Icono del sitio líneas sobre arte

“Trópico de Cáncer”, de Henry Miller (1934).

brassai
Henry Miller según Brassaï.

Cantaré mientras la palmáis, bailaré sobre vuestro inmundo cadáver…

“Trópico de Cáncer” no es una novela apta para cualquier sensibilidad. Para poder comprender plenamente su mensaje resulta necesario tener problemas o vivir hastiado por cualquier motivo. En caso contrario, lo más probable es que el lector no entienda nada y abandone muy pronto la lectura con la sensación de que le están tomando el pelo. Pero si el libro se afronta en el estado de ánimo adecuado, es incluso posible que acabe convirtiéndose para el angustiado en una especie de guía espiritual de andar por casa. Miller nunca va a actuar como un poeta maldito que se regocija en el sufrimiento, sino que su empatía va a consistir en una sincera y reconfortante palmada en el hombro. Te va a contar su experiencia y te va demostrar que todo tiene su lado positivo, y todo ello mientras te anima a gastarte tus últimas monedas en algo de alcohol, en un filete con buena guarnición o en lo que más te apetezca en cada momento —ya veremos cómo pagamos el desayuno de mañana: en el fondo, desayunar es lo de menos—. Puede que no te haga reír tanto como Bukowski o Céline ni te obligue a reflexionar con la intensidad de Proust; pero no cabe duda de que te entenderá mejor que todos ellos juntos, porque mientras escribió “Trópico de Cáncer” se encontraba exactamente como tú.

Aunque sume tantos fanáticos como detractores acérrimos, con la obra completa de Miller no se cumple el tópico de que o se ama o se odia: la mayor parte de sus libros pueden leerse tranquilamente sin llegar a generar ninguna pasión. Tras unas primeras novelas incendiarias, en las que soltó todo lo que llevaba quemándole por dentro durante décadas, fue perdiendo paulatinamente la espontaneidad y terminó acomodándose en la repetición terca y suavizada del mismo libro ―el propio Charles Bukowski, uno de sus más claros sucesores, acabó tachándole cruelmente de caricatura de sí mismo en sus “Escritos de un viejo indecente” (1973)―. “Trópico de Cáncer” es, sin duda, la más candente de todas sus creaciones. Fue la primera obra importante de Miller en ver la luz pública, y lo hizo estallando como un volcán que llevara dormido cuarenta años, que son los que él tenía cuando comenzó a escribirlo febrilmente. Quizá sea precisamente su origen explosivo lo que le convierta en incomprensible para muchas personas —por más que una explosión no tenga nada de incomprensible, sino simplemente de caótica—.

De repente, parece como si se acercara la aurora: es como agua arremolinándose sobre el hielo, y el hielo está azul con una bruma que se alza. Glaciares hundidos en verde esmeralda, gamuza y antílope, meros dorados, morsas retozando y el ambarino lucio saltando sobre el círculo ártico… Elsa está sentada en mis rodillas. Sus ojos son como ombligos diminutos. Miro su enorme boca, tan húmeda y brillante, y la cubro con la mía. Ahora ella está tarareando… «Es war’ so schön gewesen…». Ah, Elsa, tú no sabes todavía lo que eso significa para mí, tu Trompeter von Säckingen. Sociedades corales alemanas, Schwaben Hall, el Turnverein… links um, rechts um… y después un azote en el culo con el extremo de una cuerda. ¡Ah, los alemanes! Te llevan por todas partes como un ómnibus. Te producen indigestión. No se puede visitar en una misma noche el depósito de cadáveres, la enfermería, el zoo, los signos del zodíaco, los limbos de la filosofía, las cavernas de la epistemología, los arcanos de Freud y Stekel… En el tiovivo no se llega a ningún sitio, mientras que con los alemanes se puede ir de Vega a Lope de Vega, en una noche, y acabar tan chiflado como Parsifal. Como digo, el día ha empezado magníficamente.

A menudo es calificada como una novela erótica, y muchos acuden a leerla atraídos por ese olor dulzón. Lo más lógico es que se lleven una decepción tremenda. Una novela erótica —además de mala y aburrida— podría ser “Historia de O” (Pauline Réage, 1954), pero “Trópico de Cáncer” carece por completo de erotismo. Desde luego que no está exenta de referencias sexuales de lo más explícito, pero creo que no puede considerarse erótica una novela en la que nos topamos veintitrés veces con la palabra “purgaciones”. El sexo de “Trópico de Cáncer” es sucio y maloliente, y si está presente entre sus páginas es porque también lo está en nuestras vidas —de una manera algo más higiénica, generalmente—.

Por la noche, cuando contemplo la perilla de Boris reposando sobre la almohada, me pongo histérico. ¡Oh, Tania! ¿Dónde estará ahora aquel cálido coño tuyo, aquellas gruesas y pesadas ligas, aquellos muslos suaves y turgentes? Tengo una empalmada de quince centímetros. Voy a alisarte todas las arrugas del coño, Tania, hinchado de semen. Te voy a enviar a casa con tu Sylvester con dolor en el vientre y la matriz vuelta del revés. ¡Tu Sylvester! Sí, él sabe encender un fuego, pero yo sé inflamar un coño. Disparo dardos ardientes a tus entrañas, Tania, te pongo los ovarios incandescentes. ¿Está un poco celoso tu Sylvester ahora? Siente algo, ¿verdad? Siente los rastros de mi enorme picha. He dejado un poco más anchas las orillas. He alisado las arrugas. Después de mí, puedes recibir garañones, toros, carneros, ánades, san bernardos. Puedes embutirte el recto con sapos, murciélagos, lagartos. Puedes cagar arpegios, si te apetece, o templar una cítara a través de tu ombligo. Te estoy jodiendo, Tania, para que permanezcas jodida. Y si tienes miedo a que te jodan en público, te joderé en privado. Te arrancaré algunos pelos del coño y los pegaré a la barbilla de Boris. Te morderé el clítoris y escupiré dos monedas de un franco…

Se ha debatido mucho acerca de cuál es el origen del estilo de Miller y cuáles fueron sus verdaderas influencias. Si uno investiga un poco, puede encontrar decenas de entrevistas televisivas en las que un Henry más que maduro ―jamás fue un anciano, a pesar de haber vivido casi noventa años y de haber acabado medio paralítico y con trozo de manguera por aorta― disfruta bromeando al respecto con algo más que socarronería: no en vano, estaba viviendo su viejo sueño de ser un escritor reconocido para poder soltar la primera sandez que se le viniera a la cabeza y ser admirado por ello. Por lo tanto, de esas declaraciones no podemos extraer demasiada información válida. Lo que parece estar claro es que no existen precedentes de un estilo similar en la literatura norteamericana —como no se trate, en cierto sentido, de la prosa de Walt Whitman, de la que siempre se confesó devoto—. En Europa, en cambio, sí que encontramos varios ejemplos de una forma de escribir cercana a la de Miller. Normalmente se citan como paradigmas a Marcel Proust y a Louis-Ferdinand Céline. En el primer caso, no hay duda de que el estilo de Proust influyó notablemente en sus obras posteriores ―no es ningún secreto que tanto “Trópico de Capricornio” (1939), como la trilogía “La crucifixión rosada” (“Sexus”, 1949; “Plexus”, 1953; y “Nexus”, 1960) beben directamente de “La prisionera” (1925) y “La fugitiva” (1927)―, pero no pudo hacerlo en su primera novela, dado que Miller tan sólo comenzó a leer al maestro francés cuando el manuscrito de “Trópico de Cáncer” estaba prácticamente terminado.

El caso de Céline es mucho más sorprendente, porque su “Viaje al fin de la noche” guarda tantas similitudes con el primer “Trópico” que parece increíble que ambas obras no estén relacionadas entre sí de algún modo; pero así es: “Viaje al fin de la noche” no se publica hasta 1932 y ambos autores todavía no habían oído hablar el  uno del otro, de modo que podemos hablar de una especie de curiosa confluencia evolutiva entre ellos. Miller calificará a Céline de verdadero genio en su ensayo “Los libros de mi vida” (1969), y durante un tiempo ambos mantendrían una correspondencia algo dispar ―apasionada por parte del americano, discreta y cumplidora desde el lado francés―; pero sencillamente no pudieron influirse en sus respectivas óperas primas, porque su proceso creativo fue paralelo.  También se sabe de la admiración de Miller por Dostoievski, Balzac, Conrad, Victor Hugo, Dos Passos, Joyce, Hesse, Mann, Rimbaud, De Nerval y el larguísimo etcétera propio de todo devorador de buenos libros; pero si hay que encontrar un verdadero primer antecedente de la literatura de Miller, probablemente éste se halle en el “Lazarillo de Tormes” (anónimo castellano, anterior a 1554) y en la novela picaresca española.

He tenido que dejar de escribir por una hora más o menos. Otro cliente que ha venido a ver el piso. En el piso de arriba, el maldito inglés está practicando su Bach. Ahora, cuando viene alguien a ver el piso, no queda más remedio que correr escaleras arriba y pedir al pianista que deje de tocar por un rato. Elsa está telefoneando al verdulero. El fontanero está poniendo un nuevo asiento en la taza del retrete. Siempre que suena el timbre, Boris pierde la serenidad. Con la agitación se le han caído las gafas; está a gatas, arrastrando la levita por el suelo. Es un poco como el Gran Guignol: el poeta que se muere de hambre viene a dar clases a la hija del carnicero. Cada vez que suena el timbre, se le hace la boca agua al poeta.

Mallarmé suena como un filete de solomillo, Victor Hugo como foie de veau. Elsa está encargando una comida deliciosa para Boris: «una buena chuletita de cerdo jugosa», dice. Veo toda una serie de jamones rosados que reposan fríos sobre el mármol, jamones maravillosos cubiertos de grasa blanca. Tengo un hambre terrible, a pesar de que hace sólo unos minutos que hemos desayunado: tendré que saltarme el almuerzo. Elsa está telefoneando todavía: había olvidado encargar una loncha de tocino. «Sí, una buena lonchita de tocino, no demasiado gruesa», dice… Zut alors! ¡Añade unas mollejas, añade unas criadillas y psss… unas almejas! Añade un poco de liverwurst frito, ya que estás; podría zamparme los mil quinientos dramas de Lope de Vega de una sentada.

Henry Miller con un retrato de Anaïs Nin al fondo.

Henry Valentine Miller, “Val”, nació dos veces. La primera en Nueva York, el 26 de diciembre de 1891, y la segunda en París, en algún día de la primavera de 1930. Hasta pasados los treinta años vivió la vida que en aquella época se esperaba de un joven blanco de origen alemán (Müller) sin demasiados recursos económicos ―por algún motivo, seguramente relacionado con el hecho de que muchas de sus personas más queridas lo eran, se ha extendido la falsa creencia de que era judío―. Fue un discreto desastre en la escuela y empezó a trabajar bastante joven vendiendo periódicos, pintando vallas y haciendo ese tipo de cosas que se hacían entonces en los Estados Unidos para ganar un puñado de centavos a la semana. Después comenzó a ocuparse en empleos algo más sólidos en grandes corporaciones, cuya descripción condensaría en “Trópico de Capricornio” (1939) bajo el nombre genérico de Compañía Telegráfica Cosmodemónica de Norteamérica, que aunque en puridad se debe de referir a su paso por la Western Union, extiende como arquetipo de toda gran mercantil repleta de oficinistas y subalternos. Se casó joven, como todos sus semejantes, y, al igual que ellos, tuvo una hija como podía haber tenido cuatro o cinco simpáticos perros.

La mayor parte de sus trabajos le proporcionaban un buen número de horas muertas ―vigilante, taxista, oficinista…―, y decidió matarlos explotando medio fondo de archivo de la Biblioteca Pública de Brooklyn. Según él mismo confesó en varias ocasiones, hasta entonces rara vez había agarrado un libro si no era para colocarlo como tope de una puerta. Y así, del poco dormir y del mucho leer, no se le secó el celebro, pero sí que se dio cuenta de que toda su vida había sido un perfecto desgraciado. Odiaba perder el tiempo en aquellos trabajos, no soportaba a su esposa y veía a su hija como una completa extraña. Él quería ser escritor, únicamente escritor: quería acompañar a otros desgraciados tal y como otros más antiguos le habían acompañado a él. Así, comenzó a hacer su vida de espaldas a su familia, hasta que en 1926 se divorciará de su primera esposa para casarse con June Mansfield, una chica de compañía bastante más joven que él, judía de origen rumano, aspirante a actriz y completamente bisexual.

A los pocos meses de contraer matrimonio con June, ésta se enamoró de otra mujer, que se instaló con el matrimonio. No es que formaran un trío, ni mucho menos, sino que June convivía con sus dos amores en un estado de equilibrio precario. Basta leer “Sexus” para darse cuenta de que Miller jamás llegó a asumir del todo la situación, a pesar de que se esforzaba por no sufrir con ella. En cualquier caso, este episodio no sería sino el primero de una larga lista de pruebas de autodominio a las que June le iría sometiendo involuntariamente a lo largo de su relación. ¿Por qué no puso freno a aquella dinámica, ahora que todavía estaba empezando su nueva vida y aún mantenía el impulso rupturista necesario? Sencillamente porque June creía en él. Por primera vez en su vida, alguien le valoraba como escritor en ciernes. June le liberó del trabajo asalariado, comprometiéndose a mantenerlo mientras él se dedicaba exclusivamente a escribir. Para ello tuvo que recurrir a la prostitución prácticamente de manera constante, pues si bien se ocupaba en un salón en el que las chicas recibían propinas por bailar con los clientes, en realidad la verdadera propina llegaba cuando acompañaban a su casa a alguno de ellos. June debía de ser una mujer realmente arrebatadora, y de vez en cuando lograba hacerse con la protección fija de algún hombre mayor, lo cual proporcionaba a la pareja y su agregada periodos de cierta tranquilidad económica.

En 1927, June realizó un largo viaje de placer a París con su amante, dejando a Henry en su apartamento de Nueva York, solo con sus celos y sus frustraciones. A su vuelta, cargada de regalos, June se mostró patéticamente arrepentida y le comunicó que había roto la relación con “esa mujer”. Miller debió de alegrarse por la noticia, pero lo que más le entusiasmó fueron las historias que June se trajo del otro lado del océano, que debieron de maravillarle tanto como a Marco Polo las narraciones que su padre y su tío trajeron de Catay. Tomaron la determinación de ahorrar ―lo cual significaba para June muchos bailes y muchas propinas― y un año más tarde partieron juntos hacia Europa como turistas, recorriéndola prácticamente por completo y deteniéndose a vivir en París hasta que quemaron su último centavo. La vuelta a Norteamérica fue dura. June había perdido casi todos sus contactos y se esforzó por recuperar viejos amantes y reclutar nuevos. No es que en Europa se hubiese comportado como una santa, pero Miller había sido feliz con ella. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que su felicidad no se la había proporcionado June, sino París; así que en cuanto pudo reunir los dólares suficientes para comprar un pasaje, se embarcó en un transatlántico y regresó a Francia con el único equipaje de un cepillo de dientes, una máquina de afeitar eléctrica, un cuaderno, una pluma, un impermeable y un inexplicable bastón mejicano. Según relata su amigo y semibiógrafo Brassaï, Miller llegó a París huyendo. Huía de la humillación que suponía ser pobre en los Estados Unidos ―”He vagabundeado por las calles de muchos países de todo el mundo, pero en ninguno me he sentido tan degradado y humillado como en América” (Trópico de Capricornio)―; pero también, por primera vez, de June y sus explosiones pasionales. Según refiere el fotógrafo, en Nueva York tan sólo le esperaba el suicidio o la locura, y Miller era consciente de ello, por más que siguiera profundamente enamorado.

De vez en cuando recibo un cablegrama de Mona en que dice que llega en el próximo barco. «Sigue carta», dice siempre. Hace nueve meses que dura esto, pero nunca veo su nombre en la lista de pasajeros de los barcos que llegan ni me trae una carta el garçonen bandeja de plata. Ya no me quedan esperanzas tampoco por ese lado. Si alguna vez llega efectivamente, puede buscarme abajo, justo detrás del retrete. Probablemente me dirá inmediatamente que es malsano. Ésa es la primera cosa que se les ocurre a las mujeres americanas con respecto a Europa: que es malsana. Les resulta imposible concebir un paraíso sin instalaciones sanitarias modernas. Si encuentran una chinche, quieren escribir inmediatamente una carta a la Cámara de Comercio. ¿Cómo voy a explicarle nunca que estoy contento aquí? Dirá que me he vuelto un degenerado. Conozco su rollo del principio al fin. Querrá que busquemos un estudio con jardín… y bañera, con toda seguridad. Quiere ser pobre de forma romántica. La conozco. Pero esta vez estoy preparado. No obstante, hay días en que brilla el sol y me salgo del sendero trillado y pienso en ella ansiosamente.

Aunque sólo había pasado poco más de año y medio desde que lo abandonó por primera vez, París había cambiado en todos los sentidos. No sólo se trataba de que el diletantismo de los años veinte estuviese cediendo a favor de las tensiones políticas que comenzaban a calentar las cabezas europeas, sino que el cambio llegaba hasta el punto de que modistas como Paul Poiret o Coco Chanel habían rediseñado la apariencia de las mujeres hasta hacerlas irreconocibles. Así, Miller se encontró convertido en un mendigo en una ciudad que prácticamente no reconocía. Había soñado con hacerse amigo de Picasso, de Man Ray, de Duschamp…, de todo Montparnasse; pero lo que conoció fue la verdadera bohemia, las catacumbas del arte. Gastó sus únicos francos en pasar un par de noches bajo techo y después se vio avocado a pernoctar al cobijo de un puente. Gracias a su don de gentes, fue haciéndose una buena tropa de amigos entre desgraciados como él, que lo habían abandonado todo con la única ilusión obsesiva de que algún día se reconocieran sus diversos talentos. Durante un tiempo bastante largo, ésas fueron sus únicas compañías: artistas frustrados, inmigrantes arruinados, simples rateros, alcohólicos y las prostitutas más baratas que jamás pisaron suelo francés. Gente a la que realmente no soportaba, pero que necesitaba para vivir en “Villa Borghese”, como él denominaba a uno de sus alojamientos más inmundos. Precisamente así comienza “Trópico de Cáncer”:

Vivo en la Villa Borghese. No hay ni pizca de suciedad en ningún sitio ni una silla fuera de su lugar. Aquí estamos todos solos y muertos.

Anoche Boris descubrió que tenía piojos. Tuve que afeitarle los sobacos y ni siquiera así se le pasó el picor. ¿Cómo puede uno coger piojos en un lugar tan bello como éste? Pero no importa. Puede que no hubiéramos llegado nunca a conocernos tan íntimamente, Boris y yo, si no hubiese sido por los piojos.

Boris acaba de ofrecerme un resumen de sus opiniones. Es un profeta del tiempo. Dice que continuará el mal tiempo. Habrá más calamidades, más muertes, más desesperación. Ni el menor indicio de cambio por ningún lado. El cáncer del tiempo nos está devorando. Nuestros héroes se han matado o están matándose. Así que el héroe no es el Tiempo, sino la Intemporalidad. Debemos marcar el paso, en filas cerradas, hacia la prisión de la muerte. No hay escapatoria. El tiempo no va a cambiar.

Ahora es el otoño de mi segundo año en París. Me enviaron aquí por una razón que todavía no he podido desentrañar. No tengo dinero ni recursos ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo.

En realidad, Miller siempre habría podido escribir a June, a su familia o a cualquier amigo para que le enviara el dinero necesario para un pasaje de vuelta a los Estados Unidos; pero no lo hizo, y ése es el valor fundamental de su experiencia: sufría todo tipo de privaciones y padecimientos ―ya no era ningún jovencito y enfermó en varias ocasiones―, pero disfrutaba de ellos porque se los tomaba como la aventura que nunca había podido vivir. Pero toda aventura sin final acaba cansando, y Miller tuvo la suerte de encontrar las manos amigas necesarias en los momentos clave. En primer lugar, la de Alfred Perlès, un escritor austriaco que hoy prácticamente sólo es conocido por su amistad con Henry Miller ―y, un poco más tarde, con Lawrence Durrell―. Según Brassaï, Perlès fue el primer amigo que Miller hizo en París, pero se perdieron la pista en seguida, algo que en aquellos tiempos era realmente sencillo en una gran ciudad. Perlès trabajaba como director de la delegación en Francia del Chicago Tribune, y cuando Henry Miller se reencontró con él “con el culo al aire y la lengua fuera”, lo tomó bajo su protección, se lo llevó a vivir a su casa de Clichy y le consiguió un empleo como colaborador “negro” del periódico. Sin embargo, Perlès fue despedido casi inmediatamente y ambos tuvieron que separarse para volver a buscarse la vida como buenamente pudieran.

La segunda mano amiga resultó ser la definitiva. Se trataba de la de un joven abogado norteamericano, llamado Richard Galen Orborn, al que le gustaba frecuentar el Montparnasse nocturno. En una de esas salidas dio con Henry, e instantáneamente quedó fascinado por la cultura y la energía vital que desprendía una persona tan debilitada físicamente. Tras algunas noches de conversación, finalmente lo invitó a vivir con él:

Si no hubiera sido por Fillmore, no sé dónde estaría hoy: muerto, lo más probable.

—Te habría dicho que vinieras mucho antes —dijo—, si no hubiese sido por esa mala puta de Jackie. No sabía cómo quitármela de encima.

No me quedó más remedio que sonreír. Siempre pasaba lo mismo con Fillmore. Tenía un don especial para atraer a tías sin hogar. El caso es que Jackie había decidido marcharse por su propia voluntad.

Se acercaba la estación de las lluvias, el largo y deprimente período de mugre y niebla y chaparrones que te hacen sentir desanimado y desdichado. ¡Un lugar detestable en invierno, París! Un clima que te corroe el alma, que te deja pelado como la costa del Labrador. Noté con cierta angustia que el único medio de calefacción que había en la casa era la pequeña estufa del estudio. Sin embargo, era bastante confortable. Y la vista desde la ventana era soberbia.

Por la mañana, Fillmore me sacudía rudamente y me dejaba un billete de diez francos en la almohada. En cuanto se marchaba, volvía a arrebujarme para echar un último sueñecito. A veces me quedaba en la cama hasta el mediodía. No había nada urgente, excepto acabar el libro, y eso no me preocupaba demasiado porque ya estaba convencido de que, de todos modos, nadie lo aceptaría. Sin embargo, a Fillmore le interesaba mucho. Cuando llegaba por la noche, con una botella bajo el brazo, la primera cosa que hacía era dirigirse a la mesa para ver cuántas páginas había producido. Al principio, me complacía esa muestra de entusiasmo, pero después, cuando fui perdiendo la inspiración, me intranquilizaba enormemente verlo fisgonear, buscando las páginas que, al parecer, debían gotear de mí como el agua de un grifo. Cuando no había nada para enseñar, me sentía exactamente como una de esas tías a las que había dado alojamiento. Recuerdo que solía decir, refiriéndose a Jackie: «Todo habría ido bien, si me hubiera ofrecido el coño de vez en cuando.» Si yo hubiese sido una mujer, habría tenido mucho gusto en ofrecerle el coño: habría sido mucho más fácil que satisfacerlo con las páginas que esperaba.

Pero Osmond hizo algo más que salvar la vida del literato: se la cambió por completo sin darse cuenta de que lo estaba haciendo. Así lo relata Brassaï en su libro “Henry Miller: Los años de París” (1975):

Como abogado, Osborn representaba los intereses de una joven de Louveciennes llamada Mrs. Ian Hugo, que se dedicaba a escribir constantemente para escapar de su entorno apagado. Acababa de terminar un ensayo sobre D. H. Lawrence y esperaba publicarlo, aunque fuera con su propio dinero. Cada vez que se reunía con ella, Osborn le acababa hablando de ese americano maravilloso y chiflado al que alojaba, y que se encontraba en plena creación de una novela monumental de unas mil páginas en la que iba a tocar absolutamente todos los tabúes imaginables. Cuando le dijo su nombre, ella exclamó: “¡¿Henry Miller?! ¡Pero si he visto algo suyo!” Recordaba haber leído un artículo sobre “La edad de oro” de Buñuel escrito por alguien con ese mismo nombre. Efectivamente, era el mismo Miller. Lo había leído y se había quedado pasmada por la exuberancia salvaje y primitiva de su prosa.

A su regreso a casa, Osmond le contó la anécdota a Miller y, de paso, le encasquetó el manuscrito sobre D. H. Lawrence para que le diese su opinión. Puedo imaginar que lo tomó entre sus manos con algo más que precaución: Lawrence era uno de sus escritores favoritos, y aquella niña pija francesita ―en realidad era españolita― condenada a la autopublicación podría haber vertido todo tipo de mamarrachadas mal escritas en aquellas páginas… ¿Pero acaso podía negarse a hacer algo que le pidiera su salvador en vida? Lo leyó y, sorprendentemente, lo encontró algo mediocre, pero no tanto como todas las líneas que les había soportado a sus antiguos compañeros vagabundos. Además, le pareció que contenía ciertas reflexiones bastante originales y le llamó mucho la atención lo delicado de su estilo. Quizá podría llegar a enamorarse de ella de algún modo…

Efectivamente, Mrs. Ian Hugo no era otra que Anaïs Nin ―o, mejor dicho, doña Ángela Anais Juana Antolina Rosa Edelmira Nin Culmell―, y fue el propio Osmond el que se encargó de presentarles formalmente unos pocos días más tarde, en octubre de 1931, dando así el pistoletazo de salida a la que probablemente sea la relación pasional mejor documentada de la historia ―triángulo equilátero amoroso con June incluido―.

Anaïs se acabó convirtiendo en una pieza fundamental a la hora de lanzar “Trópico de Cáncer”, porque hizo por publicarla todo lo que estuvo en su mano ―y, ya que estamos, en otras partes de su cuerpo―, incluso aportando su propio dinero sin que Miller se enterara en un principio. Pero Nin había aterrizado en su vida en un momento muy delicado. Por primera vez desde que llegó a París, Henry se encontraba en perfectas condiciones para escribir y estaba decidido a sacrificar en esa tarea todas las horas del día que le permitiera el sueño. Su idea inicial había sido la de convertir en narración sus años de muerto en vida y su posterior tortura junto a June; pero la intensidad de sus experiencias parisinas le habían hecho cambiar de opinión, de modo que “Trópico de Cáncer” se nutriría exclusivamente de ellas. Cuando Anaïs irrumpe en su existencia, la fase de redacción estaba prácticamente terminada y Miller trabajaba frenéticamente, dejando salir de él sin filtro alguno toda la rabia y la pasión contenidas. Miller confesó haber estado tentado de domar su estilo para no impresionar negativamente a alguien a quien veía como poco menos que una adorable muñequita de porcelana; pero parece que supo mantenerse en su sitio y finalmente le dejó leer el manuscrito con toda su crudeza. El resultado es de sobra conocido: la brutalidad del neoyorquino no sólo no desagradó a Anaïs, sino que la puso como una moto ―aunque ella misma declararía: “Tuve que buscar en el diccionario muchas de las palabras que usaba, y la mayor parte de ellas no las encontré”―. Desde luego, la de Anaïs y Henry una historia de amor como mínimo curiosa; pero “Trópico de Cáncer” ya estaba escrito cuando comenzó a dar lo mejor de sí misma, así que la dejaremos para otra ocasión.

Salir de la versión móvil