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“Marilyn’s Last Sitting”, de Bert Stern (1962).



“Marilyn era un auténtico Stradivarius del sexo.”
(Norman Mailer)

En aquella tarde-noche de julio de 1962, Marilyn Monroe estuvo extrañamente jovial y colaboradora. Salvo por el pequeño detalle de que apareció en la suite 261 del Hotel Bel Air de Los Ángeles con cinco horas de retraso, por ninguna parte asomaba ni rastro de su legendaria indisciplina. Y no sería el único mito que vería o haría caer durante aquella sesión un Bert Stern que esperaba encontrarse a la mujer decadente y algo gordita de “Vidas rebeldes” (John Huston, 1961). Las sorpresas comenzaron desde el mismo momento en que comprobó que la estrella había acudido sola y con la cara lavada, como cualquier modelo del montón. Sinceramente impresionado, tan sólo logró saludarla con un espontáneo y balbuciente “Estás preciosa…”, a lo que Marilyn, sonriendo complacida, contestó algo así como “¿De verdad? Qué cosas más bonitas dices…”. Por supuesto que Marilyn era consciente de su belleza, y también de que había comenzado a perderla; pero no le daba ninguna importancia ni a lo uno ni a lo otro. ¿Qué importancia podía tener? Su físico le había servido para escapar del ambiente opresivo de su infancia y para hacer una carrera en el mundo del cine mucho peor pagada de lo que pudiera imaginarse; pero también había sido el motivo de que varios hombres hubieran abusado de ella física y sentimentalmente, y de que jamás se hubiera valorado en su justa medida un talento interpretativo del que no carecía.  Su cuerpo tampoco le había sido de gran utilidad a la hora de divorciarse tres veces y de perder doce embarazos entre abortos provocados y espontáneos. En apariencia, la madurez incipiente —acababa de cumplir treinta y seis años—, lejos de restarle atractivos, había contribuido a perfeccionar sus encantos. Pero un objetivo bien manejado ve cosas que al ojo desnudo le pasan desapercibidas, y pronto se hizo patente que debajo de esa mujer preciosa había una mujer muy cansada.

Tras haber ido labrándose disparo a disparo un gran prestigio como fotógrafo publicitario —logró, por ejemplo, que los estadounidenses bebieran vodka Smirnoff en lo peor de la Guerra Fría—, Bern Stern acababa de ser contratado por Vogue. Representaba el prototipo de una nueva generación de fotógrafos de moda que, ligeros y dinámicos, se comportaban en los estudios como si fuesen corresponsales de guerra ―puede que Antonioni se basara en él para crear al David de “Blow Up” (1966)―. Sus excelentes sesiones con Twiggy, Audrey Hepburn y Liz Taylor, así como una campaña para Polaroid con Louis Armstrong como protagonista, le habían concedido con treinta y tres años el crédito profesional suficiente como para proponer sus propios proyectos. Y su primera propuesta no pudo ser más osada y delirante: fotografiar a Marilyn Monroe desnuda.

Quizá, desde nuestra perspectiva, resulte un poco difícil hacernos una idea de lo que aquello suponía: no sólo se trataba de que Marilyn jamás hubiera merecido una sola línea en Vogue ―su pasado como hija ilegítima, con un historial de adopciones inabarcable, la hacían absolutamente incompatible con la vocación aristocrática de la publicación― ni de que los desnudos aún fuesen algo rarísimo en prensa, sino de que nunca había existido ni existiría después una estrella femenina con un aura de divinidad siquiera comparable. No era otra de las muchas “novias de América” coronadas a lo largo del siglo XX, sino el sueño erótico inalcanzable del país más poderoso de la Tierra. Aún hoy continúa siéndolo en gran medida: más de cincuenta años después de su muerte, es elegida una y otra vez como la mujer más popular de Norteamérica o como el icono cinematográfico por excelencia. ¡Y Bert Stern quería que apareciera desnuda en las páginas de una revista de moda!

Marilyn no conoció las intenciones del fotógrafo hasta que empezó a mostrarle los complementos que había preparado para ella. “Quieres fotografiarme desnuda, ¿es eso?”, preguntó cuando sólo vio pañuelos transparentes y algo de bisutería. Tras unos segundos de silencio, Stern, convencido de que hasta ahí había llegado su aventura, trató de justificarse alegando que en realidad siempre habría una tela entre ella y la cámara y que todo iba a depender de la luz que se empleara y que blablablá; pero no había terminado de soltar su precipitado discurso cuando la diva le pidió su opinión al peluquero ―que lo encontró “divino” (no sé si “de la muerte”)― y, acto seguido, comenzó a quitarse la ropa mientras pedía que alguien descorchara la primera botella de Dom Perignon (vintage 1953), de las tres con las que el fotógrafo había pretendido recrear el ecosistema habitual de su preciosa captura.

Marilyn tan sólo se había desnudado ante la cámara en una ocasión, durante su etapa de pin-up anónima; pero, por lo que se ve, si no lo había hecho más veces únicamente había sido porque no se lo habían pedido bien. Al parecer, su única preocupación consistía en saber si la luz revelaría que pocas semanas antes le habían extirpado la vesícula biliar, literalmente reventada a golpe de champán y barbitúricos. Hacía años que había caído en la rotonda diabólica de la lucha entre somníferos y estimulantes ―aunque su cuerpo siempre fue más partidario de los primeros― y seguramente ya fuese alcohólica cuando llegó a Hollywood. Siempre tuvo un cuerpo bonito ―cuando disponga de un rato libre, la ciencia debería tratar de explicar cómo es posible que lo mantuviera con semejante forma de vida―, pero el núcleo de su belleza se encontraba en su rostro, sobre todo en sus ojos, y éstos comenzaban a resultar incapaces de contener su constante maremoto interno. Precisamente, y aunque parezca mentira, son los ojos lo único que la modelo se hizo maquillar, además de extenderse una sencilla crema facial hidratante y usar algo de lápiz de labios en las últimas fotos.

Dado que había planteado el encuentro como si se tratara de una cita con una amante casada, el fotógrafo había previsto hasta la música que debía acompañar las poses de Marilyn: The Everly Brothers ―”All I Have To Do It’s Dream”, “Wake Up Little Sussie”, “Cathy’s Clown” y otras―. Sabía que se trataba de una ocasión única en la vida y no quería descuidar el más mínimo detalle: su objetivo consistía en descubrir el verdadero poder erótico de aquella mujer; no el que exhibía en la pantalla con sus papeles de rubia tonta, sino el que dejara salir a pasear en la intimidad de los dormitorios de sus amantes. Tan bien debió de hacerlo, que Stern afirmó haberse enamorado de Mariryn en pocos minutos y haberse sentido correspondido de algún modo. No se trataba de una simple metáfora laboral: aseguró haberse olvidado por completo de que tenía mujer y toda una vida esperándole en la otra costa de los Estados Unidos. Y lo cierto es que algo de química sí que debió de haber, porque la sesión se alargó hasta el amanecer del día siguiente y, salvo por apariciones puntuales de su peluquero y de un maquillador, estuvieron los dos solos todo el tiempo. Sin embargo, se limitaron a trabajar: no parece que hubiera nada de sexo ni que la ex querida de Kennedy le revelara ningún secreto de Estado.

“La última sesión” en realidad estuvo compuesta por tres jornadas de trabajo, de las que en total salieron 2.571 instantáneas. La primera es la que se ha relatado, y la segunda y tercera se llevaron a cabo unos días más tarde, ya de una manera mucho más convencional y algo frustrante para el fotógrafo, que no creyó ver repetida la química de la primera ocasión. En éstas últimas, Marilyn posó vestida con varios diseños de Dior y rodeada de lacayos y personal de la revista. Las fotos de la primera sesión ―la verdadera “Last Sitting”― “le habían encantado” a Alexander Liberman, por entonces director artístico de la revista; pero aquello no quería decir nada, porque parece ser que absolutamente todo “le encantaba” siempre. En este caso, está claro que el trabajo de Stern no le sedujo lo suficiente como para publicar exclusivamente desnudos, y Vogue es una revista de moda, no de fotografía.

Según relató el propio Stern, empleó dos cámaras en este trabajo: una Hasselblad para el blanco y negro y una Nikon de 35 mm para el color. Las tachaduras anaranjadas que pueden verse en algunas fotos no son arreglos artísticos, sino las cruces que la propia retratada plasmó a golpe de rotulador en los negativos de las que no le gustaron ―más de dos tercios―. Parece ser que la actriz reaccionó con cierta rabia al examinarlos, incluso se atrevió a destruir algunos con un pasador del pelo. Como cualquier artista que ve mancillada una de sus obras, de la que además se siente plenamente satisfecho, Stern se ofendió gravemente en un primer momento, para después darse cuenta de que en realidad Marilyn tan sólo se había destruido a sí misma una vez más, algo a lo que tenía perfecto derecho, por otra parte. En cualquier caso, lo que más sorprendió al fotógrafo es que su modelo había tendido a descartar las instantáneas que la mostraban más atractiva y juvenil, mientras que había conservado las que evidenciaban signos de envejecimiento o de cansancio. Stern no empezó a comprender ese criterio hasta que vio en televisión la noticia del hallazgo de su cadáver.

La muerte de Norma Jean Baker ―Monroe era el apellido de soltera de su madre biológica― en la madrugada del 4 de agosto de 1962 permanece nublada por el misterio. No sólo es que no se sepa a ciencia cierta si se trató de un suicidio o de un accidente, sino que todavía no ha podido ser descartada la tesis del asesinato. Seguramente Stern fuese uno de los más conmocionados por la noticia: no había pasado ni un mes desde su intenso encuentro en el Hotel Bel Air. Pero mucha más conmoción experimentaría cuando supiera que Marilyn le había telefoneado esa misma noche y él no había descolgado el aparato. Recordaba perfectamente esa llamada a horas intempestivas… Pensó que sería cualquier gamberro y optó por no levantarse. En absolutamente todas las entrevistas que concedió a partir de entonces se hace palpable su obsesión con aquella especie de broma del destino. ¿Por qué a él? ¿Qué habría querido decirle Marilyn? Sobre su conciencia siempre recayó el absurdo peso de que quizá habría podido salvarla. Pero, ¿realmente mantenerla con vida una noche más habría sido salvarla?



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