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La divina comedia de Auguste Rodin

"Auguste Rodin", de Charles Hippolyte Aubry (1862).
«Auguste Rodin», de Charles Hippolyte Aubry (1862).

A Rodin le gustaba definirse como un puente entre la orilla del pasado y la del presente; aunque quizá fuera más acertado comparar su posición en la historia del arte con la del cuello de un reloj de arena: en él convergen las tendencias del pasado y de él surgen las del futuro. Por más que en un principio la generación de escultores que le sucedió optara por planteamientos formalmente opuestos a los suyos, no tardó mucho en manifestarse la evidencia de que Rodin ya había experimentado con casi todas las técnicas que darían sentido a las vanguardias del siglo XX, incluidas algunas formas de creación que hasta entonces no habían gozado de demasiado prestigio, como el mero ensamblaje de piezas. Incluso artistas que trataron de sacar a la escultura de su profunda crisis de identidad mediante la adopción de principios pictóricos, como Giacometti o Brancusi, tuvieron finalmente que reconocer a Rodin como precedente, bien por lo que se refiere a la integración de las formas en el espacio, en el caso del suizo, bien por el tratamiento de las superficies y su relación con la luz si hablamos del rumano.

No cabe duda de que Rodin le abre las puertas a la escultura moderna, entendida ésta no como la escultura contemporánea, sino como la nueva forma de arte plástico tridimensional que viene a ocupar el lugar que la escultura clásica, superada y privada de sentido por los avances tecnológicos, había dejado vacante. Sin embargo, no hemos de perder de vista que si Rodin se atreve a emplear medios, técnicas y formas de expresión heterodoxas, más propias de las artes menores que de las clásicas, fue precisamente porque nunca pasó de ser un simple artesano ―habilísimo y dotado de muy buen gusto natural, eso sí―. Dicho en otras palabras, Rodin tiene mucho más en común con la señora que expone sus jarrones en el centro cívico que con Bernini ―reconozco que estas afirmaciones pueden chocarle a quien le pillen de nuevas, pero también el cocodrilo está más emparentado con el gorrión que con el lagarto y nadie se lleva las manos a la cabeza―. Su estilo apenas evolucionó en sus casi cuarenta años de carrera, y su legado doctrinal se reduce a un pequeño escrito de unas dos mil palabras, llenas de tópicos y vaguedades vacuas, en las que se limita a exigir el consabido amor por Fidias y Miguel Ángel, a trabajar con denuedo y a confiar en la naturaleza como la mejor maestra. En mi opinión, tan sólo puede extraerse cierta utilidad del siguiente pasaje:

Concibe la forma en profundidad. Indica claramente los planos dominantes. Imagina las formas como dirigidas hacia ti; toda vida surge de su centro, y se expande de dentro afuera. Al dibujar, observa el relieve, no el perfil. El relieve determina el contorno. Lo principal es ser conmovido, amar, esperar, temblar, vivir. ¡Sé un hombre antes que un artista!

Estas palabras, que en principio pueden parecer tan claras y apasionadas, no son sino una reproducción, adornada con lirismo barato, de los consejos que recibió de Carrier-Belleuse —lo más parecido a un maestro que tuvo en toda su vida por haber trabajado unos meses en su taller— y no suponen más que otro ejemplo de la tendencia acusada al aforismo de la que suelen hacer gala las personas que, por algún motivo, necesitan disimular su escasa formación. Para demostrarlo, basta con observar lo claro y prosaico que se mostraba el escultor cuando respondía espontáneamente a un entrevistador, sin pararse a pensar en que la posteridad le estaría escuchando:

Cuando empiezo una figura, miro primero la parte anterior, la posterior y los dos perfiles laterales: el derecho y el izquierdo. En otras palabras, considero sus contornos desde cuatro ángulos diferentes. Después, con el barro, determino a grandes rasgos la composición de la figura. A continuación, hago los perfiles que se ven desde un ángulo de tres cuartos. Después, girando a la par el barro y el modelo vivo, los comparo y voy perfeccionando la obra. Luego giro mi asiento y la plataforma sobre la que se halla mi modelo de barro hasta lograr un nuevo perfil. Después vuelvo a hacer lo mismo, y esto me lleva a realizar un circuito completo del cuerpo. Entonces empiezo de nuevo, condensando y perfeccionando cada vez más los distintos perfiles. Y dado que el cuerpo humano presenta un número infinito de perfiles, yo hago todos los que puedo o considero conveniente.

Lo cierto es que Rodin procedía de los sótanos más bajos de la escala sociocultural y siempre hizo lo posible por tratar de ocultarlo. Había nacido el 12 de noviembre de 1840, de padres analfabetos, en el que era uno de los barrios más pobres, marginales y peligrosos de París —lo que entonces se llamaba el Distrito XII, hoy integrado dentro del Quinto—. Fue al colegio hasta los trece años, pero lo abandonó sin haber llegado siquiera a aprender a leer y a escribir correctamente. Lo único que le interesaba, quizá porque era lo único que se le daba bien, era el dibujo. Su padre deseaba que empezara a trabajar inmediatamente para ayudar a la supervivencia de la familia, pero él logró convencerle para que se tomara su formación artística como una inversión. Su historial académico hacía impensable su ingreso en la Escuela de Bellas Artes, así que tuvo que conformarse con una matrícula en la Escuela Imperial Especial de Dibujo y Matemáticas, que, a pesar de su nombre rimbombante, no era sino una especie de academia dedicada a la artesanía decorativa. Allí, por fin, sí que demostró su inteligencia aprovechando las enseñanzas, sobre todo por lo que se refiere a dibujo y modelado. Sin embargo, al terminar en la que se conocía popularmente como La Petite École, fracasa en sus tres intentos de superar las pruebas para ingresar en la de Bellas Artes, por lo que finalmente tiene que ponerse a trabajar. Entre las múltiples ocupaciones que tuvo durante esa temporada —incluido un año como novicio en la Congregación del Santísimo Sacramento—, destaca la de cantero, gracias a la cual adquiriría algunas nociones rudimentarias de tallado. A partir de ahí, todo lo que aprendió fue gracias a su propia experiencia o a haberlo oído de boca de personas cuyo criterio creía que debía respetar.

“Hablaba mucho y bien, pero siempre fue un ignorante”, dijo de él Antoine Bourdelle, su discípulo durante ocho años. Como ejemplo de su desconocimiento, suele citarse su admiración ciega por Miguel Ángel, al que Rodin consideraba el mejor ejemplo a seguir. Y no es que tenga nada de malo admirar a Miguel Ángel, por supuesto: el problema es que Rodin empleaba, por sistema y sin saberlo, casi todos los métodos que denostaba el toscano, incluido el sacado de puntos ―trasladar al bloque las medidas del modelo, tanto de superficie como de profundidad, mediante marcas practicadas con una guía o puntómetro dotado de un brazo y una aguja fina y graduada―, y además sin preocuparse por borrar o disimilar sus señales, como resulta evidente al contemplar el costado izquierdo o el hombro de la figura femenina de “El beso”. Es decir, Rodin adoraba la obra de Miguel Ángel, pero ni la entendía ni tenía ni la más remota idea de cómo había sido creada. Y, desde luego, no deja de resultar llamativo que uno de los mejores modeladores de la historia tome como ejemplo a uno de los mejores talladores —que además despreciaba abiertamente a los modeladores—. Puede que a Rodin le hubiese gustado tallar como Miguel Ángel; pero apenas sabía trabajar el mármol, así que encomendaba la tarea a sus ayudantes, que en ocasiones cometían errores que el maestro era incapaz de percibir.

Ya en su momento, algunos de sus coetáneos se dieron cuenta de este extraño desequilibrio en su obra. Así, Adolf von Hildebrand señaló en un artículo que las figuras de Rodin, tomadas aisladamente, desprendían un nervio y una vivacidad raramente vistas desde el helenismo; pero que carecían del más mínimo sentido de la estructura compositiva. Según él, cualquier profesional de la talla se percataba de que Rodin no trabajaba la piedra, y de que sus obras imitaban los célebres non finiti de Miguel Ángel por simple mimetismo, sin que el artista entendiera realmente su razón de ser. Henry Moore, por el contrario —y él sabría por qué—, ensalzó a Rodin como “el único artista que ha entendido a la perfección a Miguel Angel desde que éste murió”. A medio camino se situó Matisse, que, a pesar de admirarlo profundamente, también percibió algo raro en el trabajo de Rodin. Por mero descarte, acabó llegando a la conclusión de que el escultor había descuidado el conjunto a favor del detalle minucioso, seguramente porque consideraba que el todo surge de la unión de esos detalles. Según Matisse, cualquier artista plástico acaba asumiendo naturalmente que la mayor o menor definición de cada detalle debe estar subordinada al alma del conjunto, por lo que la única posible explicación de que a Rodin no le hubiera ocurrido pasaba por una ausencia completa de base conceptual.

Sea como fuere, lo cierto es que Rodin había seguido practicando por su cuenta desde que abandonó la Escuela, e incluso había conseguido vender alguna de sus obras, lo que le había permitido realizar un viaje a Italia en busca de su venerado Miguel Ángel. Sin embargo, la popularidad no le llegaría hasta 1877, cuando presentase en el Salón de ese año “La edad de bronce”, una estatua que inmediatamente levantó una gran polémica, pues su perfección anatómica era tal que fue acusado de haberse limitado a sacar moldes de un modelo vivo. Consciente de que su futuro profesional dependía en gran medida del sentido en el que terminara este contencioso, el artista puso toda la carne en el asador para defenderse, aportando en su descargo un voluminoso dossier con fotografías del modelo vivo y del de barro, testimonios de gente que había presenciado el proceso creativo e incluso una especie de informe pericial llevado a cabo por Edgar Degas. El proceso duró tres años y fue seguido con detalle por todos los periódicos parisinos, lo cual determinó que el nombre de Auguste Rodin adquiriera una gran notoriedad. Finalmente, sus esfuerzos probatorios dieron su fruto y acabó saliendo triunfante del pleito, además de consagrado como un gran artista.

Gracias a ello y a los contactos que el escultor llegó a establecer aprovechando las circunstancias, en 1880 el Gobierno francés le encarga la factura de unas puertas monumentales para el proyecto de Museo de Artes Decorativas que esperaba construirse aproximadamente donde hoy se levanta el Museo de Orsay. Para no quedarse cortos en grandeur, se especificó en la encomienda que las piezas deberían medir nada más y nada menos que 30 metros de altura. Rodin se vio a la vez entusiasmado y aterrado ante la importancia del trabajo, y puede decirse sin demasiados matices que consagró el resto de su carrera a su realización. “La puerta del infierno” debió haber sido su gran legado para la posteridad; pero nunca la terminó —el museo no llegó a construirse, pero sus puertas tampoco habrían estado listas a tiempo, probablemente debido a esos problemas compositivos que detectó Hildebrand—. La obra que hoy conocemos con ese nombre, cuyas siete copias se hallan desperdigadas por el mundo, no es más que el vaciado en bronce de un boceto de yeso de unos cinco metros y medio de alto. Fue realizada años después de la muerte del autor, que en su testamento legó todas sus obras a la República, así como sus derechos de reproducción ilimitada. En cualquier caso, la verdadera importancia de este proyecto fallido es que acabó funcionando como una matriz de la que surgieron las que, junto con “Los burgueses de Calais” (1888-1895) o el “Monumento a Balzac” (1891-1897), posiblemente sean las mejores esculturas de Rodin.

«Los burgueses de Calais». (Fotografía por Natalia Pelayo).

No está del todo claro si su temática dantesca venía detallada en el encargo o fue idea del autor, aunque seguramente debamos decantarnos por la primera opción: a pesar de que durante un tiempo Rodin se esforzó por dejarse ver en público con un ejemplar de “La divina comedia” (1304-1321), lo más probable es que desconociera su existencia hasta justo antes de firmar el contrato —parece que de su propia cosecha sí que fue la idea de incluir algunas imágenes inspiradas en “Las flores del mal” (Charles Baudelaire, 1857)—. De lo que no cabe duda es de que tomó como punto de partida las puertas creadas por Lorenzo Ghiberti entre 1425 y 1452 para el baptisterio de Florencia ―que son conocidas popularmente como “Las puertas del Paraíso”―, si bien fue alejándose rápidamente de esa idea para diseñar algo completamente nuevo que apenas guarda similitudes la obra renacentista. La composición elegida por Rodin, sin compartimentos entre las diversas escenas, recuerda más bien a la empleada por Miguel Ángel en la bóveda de la Capilla Sixtina. Igualmente, es obvio que adoptó la iconografía propia de los grabados con los que Doré había ilustrado la obra de Dante en 1867. Se calcula que, en total, Rodin debió de estudiar alrededor de doscientas figuras para componer sus puertas, algunas de las cuales descartó, desarrollando otras como obras independientes.

“El pensador”, realizada entre 1880 y 1881, es la figura más conocida de cuantas salieron despedidas del proyecto frustrado. Con el paso de los años, se ha asentado como una de las más icónicas de la historia del arte, y lo cierto es que resulta extraño no encontrarla reproducida de algún modo en todo opúsculo pseudofilosófico. Sin embargo, todo parece indicar que esta interpretación no se ajusta a la realidad pretendida por su autor. Fue expuesta por primera vez en 1888, y su título no era el que hoy conocemos de sobra, sino “El poeta”. Teniendo en cuenta que estaba pensada para presidir el dintel de la puerta, observando desde una posición de dominio el destino de los condenados como una especie de pantocrátor profano, caben pocas dudas acerca de que lo que realmente vemos no es un filósofo desnudo, sino una idealización de Dante.

Desde luego, la figura realmente “piensa”; o más bien reflexiona acerca de la inevitable desgracia humana; pero la explotación de esta faceta no llegó hasta años más tarde, cuando el título de “El pensador” ya se había afianzado popularmente y el propio Rodin trató de aprovecharlo con estas palabras: “Piensa no sólo con el cerebro, con la frente arrugada, las narinas dilatadas y los labios comprimidos, sino también con cada uno de los músculos de sus brazos, de su espalda y de sus piernas, con el puño cerrado y los dedos de los pies doblados”. Desde luego, por mucho que después se empeñara en afirmarlo con fines comerciales, Rodin sabía perfectamente que su pensador no está esforzándose por tratar de dilucidar un problema terrible, sino que su tensión responde más bien al horror que siente al presenciar lo que está presenciando. En todo caso, esta interpretación no desluce lo más mínimo la genialidad consistente en que el codo derecho repose sobre la rodilla izquierda, y no sobre la que le corresponde, como sería lo natural ―pruebe a adoptar esta postura en su casa, y pronto descubrirá que no se trata de la más cómoda para llegar a ninguna conclusión ni para observar nada―. Mediante este brillante contrapposto, Rodin logró imprimir a su estatua una gracilidad y ligereza que, acentuada por el gracioso giro de la muñeca, contrasta con la pesada musculatura tomada del ideal de Miguel Ángel. “El pensador” constituye además un ejemplo privilegiado para apreciar el verdadero signo distintivo de su creador: la textura irregular de las superficies, calculada para lograr los efectos de luces y sombras que consiguen que la figura atrape el espacio circundante. El único pero es que su postura característica, contrapposto incluido, está claramente copiada del “Ugolino” de Jean-Baptiste Carpeaux (1862).

“Ugolino”, de Jean-Baptiste Carpeaux (1862).

También Rodin esculpió a su “Ugolino” (1882), el conde traidor a Pisa que es condenado a morir de hambre encerrado en una torre con sus descendientes. La leyenda dice que Ugolino prefirió devorar a sus hijos y nietos antes que rendirse, y aunque las investigaciones históricas descartan esta teoría, fue la que tomó Dante, si bien achacándolo al sacrificio de los vástagos por su propia voluntad:

Como un pequeño rayo penetrase
en la penosa cárcel, y mirara
en cuatro rostros mi apariencia misma,

ambas manos de pena me mordía;
y al pensar que lo hacía yo por ganas
de comer, bruscamente levantaron,

diciendo: «Padre, menos nos doliera
si comes de nosotros; pues vestiste
estas míseras carnes, las despoja.»

Por más no entristecerlos me calmaba;
ese día y al otro nada hablamos:
Ay, dura tierra, ¿por qué no te abriste?

Cuando hubieron pasado cuatro días,
Gaddo se me arrojó a los pies tendido,
diciendo: «Padre, ¿por qué no me ayudas?»

Allí murió: y como me estás viendo,
vi morir a los tres uno por uno
al quinto y sexto día; y yo me daba

ya ciego, a andar a tientas sobre ellos.
Dos días les llamé aunque estaban muertos:
después más que el dolor pudo el ayuno.»

Rodin se aparta por completo de Carpeaux para mostrarnos a un Ugolino prácticamente convertido en un animal, gateando como un cuadrúpedo desorientado entre los cuerpos muertos o moribundos de sus descendientes. Una vez más, el escultor logra captar una secuencia de movimiento, que en este caso se corresponde con el momento previo a la consumación de la catástrofe, cuando el noble ya cree haber perdido toda la dignidad humana sin sospechar que ni siquiera ha comenzado a hacerlo. Resulta especialmente reseñable la expresión de ausencia del protagonista, como si los padecimientos físicos le hubieran arrebatado la conciencia de su situación desesperada.

“El beso” se realizó en 1886, pero no fue exhibido hasta 1898 en el Salón. Como de casi todas sus obras, existen varias versiones en diversos materiales, si bien la original parece ser la que se encuentra hoy en día en el Museo Rodin de París —aunque quizá la de la Tate Gallery sea la más conocida—. Representa a Francesca de Rímini y a su amante y cuñado Paolo, que fueron sorprendidos en adulterio y asesinados:

Después me volví a ellos y les dije,
y comencé: «Francesca, tus pesares
llorar me hacen triste y compasivo;

dime, en la edad de los dulces suspiros
¿cómo o por qué el Amor os concedió
que conocieses tan turbios deseos?»

Y repuso: «Ningún dolor más grande
que el de acordarse del tiempo dichoso
en la desgracia; y tu guía lo sabe.

Mas si saber la primera raíz
de nuestro amor deseas de tal modo,
hablaré como aquel que llora y habla:

Leíamos un día por deleite,
cómo hería el amor a Lanzarote;
solos los dos y sin recelo alguno.

Muchas veces los ojos suspendieron
la lectura, y el rostro emblanquecía,
pero tan sólo nos venció un pasaje

Al leer que la risa deseada
era besada por tan gran amante,
éste, que de mí nunca ha de apartarse,

la boca me besó, todo él temblando.
Galeotto fue el libro y quien lo hizo;
no seguimos leyendo ya ese día.»

Y mientras un espíritu así hablaba,
lloraba el otro, tal que de piedad
desfallecí como si me muriese;
y caí como un cuerpo muerto cae.

“El beso” supone el ejemplo ideal para apreciar la técnica rodiniana de sucesión de planos: “Las diferentes partes de una escultura, cuando se las representa en momentos temporales sucesivos, producen una ilusión de movimiento real”. Esta obsesión con el movimiento le llevó a adoptar métodos de trabajo que parecen sacados de una película de Tinto Brass. Según relata su amigo Paul Gsell, Rodin solía llenar su amplio estudio con varios modelos desnudos, masculinos y femeninos, a los que animaba a moverse libre y naturalmente por la estancia mientras él se limitaba a contemplarlos en silencio. Cuando alguna postura o movimiento le llamaba la atención, paralizaba al sujeto activo con una voz y modelaba rápidamente un boceto en barro.

Su erotismo evidente ha hecho que la escultura haya perdido su sentido original para convertirse en un icono de la pasión; y sobre todo de la pasión femenina, pues quizá el secreto de su encanto resida precisamente en el hecho de que es la mujer la que parece llevar la iniciativa. Existe una versión anterior sobre el mismo motivo, “La eterna primavera” (1884), mucho menos conocida, en la que las tornas cambian radicalmente, relegando de nuevo a la fémina al rol pasivo que la iconografía tradicional le ha reservado en estas lides. Igualmente, estos ensayos previos revelan que Rodin se inspiró lejanamente en «Psique reanimada por el beso de Amor», de Antonio Canova (1793).

«Psique reanimada por el beso de Amor», de Antonio Canova (1793).

Seguramente es en “El beso” donde más evidentes se hagan los claroscuros que persiguen a Auguste Rodin, y no me refiero exclusivamente a los que caracterizan la superficie de la mayoría de sus creaciones… Gigantón de manos delicadas, tímido y fácilmente irritable a la vez, con tendencia al arribismo y a mostrarse cruel con los débiles y servil con los poderosos, el verdadero Rodin debió de ser muy diferente a cómo él mismo se fingía en público para ocultar sus carencias técnicas y culturales —de ahí que en el título haya prescindido de las mayúsculas al hablar de su “divina comedia”—. Su impresionante porte físico le hacía irresistible para las damas de la época, de suerte que podemos incluso hablar de una versión más moderna del amante brutal que describe Zweig en su biografía de Casanova. Rodin se comportaba como si fuese el eterno mujeriego inconquistable; pero la realidad es que al poco tiempo de salir del monasterio había conocido a la que sería su compañera de por vida, Rose Beuret.

Rose era una modistilla, también analfabeta, a la que Rodin siempre mantendría recluida en su casa como una esclava, no dudando en presentarla como su criada cuando su presencia se hacía difícil de ocultar. Aunque pudiera parecerlo, su actitud con ella no respondía a ningún caso de posesión patológica, sino que la cruda realidad era que Rodin se avergonzaba de su vulgaridad y la consideraba un lastre insuperable a la hora de codearse con los políticos, mecenas y demás gentes de la alta sociedad que creía que le podían promocionar ―principalmente, Léon Gambetta, que llegó a Primer Ministro, y Sully Prudhomme, que recibió el primer Premio Nobel de literatura; ambos, junto a Pierre Loti, se convertirían en sus grandes protectores―. Beuret tenía veinticuatro años cuando entró en la casa de Rodin, y tan sólo el 29 de enero de 1917, dos semanas antes de que ésta muriera con más de setenta años, el artista debió de sentir un repentino ataque de remordimientos y se casó con ella medio en secreto. Su arrepentimiento, sin embargo, nunca llegó al extremo de reconocer como propio al hijo que habían tenido en común.

Estudio sobre la cabeza de Rose, 1880-1882.

Por lo demás, la única mujer con la que se presentó formalmente en sociedad fue Camille Claudel: su musa, amante y colaboradora durante quince años. Durante mucho tiempo se la consideró una simple discípula, pero hoy se sabe que ya estaba completamente formada cuando, con veintiún años, fue contratada por un Rodin que ya contaba cuarenta y cinco. Claudel pasó las tres últimas décadas de su vida internada contra su voluntad en un manicomio, diagnosticada de manía persecutoria y de delirios de grandeza: “Se cree víctima de los ataques criminales de un famoso escultor”, detallaba el informe que sirvió para encerrarla. Siempre se creyó que Camille había enfermado de celos ―a pesar de que trató de olvidar a Rodin mediante una breve y también dolorosa relación con Debussy―, y no sería extraño que así hubiese sido; pero recientemente han salido a la luz pública varias de las cartas que escribió durante su reclusión, y en ellas no sólo aparenta una perfecta lucidez, sino que acusa directamente a Rodin de haber urdido su encierro para ocultar que ella era la verdadera creadora de casi todas las esculturas que salían del taller. Lo que está claro es que, sin llegar a ser ningún portento, se manejaba con el tallado mucho mejor que su mentor ―a sus manos se deben los acabados de varias de sus obras más conocidas, incluida “El beso”, de la que además sería su modelo―; pero no es menos cierto que Rodin no perdió ocasión para alabarla en público como una verdadera artista independiente y no como una aprendiza.

Separada de Rodin y de Debussy, y tras haber sobrevivido a varios abortos —algo que en aquella época no era nada sencillo—, se refugió en un pequeño estudio, de donde prácticamente no salía y donde acabaría por destruir casi toda su obra en varios ataques de rabia. Consta que fue su madre la que, temiendo por su vida, firmó el consentimiento para internarla, sin sospechar que su hija ya no volvería a salir de allí. Actualmente, la duda reside en si los médicos que la convencieron actuaron de buena fe o fueron sobornados de algún modo por Rodin.

«Sakountala (El abandono)», de Camille Claudel (1888).


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Igualmente interesante, aunque más caro y limitado a las obras exhibidas, es el catálogo de la exposición «El infierno según Rodin», organizada a finales de 2017 por la Fundación Mapfre en Barcelona.



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