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La diligencia (“Stagecoach”), de John Ford (1939).

cartel diligencia

Hacer lo correcto puede provocar que te maten.

Por algún extraño motivo que conocerán ellos, para los angloparlantes Jack es diminutivo de John y no de Jacob. Así, sencillamente como “Jack”, se conocía familiarmente a John Ford en el mundillo cinematográfico, y ese nombre cariñoso acabó traspasando sus fronteras profesionales para equipararse al “Hitch” de Alfred Hitchcock. Como su colega inglés, John Ford era plenamente consciente de lo que deseaban de él los espectadores, que en su caso era a un hombre noble, duro, con principios inquebrantables y con cierta propensión a la pendencia tabernera; a un firme defensor de la idea de que no se ha inventado mejor panacea que un kilo de carne de buey tirando a cruda, media botella de whisky y un par de puñetazos bien recibidos en la mandíbula para mantener la alegría de vivir en un mundo empeñado en cargarnos de amargura. Pero, al igual que Hitch, Jack no pasaba de ser un mero personaje construido de cara al público. Los que lo conocieron en la intimidad revelan que el verdadero Ford era un hombre extremadamente sensible y tímido, lector voraz y apasionado de la poesía, de ideas liberales y con una marcada tendencia a la melancolía que solía desembocar en borracheras tan patosas como puntuales, pero que no consumía alcohol con la regularidad que siempre se le ha presumido.

Dado que una de sus principales aficiones era la de inventarse todo tipo de embustes apasionantes acerca de su pasado, la biografía de John Ford ha debido ser reconstruida mediante investigaciones periodísticas y académicas. A lo largo de su vida afirmó haber nacido en una taberna de Irlanda y haber sido bautizado con diferentes nombres, todos ellos dotados de una inconfundible resonancia céltica ―como Sean Aloysius O’Fearna, por ejemplo―. Lo cierto es que John Martin Feeny nació en Maine el 1 de febrero de 1894 ―de padre irlandés, eso sí―, no sabemos si en una taberna o en su casa. Su nombre artístico lo tomó de su hermano Francis, que llegó a labrarse una cierta popularidad como actor y director de cine mudo bajo el nombre de Frank Ford. Se piensa que eligió precisamente Ford porque era un apellido anglosajón que en aquellos años, gracias al inventor de las cadenas de producción, representaba como ninguno la pujanza del sueño americano, que a pesar de basarse teóricamente en la integración de ciudadanos de todo origen, continuaba concibiendo a los irlandeses como una especie de minoría étnica de dudosa fiabilidad, por lo que el bueno de Francis probablemente no habría llegado muy lejos apellidándose Feeny.

John Ford ocupa un lugar imprescindible en la construcción de la historia del séptimo arte: sin sus centenares de realizaciones nada sería como hoy lo conocemos. Las grandes virtudes de su cine consisten en la integración del paisaje ―y, en general, de cualquier espacio― casi como un personaje dotado de expresividad, en haber logrado un tempo narrativo impecable que prácticamente hace imposible el aburrimiento o la distracción del espectador y, sobre todo, en una descripción profunda de la psicología de los personajes mediante simples detalles o encuadres magistrales, que además coadyuvan a incrementar la experiencia estética del visionado. Nada de esto lo aprendió de manera académica, sino simplemente observando el trabajo de otros y dejándose guiar por su propia intuición. Sin ninguna experiencia previa, entró en la Universal de la mano de Francis como poco menos que el chico de los recados y, poco a poco, fue ascendiendo de categoría, pasando por todos los puestos de encargado de atrezo imaginables y llegando a aparecer como figurante o actor secundario en algunas pequeñas producciones. Lo que no está nada claro es cómo logró dar el salto a la dirección de películas. Al principio le fueron permitiendo rodar cortos de una bobina, la mayoría de ellos hoy perdidos, para ir aumentando progresivamente de presupuesto. Su ascenso, por lo tanto, se llevó a cabo con paciencia y sudando cada peldaño, hasta que le llegó el momento de un discreto pelotazo y fichó por la Fox duplicando su salario y ganando en libertad creativa.

Salvo en sus primeros tiempos, en los que se limitaba a rellenarlo apresuradamente para quedar bien ante sus jefes una vez rodada cada escena, no llegaba al extremo “godardiano” de lanzarse a trabajar sin un guión propiamente dicho; pero tampoco solía hacerles demasiado caso. A pesar de ser un gran lector, o quizá precisamente por eso, tendía a despreciar la labor de los escritores de guiones como un trabajo propio de juntaletras de segunda categoría: “En realidad, los buenos guiones no existen. Los guiones son diálogo, y a mí no me gusta la cháchara. Siempre intenté expresar las cosas visualmente”.

Dada la exposición constante al cine en la que se movió desde el primer momento de su carrera, resulta muy difícil señalar sus principales influencias; pero él mismo nombró a Griffith y a Murnau ―con el que incluso acabó trabando una gran amistad― como a los dos grandes directores de su época. Del primero aprendió a manejar la narración y del segundo a integrar la belleza en el celuloide. Así, aproximadamente entre 1926 y 1935, se empapó de tal modo de la estética expresionista que se le llegó a llamar la atención desde el estudio, pues el público norteamericano relacionaba esa imagen tenebrosa con las películas europeas. Esto no significaba nada malo hasta la llegada del sonoro, puesto que simplemente se traducían los interludios al inglés y no existía mayor diferencia entre cintas nacionales y extranjeras que ese peculiar empleo del claroscuro. Pero la cosa cambió cuando al público estadounidense se le empezó a ofrecer películas con diálogos en alemán o en francés. Quizá por eso la etapa de transición de Ford de uno a otro formato sea la que comprende sus películas más flojas, y también el motivo por el que se resistió todo lo que pudo ―que tampoco fue mucho, unos pocos meses― a comenzar a rodar con diálogos, cuando en realidad había sido uno de los pioneros a la hora de introducir otros efectos sonoros. En cualquier caso, su prestigio creció de tal manera que a mediados de los años 30 se pudo permitir el lujo de trabajar para dos estudios a la vez: la Fox, en la que realizaba sus producciones más comerciales, y la RKO, en la que, al igual que Orson Welles ―que, por cierto, analizó La diligencia plano por plano antes de encarar el rodaje de “Ciudadano Kane” (1941)―, encontró mejor acomodo para sus ansias artísticas. La llegada de Darryl Zanuck a la dirección de la Fox en 1935 fue equilibrando las cosas en este sentido, de modo que comenzó a trabajar mucho más con ésta, por la sencilla razón de que pagaba mejor y solía dotar de bastante más presupuesto a sus producciones. De la suma de todas estas circunstancias acabará naciendo el verdadero estilo del John Ford clásico, capaz de aunar entretenimiento, profundidad argumental y riqueza estética como creo que nadie ha hecho nunca.

Otra de las características más notables del trabajo de Ford era su productividad. Cuando acomete la realización de La diligencia ya había dirigido alrededor de cien películas, la gran mayoría de ellas largometrajes. En su etapa muda, Ford se hizo famoso por su capacidad para concluir un proyecto en dos o tres semanas sin que se resintiera la calidad del resultado. Lógicamente, estos plazos se fueron alargando a medida que iba aumentando la complejidad de sus obras; pero, aún así, nadie ha sido capaz de igualar su record paritorio durante el bienio de 1939 y 1940. Además de La diligencia, John Ford presentó “El joven Lincoln” (1939), “Corazones indomables” (1939), “Las uvas de la ira” (1940), “Hombres intrépidos” (1940), “La ruta del tabaco” (1940) y “¡Qué verde era mi valle!” (1940). Como puede comprobarse, no se trata precisamente de cintas mediocres, sino de títulos determinantes en la historia del cine. Con este bagaje está claro que no se puede afirmar que “La diligencia”, aun siendo una obra maestra intachable, constituya su mejor película; pero puede que sí que se trate de la que más claramente refleje su técnica a la hora de dibujar los personajes.

No debemos, por lo tanto, dejarnos influir por el hecho de que se trate de un largometraje ambientado en el Oeste americano, porque aunque nos encontremos con casi todos los elementos típicos de este tipo de producciones, La diligencia es una obra profundamente psicológica. El western es un subgénero que durante toda la historia del cine ha estado oscilando entre fases en las que era reconocido plenamente y otras en las que se ha visto severamente despreciado. Actualmente, tras una última etapa dorada a principios de la década de los 90 ―gracias principalmente al éxito de “Bailando con lobos” (Kevin Costner, 1990) y “Sin perdón” (Clint Eastwood, 1992), así como a la reivindicación de Sergio Leone y Sam Peckinpah por parte de directores en el candelero como Quentin Tarantino o Takeshi Kitano―, parece que la ortodoxia de pose cinéfila se inclina por prejuzgarlo muy negativamente ―algo que los que creemos que las películas sólo se dividen entre buenas y malas no llegaremos a entender nunca―.

El guión de La diligencia fue elaborado por Dudley Nichols con una gran participación del propio Ford sobre una novelita de Ernest Haycox titulada “Stage to Lordsburg”. Haycox era un escritor de pulp especializado en el Far West ―algo así como el personaje de Holly Martins que interpreta Joseph Cotten en “El tercer hombre” (Carol Reed, 1949)―, de modo que, tal y como ocurría en “Psicosis” (Alfred Hitchcock, 1960), una vez más surge una obra maestra cinematográfica a partir de literatura barata. Sin embargo, a una persona sensible y poseedora de la increíble cultura literaria de John Ford no se le escapó que Haycox había hecho algo más que inspirarse en el relato de Guy de Maupassant “Bola de Sebo” (1880) a la hora de redactar su libro, de modo que desde el primer momento enfocó La diligencia como si se tratara de una adaptación del cuento original a la mitología propia del western. El argumento del relato de Maupassant narra cómo las tropas alemanas se abaten sobre Ruan durante la Guerra Franco-prusiana mientras un grupo de franceses, entre los que se encuentran aristócratas, altos mercaderes y monjas, planea huir hacia Inglaterra en una diligencia. Entre los pasajeros se incluyen también a última hora dos compañías indeseables para el resto: Bola de Sebo, una joven prostituta cuyo pecho hace honor a su mote, y Cornudet, un  personaje alcohólico y desaliñado, “fiero demócrata y terror de las gentes respetables”. A mitad de viaje, tienen la mala suerte de detenerse en una posada ocupada por los prusianos, cuyo comandante se encapricha con la joven y decide no dejarlos partir hasta acostarse con ella. En un principio, todos se muestran indignados ante la exigencia inmoral, y Bola la primera, puesto que su patriotismo no concibe rendir la entrepierna a las armas tudescas. Sin embargo, pronto comienza una persuasiva y casi teológica campaña de sensibilización por el bien común y la pobre chica acaba accediendo al chantaje. El oficial prusiano cumple su promesa con satisfacción y el carruaje reanuda su marcha a la mañana siguiente; pero si en la primera parte del viaje la presencia de la meretriz ya resultaba extremadamente incómoda, a partir de ahora la van a tratar como a una especie de animal maldito en lugar de como a una heroína: “―El uniforme las vuelve locas. Francés o prusiano, ¿qué más da? ¡Mientras haya galones! ¡Dios mío, cómo está el mundo!”.

La película fue rodada en cuarenta y siete días ―cuatro más de los previstos― y costó alrededor de medio millón de dólares de la época, obteniendo unos doscientos cincuenta mil de beneficio en su estreno. Su éxito puede ser fácilmente explicado por la habilidad de Ford para convertir en trepidante el argumento más simple, porque aunque el enfoque sea claramente un homenaje a Maupassant, la trama está aparentemente simplificada para acomodarla a las peculiaridades de la conquista del Oeste. No obstante, también sorprende en gran medida que recaudara tanto dinero cuando en realidad, desde la perspectiva puramente personal de la ideología de su director, destila una sátira tan evidente como dura hacia la sociedad norteamericana de su época. Hoy en día parece haberse asentado el mito de que Ford era un conservador convencido, y puede que lo fuese en algunos aspectos, pero no desde luego en el sentido político de la palabra. John Ford creció como hijo de irlandeses en una sociedad dominada por los anglosajones y como un católico entre protestantes. Por supuesto, nadie podrá negar que era un patriota norteamericano, pero siempre concibió a los Estados Unidos como una patria de integración, nacida del liberalismo sin pecado original y, en consecuencia, desprovista del peso del clero y la nobleza. Los Estados Unidos que defendía Ford son los de los inmigrantes, lo que los italianos llamaban L’America con la expresión emocionada propia de referirse a un país legendario donde todo era posible. No es de extrañar, por lo tanto, que los personajes que más simpatía le estimulaban fuesen los débiles y los marginados, ni tampoco que todas sus furias recayeran sobre la hipocresía de las clases financiera y moralmente dominantes.

Para hacernos una idea del carácter de John Ford, quizá resulte especialmente ilustrativa la anécdota de cómo conoció a John Wayne, porque no creo que haya habido muchos hombres que se hayan atrevido a patearle el culo al Duque sin conocerle de nada. Durante el rodaje de “Cuatro hijos” (1928), un John Wayne tremendamente despistado ―por aquel entonces tan sólo se llamaba Marion Morrison― se introdujo involuntariamente en una escena mientras barría el suelo del estudio. Wayne era estudiante de Derecho y jugador universitario de fútbol americano, y ganaba algún dinerillo haciendo todo tipo de chapuzas en la Fox. Parece ser que, sin necesidad de ir escuchando música ni nada de eso, el pobre chico tardó un rato largo en percatarse de su tremenda metedura de pata ―recordemos que el celuloide de la época no era nada barato― y Ford, en lugar de cortar y llamarle de todo, ordenó silencio con gestos y que se siguiera grabando para ver cómo reaccionaba el intruso. Cuando finalmente se dio cuenta de dónde se había metido y de que todo el equipo le estaba mirando como si fuese imbécil, se le cayó la escoba de las manos y salió corriendo despavorido, llevándose de calle algún elemento del decorado como apoteosis de su número. El director ordenó su busca y captura, que se consumó a los pocos minutos, y el reo fue conducido ante su presencia convencido de que iba a ser despedido e incluso sancionado económicamente; pero, al contrario, Ford le agradeció el buen rato que había pasado a su costa y le hizo firmar un contrato en el que le tomaba como utilero a su exclusivo servicio ―al fin y al cabo, él mismo había comenzado en el cine de la misma manera, y no sería de extrañar que en alguna ocasión hubiera cometido alguna torpeza equivalente―. Entonces fue cuando, en lugar de darle la mano como despedida, le arreó el puntapié en las posaderas para que se quitara de su vista. Toda una combinación genial de empatía, sentido del humor y firmeza. A partir de entonces, Wayne comenzó a hacer pequeñas apariciones como figurante o doble, y poco a poco fue recibiendo alguna línea de texto; aunque sus pequeños papeles se circunscribieron a la serie B durante la eternidad de más de ocho años. Al verle tan frustrado, Ford decidió concederle el lujo de interpretar a Ringo Kid en La diligencia, papel que en principio estaba reservado para una gran estrella como Gary Cooper. A partir de entonces se convertiría en su actor fetiche y, según varios testimonios, en su mejor amigo, conformando entre los dos una de esas pocas simbiosis perfectas que tantas alegrías han dado a los amantes del cine.

Aunque su posterior popularidad ha hecho que se le identifique como el protagonista de la cinta, cualquiera que la haya visto puede atestiguar que no es así. La diligencia no cuenta con un protagonista claro, sino que se trata de una película absolutamente coral. Es cierto que algunos personajes tienen más peso que otros en la narración, pero no se les puede elevar hasta la categoría de principales. Hoy quizá nos resulte hasta gracioso que John Wayne tan sólo cobrara 3.700 dólares por uno de sus trabajos más legendarios; pero era lo que le correspondía por su caché de principiante y por su presencia en el metraje. Wayne nunca ha sido ningún prodigio de emocionalidad y Ford era consciente de ello; pero aún así le empleó como muleta de la narración, en el sentido de que cada vez que debía solucionar una secuencia recurría a un primer plano de Wayne o a un plano medio en el que el vaquero por excelencia ocupaba el lugar preeminente. Precisamente por su inseguridad ante este peso desmedido, el actor debió de pasarlo verdaderamente mal durante esas jornadas, aterrado ante la posibilidad de que esa sobreexposición revelara sus carencias interpretativas y diese al traste con la película y con su carrera. Sin embargo, Ford sabía lo que decía cuando le ordenó absoluta naturalidad, pues el contexto lo iba a ser todo. De este modo, John Wayne presenta casi invariablemente la misma expresión de no saber qué está ocurriendo a su alrededor ―y es probable que realmente no lo supiera―, pero el realizador se las apañó para dotar de sentido a ese gesto neutro mediante su encaje en diferentes situaciones: la emoción flotaba en la escena y la cara de Wayne tan sólo reflejaba su luz como la Luna puede reflejar la del Sol. Su papel, además, es el único que no guarda una clara correspondencia con ninguno de los de “Bola de Sebo”, sino que es propiamente endémico del Far West: el de un cowboy prófugo que ha huido de su reclusión con la sola idea de vengar a tiros la muerte de su hermano y que tiene la mala suerte de ir a cortar el paso de la diligencia en la que viaja el sheriff encargado de darle caza.

Nunca he sido un durmiente demasiado brillante, y cuando tenía trece o catorce años acostumbraba a permanecer despierto hasta las tantas de la madrugada escuchando con auriculares “Polvo de estrellas”, el programa que dirigía y solía presentar Carlos Pumares en la extinta Antena 3 (Radio). Fue él quien me reveló que había existido un señor llamado John Ford que probablemente fuese el mejor director de cine de todos los tiempos; y también que no tenía ningún sentido denostar a John Wayne ―al que sí que conocía― como un mal actor. Todavía resuenan en mi cabeza sus alaridos indignados cada vez que un oyente le mencionaba la cuestión: “¡Es que yo no quiero ver a John Wayne declamando a Shakespeare, coño!, ¡le quiero ver parando una diligencia a tiros!”. Pues eso.

En La diligencia, Bola de Sebo se llama simplemente Dallas. Sigue siendo una prostituta, ―aunque con medidas corporales bastante más cercanas a la lógica― y su papel está interpretado por Claire Trevor. Dallas no va a tener que acostarse con nadie ni se va a ver en ninguna tesitura moral, más allá de la de seguir guardando el respeto a quienes la desprecian con tanta crueldad o la de revelar su oficio a Ringo, que parece sentirse cada vez más atraído hacia ella. Sin embargo, de su antecedente francesa ha heredado todo lo demás: su soledad, su extremada sensibilidad, su caridad innata y su amargura por verse incapaz de hacer olvidar su pasado. Se trata de una persona completamente abatida, que no guarda ni el asomo de orgullo profesional que puede detectarse en las prostitutas de Maupassant y que siempre se muestra solícita a tratar de agradar a los que la condenan. (A mi juicio, John Ford tuvo muy presente la figura tradicional católica de María Magdalena a la hora de pulir este rol.) Trevor comenzó su carrera en Broadway, para después dar el salto al cine en 1930. Su rostro siempre había estado asociado al western de serie B, y debido a sus facciones angulosas fue injustamente encasillada en papeles de mujer dura estilo Calamity Jane, o más bien en el ideal de lo que entonces se daba en llamar shady lady ―“dama sombría”―, que viene a ser lo mismo, pero con un talón de Aquiles emocional al descubierto. Cuando John Ford la elige para el papel de Dallas, Trevor era ya una estrella emergente tras haber sido nominada al Oscar como mejor actriz de reparto por su interpretación en “Calle sin salida” (William Wyler, 1937). La química escénica que compartió con Wayne en La diligencia ―por no hablar de la tensión sexual que se respira cada vez que comparten plano― les llevó a repetir cartel tres veces más, entre las que destaca “Escrito en el cielo” (William A. Wellman, 1954), aunque a partir de los años 40 cambiará los parajes desérticos por las sombras del cine negro ―como en “Cayo Largo” (John Huston, 1948)―.

A Cornudet se le ha respetado su alcoholismo y su desaliño, pero se le ha hecho pasar por la Facultad de Medicina y aquí se llama Dr. Boone, cuyo personaje está interpretado por el nunca del todo alabado Thomas Mitchell. Generalmente relegado a papeles secundarios ―debido precisamente a su apariencia de irlandés borrachín prototípico―, pocos actores pueden presumir de haber participado en tantos clásicos del cine como él. Este periodista reconvertido a la escena recibió el Oscar al mejor actor de reparto por su papel en esta película, lo cual en cierto modo es una verdadera injusticia contra su trabajo. Si bien, como se ha dicho, en La diligencia no hay protagonistas, tampoco se puede afirmar que el Dr. Boone sea un personaje secundario, porque si John Wayne ejerce como articulación del metraje, Mitchell es su músculo. Boone comparte con Dallas su situación de marginado, pero a él esa circunstancia social le da igual y no pierde ocasión para provocar a sus acompañantes forzosos, a los que se sabe intelectualmente superior, declamando versos satíricos o pegándose lingotazos de whisky tras haber parasitado al apocado Peacock, un humilde viajante de licores al que acabará vaciando el muestrario. Al contrario que su personaje literario original, Boone no presenta ningún signo de hipocresía, salvo por lo que respecta a mostrarse feliz con su condición de borracho enfermizo ―que en realidad detesta y de la que se sugiere algún origen traumático―, y, sin proponérselo, impartirá auténticas lecciones de humanismo a todos sus acompañantes. Su filosofía puede resumirse en una frase: “Siempre he sabido que en algún lugar me espera una buena bala o una mala botella, ¿qué más da que me encuentre hoy o mañana?”.

El papel de Peacock está interpretado por uno de los mejores secundarios de la historia del cine, el escocés Donald Meek, seguramente el actor clásico que más desproporción sufre entre la celebridad de su rostro y el conocimiento de su nombre. Su carrera y su vida ya tocaban a su fin cuando participó en La diligencia, tras haber encarnado más de ochocientos papeles, casi siempre encasillado en personalidades timoratas o con un punto de ridiculez: “El señor Poppins hace cosas…”, informaba a la concurrencia un James Stewart solemnemente impresionado en “Vive como quieras” (Frank Capra, 1938) tras haber observado los conejitos de peluche articulados que fabricaba el personaje interpretado por Meek. Su rol en La diligencia no pudo tener un nombre más sarcástico: peacock significa “pavo real”, y en inglés tiene exactamente el mismo sentido figurado que en castellano, algo que al personaje de Meek le venía como anillo al ojo. Su físico infortunado desplegaba tal comicidad que era frecuente que sus papeles llevasen nombres risibles como Cheeves, Caretaker, Frisbee, Fogg, Oglethorpe o Snibby. No obstante, una vez más las apariencias engañan: el bueno de Meek, con sus hombros caídos, su talle diminuto y contrahecho y su cara de shar-pei, había sido poco menos que un héroe de la Guerra de Cuba ―y probablemente el único soldado yanqui al que conseguimos herir en dos ocasiones―, y su calvicie aparatosa y su tono de piel cerúleo no eran debidos sino a las secuelas de la fiebre amarilla que contrajo durante el conflicto. Obviamente, a un escocés le importaba tres pepinos a quién perteneciera Cuba, si es que tenía que pertenecer a alguien, pero se alistó voluntario en una fuerza de choque para ganar puntos como inmigrante integrado ―“Tengo que conseguir hablar como esos yanquis”, cuentan que chapurreaba constantemente, con ese acento caledonio que suena tan armónico como un cascanueces atascado―. Peacock no desea más que regresar al Este con su familia tras haber cerrado unos cuantos contratos de suministro de whisky, y se muestra alegre y sumiso ante todos los integrantes del pasaje, si bien severamente acobardado ante la perspectiva de tener que atravesar el territorio indio. Sin embargo, al igual que el hombre que le dio vida, contará con alguna ocasión para demostrar su bravura.

John Carradine interpreta a Hattfield, quizá el rol más intrigante del largometraje. En principio, se nos presenta como tahúr sin escrúpulos, pero dotado de unas maneras aristocráticas que comienzan pareciendo fingidas. Cuando se entera de que una determinada joven embarazada viaja en la diligencia para reunirse con su marido militar, que la espera en el frente de la guerra contra los apaches, hace todo lo posible para colarse entre el pasaje. De sus formas siniestras y de su fijación por complacerla intuimos que esconde algún propósito oculto; y efectivamente lo hace, pero en un sentido completamente inesperado por el espectador. Hattfield representa al ala más conservadora de la sociedad norteamericana: las de los sureños esclavistas, y de su actitud partirán las mayores humillaciones hacia Dallas y Boone ―que, para más inri, presume de su pasado como veterano de la Unión―. Aunque a base de papeles reducidos, Carradine acumuló una filmografía inmensa durante sus más de cincuenta años de carrera interpretativa; sin embargo, su fuerte fue el teatro clásico, donde destacó en la piel de Hamlet. Formaba parte de un grupo de actores de teatro con los que Ford confeccionó un archivo para recurrir a ellos cada vez que necesitaba llenar huecos y que acabó siendo conocida como “The John Ford Stock Company”. El secreto del director para acabar tantas películas en tan poco tiempo residía en que rara vez realizaba más de dos tomas de una misma escena, y para lograr ese objetivo sin caer en el noble reino de la chapuza son necesarias dos premisas: seguridad en uno mismo y actores excelentes. (Por cierto, por si alguien no lo sabe y se lo está preguntando, sí: John Carradine es el padre de David, Keith y Robert.)

Por lo que se refiere al resto del reparto, Andy Devine interviene en el papel de Buck ―”venado” o “conejo”, según convenga―, el conductor de la diligencia, cobarde y con cierta apariencia de retraso mental, pero compendio de eso tan raro que llaman “sabiduría popular”. Berton Churchill lo hace como Gatewood, un banquero que huye con los depósitos de los clientes y que ilustra fielmente la visión que Ford tenía del Partido Republicano, cuya ideología resume en su frase “Lo que es bueno para los bancos es bueno para América” y al que hará declamar un breve discurso contra el déficit y la deuda pública que pone los pelos de punta por su actualidad. En la piel del sheriff Wilcox se meterá George Bancroft, que a la vez que representa el orden neutral dentro del convoy, se debatirá entre el cumplimiento del deber y la simpatía que le inspira Ringo Kid. El papel de la embarazada, Mrs. Lucy Mallory, corre bajo la responsabilidad de Louise Platt, otra actriz de Broadway que apenas abandonó los escenarios para actuar en este largometraje. Su personaje de burguesa inocente refleja a esa mayoría social que respetaba todos y cada uno de los prejuicios establecidos socialmente sin saber muy bien por qué, pero que en el fondo alberga dudas sobre ellos. En tierra, cuando otras damas le informan del escándalo que supone que tenga que compartir viaje con una prostituta y un borracho, reacciona de manera desenfadada; pero una vez a bordo aplicará con toda rigidez los principios aprendidos esforzándose por demostrarles su asco contenido a los apestados.

Además de todos los caracteres individuales, juegan un papel importante los apaches, que aunque siguen manteniendo su posición como elemento de amenaza y terror, reciben un trato sorprendentemente digno para lo que era común en la época. Aprovechando que varias escenas se rodaron en territorio navajo, se contó con verdaderos nativos para encarnar sus papeles y no con blancos maquillados, como solía ser la norma habitual. El problema es que se suponía que el guión hablaba de apaches, que si bien sí que mantuvieron cierto trato comercial o bélico con los navajos, no tenían absolutamente nada que ver con ellos ni en sus costumbres ni en su idiosincrasia como etnia, así que al final también hubo que disfrazarlos. Su ataque a la diligencia constituye la secuencia más popular de la película. Se supone que en ella Ford nos enfrenta deliberadamente a una perspectiva imposible, pues con el fin de acrecentar la sensación de ahogo del espectador se hace arremeter a los indios desde todos los sentidos, cuando desde un principio queda claro que tan sólo se aproximan desde la retaguardia del carruaje. (Sinceramente, y por más que me he esforzado, yo he sido incapaz de apreciarlo; pero puedo garantizar que la sensación de opresión que estimula es más que cierta.)

Un último personaje no humano, pero que cuenta con un peso inestimable en el resultado final es Monument Valley, el lugar en el que se rodaron casi todas las escenas. Se trata de un remoto paraje desértico fantasmal entre Utah y Arizona ―la estación de tren más cercana se hallaba entonces a 300 kilómetros―, en plena reserva Navajo. Debe su increíble apariencia feérica a la acción de los meteoros, que durante millones de años han ido esculpiendo extrañas formas ―de ahí su nombre― gracias a la amalgama de tipos de roca que presenta, unos mucho más resistentes a la erosión que otros. Aunque consta que ya se habían rodado un par de westerns mudos en esa localización, John Ford la descubrió en esta ocasión e inició con ella un idilio incluso más fiel que el que mantuvo con Wayne, hasta el punto de que la imagen genérica que actualmente tenemos del Salvaje Oeste no es sino la propia y excepcional de este valle ―con el permiso del desierto almeriense de Tabernas, por supuesto―. John Ford se enamoró de tal manera del lugar que acudía allí a descansar entre rodaje y rodaje ―es decir, a uno de sus lugares de trabajo― en una pequeña cabaña de piedra. Llegó a conocer su orografía tan a la perfección que descubrió el punto exacto donde colocar la cámara principal para captar la mejor vista. Hoy es conocido como Ford’s Point, y desde allí toman los turistas casi todas sus fotografías.



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