A pesar de haber pasado a la historia como una de las glorias pincianas más célebres, Gregorio Fernández era gallego de nacimiento, muy probablemente natural de la localidad lucense de Sarria, donde habría visto la primera luz en 1576. Los registros parroquiales se han perdido, y toda la información al respecto proviene de referencias al origen gallego del imaginero en contratos y otros documentos públicos, así como a la certeza de que por aquellos años vivió en Sarria otro escultor del mismo nombre que posiblemente fuese su padre, del que habría aprendido el oficio. En realidad, no se sabe con certeza nada de Fernández hasta que en 1601 se comienza a hablar de él en la Corte de Valladolid, por entonces capital del Imperio, donde coincidiría con vecinos tan ilustres como Rubens, Cervantes, Góngora o Quevedo. Lo que sí que está claro es que en el momento de su llegada ya dominaba a la perfección la técnica escultórica, lo que probablemente le permitió emplearse en el taller de Francisco del Rincón ―aunque existen historiadores que lo niegan―, que por aquel entonces ejercitaba una posición hegemónica en la vida artística de la capital. En cualquier caso, su destreza juvenil debió de ser tan impresionante que, prácticamente sin saber cómo, muy pronto le encontramos dirigiendo su propio taller en las inmediaciones de la calle que actualmente lleva su nombre.
El hecho de que la Escuela barroca castellana ―también llamada vallisoletana― emplee casi exclusivamente la madera policromada ―en lugar de materiales considerados más nobles, como el mármol o el alabastro― responde a dos motivos fundamentales. El primero, como casi siempre, económico, puesto que en Castilla abundan todo tipo de maderas ―las más empleadas eran las de nogal, pino, álamo, castaño y peral―, mientras que las pocas canteras de mármol existentes se encuentran alejadas de la capital. El segundo, de naturaleza puramente funcional: las esculturas de la Escuela castellana tienen por lo general un fin didáctico, dirigido a fomentar entre los fieles los principios de la Contrarreforma. De este modo, se persigue el mayor realismo posible mediante la talla minuciosa y la introducción del color y de los postizos, tareas a las que la madera se presta bastante mejor que los materiales más duros. Además, muchas de las obras producidas en este periodo están pensadas para ser sacadas en procesión, por lo que deben ser lo más ligeras posible ―por mucho que después, en su peculiar concepto de la devoción, las cofradías les hayan ido añadiendo bases o carrozas mucho más pesadas que la escultura que portan, que muchas veces constituyen en sí mismas verdaderas obras maestras de ebanistería y orfebrería decoradas con arreglos florales igualmente magistrales―.
La obra de Gregorio Fernández, junto con la de Juan de Juni y la de Alonso Berruguete, representa el mejor exponente de esta Escuela, a pesar de que su estilo personal fue evolucionando durante toda su carrera. Partió de postulados claramente manieristas, por lo que hay quien ha aventurado que quizá viajó a Italia en algún momento de su juventud; sin embargo, la práctica totalidad de los estudiosos coinciden en que esos rasgos se debían a la influencia de escultores italianos en la Corte vallisoletana, como Pompeo Leoni o Juan de Bolonia, y sobre todo a la de Juan de Juni, al que muchas veces se toma erróneamente por su rival, cuando el francés ya llevaba un cuarto de siglo muerto al irrumpir Fernández ―que, por otra parte, mostró algo más que admiración por el legado de su predecesor, hasta el punto mitómano de que llegó a adquirir su antigua casa-taller―. A estas influencias hay que añadir un gran interés por la escultura clásica, que se manifiesta en su gusto por los desnudos masculinos de proporciones armónicas ―en cambio, jamás trabajó el femenino, que bien habría podido aplicar en la representación de la Magdalena, tipo que sólo acometió en una ocasión indubitada, dejándola pudorosamente vestida―. Se sabe también que era un gran devoto de san Ignacio de Loyola, cuyas enseñanzas empleó tanto para inspirarse como para prepararse espiritualmente mediante sus Ejercicios de ayuno y meditación antes de acometer un trabajo. Su obra fue evolucionando rápidamente hacia la búsqueda de la realidad, hasta el extremo de que podemos hablar de auténtico naturalismo en el sentido contemporáneo de la palabra ―¿cómo, si no, podría definirse la espalda destrozada de este Cristo?―.
Todos los que nos hemos criado en un ámbito cultural cristiano recordamos perfectamente que Jesús fue severamente azotado antes de ser coronado de espinas y posteriormente crucificado, y de hecho seguramente nos instruyeron en detalles escabrosos como que los látigos estaban armados de bolas de acero o cómo que en algún momento de la flagelación, para acrecentar su dolor, se le arrancó la capa que portaba, que habría quedado pegada a la sangre reseca de su espalda. Sin embargo, una vez más, todos estos detalles ―así como el hecho de que aparezca atado a una columna― no son sino creación de las diferentes tradiciones cristianas, pues las únicas referencias a este episodio que encontramos en los Evangelios son las siguientes:
Entonces, Pilato puso en libertad a Barrabás; y a Jesús, después de haberlo hecho azotar, lo entregó para que fuera crucificado. (Mt 27, 26)
Pilato, para contentar a la multitud, les puso en libertad a Barrabás; y a Jesús, después de haberlo hecho azotar, lo entregó para que fuera crucificado. (Mc 15, 15)
Pilato mandó entonces azotar a Jesús. (Jn 19, 1)
Queda claro, por lo tanto, que ningún fiel estará jamás del todo satisfecho con el castigo que se le inflige a su mesías.
Como todos los escultores, y como es lógico, Fernández empleaba modelos para sus creaciones. No siempre modelos vivos, sino muchas veces otras esculturas o incluso cadáveres: una de sus geniales aportaciones iconográficas es la del Cristo yacente, un tipo polémico dentro de la tradición cristiana, pues le representa en los dos días en los que estuvo muerto y sepultado, sin la excusa de la presencia de la Virgen María en forma de Piedad. Se especula con la posibilidad, bastante cercana a la certeza, de que Fernández acudiera a la Facultad de Medicina de la Universidad de Valladolid ―seguramente la más puntera del mundo en aquel momento y la tercera que obtuvo autorización para realizar anatomías humanas (Anatomices practicae catedra prima hispaniarum erecta)― para presenciar disecciones de cadáveres y así poder instruirse en conocimientos anatómicos. No en vano, pagó los estudios como médico de uno de sus yernos, y parece ser que sus relaciones con los galenos de la época eran bastante estrechas. En todo caso, dada la extraordinaria vivacidad de la pieza, está claro que en esta ocasión su modelo fue una persona en la flor de su esplendor físico.
Nunca he hallado ninguna referencia escrita al respecto, pero recuerdo que cuando era niño alguien me contó que el modelo probablemente hubiese sido un embajador inglés con el que Fernández debió de mantener algún tipo de amistad. Por supuesto, no es descartable que se trate de una leyenda popular más, pero lo cierto es que en aquellos años la relación diplomática entre la monarquía inglesa y la española fue especialmente intensa. Aprovechando un periodo de paz bastante prologado para lo que era costumbre entre ambos países, se buscó un mayor acercamiento mediante la concertación de matrimonios entre miembros de ambas casas reales, por lo que la presencia de embajadores mutuos era constante. En este sentido, la figura más relevante enviada desde Londres fue un joven llamado John Digby, primer Conde de Bristol y famoso por su fuerza y su apostura. Durante sus estancias en España, Digby vivió a caballo entre Madrid y Valladolid, y alguno de sus periodos pucelanos coincide con los de la posible factura del Atado. Por suerte, existe un retrato del noble británico realizado por el grabador Renold Elstracke sobre 1625, es decir: entre seis y diez años después de la finalización de la estatua. Bajo estas líneas tenemos una fotografía de ese grabado y, o bien me empeño en ver lo que nadie ve sólo porque puede dar pie a una historia tan pasional como apasionante, o bien Gregorio Fernández distaba mucho de encarnar en privado esa imagen de monje piadoso y asceta que se esforzaba por mostrar en público. ¿Es posible también que efectivamente fuese Digby su modelo, pero que el artista tan sólo se sintiera impresionado por sus facciones desde un punto de vista estético y profesional? Pues claro que es posible. En realidad, todo es posible cuando no existen fuentes fidedignas; incluso eso.