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“El origen del mundo”, de Gustave Courbet (1866).



el origen del mundo

La que probablemente sea la segunda sonrisa más polémica de la historia del arte sigue generando noticias con regularidad. Hace tan sólo un par de años, la justicia francesa dio la razón a una usuaria de Facebook cuya cuenta había sido eliminada por elegir el cuadro como imagen de perfil, obligando a la compañía a dar marcha atrás y a indemnizarla por los perjuicios ocasionados. Pocos meses después, un pequeño coleccionista afirmaba en las páginas de Paris Match que poseía un fragmento perdido del cuadro que se correspondería con el rostro de la modelo. Todavía candente la noticia, Deborah de Robertis protagonizó una performance improvisada que consistió en sentarse bajo el lienzo y mostrar abiertamente su propia vagina a los visitantes del Museo de Orsay.

Independientemente de su mayor o menor trascendencia, todos estos hechos no han dejado de incorporar aderezos populares innecesarios a una obra que ya ha demostrado ser sobradamente escandalosa por sí misma. Tanto es así que la pintura no fue exhibida en público hasta 1995, cuando el Museo de Orsay decidió arriesgarse a colgarla en una de sus paredes con todo tipo de cautelas. Habían pasado catorce años desde que el Estado francés la recibiera como parte del legado del psicoanalista Jacques Lacan, y aún hoy permanece sola en un pequeño apartado difícil de encontrar y sometida a la vigilancia constante de un guardia de seguridad armado con porra y revólver. Su realismo casi ginecológico, así como el derroche de vello que presenta la modelo ―más llamativo, si cabe, en estos años de moda lampiña―, suele mover a los espectadores medianos tanto a la risa como a la indignación, a pesar de que su título encierra en sí mismo una genialidad que parece indicar una supuesta exaltación poética de la maternidad, interpretación ésta por la que suele decantarse la minoría más sensibilizada con el arte.  Pero poco importa cuál de estas tres opciones elijamos, porque todas son erróneas. Reírse ante un desnudo, por muy descontextualizado que se nos presente, ya denota de por sí la posesión de un sentido del humor bastante poco labrado; mientras que ofenderse ante su contemplación seguramente constituya un síntoma inequívoco de sufrir una confusión moral bastante severa. Más elevada resulta, sin duda, la interpretación alegórica; sin embargo, parte de un engaño: Courbet no le dio al lienzo ningún título conocido, y tampoco sabemos quién se lo puso. De hecho, el artista ni siquiera estampó en él su característica firma en rojo rabioso, algo que resulta muy extraño en un personaje al que se le atribuyen innumerables actuaciones que evidencian su egocentrismo y su megalomanía. Evidentemente, no podemos saber qué pasaba por su cabeza mientras lo creaba; pero todo indica que “El origen del mundo” se trata de una obra por encargo destinada, única y exclusivamente, al disfrute pornográfico.

Nacido el 10 de junio de 1819 en Ornans, un pequeño pueblo del Franco Condado cuyas raíces más profundas beben directamente del viejo esplendor borgoñón, Jean Désiré Gustave Courbet se crió en un ambiente cercano al lujo. Su padre era un terrateniente relativamente importante que le envió a educarse en un seminario y que posteriormente se empeñó en que estudiara una ingeniería. Courber, sin embargo, jamás mostró interés alguno por los estudios, tan sólo por el dibujo. Casi a escondidas, comenzó a acudir a la escuela de un tal Flajoulot, que afirmaba ser discípulo de David –aunque seguramente no lo fuera―, y con el cuento de que pretendía estudiar Derecho, en 1839 consiguió que su padre le permitiera mudarse a París con una buena asignación. Por supuesto, nunca llegará siquiera a matricularse, sino que se dedicará a acudir a varias academias de pintura y a realizar frecuentes viajes a los Países Bajos, donde caerá rendido ante Rembrandt, Hals y los barrocos españoles, especialmente ante Murillo.

De un modo equilibrado y plenamente consciente de su propio tiempo, Courbet combinará estas influencias con su ya consolidada admiración por Delacroix y por otros románticos para sentar las bases de lo que, por imitación del literario, él mismo bautizará como realismo pictórico. En París también trabó varias amistades ilustres, entre las que destacan Proudhon, Baudelaire y un joven Monet —que le tomó por una especie de gurú al que consultar hasta el más mínimo detalle, tal y como años más tarde le tomaría Sargent a él―. Courbet, sin embargo, nunca fue una compañía cómoda para nadie: su desprecio hacia las convenciones artísticas y comerciales y su encendida defensa del socialismo utópico de Saint-Simon le convirtieron en alguien a evitar. Revolucionario en todos los sentidos, no cabe duda de que su obra encierra la mayoría de los principios impresionistas, por más que desde nuestra perspectiva temporal parezca más cercana a la pintura clásica que a las vanguardias. Precisamente sería la defensa activa de sus ideas políticas lo que le llevaría a exiliarse en Suiza tras su participación notoria en los sucesos de la Comuna de París. Enfermo de cirrosis, dedicó sus últimos años a pintar paisajes lacustres, hasta que le llegó la muerte en la Nochevieja de 1877.

“El origen del mundo”, seguramente de manera algo injusta, es sin duda su obra más conocida en la actualidad. Le fue encargada, junto con otras telas de temática similar, por un diplomático egipcio del Imperio Otomano llamado Khalil-Bey. Parece ser que este árabe llegó a reunir una colección bastante importante de arte erótico, y se cuenta que ocultaba este cuadro tras una cortina de terciopelo que tan sólo retiraba ante sus visitas más destacadas. Jugador empedernido, Khalil-Bey perdió el lienzo en una partida de cartas, sin que se conozca ni aproximadamente la trayectoria ulterior del mismo. Lo único que se sabe es que desaparece por completo hasta los años 70 del siglo XX, cuando Jacques Lacan anuncia que adquirió su propiedad en 1955 sin revelar el nombre del vendedor ―lo cual hace sospechar que probablemente se tratara de algún soldado alemán que lo descubriera y se lo apropiara durante la ocupación―. Su excelente estado de conservación parece indicar que pasó por pocas manos, o bien que tuvo la suerte de contar en todo momento con dueños responsables y sinceramente aficionados a la pintura.

La verdadera importancia de este cuadro reside en el hecho de que, casi por primera vez y en aplicación de los principios realistas que él mismo había adaptado a la pintura, el artista prescinde de cualquier excusa narrativa o iconográfica para recrear el cuerpo femenino en toda su crudeza, de tal manera que “tan sólo” su composición ―centrada en ese genial escorzo diagonal que potencia su energía erótica― y su cuidada escala cromática lo salvan de ser catalogado como una simple imagen pornográfica. Con respecto a la modelo, hay quien se ha aventurado a afirmar que se trata de Joanna Hiffernan, pareja de Whistler y amante ocasional de Courbet, para quien también habría posado en “Mujer con un loro”, realizado en el mismo año y en el que, efectivamente, se aprecia cierta similitud anatómica con el cuerpo plasmado en “El origen del mundo”.

Precisamente, la relativa cercanía de las facciones de Hiffernan con las del supuesto rostro seccionado de “El origen del mundo” constituyó la base sobre la que se desarrolló esa extraña historia acerca de cuadros despedazados sin motivo aparente. El argumento, no obstante su endeblez casi insuperable en algunos aspectos, resulta en conjunto mucho más sólido que la mayor parte de esas especulaciones sorprendentes que surgen cada dos por tres en las periferias del arte —lo cual tampoco es decir mucho—. Un profundo estudio radiográfico dio como resultado una asombrosa concordancia química y técnica entre ambos lienzos; aunque no podemos ignorar que dicho peritaje fue encargado y pagado por el propietario de la pintura controvertida, al que un dictamen definitivo podría convertir en multimillonario de la noche a la mañana, y que además no contó con el necesario contraste sobre la obra indubitada —el Museo de Orsay se negó a ello, bien porque lo consideró intrascendente, bien para no tener que adquirir ese pretendido pedazo de una de las estrellas de su colección—. Sea como fuere, lo cierto es que el encaje compositivo de ese rostro en el cuadro resulta muy difícil, por no decir imposible. Por ello, quizá lo más sensato sea concluir que este pequeño lienzo también podría ser obra de Courbet —si bien un simple estudio—; pero desde luego no la cabeza perdida de “El origen del mundo”. A fin de cuentas, ¿realmente alguien puede creer que semejante maravilla necesite una cabeza como ésta?

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