MM: ¿Qué expectativas comerciales tiene “On Land”?
ENO: Muy pobres comparadas con mis otros discos, que tampoco es que hayan ido demasiado bien. Mi reputación es muchísimo mayor que mis ventas. El otro día estuve hablando con Lou Reed y me dijo que el primer disco de la Velvet tan sólo vendió treinta mil copias en los cinco primeros años. Esos números han ido subiendo estos últimos años, pero lo fundamental es que ese disco ha sido tremendamente importante para mucha gente. ¡Creo que todos los que compramos esos treinta mil ejemplares acabamos fundando un grupo! Así que me consuelo pensando que algunas cosas acaban generando sus verdaderos beneficios de una manera indirecta.
Evidentemente, y por suerte para nuestros oídos ―porque no creo que en ningún momento de la historia hayan coincidido en este planeta treinta mil seres con verdadero talento para la música―, la suposición de Eno es exagerada, pero ilustra a la perfección la paradoja que supone que uno de los discos más influyentes jamás editados pasara prácticamente desapercibido en su momento. A pesar de su fracaso comercial, el primer álbum de la Velvet Underground acabaría cambiando el rock para siempre. Es más que probable que sin él jamás hubiésemos conocido a artistas tan diversos como Roxy Music, T. Rex, Joy Division, Bauhaus, Talking Heads, Police, The Fall, The Smiths, REM, Nirvana, Tom Waits o Patti Smith, y también que la obra de músicos ya en activo por aquel entonces, como David Bowie, Iggy Pop, The Doors o incluso Bob Dylan, no hubiese acabado siendo como fue. Por lo tanto, no supone ninguna locura afirmar que prácticamente todos los grupos de rock actuales están directa o indirectamente endeudados con la Velvet Underground, que de un solo golpe inyectó a esa música una carga de madurez para la que quizá no estaba todavía preparada ―no olvidemos que en 1967 el rock tan sólo contaba con unos trece años de edad―. En una sociedad en ebullición, a la vez aterrorizada por la Guerra Fría y esperanzada por el triunfo de una especie de cambio espiritual generalizado, los poemas de inspiración cínico-pesimista de Lou Reed, flotando sobre los acordes fúnebres de John Cale, supusieron una inyección de profundo nihilismo que no hallaría su verdadero sentido hasta el final de la orgía fugaz del punk.
John Davies Cale, nacido el 9 de marzo de 1942 en el pueblo galés de Garnant, se había formado como músico clásico en el Goldsmiths College de la Universidad de Londrés, donde se especializó como intérprete de viola y director de orquesta. Ya durante esos años se implicó activamente en el movimiento Fluxus, hasta tal punto de que, con tan sólo veintiún años, dirigió la primera interpretación en el Reino Unido del “Concierto para piano y orquesta” de John Cage (1958) ―obra tremendamente difícil de dirigir, pues concede al solista una libertad de ejecución absoluta―. Ésta y otras actuaciones exitosas le sirvieron para obtener una beca, aprobada por el mismísimo Leornard Bernstein, para completar su formación en Nueva York, donde sería uno de los cinco desgraciados pianistas empleados durante el estreno en 1963 de “Vejaciones”, una obra para piano dejada a su muerte como broma o venganza por Eric Satie ―ciento ochenta notas repetidas cuatrocientas ochenta veces a tempo extremadamente lento―. Además de colaborar en esa proeza, también formaría parte del Theatre of Eternal Music ―a veces conocido como Dream Syndicate―, uno de los conjuntos de música vanguardista fundados por LaMonte Young. Fue precisamente en una fiesta tras una de sus actuaciones con este combo donde conoció a Lou Reed, que por aquel entonces trabajaba como letrista para Pickwick Records, un sello relativamente modesto que acabaría siendo absorbido por PolyGram en 1983.
Lewis Allen Reed, por su parte, nació en Brooklyn siete días antes que Cale, aunque se crió en Long Island. Estudió periodismo y escritura creativa en la Universidad de Siracusa (Nueva York). Su verdadera vocación era la literatura, y aunque carecía por completo de formación música académica, desde muy pequeño fue un gran aficionado a la música rock, jazz y de vanguardia, llegando a formar parte de algunos grupitos de rock’n’roll y doo-wop, de entre los cuales destacan The Shades ―por algún extraño error tipográfico, en muchas partes son recordados como The Jades―, con los que incluso grabó un single.
Como suele ocurrir en estos casos ―véase “The Doors”―, tras cambiar cuatro ideas y creer que eran almas gemelas, decidieron fundar un grupo de rock esa misma noche. De la mano de Reed se unió su compañero de estudios Sterling Morrison ―guitarrista autodidacta de rhythm’n’blues―, mientras que Cale invitó a Angus MacLise, su compañero de piso y hermano en Fluxus, para que se encargara de la percusión. Los cuatro comenzaron a ofrecer algunas actuaciones prácticamente gratuitas para probarse, hasta que Reed logró que Pickwick les editara algunos sencillos bajo el nombre de The Primitives. En algún momento de esa etapa, por motivos que realmente se desconocen ―pero que parecen estar relacionados con alguna extraña paranoia místico-lisérgica por su parte―, MacLise abandonó el grupo, siendo sustituido por Maureen “Moe” Tucker, una diminuta mujer de apariencia masculina que terminaría de dotar de personalidad propia al grupo aportando sus conocimientos sobre percusión africana. Así, la única verdadera contribución de MacLise a la Velvet Underground fue la de elegir su nombre definitivo, que tomó del título homónimo de una especie de ensayo novelado sobre prácticas parafílicas escrito en 1961 por un periodista llamado Michael Leigh ―no confundir con el director de cine―. Otra versión incluso le despoja de este mérito, afirmando que en realidad Reed y Morrison, acompañados por el artista multidisciplinar Tony Conrad, encontraron un ejemplar del libro tirado en un charco y les hizo gracia la imagen.
Fue en julio de 1965 cuando Andy Warhol, previamente advertido por algún amigo común, se dirige a ellos tras una actuación en el Café Bizarre y les propone la firma de un extraño contrato de representación a cambio del veinticinco por ciento de sus ganancias. La primera medida de Warhol fue imponerles la presencia como vocalista de Nico ―de nombre oficial Christa Päffgen―, una modelo alemana de pasado nebuloso —y repleto de amantes ilustres— que ya había hecho sus pinitos en el cine con una fugaz aparición en “La dolce vita” (Federico Fellini, 1960) y a la que Warhol había adoptado como su protegida de turno. Su primer proyecto común, un espectáculo audiovisual titulado “The Exploding Plastic Inevitable”, fue todo un éxito y, a pesar de las reticencias de Reed y Cale, demostró que la voz profunda pero delicada de Nico se ajustaba como un guante al sonido del grupo, acrecentando además la sensación de estudiada desarmonía con su peculiar forma de entonar, seguramente motivada por el hecho de que la pobre chica estaba completamente sorda de un oído.
Su intervención en “I’m Waiting For The Man”, mucho más masculina, no ayudó precisamente a devolverle su nombre de camionero, ya que aunque el tema describe claramente la búsqueda de heroína por las callejuelas de Harlem, no faltó quien aprovechó para insinuar que el hombre al que realmente estaba esperando Reed no era el camello, sino el chapero. Fundiendo, acelerando y modificando unos cuantos acordes de rhythm’n’blues, Cale compuso un genial y trepidante riff de piano que deja pocas dudas acerca de su pasado Fluxus y que es respaldado por el constante martilleo de Tucker, que en varios pasajes se ajusta a la perfección al silabeo de Lou Reed. Todo ello hace de este tema el más potente del disco, lo cual seguramente haya influido en que también sea el más versionado. Curiosamente, se cuenta que su primera interpretación en público no fue a cargo de la banda, sino de The Riot Squad, grupo mod entonces capitaneado por un jovencísimo David Bowie, que de algún modo se habría hecho con una maqueta antes de la edición del disco.
Por fin aparece Nico en “Femme Fatale”, una canción de Lou Reed compuesta por encargo de Warhol, que deseaba desquitarse de algún modo de Eddie Sedgwick, que durante un año había sido su musa incondicional. La actriz, de buenas a primeras, le había dejado plantado hacía un par de meses para cobijarse bajo la sombra de Bob Dylan, lo que al genio de Pittsburg le sentó como un tiro. Parece ser que tanto Reed como Cale nunca llegaron a desarrollar un verdadero aprecio por ninguna de las mujeres que frecuentaban la Factory, así que se prestaron encantados a la labor de poner a alguna de ellas a caer de un burro. La pasión de Reed llegó al extremo de exigir que, a pesar de que tampoco era santa de su devoción, el tema fuese cantado por Nico —su supuesta sucesora en el papel de musa— para acrecentar la humillación, que alcanza su paroxismo con los coros burlones del propio Lou Reed imitando el francés macarrónico del que solía hacer gala Sedgwick.
Para muchos la mejor canción de toda su discografía, “Venus In Furs” está evidentemente inspirada en la novela de Sacher-Masoch “La Venus de las pieles” (1870). Aunque fue íntegramente compuesta por Reed, la labor de producción de Cale es tan profunda que prácticamente puede hablarse de una coautoría. Se trata de la primera ocasión en la que nos encontramos con la especialidad de Cale: la viola, que en esta ocasión aparece en versión electrizada y tocada tanto con arco como en pizzicato. Los compases se repiten de forma rítmica al son de los tambores de Tucker, que imprimen a la melodía un gusto estremecedor a procesión ceremonial camino de algún cadalso. Constituye también una muestra estupenda para apreciar el sonido de la guitarra “ostrich” —o extendida— de Lou Reed. Se denomina así porque fue usada por primera vez durante la grabación de “The Ostrich”, uno de los temas firmados como The Primitives, y básicamente consiste en afinar todas las cuerdas en la misma nota ―casi siempre re o mi―, pero asignando una octava superior a las dos primeras.
En “Run, Run, Run” volvemos a afrontar el argumento principal del disco: la adicción a la heroína. Bajo una apariencia desbocada que recuerda a Muddy Waters o a Bo Diddley, y acompañado por los coros de Nico y el trepidante tamborileo de Tucker, Lou Reed desgrana una letra compuesta siguiendo una fórmula que repetiría en más ocasiones a lo largo de su carrera ―por ejemplo, en “Walk On The Wild Side” (1972)― y que consiste en ir narrando breves historias sobre personajes aparentemente inventados, en esta ocasión Teenage Mary, Uncle Dave, Marguerita Passion, Seasick Sarah y Beardless Harry ―literalmente, María la quinceañera, el tío David, Margarita Pasión, Sara la mareada y Quique el imberbe― que venderán su alma de diferentes maneras para obtener el siguiente chute y proseguir con su carrera endiablada. Reed mezcla además el argot propio de los camellos con un vocabulario mucho más típico de los himnos religiosos protestantes, en una muestra más de su ironía despiadada. Si hemos de hacer caso a Morrison, la canción fue escrita en el envés de un sobre que Reed encontró en el taxi que les llevaba al Café Bizarre. Evidentemente, llegaban tarde, y el “run, run, run!” ordenado al conductor hizo que se le ocurriera el resto.
La cara A se cierra con “All Tomorrow’s Parties”, quizá la canción más hipnotizadora del disco y en la que Nico deja mejor testimonio de las posibilidades de su inconfundible voz. Volvemos a encontrarnos con la guitarra ostrich, con la marcha para galeotes de Tucker y con las estudiadas distorsiones de Cale, que conforman, esta vez sí, una verdadera resaca de pesadilla mientras la voz declama lo que parece una inocente canción infantil. Andy Warhol siempre la señaló como su canción favorita, y lo cierto es que de ella pueden decirse pocas cosas además de que es genialidad en estado puro. Según declaró Lou Reed varios años más tarde, en realidad la letra está basada en la nefasta impresión que le producían los habituales de la Factory, a los que veía como absolutas banalidades esforzándose por aparentar una intelectualidad excéntrica que realmente no poseían ni por asomo. La letra, cargada de cinismo y con claras referencias a la Cenicienta, habla de una pobre chica que no sabe cómo podrá vestirse para ir a una fiesta; pero no porque no tenga ningún vestido, sino porque no puede repetir el que llevó a la de hace dos días. Con forma de nana educativa, Nico logra una monstruosa mezcla de dulzura y severidad en lo que realmente es una reprimenda capaz de aterrar a cualquier “pobre chica”. Parece que fue John Cale el que tuvo la idea de hacerle remarcar su acento alemán para incrementar el rigor del mensaje. El hecho de que emocionara tanto a Warhol, cuando realmente supone una crítica salvaje a todo el universo falaz que orbitaba a su alrededor, puede aportar una pista para tratar de desentrañar la que, sin duda, es una de las personalidades más complejas y misteriosas del siglo XX.
Para abrir la cara B se eligió otra obra maestra indiscutible, “Heroin”, que presenta una peculiaridad entre las canciones rock: no es la batería la que marca el ritmo, sino que ésta cede el testigo a la viola de Cale y a la guitarra de Morrison para integrarse como un efecto sonoro que reproduce las evoluciones del corazón del protagonista. Maureen Tucker, una mujer generalmente callada, se quejó años más tarde, con muchísima discreción, de que las letras de Reed ofrecían de ellos una imagen de yonquis pervertidos que no se ajustaba a la realidad. Sin embargo, salvo Sterling Morrison y ella, el resto del grupo consumía heroína con más que asiduidad, aunque debido a su juventud sus efectos más evidentes no se harían notar hasta entrada la década de los 70. Si no se les podía considerar yonquis, era sencillamente porque siempre disponían del dinero necesario para no caer en el mono.
Tomando como arranque los primeros compases del clásico de Marvin Gaye “Hitch Hike” (1962) —aunque en la tonalidad más grave que le imprimieron los Rolling Stones en su versión de 1965—, se desarrolla “There She Goes Again”, otra composición de Lou Reed en solitario cuya letra parece estar dirigida, en tono burlón, a un hombre enamorado de una mujer extremadamente promiscua o que directamente se dedica a la prostitución. Posiblemente el tema más convencional del disco, esconde un sorprendente cambio de compas hacia el final. Una canción agradable de escuchar, que más parece un canto a la libertad sexual que una crítica a la infidelidad.
La preciosa “I’ll Be Your Mirror” es la única verdadera canción de amor sin más implicaciones del disco. Fue escrita por Lou Reed pensando en que fuera interpretada por Nico incluso antes de que Warhol impusiera su presencia a la banda. Cuando la modelo supo de la posibilidad de que Reed compusiera algo para ella, soltó algo parecido a “Estate tranquilo, Lou: seré tu espejo”, lo que, como se ve, disparó la inspiración del músico. También es posible que disparara su crueldad, pues la melodía contiene saltos de nota vertiginosos, prácticamente imposibles para el timbre de Nico —y lo cierto es que la grabación de este corte se convirtió en un verdadero calvario para la alemana, que rompió a llorar en varias ocasiones—.
“Black Angel’s Death Song” es un tema compuesto por John Cale con algunas ayudas de Lou Reed a la hora de redactar la letra, un largo y oscuro poema sobre la muerte compuesto por diferentes imágenes con escasa conexión entre sí. Se trata del corte donde Cale se muestra más libre para desarrollar sus ideas musicales vanguardistas, componiendo una brillante letanía que sin duda extrañará a cualquier oído acostumbrado a la convencionalidad melódica. El grupo también aprovechó para experimentar con el feedback, cuyo uso llevaba intrigándoles desde que escucharon “I Feel Fine” (The Beatles, 1964), “Anyway, Anyhow, Anywhere” y “My Generation” (The Who, 1965) y varias canciones de los Small Faces.
El disco concluye con “European Son”, otro tema abiertamente experimental que mezcla un riff a lo Chuck Berry con variaciones sobre una composición sin título de John Cage y con recursos sonoros directamente tomados de Fluxus, como el estallido de una torre de platos contra el suelo. Salvo por unos pocos versos que Lou Reed entona de la manera que caracterizará el resto de los discos de la banda, la composición es prácticamente instrumental. Está dedicada al poeta Delmore Schwartz, que había sido profesor de literatura de Reed y Morrison, y que apareció muerto unas semanas más tarde —con el hígado hecho foie gras al whisky—. Schwartz gozaba de un fuerte ascendiente sobre Reed y sentía auténtica fobia por las letras de las canciones rock, por lo que el músico siempre sintió el estar traicionando a su maestro al abandonar la literatura por la música popular. De este modo, con “European Son” Reed pretendió rendirle una especie de homenaje compensatorio, o más bien de pedir su perdón. Éste es el motivo de que la letra sea tan corta y de que la producción esté cuidada de tal modo que más bien debe ser catalogada como una pieza de música experimental más que de rock. Debido a su alcoholismo severo y a sus experiencias con diversos alucinógenos, Schwartz había perdido la cabeza hacía tiempo, y Reed era plenamente consciente de ello; sin embargo, siempre se mostró convencido de que su querido profesor llegaría a captar el mensaje de algún modo. Aunque la noticia de su muerte era claramente previsible, Reed se quedó sin saber siquiera si Schwartz había llegado a escuchar su regalo. Supongo que es fácil de imaginar el tremendo peso moral que ese hecho debió de suponer para alguien como él.
Recomendaciones: «The Velvet Underground & Nico» ha sido siempre el típico CD de series medias. En su formato básico, no tendría por qué ser difícil de encontrar y en ningún caso debería pagarse por él más de 10 euros. Si alguien prefiere adquirir algo más especial o elaborado, aquí dejo los enlaces de Amazon a su versión en vinilo y a la edición lanzada con motivo de su 45º aniversario.