas ni contenidos doctrinales. Todos los que hayan acudido a un funeral celebrado bajo el rito romano habrán podido comprobar que el sacerdote tiende a dividirlo en tres fases: al principio se comparte el dolor por la pérdida de un ser querido, después se le recuerda y loa y finalmente se ofrece un canto de esperanza y fe en la vida eterna. Todo réquiem sigue también este esquema básico, y Mozart lo reflejó en su música, que en ocasiones puede llegar a resultar hasta alegre. Esta visión, además, se ve reforzada por la perfecta comunión que el artista había logrado entre su fe católica y su adhesión convencida a la masonería, que había conseguido hacer plenamente compatibles. El dialogo que expresa el texto, predefinido en su mayor parte, se ve exacerbado por la música hasta tal punto que podemos asegurar que Mozart logró plasmar con fidelidad su propio conflicto interno ante la certeza de que su fin estaba próximo:

 […] Estoy al borde de mis fuerzas, y no puedo apartar de mis ojos la imagen de aquel desconocido. Constantemente me viene a ver para pedirme, impaciente, que le entregue el trabajo. Yo sigo, porque componer me cansa menos que reposar, y porque ya no tengo nada que temer. Noto que esto se acaba, que me muero antes de haber podido disfrutar de mi talento. No se puede cambiar el propio destino, ni nadie puede decidir la medida de sus días. Me tengo que resignar a lo que quiera la Providencia. Ahora ya sólo me queda acabar: este es mi canto fúnebre y no debo dejarlo imperfecto. […]

(Carta, de 7 de septiembre de 1791, a Lorenzo da Ponte, libretista de algunas de sus óperas más exitosas.)

Aunque una de las características generales de la obra de Mozart es que se adelanta a su tiempo en muchos y variados aspectos, y a pesar de ciertos guiños sentimentales que auguran la próxima irrupción de la música romántica, el Réquiem responde casi íntegramente al ideal clasicista, por lo que presenta armonías claras y melodías muy bien definidas y construidas sobre fraseos de seis, ocho o dieciséis compases, lo cual le concede una tremenda regularidad. Además, las intervenciones de las diferentes voces e instrumentos son reconocibles sin demasiado esfuerzo. Por todo ello, estimo que se trata de una audición muy fácil de apreciar por cualquier oído curioso, y como creo que entrar a describir lo que es obvio no constituiría más que una reiteración bastante aburrida de leer ―y de redactar―, en esta ocasión me he limitado a facilitar la letra en su versión original y también traducida al castellano, sin más comentarios que los ya expresados, porque creo que realmente puede aportar cierta luz a la hora de comprender el sentido de la composición. Por desgracia, no he encontrado ninguna traducción que me pareciera mínimamente respetable, así que he optado por la no menos aburrida tarea de armarme de diccionario y gramática y rememorar por un momento mis días de bachillerato.

El texto está escrito en latín eclesiástico, por lo que incluye los signos de puntuación de los que carecía el latín clásico y modifica la pronunciación de algunos fonemas. Para la interpretación fiel de Réquiem, además del coro y de las cuatro voces solistas (bajo, tenor, contralto y soprano), resulta necesaria una orquesta sinfónica reducida ―diez primeros violines, ocho segundos, seis violas, cuatro violonchelos, dos contrabajos, dos clarinetes, dos fagots, dos trompetas, tres trombones, un timbal y un órgano―. Para ilustrar el artículo, de entre las numerosas grabaciones magistrales que pueden encontrarse con facilidad, he elegido la que en 1971 firmó para la Deutsche Grammophon la Orquesta Filarmónica de Viena bajo la dirección de Karl Böhm. La impresión que genera el Réquiem en el oyente depende en gran medida del tempo que se le imprima, y a este respecto suelen existir dos grandes tendencias: la que opta por adaptarlo al gusto clásico, con un tempo más acelerado, y la que prefiere ralentizar su desarrollo para generar una sensación de recogimiento y reflexión más acorde con la temática tratada. Si he escogido la versión grabada por Böhn, además de por su sorprendente calidad para el año en que fue registrada, es precisamente porque se sitúa entre ambas corrientes, de manera que puede ser escuchada sin causar distorsiones a quien esté acostumbrado a cualquier otra. Disfrute de ella con volumen elevado: si ningún pasaje le arranca lágrimas o un simple escalofrío, es que usted no es humano ―lo cual tampoco tiene nada de malo, por supuesto―.

1.- INTROITUS: REQUIEM AETERNAM.

Requiem aeternam dona eis, Domine,
et lux perpetua luceat eis.
Te decet hymnus, Deus, in Sion,
et Tibi reddetur votum in Jerusalem.
Exaudi orationem meam,
ad Te omnis caro veniet.
Requiem aeternam dona eis, Domine,
Et lux perpetua luceat eis.

Dales el descanso eterno, oh Señor,
y que la luz perpetua los ilumine.
Que hasta ti, oh Dios, se eleve un canto de alabanza en Sion,
y en Jerusalén un sacrificio se te ofrezca.
Escucha mi oración,
pues toda carne vuelve a Ti.
Dales el descanso eterno, oh Señor,
y que la luz perpetua les ilumine.

2.- KYRIE.

Kyrie eleison. Christie eleison.

Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad.

3.- SEQUENTIA.

I.- DIES IRAE:
Dies irae, dies illa,
solvet saeculum in favilla,
teste David cum Sybilla…
Quantus tremor est futurus
quando Judex est venturus
cuncta stricte discussurus.

Día de ira, día aquél
en el que los siglos se reducirán a cenizas
como profetizaron David y la Sibila.
Qué temblor habrá
cuando venga el Juez estricto
a juzgarnos a todos.
.

II.- TUBA MIRUM:

Tuba mirum sparget sonum
per sepulchra regionum
coget omnes ante thronum.
Mors stupebit et Natura
cum resurget creatura
iudicanti responsura.
Liber scriptus proferetur,
in quo totum continetur,
unde mundus Iudicetur.
Iudex ergo cum sedebit,
quidquid latet, apparebit:
nil indultum remanebit.
Quid sum miser tunc dicturus,
quem patronum rogaturus,
dum vix iustus sit securus?

Una trompeta asombrosa esparcirá su toque
por los sepulcros del mundo
para reunirnos a todos ante el trono.
Asombradas quedarán la muerte y la Naturaleza
cuando resuciten las criaturas
para responderle ante su Juez.
Será revelado el libro
que todo lo contiene
y con él será juzgado el mundo.
Una vez sentado el Juez,
lo oculto será mostrado
y nada quedará sin castigo.
Mísero de mí… ¿Qué habré de decir entonces?
¿A qué abogado podría recurrir,
si ni siquiera los justos estarán seguros?

III.- REX TREMENDAE

Rex tremandae maiestatis,
qui salvandos salvas gratis,
salva me, fons Pietatis.

Oh Rey de tremenda majestad,
Tú que con tu gracia salvas a los que se lo merecen,
sálvame, fuente de Piedad.

IV.- RECORDARE

Recordare, Iesu pie,
quod sum causa tuae viae;
ne me perdas illa die.
Quaerens me sedisti lassus;
redemisti, crucem passus;
tantus labor non sit casus.
Iuste iudex ultionis,
donum fac remissionis
ante diem rationis.
Ingemisco tamquam reus,
culpa rubet vultus meus:
supplicanti parce, Deus.
Qui Mariam absolvisti
et latronem exaudisti,
mihi quoque spem dedisti.
Preces meae non sunt dignae,
sed tu, bonus, fac benigne,
ne perenni cremer igne.
Inter oves locum praesta
et ab haedis me sequestra
statuens in parte dextra.

Acuérdate, Jesús misericordioso
de que soy la causa de tu sacrificio,
no me abandones en ese día.
Buscándome, caíste agotado
y sufriendo en la Cruz me redimiste:
que tanta fatiga no sea en balde.
Justo juez de la venganza
concédeme el favor del perdón
ante el día del juicio.
Gimo como un condenado,
la culpa me ruboriza.
Perdona, Dios mío, a éste que te lo suplica.
Tú que absolviste a María
y que al ladrón escuchaste
también a mí me concediste la esperanza.
Mis ruegos no son dignos de Ti;
pero Tú, que eres bueno, actúa con bondad
y sálvame del fuego eterno.
Tómame en Tu rebaño de corderos
y sepárame de los cabritos
colocándome a Tu diestra.

V.- CONFUTATIS MALEDICTIS

Confutatis maledictis,
flammis acribus addictis,
vocame cum benedictis.
Oro supplex et acclinis,
cor contritum quasi cinis:
gere causam mei finis.

Reducidos sean los malditos
y a las llamas abrasadoras arrojados,
llámame entre los benditos.
Te ruego, suplicante y arrodillado
con el corazón contrito y casi reducido a cenizas,
que cuides de mi final.

VI.- LACRIMOSA

Lacrimosa dies illa
qua resurget ex favilla
judicandus homo reus.
Huic ergo parce, Deus.
Pie Jesu Domine,
Dona eis requiem.

Día de lágrimas será aquél
en el que resucitará del polvo
el hombre culpable para ser juzgado.
A éste, oh Dios, concédele el perdón.
Piadoso Señor Jesús,
concédeles el descanso.

4.- OFFERTORIUM

I.- DOMINE JESU

Domine Jesu Christe, Rex gloriae,
libera animas omnium fidelium defunctorum
de poenis inferni et de profundo lacu.
Libera eas de ore leonis,
ne absorbeat eas tartarus,
ne cadant in obscurum,
sed signifer sanctus Michael
representet eas in lucem sanctam,
quam olim Abrahae promisisti
et semini ejus.

Señor Jesucristo, Rey de la gloria,
libera a las almas de todos los fieles difuntos
de las penas del infierno y del lago profundo.
Libéralas de las fauces del león,
para que no las engulla el infierno
ni caigan en la oscuridad,
y permite que san Miguel abanderado
las guíe hasta la santa luz,
que una vez le prometiste a Abraham
y a su estirpe.

II.- HOSTIAS

Hostias et preces, tibi, Domine,
Laudis offerimus a ti,
Tu suscipe pro animabus illis,
quarum hodie memoriam facimus.
Fac eas, Domine, de morte transire ad vitam,
quam olim Abrahae promisisti
et semini ejus.

Sacrificios y oraciones, oh Señor,
ofrecemos para alabarte.
Recíbelas por aquellas almas
a las que hoy recordamos.
Hazlas, Señor, volver de la muerte a la vida,
como una vez le prometiste
a Abraham y a su estirpe.

5.- SANCTUS

I.- SANCTUS

Sanctus, Sanctus, Sanctus,
Dominus Deus Sabaoth.
Pleni sunt coeli et terra gloria tua.
Hosanna in excelsis.

Santo, Santo, Santo,
Señor Dios de los ejércitos celestiales.
Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria.
Hosanna en el cielo.

II.- BENEDICTUS

Benedictus qui venit in nomine Domini.
Hosanna in excelsis.

Bendito el que viene en el nombre del Señor.
Hosanna en el cielo.

6.- AGNUS DEI

Agnus Dei, qui tollis peccata mundi,
miserere nobis.
Agnus Dei, qui tollis peccata mundi,
dona nobis pacem.
Agnus Dei, qui tollis peccata mundi,
dona eis requiem sempiternam.

Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo,
ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo,
danos la paz.
Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo,
concédeles descanso eterno.

7.- COMMUNIO: LUX AETERNA

Lux aeterna luceat eis, Domine,
cum sanctis tuis in aeternum,
quia pius es.
Requiem aeternam dona eis, Domine,
et lux aeterna luceat eis, Domine,
cum sanctis tuis in aeternum,
quia pius es.

Que la luz eterna les ilumine, oh Señor,
por toda la eternidad como tus santos,
pues eres misericordioso.
Concédeles el descanso eterno
y que la luz eterna les ilumine, oh Señor,
por toda la eternidad como tus santos,
pues eres misericordioso.



Recomendaciones: aunque hoy en día pueda disfrutarse de prácticamente cualquier obra sin necesidad de comprar el disco, aquí dejo el enlace de Amazon a la grabación dirigida por Karl Böhm que he empleado en el artículo.

Otra interpretación que goza de gran prestigio es la de la Orquesta Filarmónica de Nueva York con el Coro de Westminster, grabada el 11 de marzo de 1956 en el Carnegie Hall bajo la dirección de Bruno Walter. El programa incluye también la Sinfonía nº 4 de Mahler.

También suele destacarse la de Nikolaus Harnoncourt dirigiendo al Concentus Musicus de Viena con el Coro de la Ópera. Se trata de una versión tan peculiar como interesante, dado que el Concentus se caracteriza por emplear siempre instrumentos originales de la época de cada compositor. El sonido puede resultarle algo extraño a quien no esté habituado a escuchar este tipo de interpretaciones, pero no deja de ser una especie de fascinante viaje en el tiempo.



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