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“Un paseo por el lado salvaje”, de Nelson Algren (1956).

Llegas a ser escritor cuando no hay absolutamente nada más que puedas hacer.

En Nueva Orleans llaman po’boy a un bocadillo de langostinos fritos acompañados de tomate y algo de lechuga. Como no podía ser de otra manera, se sirve en pan francés, y hoy en día se presenta como una de las exquisiteces de la cocina criolla. No siempre fue así: en los tiempos de la Gran Depresión no pasaba de ser una comida de subsistencia, prácticamente de caridad. De ahí viene su nombre: poor boy ―“pobre muchacho”―, pero pasado por el tamiz del peculiar acento de la ciudad, casi un dialecto, el mismo con el que aprendieron a hablar el jazz y el blues. Dove Linkhorn, el protagonista de “Un paseo por el lado salvaje”, es el prototipo del comedor de po’boys y, en consecuencia, un poor boy en sí mismo.

Y así fue cómo Dove llegó por fin a la ciudad que siempre parece estar meciéndose en un eterno vaivén. Mecida por sus ríos, por sus trenes, entre la sirena de los barcos y la campana de los trenes, pasa sus horas como si oscilara en un balancín.
La ciudad del sándwich de «pobre muchacho» y de la achicoria, donde el ajo cuelga en ristras y los camioneros duermen en sus camiones; donde los carteros llevan casco y la gente quema velas rojas toda la noche en largas lámparas anticuadas.
La ciudad donde las negras cantaban:
«Papi, no quiero tu dinero,
sólo quiero tu aguijón.»
Y los pianistas se lamentaban en pianos desgastados:
«Por la mañana temprano antes
del día
es cuando mi blues suena.»
En el muelle de Desire Street, Dove entró en el primer sitio que vio donde los mendigos y los vagabundos podían echarse a descansar.
—Tienes pinta de haberte estado peleando con una sierra circular, hijo —le dijo el recepcionista.
—No. Sólo he separado gatos salvajes.

Si Algren ha pasado a la historia de la literatura por algo, es sin duda por su facilidad y originalidad a la hora de retratar perdedores. La figura del antihéroe se ha convertido en una nota identificativa de la novela norteamericana del siglo XX, y basta emplear unos segundos en repasar las obras de sus apellidos más ilustres para hallar todo tipo de ejemplos. Es posible que en esa primera encuesta nos olvidemos de Algren para centrarnos en Hemingway, Chandler, Dos Passos, Steinbeck, Faulkner o Tennessee Williams: la lista es interminable. Sin embargo, estaremos cometiendo una injusticia flagrante, porque los perdedores de Algren presentan una peculiaridad que los convierte en especialmente patéticos: nadan en unas capas tan bajas de la escala social que se han acabado idiotizando por completo, hasta el punto de no llegar a ser conscientes de su propia condición de derrotado nato.

—No es más que un pobre infeliz que se quedó solo —dijo de Fitz Linkhorn el más comprensivo—, perder a su mujer fue lo que le volvió loco.
—Ese hombre es el espíritu de la contradicción encarnado —dijo el menos comprensivo—: si lo arrojaras al río flotaría contracorriente.
Fitz no sabía dar nombre a lo que le había amargado la vida. Pero sentía que cada amanecer lo embaucaba para que se despertara y cada anochecer lo engatusaba para que conciliara el sueño. La sensación de que lo habían engañado, sí, de que lo habían engañado, ni más ni menos. Nadie sabía quiénes ni por qué.
Sólo se sabía que todo se había perdido. Perdido hacía mucho, en un país más frío. Perdido una y otra vez por sucesivas generaciones desde entonces. Él intentaba retener esa sensación entre los dedos, a veces como un ansia ancestral, siempre como una herida secreta. Estaba ahí, bastaba que un hombre la pusiera a la luz para verla, tan palpable como la sangre que corría por sus venas. Alguien situado a sus espaldas le hacía volverse contra sí mismo hasta que su fuerza se tornaba en debilidad. Hombres más débiles, cargados de flaquezas mundanas, habían salido adelante mejor que Linkhorn. Él contemplaba el mundo con ojos en los que la envidia ardía lentamente.
—No voy a ser la puta de nadie — decía, aunque nadie lo hubiera acusado de tal cosa.

Mucho menos conocida que “El hombre del brazo de oro” (1949), “Un paseo por el lado salvaje” quizá sea la mejor obra de Algren, o al menos la más madura, completa y sólida; y, desde luego, la más autobiográfica y cruda desde un punto de vista humano: incluso alguien tan rematadamente tonto como Frankie Machine, el tahúr heroinómano con un brazo de oro, habría sido capaz de estafar al pobre Dove Linkhorn sin demasiados sudores. Dove es hijo de Fitz, un predicador que completa su sueldo desatascando pozos negros en el poblacho más miserable de Tejas durante lo peor de la crisis del 29. Con semejante mano de salida, un jugador de póker avezado pasaría, lanzaría sus naipes al centro de la mesa y se serviría un whisky a la espera de mejor suerte en el siguiente reparto. Pero en la vida nunca hay otra mano, así que si vienen mal dadas, no queda más remedio que ir de farol o abandonar la partida. Pero para que un bluf disponga de alguna posibilidad de prosperar es necesario contar con un buen resto, y en esta ocasión el resto se mide en neuronas, algo de lo que Dove, que considera un primer paso prometedor colocarse como chico para todo en un prostíbulo de Nueva Orleans, no anda demasiado sobrado.

En los mapas de la Francofonía suele aparecer un pequeño círculo azul rodeando un enclave en la complicada costa de Luisiana: ésa es Nueva Orleans, la menos estadounidense de todas las poblaciones estadounidenses. Nueva Orleans siempre ha estado en crisis. Cuando las cosas iban bien, Nueva Orleans estaba en crisis; y cuando iban mal, aprendió a hacer de la melancolía su religión. Cuando se comba el látigo del mercado financiero, su punta estalla en Nueva Orleans; y cuando el Caribe se carga de furia, su primer puñetazo continental suele ser para Nueva Orleans. El tiempo de Norteamérica ha discurrido por otro camino bajo los vulnerables soportales del Barrio Francés, una especie de ciudad de juguete en la que la degradación y la sordidez resultan tan endémicas como el gazpacho en Andalucía.

Entonces se hizo un silencio elocuente que decía que habían llegado a un acuerdo. Dove sintió que uno lo cogía de los brazos y el otro de los pies.
«La gente te trata mejor cuando estás muerto», se dio cuenta Dove cuando lo alzaban con cuidado. «Así se va la mar de cómodo.»
—¿A dónde lo llevamos, Harry?
—¿A dónde crees, al cine Loew’s?
Un barco fluvial gimió como muge una vaca cansada que abandonara toda esperanza en la oscuridad del matadero. Dove sintió aire fresco de repente y supo que habían salido a la noche. Por encima de él, una ventana se abrió de golpe.
—Pero ¿qué coño estáis haciendo, memos? —Dove oyó una tercera voz, más autoritaria que la de Harry.
—Otro que nos ha palmado, capitán.
—¿Cuántas veces tengo que deciros que un hombre puede morir en la cárcel igual que en el hospital? Llevadlo a beneficencia y que os den un recibo. Estoy harto de repetíroslo.
La ventana se cerró ruidosamente. Dove esperaba que no lo dejaran caer; le daba la sensación de que estaba sobre cemento.
—¿Qué quiere decir «que os den un recibo»?
—Quiere decir que tenemos que registrar el fiambre en el hospital.
—¿Y no podríamos dejarlo en las escaleras y confiar en la amabilidad de las enfermeras?
—Preferiría que me metieran dentro, si no les importa —pidió educadamente Dove.
Los dos polis se quedaron petrificados, como estatuas que honraran el pasmo. En ese instante, Dove se dio cuenta de que había hablado con su propia voz, se soltó de un tirón y empezó a correr a ciegas, directo hacia una pared de ladrillo rojo.
Harry lo atrapó cuando rebotaba de la pared y de la mano lo llevó junto a Jeff.
—Desde el principio supe que fingía —dijo Harry—, sólo estaba esperando a que diera un paso en falso. Y ya ves, hice que la pifiara.
Dove dobló sus pantalones con cuidado para formar una almohada, los puso debajo de su cabeza, se tumbó en el suelo y esperó que lo cogieran en volandas otra vez.
—¿Saben? —se disculpó ante las estrellas sureñas que se desplegaban sobre las cabezas de los dos polis—, no quería irme de este viejo mundo, porque es el único que conozco.
Jeff miró a Harry. Harry miró a Jeff.
—Hijo —fue Jeff el que finalmente le dio la noticia—, llevamos de servicio todo este puto día sofocante, y nos ha caído un palo tras otro. ¿Te importaría mucho volver andando a la celda?
—Bueno. —Dove se levantó de un salto y empezó a ponerse los pantalones, con toda seriedad, como si le hubieran invitado a cenar pollo—. Es justamente lo que me apetece. Un pequeño paseo al aire fresco de la noche me despejará la cabeza. —Luego miró con suspicacia a uno y otro agente. Algo raro flotaba en el ambiente.
—¿Están cabreados conmigo por algo?
—Claro que no, hijo —le tranquilizó Harry con una voz ronca pero amable—. Eres todo un personaje. Has tenido tu momento de gloria, y a nosotros nos ha divertido. Nos cae bien la gente bromista—. Y golpeó con tal fuerza a Dove en la sien con la mano abierta que casi le hizo girar como una peonza. Dove se mantuvo en pie y sacudió la cabeza para que el aire nocturno le despejara aún más. Las noches estaban refrescando, de eso no cabía duda.
—Prométenos que le contarás al tribunal todo lo que pasó. —Harry le amenazaba con la enorme mano levantada—. Promételo.
Dove se restregaba la nuca. Una gran idea empezaba a cobrar forma dentro de su cabeza.
—Voy a decirles una cosa —decidió por fin—, no veo por qué tendría que llevar esto a los tribunales. Quedaría como un tonto.
—Ya te dije que éste era un chico de buena cuna.

Aunque su profundo conocimiento de ese ambiente viciado pudiera hacernos suponer otra cosa, Algren era todo un norteño. Nació en Detroit el 28 de marzo de 1909, aunque su familia se mudó muy pronto a Chicago. A pesar de llamarse Nelson Ahlgren Abraham, no era judío, sino el nieto de un emigrante sueco que un día decidió convertirse al judaísmo más fanático, si bien con el único propósito de estafar a incautos en busca de una respuesta trascendental. Pocas dudas caben de que le tomó como modelo para retratar al padre del protagonista:

—Penas in-concebibles os aguardan a todos —decía, repartiendo su palabra santa, como un Santa Claus que sólo llevara horrores en su saco, recalcando cada sílaba para hacer el infierno tan inminente que los oyentes no veían el momento de ocupar su puesto en el espetón—. ¡Penas in-concebibles! ¡Condenación in-terminable! ¡Atroces visitantes! ¡Invadidos por un ejército! ¡Un ejército de leprosos! ¡Doscientos millones de jinetes lanzando llamas! ¡Un río de sangre y carne quemada de kilómetros de largo! ¡Siete meses sólo para enterrar a los muertos! ¡Un ejército que ya llega! ¡Un ejército de leprosos!
—¡El Ejército de Gedeón! —dijo un idiota, completamente arrebatado. Oh, les encantaban esos leprosos a caballo, así que ni sabían de parte de quién ponerse. Tampoco importaba: ninguna causa parecía demasiado desquiciada siempre y cuando la acción fuera rápida y el campo estuviera ensangrentado. Arrastrados, así se veían, arrastrados en la enorme soledad de sus vidas hasta las puertas mismas de la ciudad dorada, para que luego los arrastraran de vuelta a las llanuras en llamas de la Condenación. Un movimiento tan rápido que no les dejaba un momento para tomar aliento y mirar a su interior. Mirar dentro de sus propios corazones, tan oscuros y vacíos como simples corazones.
—¡Las madres devorarán la carne de sus recién nacidos! ¡Una era de agitación como nunca se ha visto desde el principio de los tiempos!
»¡Piedras de granizo grandes como bloques de hielo! ¡Torrentes de fuego sangriento! ¡Fuentes y ríos transformados en sangre espumeante! ¡El Paso enterrado en lava incandescente! Y ahora, vosotros, pequeños desgraciados, vais a comprenderlo.
—¿Qué me dice de Nueva York? — Alguna gente no quería ir a ningún sitio
sola.— ¡Quedará sepultada bajo una lluvia de sapos! ¡Sapos tan grandes como gatos, sepultada hasta la torre más
alta de Wall Street! Era el turno de Wall Street.
—¡Todas las islas saltarán por los aires y no se encontrarán ni sus ruinas! ¡Volar o morir! ¡Cuantos adoran a Jehová tendrán que recibir la marca de la bestia o morir! Paredes de ladrillo y muros de acero se desmoronarán bajo piedras de granizo ¡de veinticinco kilos cada una!
Ni siquiera Byron sabía de dónde sacaba las cifras.
—Papistas violadores, los agentes diabólicos ya están entre nosotros, preparados para tomar la Casa Blanca. ¡Una persona real es la imagen manifiesta de Satán…!: ¡El papa de Wall Street!

Quizá para compensar, el padre de Algren fue todo lo contrario: un humilde y deprimido trabajador manual que no parecía sentirse a gusto consigo mismo si no se partía el espinazo cada vez que tenía la más mínima ocasión. Tras una niñez plagada de privaciones, Algren se matriculó en la Universidad de Illinois con la intención de graduarse en Sociología; pero como no le daba para pagarse el máster de especialización, tuvo que conformarse con Periodismo. Fue su hermana mayor, que se había casado bastante bien, la que costeó casi toda su carrera, mientras que su padre no paró de ponerle trabas porque consideraba ofensivo que alguien de su condición pretendiese estudiar. Se licenció en 1931, en plena crisis, y trató de encontrar trabajo en casi todos los periódicos del Medio Oeste; aunque lo único que consiguió fue que le engañaran para trabajar gratis, casi pagando, con la excusa de que se estaba aprovechando de una extraordinaria oportunidad para formarse. A los pocos meses se hartó de aquella dinámica y se dedicó a vagabundear siguiendo el curso del Mississippi, hasta que recaló en Nueva Orleans, donde sobrevivió gracias a la achicoria caliente y las bananas verdes que unos franciscanos repartían a diario entre los mendigos. Fue allí donde conoció a los Luthers, un par de personajes siniestros que combinaban su condición de confidentes de la policía con la práctica de todo tipo de delitos menores. En realidad, en un primer momento esos dos tipejos trataron de atracarle para robarle la maleta; pero al ver que estaba completamente vacía decidieron apiadarse de él y emplearle como testaferro de sus negocios menos sucios. Algren ni siquiera se tomó la molestia de ocultar el alias de sus antiguos compinches cuando les hizo formar parte de su novela, pues lo más probable es que ya hubiesen muerto de un disparo o de una sobredosis de algo:

Dove no se paró a recuperar el aliento hasta que hubo doblado cuatro esquinas y entonces comprobó que, después de todo, nadie le seguía.
«Me parece que me tomo las cosas un poco a la tremenda», pensó mientras se sujetaba por fin la hebilla. «Aun así, es muy curioso cómo algunos chicos prosperan tan fácilmente mientras otros tienen que pelear y perder los zapatos en la lucha. A veces pienso que tendría más dinero en el bolsillo si no hubiera nacido.»
De vuelta a la esquina de Calhoun y Magnolia, se sentó en el bordillo a contemplar el día. La verdad era que hacía buen día y la gente parecía amistosa. «Pues tendré que empezar a buscar trabajo», pensó.
—No corras, amiguito —le advirtió una sombra imponente. Estirando el cuello, Dove vio a la mole de Florida y al retaco georgiano.
—No hace falta que corras, amigo —le tranquilizó el georgiano—, ahora estamos de tu parte.
—Y antes también, a decir verdad.
—Estoy demasiado reventado para echar correr, así que tanto da. —Dove abandonó la esperanza. Entonces se fijó en que cada uno de ellos llevaba un zapato amarillo. Miró los zapatos con asco—. Esos malditos casi acaban conmigo —dijo— y además crujen como una silla de montar nueva.
—Si un hombre tiene unos zapatos tan cojonudos como éstos debería ponerse calcetines algún día —comentó el largo de Florida mientras le calzaba el zapato izquierdo a Dove, que le quedaba pequeño—, y el agua y el jabón tampoco le hacen daño a nadie — reflexionó mientras le pasaba el zapato derecho al georgiano.
—Ni siquiera sé cuántos dedos hay en éste —se maravilló el hombre más pequeño mientras le calzaba el derecho —, pero da la impresión de que dejó las huellas de seis. ¿En qué parte del cementerio dormiste anoche?
—Iba a meterme en un hotel, pero el aire estaba tan enrarecido que la pasé paseando por ahí hasta que salió el sol, como un insecto en una noche de calor.
—En nuestra casa sobra sitio. —El hombre corpulento le ofreció la mano mientras su voz retumbaba como un abejorro en una calabaza seca—. Me llamo Luther, pero llámame Fort, es por mi pueblo, Fort Myers.
—Yo también me llamo Luther. —El tipo pequeño le agarró con más fuerza —. Pero llámame Luke.
—Como la bala le dijo al gatillo — se presentó Dove—: sólo dime dónde hay que ir.

Algren sí que modificó el origen de uno de los dos matones, que en la vida real no procedía de Georgia, sino de Tejas —seguramente para no hacer coincidir su procedencia con la de Dove—. Además se ahorró el detalle escabroso de mencionar que una bala alemana le había volado un hueso del cráneo, y que el hueco dejado por éste había sido taponado con una placa de acero. Gracias a que estos tipos tan curiosos le emplearon como vendedor a domicilio, el joven Algren acabó adquiriendo un profundo conocimiento de la región. Evidentemente, en su maletín de viajante no se encontraba lo que podríamos considerar “productos normales”, sino falsificaciones de vales benéficos por los que cobraba la voluntad a cambio de un supuesto peinado gratuito. Cuando se descubrió el amaño, el georgiano estuvo a punto de perder otro trozo de cabeza a manos de los maridos de las estafadas, por lo que el trío abandonó Nueva Orleans para vagar a lo largo de ambos lados de la frontera mejicana. Después de vivir mil desventuras, Algren regresó a Chicago poco menos que a pie, decidido a convertirse en escritor y con veintitrés años de edad, pero transformado en un hombre curtido que despreciaba la riqueza y las aspiraciones de la clase media. Sus primeros cuentos cortos y artículos se publicaron en las revistas literarias de vanguardia Story y The Anvil (Stories for Workers) ―”El Yunque (Relatos para trabajadores)”―, editada por Jack Conroy, activista e inventor de la llamada “literatura proletaria”. Con estos datos, es posible que ya se haya adivinado que la línea editorial de la publicación no era precisamente favorable al Partido Republicano; y no es que Algren se sintiera a disgusto en su seno, sino todo lo contrario: sus viajes por las zonas más deprimidas de un país ya deprimido de por sí habían hecho nacer en él una conciencia social muy acusada. No obstante, nunca defendió una línea abiertamente revolucionaria, sino que se limitó a fijar su foco en los más desfavorecidos, no como una colectividad a la que azuzar al degüello del patrón, sino como distintas individualidades cuyas circunstancias eran presentadas de una manera natural y con un gran sentido del humor.

Sus dos primeras novelas, “Somebody in Boots” (1935) —en la que narra las desventuras de un tejano que emigra a Chicago— y “Never Come Morning” (1942) —la historia de un joven de la comunidad polaca de Chicago que pretende convertirse en boxeador profesional—, no le reportan una gran notoriedad, pero sí que anticipan lo que promete ser una carrera literaria bastante sólida. El lapso de siete años entre ellas es debido a que con la primera tan sólo consiguió vender 732 copias y nadie se atrevía a editar la segunda. Durante ese tiempo convive en un apartamento miserable con una mujer llamada Amanda, con la que llega a pasar hambre. De alguna manera, se reencuentra con Conroy y juntos consiguen editar The New Anvil, que no pasaba de ser poco más que un fanzine, pero que le sirvió para dar a conocer sus poemas. Uno de ellos fue seleccionado por Esquire, lo cual le devolvió cierto crédito con los editores, que finalmente accedieron a publicar “Never Come Morning” —tras descartar otro misterioso manuscrito que nunca ha sido hallado—. A pesar de que el libro superó ampliamente las cifras de ventas de su antecesor, el público tampoco fue demasiado benévolo con él; sin embargo, recibió críticas muy elogiosas por parte de la prensa, entre las que destacó un artículo en el New York Times que le abrió las puertas de la fama.

Desgraciadamente, su trayectoria se ve interrumpida cuando es reclutado como camillero y enviado al frente europeo. En un principio, creyó haber tenido suerte por haber evitado la vanguardia; pero aquello no tenía nada que ver con la suerte. La realidad era que el FBI llevaba dos años investigándole y Edgar Hoover en persona había pedido que se le destinara a un puesto en el que pudiera estar controlado, pues se sospechaba que era un espía de la Unión Soviética. Sea como fuere, lo cierto es que regresó ileso y con la inspiración suficiente como para escribir “La selva de neón” (1947), un libro de relatos que será recibido por la crítica como una obra maestra y que asentará su nombre en la escena pública; aunque su verdadero éxito de masas tendrá que esperar al lanzamiento, tres años después, de “El hombre del brazo de oro”, novela con la que ganó el National Book Award. Fue por aquellas fechas cuando inició su relación pasional con Simone de Beauvoir, que se prolongó durante diecisiete años ―seguramente gracias al océano Atlántico, que se preocupó por mantenerlos a la distancia justa durante casi todo ese tiempo―.

“Un paseo por el lado salvaje”, cuyo lanzamiento fue hecho coincidir con el estreno de “El hombre del brazo de oro” (O. Preminger, 1956), fue un gran éxito de ventas en un primer momento, a pesar de que la crítica se había quedado algo desconcertada al comprobar que Algren había abrazado un estilo que recordaba muchísimo a la novela picaresca española. Pero todo cambiaría para siempre pocos días más tarde, cuando —supuestamente, por una orden secreta de McCarthy— casi todas las publicaciones especializadas abrieron fuego indiscriminado contra el libro, obviando su calidad literaria para centrarse en atacar el mensaje subyacente: “Lo que [Algren] pretende decir es que vivimos en una sociedad cuyos vagos y mendigos son mejores hombres que los sacerdotes, los políticos o cualquier otra persona respetable”, se atrevió a soltar el crítico Norman Podhoretz en el New Yorker. Evidentemente, y por raro que pueda parecernos en la actualidad, no se trataba de un elogio, sino de una acusación gravísima para el lugar y la época: no sólo retrataba al novelista como un perfecto comunista, sino como un perfecto comunista inmoral y estúpido. En una línea parecida, y quizá incluso con peor idea, Leslie Fiedler calificó al literato en el Reporter como una pieza de museo: el último de los escritores proletarios.

Ataviada con un vestido de noche de amplio escote en la espalda, de un azul oscuro con lentejuelas verdes, pero con unas asquerosas manchas de chocolate, ella preguntó a un elegante caballero de escasa estatura, jorobado, que vestía corbata y frac negros:
—¿Por dónde se va a la iglesia…? Hoy quiero hacerme monja.
—Soy un gran admirador de las monjas —le aseguró el pequeño caballero elegante y se inclinó un poco más—, de hecho, mi padre era obispo de Sevilla. Nuestra familia conoce bien a la suya, señora.
—Señor —respondió ella con respeto—, mi familia y la suya descienden de Cortés. Tal vez usted llegó a conocer a mi padre.
—Claro. Era un chulo tullido de Puebla.
—En nuestra familia siempre ha habido algún chulo con clase —le informó ella con orgullo.
—Y en la nuestra siempre ha habido alguna furcia con clase —alardeó él por su parte, con modestia—. Tal vez se acuerde usted de mi madre.
—¿Cómo olvidar a aquella regia dama que se encargaba de las mesas de billar donde se podía dormir por el precio de tres partidas?, ¿cómo está?

Sorprendentemente, el Algren que había sobrevivido a la miseria y a los bajos fondos pareció perder de pronto toda su fortaleza. Ese acoso generalizado por parte de los que antes le ensalzaban, unido a la retirada arbitraria de su pasaporte —lo que le impedía viajar a Paris a ver a de Beauvoir—, provocó que sus nervios se derrumbaran. Convencido por un par de amigos, consintió en ser internado en un sanatorio mental en Indiana, de donde escapó al cabo de dos días para lanzarse a un lago congelado. Fue milagrosamente rescatado del hielo por un grupo de leñadores; pero, aunque se apresuró a desmentir que se hubiese tratado de un intento de suicidio, la suerte estaba echada: ningún editor en sus cabales estaría dispuesto a apoyar a un novelista incómodo y marcado que además evidenciaba problemas mentales bastante serios.

«Nelson Algren y Simone de Beauvoir», de Art Shay, (1950).

De este modo, Algren perdió su casa y tuvo que regresar a un pequeño apartamento barato, donde se mantuvo como pudo a base de dar conferencias, traducir libros y recibir alguna que otra propina por derechos de autor ―se sospecha que incluso llegó a trabajar como negro para otros autores―. En varias ocasiones recibió ofertas para relanzar su carrera; pero, por algún motivo que sólo él conocía —o bien porque no podía ser de otra manera—, Algren decidió reaccionar como uno de sus personajes y dedicarse a exhibir un desdén tan absoluto que estropeaba en pocos días cualquier esfuerzo en ese sentido ―llegó a repartir tarjetas de visita en las que se calificaba a sí mismo como “periodista y perdedor”―. Murió en completa soledad el 9 de mayo de 1981, tirado en el suelo de su cuarto de baño tras sufrir un infarto. Su obra completa se reduce a once libros editados.



Recomendaciones: hacerse con las obras de Algren traducidas al castellano no es una labor tan sencilla como pudiera parecer en un principio: se han editado muy pocas y casi todas están descatalogadas. Galaxia Gutemberg, siguiendo la línea de sus cuidadas ediciones, editó «El hombre del brazo de oro» y «Un paseo por el lado salvaje» a principios de esta década, cuando todavía le unían algunos hilos con el Círculo de Lectores. No es que sean precios de libros de bolsillo —rondan los 20 euros—, pero los volúmenes lo valen.

Como rareza, en Amazon puede adquirirse «La gata negra» en la edición lanzada en 1965 por Ediciones G.P. como el número 98 de su deliciosa Colección Reno. Por si hay alguien que no la conozca, se trata de una amplísima colección de narrativa a precios bajos que hizo furor —todo el furor que puede hacer una colección de narrativa en España, quiero decir— hasta principios de los años 80. El tipo de letra suele ser más pequeño que el habitual en la actualidad y, dada la robustez de su encuadernación, conviene tener los pectorales bien tonificados para abrirlos en condiciones; pero puedo asegurar que se trata de libros que enamoran.

Por último, y aunque a un precio algo prohibitivo, también puede adquirirse el volumen recopilatorio de las cartas de Simone de Beauvoir a Algren lanzado por Lumen en 1999.



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