Había dos cosas que quería hacer: mostrar las cosas que debían ser corregidas
y mostrar las cosas que debían ser apreciadas.
Entre 1906 y 1918, Lewis Wickes Hine estuvo contratado como fotógrafo oficial del Comité Nacional del Trabajo Infantil (NCLC), una organización privada que pretendía luchar contra lo que, en palabras de su director, Owen R. Lovejoy, suponía “el mayor crimen de la sociedad moderna”. Formalmente, el empleo de niños como mano de obra llevaba décadas prohibido en los Estados Unidos; sin embargo, se trataba de una legislación plagada de lagunas, difícil de aplicar por la falta de inspectores y que en la mayor parte de los supuestos preveía sanciones bastante poco disuasorias. El resultado de un estudio gubernamental elaborado a lo largo de 1907 arrojó a la cara de los estadounidenses la escalofriante cifra de 1.750.178 menores de 15 años explotados en las más diversas tareas ―se estima que en la actualidad existen entre 200 y 250 millones en todo el mundo, 8 millones de ellos abiertamente definidos como casos de esclavitud―. Por si fuera poco, sus condiciones de trabajo no eran precisamente de lujo: dado que carecían de cualquier formación, se les solía emplear para los trabajos más penosos y repetitivos, como si en realidad no se les considerase más que la pieza de una máquina. Igualmente, su reducido tamaño les hacía especialmente útiles en labores mineras, y todo ello teniendo en cuenta que la jornada normal de trabajo era de 65 horas semanales.
Las más de cinco mil fotografías que Lewis Hine tomó a lo largo de esos doce años contribuyeron a aumentar la popularidad y difusión de The Survey, la publicación periódica editada por el NCLC. Gracias a esta herramienta de difusión, la organización fue logrando poco a poco sus objetivos de información y presión, hasta que en 1938 consiguió que todos los estados de la Unión hubieran endurecido su normativa sobre trabajo infantil para hacerla realmente efectiva. No era la primera vez que el fotógrafo se embarcaba en un proyecto reivindicativo, y tampoco sería la última; pero sí que parece que la protección de la infancia tuvo un significado especial para él durante toda su vida.
Nacido el 26 de septiembre de 1874 en Oshkosh, Wisconsin, su vida dio un giro dramático cuando, teniendo él 17 años, su padre falleció en un accidente laboral. Gran estudiante hasta entonces, Hine vio parcialmente truncadas sus expectativas profesionales; no porque no pudiese pagar sus estudios ―en Wisconsin la educación era completamente gratuita en todas sus fases―, sino porque tuvo que pluriemplearse como limpiador para mantener a su madre y a sus hermanas menores. Gracias a una beca parcial, pudo matricularse en Pedagogía en la Universidad de Chicago, Illinois ―donde sí que cobraban, y mucho―, y acabar la carrera con grandes esfuerzos. Nada más graduarse se mudó a Nueva York para incorporarse como profesor de Geografía y Ciencias Naturales a la Ethical Culture School, una institución de enseñanza basada en el concepto de justicia social acuñado por la Compañía de Jesús en el siglo XIX, pero laica y aconfesional. La labor de la ECS estaba dirigida especialmente a proporcionar una educación gratuita de calidad a los hijos de los inmigrantes, la mayoría de los cuales eran judíos alemanes. Los grandes lazos que esta institución mantenía con el Progressive Movement ―fundación integrada por intelectuales de orientación liberal-progresista con el objeto de promover el conocimiento y corregir las desigualdades sociales― la llevaron a adoptar métodos educativos innovadores para fomentar la implicación activa de los alumnos en su propia formación. Entre esas iniciativas, hoy corrientes, pero entonces escandalosamente revolucionarias, se incluyó la creación de una clase práctica de fotografía, cuya dirección fue encargada a Hine en 1903.
Lo cierto es que el joven profesor no había tenido una cámara entre las manos en toda su vida; pero, haciendo gala del espíritu de la institución a la que servía, empezó a lo grande adquiriendo una Graflex de 5 x 7 pulgadas, un modelo aparatoso y muy complicado de manejar ―en realidad, estaba pensado para profesionales muy experimentados―, aunque ya algo anticuado en aquellos días. Hine pasará noches enteras estudiando su funcionamiento hasta adquirir un dominio satisfactorio sobre la máquina, lo que demostrará realizando una serie de fotografías de la vida cotidiana neoyorquina. En aquel momento ni siquiera se le pasaba por la cabeza dedicarse profesionalmente al octavo arte, sino que se limitaba a emplear en clase sus revelados para fomentar el debate entre sus pupilos, entre los que se encontraba un atento quinceañero de origen checo llamado Paul Strand.
A principios de 1905, cuando todavía puede ser considerado un aficionado, Hine emprende su primer proyecto de fotografía social acudiendo a Ellis Island, donde diariamente llegaban varios barcos repletos de inmigrantes europeos. Durante dos años, acompañado de Strand y de otros adolescentes, documentó una realidad que en muchos casos rozaba lo inhumano y desveló a la población estadounidense el verdadero significado de la llamada “Escalera hacia América”: una sucesión interminable de peldaños que los recién llegados debían subir para acceder al puesto de aduana, y tras cuya denominación esperanzadora en realidad se escondía una prueba de salud física, de suerte que quien no la superaba o lo hacía con serias dificultades era inmediatamente repatriado.
Ya en aquellas primeras fotografías de amateur podemos apreciar su estilo personal, caracterizado por una técnica que no siempre resultaba exquisita, pero también por una facilidad asombrosa para determinar qué merecía la pena ser captado. Lo más sorprendente de su trabajo, no obstante, es su contexto temporal, centrado en los años en los que la filosofía del pictorialismo dominaba la fotografía con puño de hierro. No es que Hine renegase de ella ―todo lo contrario: para él la fotografía era ante todo una forma de expresión artística―; pero consideraba que la estética no tenía por qué estar reñida con la función social.
Animado por el éxito cosechado, y literalmente embrujado por las posibilidades de su cámara, en 1906 abandona la docencia para dedicarse profesionalmente a sacar fotos. Su primera serie tendrá como objeto a los obreros industriales de Pittsburgh, por lo que Hine visitará muchas fábricas cargado con su armatoste. Su propósito no era especialmente reivindicativo en un principio, sino que se limitaba a mostrar al público de qué pasta estaban hechos aquellos hombres y mujeres. Pero, por suerte o por desgracia, fue allí donde se topó con la desagradable sorpresa de que muchos de esos trabajadores ni siquiera habían cumplidos los 10 años de edad. Indignado y escandalizado, supo de la existencia de la NCLC y acudió a denunciar lo que había visto. Sin embargo, lejos de encontrar cierto alivio haciéndolo, tuvo que escuchar que lo que había presenciado no suponía ni la punta del iceberg, y lo que es peor: con la legislación entonces vigente no existía ninguna solución a medio plazo. Así fue como se inició una colaboración que se prolongaría durante los siguientes doce años y que, como ya se ha apuntado, resultaría definitiva a la hora de que los poderes públicos abordaran seriamente el problema.
Para comprender plenamente el valor de la creación artística de Lewis Hine debemos tener en cuenta que en ella no vamos a encontrar ningún rastro de ese chantaje emocional barato, tan frecuente en la actualidad, que pretende que el espectador se sienta culpable por omisión de todo lo malo que ocurre sobre la faz de la tierra, como si sobre él no se cometieran también todo tipo de injusticias o estuviese exento de ser objeto de ellas. Hine no busca más que revelar a la población una realidad que probablemente ignoraba, al igual que la desconocía él mismo antes de acercarse a ella; pero en ningún momento trata de apelar a la pena o de tocar la fibra sensible acrecentando el patetismo de sus modelos. Los protagonistas de sus retratos, por el contrario, suelen aparecer investidos de una gran dignidad, que transmite bien a las claras que para Hine esos niños eran víctimas y héroes a la vez.
A menudo pensamos en la fotografía y en el cine como artes consolidadas, y hablamos sin extrañeza alguna de “pioneros de la fotografía” o de “pioneros del cine”. Sin embargo, si comparamos la trayectoria de estas artes con la de las clásicas, probablemente no tardemos en llegar a la conclusión de que los fotógrafos y cineastas actuales siguen siendo tan pioneros como los artistas de Altamira lo fueron de la pintura o el tallador de la “Venus de Willendorf” lo fue de la escultura. Por ello, calificar a Lewis Hine como pionero de la fotografía social no es en absoluto incorrecto, pero sí que puede resultar poco identificativo. De lo que no cabe duda es de que marcó el camino por el que ésta debía transitar hasta nuestros días.
Aún así, hay una nota en la forma de desarrollar su trabajo que casi lo acerca más al periodismo de investigación que a la fotografía documental, y es el hecho de que la mayoría de las veces ―prácticamente todas por lo que se refiere a su reflejo del trabajo infantil― tuvo que recurrir a la clandestinidad para lograr sus objetivos. Buena muestra de que los empresarios eran plenamente conscientes de lo repugnante que resultaba el empleo de menores, por mucho que la ley no lo sancionara debidamente, es el que se negaran por sistema a facilitar la entrada en sus instalaciones a fotógrafos y periodistas. Aprovechándose de su anonimato, Hine se las apañó para introducirse en las fábricas haciéndose pasar por publicista o por representante de maquinaria ―incluso, en alguna ocasión, por vendedor de biblias― y de este modo poder fotografiar las factorías en funcionamiento sin levantar sospechas. Tengamos en cuenta que las cámaras que empleaba no eran precisamente instantáneas, sino que resultaba necesaria una gran preparación previa para poder tomar cada foto ―colocación del trípode, introducción de la placa, aplicación del escandaloso flash de polvo de magnesio, etcétera―, por lo que sus comedias debían de ser dignas de ser vistas.
Otra innovación que hoy en día puede pasarnos fácilmente desapercibida es el hecho de que los modelos miren frontalmente al objetivo desde el centro de la composición, algo que en los círculos pictorialistas se consideraba poco menos que un pecado. Por supuesto, Hine conocía perfectamente esta máxima, pero tuvo el coraje necesario para quebrantarla en beneficio del fin perseguido, tal y como otros genios de la historia del arte han venido haciendo en sus respectivas disciplinas desde el principio de los tiempos ―si nadie lo hubiese hecho nunca, seguiríamos pintando monigotes en las paredes de las cuevas y tocando el tantán―. Su mérito es doble si tenemos en cuenta que jamás pretendió renunciar a la estética. Buena prueba de ello fue el cambio de rótulo en su estudio, llevado a cabo alrededor de 1920: de “Social Photography by Lewis W. Hine”, cuando lo abrió en 1912, a “Lewis Wickes Hine, Interpretive Photography”, lo que sugería un enfoque subjetivo e individual que sólo puede ser tomado como signo fidelidad a la esencia expresiva del arte.
Lewis Hine ha pasado a la historia popular por un puñado de imágenes que se han acabado convirtiendo en auténticos iconos de la lucha por los derechos sociales, tanto en los Estados Unidos como en el resto del mundo. Hoy es frecuente ver su obra, publicada generalmente sin créditos, ilustrando todo tipo de panfletos o estudios más o menos serios acerca de la desigualdad; incluso en ocasiones es posible comprobar cómo se le atribuyen fotografías que no son suyas, como la que recoge ese supuesto almuerzo de varios obreros sentados sobre una viga presuntamente suspendida en el vacío ―de autoría desconocía, tomada en 1932 durante la construcción del Rockefeller Center, probablemente como parte de una campaña publicitaria del futuro edificio―. Pero la realidad es que la obra completa de Hine forma un todo indisoluble, cuyo volumen hace imposible su verdadera apreciación en un medio tan limitado como una página web barata. Si bien nunca abandonó su gusto por las clases más desfavorecidas, sus trabajos con fines filantrópicos tan sólo representan una fracción de su legado. Así, fue uno de los primeros fotógrafos en comprender que parte de su oficio consistía en salir a la aventura, caminando y callejeando hasta que sus ojos se topaban con algo o alguien que merecía la pena hacer perdurar. Debió de tener una gran facilidad para ganarse la confianza de sus retratados, que no sólo consentían en posar para él sin remuneración alguna y con toda la paciencia del mundo, sino que en ocasiones incluso le invitaban a entrar en sus viviendas para ser retratados en su contexto más puro.
Al contrario que otros artistas “cazadores” como Brassaï o Diane Arbus, Hine no buscaba rarezas, sino todo lo contrario: su objetivo era plasmar la verdadera imagen de lo cotidiano. Puede que en sus obras aparezca algún lisiado o varias personas sumidas en la miseria, pero siempre incluidas dentro de un contexto que las acogía como perfectamente normales. Creo que podemos afirmar que jamás eligió a nadie para retratarlo porque lo considerara extraño o pintoresco, seguramente porque para él no existían ese tipo de personas.
El éxito de sus fotografías le proporcionó una notoriedad que prácticamente imposibilitaba su labor como fotógrafo de trabajadores infantiles. A la vez, él mismo iba siendo consciente de que, poco a poco, la formula estaba perdiendo su frescura inicial, por lo que podía llegar a provocar el efecto contraproducente de insensibilizar al público ante ese tipo de imágenes. Por ello, en 1918 toma la decisión de abandonar la NCLC ―aunque siempre permanecería a su disposición― para afiliarse a la Cruz Roja y viajar a Europa a documentar los estragos de la Primera Guerra Mundial. Una vez más, su trabajo no cayó en saco roto y, gracias a él, la institución internacional pudo recaudar cuantiosos fondos para llevar a cabo su labor humanitaria.
Su carrera, no obstante, todavía estaba pendiente de alcanzar su cenit, que llegaría en 1932 con el lanzamiento del libro “Men at Work: Photographic Studies of Modern Men and Machines”, nutrido fundamentalmente de las instantáneas que tomó durante la construcción del Empire State Building. En ellas, sin perder por un momento su espíritu artístico y reflejando la apariencia titánica de los obreros, puso de relieve la ausencia completa de cualquier medida de seguridad laboral ―se desconoce el número total de accidentes ocurridos durante la obra, pero sí que se sabe que cinco trabajadores perdieron la vida debido a caídas; una cifra sorprendentemente baja si tenemos en cuenta que la constructora había contratado una póliza de seguros para responder por 102 muertes: una por cada planta del rascacielos―. En cualquier caso, parece que la verdadera intención de Hine al editar este libro fue más la de destacar la capacidad de superación y adaptación humana que la mera denuncia social. Para él, la gran diferencia entre los trabajadores infantiles y los adultos residía en que éstos últimos, si bien seguramente coartados por sus circunstancias económicas y familiares, gozaban de una libertad de elección de la que los niños estaban completamente privados. Basta leer el prólogo, redactado por él mismo, para darse cuenta de que en esta ocasión su enfoque fue muy distinto:
He trabajado en muchas factorías y he conocido a millares de obreros. He aquí algunos de ellos; muchos son unos héroes, y todos ellos personas a los que merece la pena conocer.
[A través de las páginas de este libro] Os conduciré al corazón de la industria moderna, allí donde se construyen las máquinas y los rascacielos, donde el espíritu de los hombres se incorpora a los motores, aviones y turbinas de los que depende la vida y la felicidad de todos nosotros. De esta manera, cuanto más sepáis de las máquinas modernas, tanto más podréis también respetar a los hombres que las construyen y las manejan.
Es cierto que estas palabras dejan traslucir cierta inocencia o ingenuidad, pero no tiene nada de extraño que así sea, porque “Men at Work” fue en realidad un libro orientado al público infantil, dedicado a los niños que siempre habían constituido la causa última de su trabajo. El éxito de su publicación, por desgracia, marcó también el inicio de un declive vertiginoso que alcanzaría su paroxismo en 1935, cuando la Farm Security Administration (FSA) reclutó a una serie de fotógrafos profesionales para que documentaran la situación de los emigrantes que se dirigían a California. Entre la lista de elegidos se encontraban artistas jóvenes, en su mayoría deudores de Hine, como Dorothea Lange, John Collier, Theodor Jung o Walker Evans. Al saber que su nombre no estaba entre los elegidos, y convencido de que se trataba de un error, Hine se puso en contacto con la FSA. La respuesta que recibió no pudo ser más cruda y desoladora: su forma de fotografiar estaba anticuada y no resultaba adecuada para los fines pretendidos para la campaña. Esta negativa no tardó en hacerse notoria, y si ya eran pocos los encargos que recibía en los últimos tiempos, acabó por darle la puntilla a su estudio, que tuvo que cerrar endeudado hasta las cejas. Como último recurso, trató de vender sus fotos a diferentes museos, pero fue rechazado incluso por el MoMA: la institución museística que más sensibilidad ha mostrado siempre hacia la fotografía. Tan sólo la Photo League, de la que él mismo formaba parte junto con su antiguo alumno Strand, trató de prestarle algún tipo de ayuda en forma de promoción; pero poco podía hacer por él un colectivo que ya había sido señalado como sospechoso de “actividades antiamericanas”.
El 3 de noviembre de 1940 Hine fallecía prácticamente en la indigencia. Por su expreso deseo, todo su fondo pasó a manos de la Photo League, que lo conservó hasta su disolución en 1951. Paul Strand se dedicó durante un tiempo a buscarle un acomodo digno, hasta que finalmente se lo confió a la George Eastman House de Rochester (NY), donde todavía hoy se encuentra y desde donde suele ser prestado con frecuencia para nutrir exposiciones temporales en museos de todo el mundo. Durante las negociaciones, Strand tuvo la satisfacción de poder rechazar una oferta del MoMA para hacerse con la colección. Una pequeña revancha en nombre de su maestro que llegaba algunos años tarde.
Recomendaciones: no hay en la actualidad libros disponibles en castellano sobre la obra de Lewis Hine, y los títulos en inglés se centran en una parte de su obra y suelen ser muy caros. Por suerte, una vez más, Taschen ha pensado en el aficionado medio y ha editado, dentro de su serie Bibliotheca Universalis, un volumen que recopila todas las fotografías de Hine dedicadas al trabajo. Se titula «Lewis W. Hine. America at Work», incluye un interesante texto trilingüe (inglés, francés y alemán) de Peter Walther, historiador experto en la primera mitad del siglo XX y comisario habitual de exposiciones fotográficas de la época, y su precio normal en librerías es de 15 euros.