Todo hombre que se respete debe tener familia y un hogar. Tal vez yo no sea respetable.
Sin haber tenido por qué modificar su argumento ni un ápice, Françoise Sagan perfectamente pudo haber titulado “Aimez-vous Mozart?”, “Aimez-vous Bach?” o “Aimez-vous Dvorák?” a una de sus novelas más exitosas. Sin embargo, la tituló “Aimez-vous Brahms?” (1959), y no se trató de ninguna elección aleatoria. La primera razón que se nos viene a la cabeza para justificar su decisión, hayamos leído el libro o hayamos visto su extraordinaria adaptación cinematográfica a cargo de Anatole Litvak (“No me digas adiós”, 1961), es que la música de Brahms, y especialmente el tercer movimiento de su tercera sinfonía, se presta como el colchón ideal en el que dejar reposar todo tipo de amarguras, melancolías y deseos insatisfechos. No obstante, en la obra de cualquiera de los tres compositores anteriormente citados también podríamos hallar varias piezas que cumplirían esa función sin demasiados problemas. ¿Por qué entonces precisamente Brahms?
Evidentemente, y dado que a nadie le inspira lo que le resulta indiferente, todo proceso creativo está influido por los gustos personales de su autor. Pero, además de eso, en este caso basta con investigar un poco sobre la biografía del compositor alemán para percatarse de que, con casi total seguridad, Sagan desarrolló su historia partiendo del amor de éste por Clara Schumann, una mujer casi quince años mayor que él. La tendencia de Brahms a este tipo de relaciones puede hallar su justificación en algún elemento genético, o quizá simplemente en el hecho de que se había criado sin conocer ese absurdo prejuicio que veta la pasión de un varón joven hacia una mujer madura. Su padre, llamado Johann Jakob ―Brahms, claro está―, tan sólo contaba con 24 años cuando se casó con la madre del músico ―también llamada Johanna―, de 41: una mujer de cuerpo menudo y salud frágil, aquejada de una severa cojera de nacimiento y no excesivamente agraciada físicamente, pero dotada de una extraordinaria fuerza moral y de una fuente de cariño inagotable. Esa atracción por las mujeres mayores no sería el único rasgo de su personalidad que Johann Jakob transmitiría a su segundo hijo, que también heredaría de él su pasión por la música. Nacido y criado en la posada que regentaba su familia, el padre de Brahms no pudo costearse una formación académica, por lo que tuvo que conformarse con aprender a tocar de oído varios instrumentos y a ganarse la vida en bandas militares y pasando la gorra de taberna en taberna.
El 7 de mayo de 1833, en la modesta vivienda que la familia poseía en uno de los barrios más empobrecidos de Hamburgo, nacía nuestro Johannes Brahms. A pesar de las enormes privaciones que padeció y de la invalidez de su hermana mayor, víctima de migrañas casi constantes, todo indica que vivió una infancia muy feliz y que creció en un ambiente lleno de amor y alegría del que siempre se sintió deudor y orgulloso ―hombre por lo general poco dado a pleitos, ya en su madurez llegaría a demandar a uno de sus biógrafos por haber afirmado que en realidad había sido un niño prodigio explotado―. El joven Johannes tampoco pudo pagarse clases serias de música, por lo que tuvo que contentarse con alguna que otra lección de piano esporádica de la que aprovechó hasta las migajas.
Tras sufrir con 13 años un espantoso atropello al que sobrevivió milagrosamente ―las dos ruedas de uno de los lados de un carruaje pasaron sobre su pecho, que tan sólo aguantó sin ser completamente aplastado gracias a la portentosa musculatura que había adquirido en el gimnasio de la escuela―, tuvo que soportar un largo periodo de convalecencia que le obligó a abandonar los estudios ordinarios. En cuanto se vio recuperado, y al igual que había hecho su padre, comenzó a ganar algún dinero tocando el piano en las tascas mugrientas de Sankt Pauli, barrio que por aquel entonces atesoraba incluso más sordidez que en la actualidad, sin asomo de la atracción turística que hoy le caracteriza. Su público se nutría de pordioseros, marineros borrachos y prostitutas de saldo, un ambiente del que se aislaba leyendo libros de segunda mano a la vez que tocaba ―gracias a ello, conoció la literatura clásica desde muy joven y, sin ser creyente, era capaz de disertar sobre la Biblia con la misma solvencia que un buen teólogo―. La fama del niño pianista se extendió rápidamente por toda la ciudad y llegó a oídos de Edvard Marxsen, uno de los profesores de música más prestigiosos del momento ―se había formado con un discípulo directo de Mozart―. Tras escucharle tocar, Marxsen insistió en formarle gratuitamente, pues no soportaba la idea no sólo de que se perdiera un talento tan impresionante, sino de que su poseedor se conformase con llegar a ser un buen concertista. Por ello, dejó en segundo plano las lecciones de piano ―instrumento que, a su modo algo heterodoxo, Brahms ya dominaba― para instruirle en teoría armónica y técnicas compositivas. Además, demostró la suficiente objetividad como para no dejarse llevar por modas y descubrirle las obras de Beethoven y de Bach, que en aquellos años eran mayoritariamente denostados por anticuados.
Gracias a la intermediación de Marxsen, Brahms debutó con 15 años como concertista de piano en una sesión en la que coincidió con Joseph Joachim, que más tarde se convertiría en uno de los grandes amigos de su vida y que, con sólo dos años más que él, ya era reconocido como un virtuoso del violín. Brahms interpretó música de baile sin mayores pretensiones y bastante fácil de tocar; sin embargo, tuvo la valentía de cerrar su recital con una complicadísima fuga de Bach que, al parecer, ejecutó a la perfección. Satisfecho con su propio trabajo, el joven músico debió de sentirse bastante frustrado cuando comprobó que el público no mostraba el más mínimo interés por su talento. Seguramente nadie le advirtió de que el aficionado medio de la época distaba mucho de poder ser calificado como melómano y de que más bien acudía a los conciertos a dejarse ver y a divertirse presenciando a niños prodigio o a intérpretes consagrados, a los que se exigía exagerar sus filigranas. Brahms ya no era lo uno y todavía no había llegado a ser lo otro, así que su presencia en el escenario resultaba de lo más aburrida. Bastante decepcionado con la experiencia, tardó meses en volver a presentarse en público; pero ya llevaba la lección bien aprendida: dado que no le iban a hacer ni caso, afrontó únicamente piezas de su propio gusto sin pensar en los del respetable, e incluso incluyó algunas composiciones propias que no desentonaron entre las de los grandes maestros. Desgraciadamente, hoy no se conserva ninguna de ellas porque fueron destruidas por su propio autor, al que le daba por prender fuego a sus partituras cada vez que caía en el desánimo. Por culpa de esta molesta y peligrosa tendencia a la piromanía selectiva, nadie sabe con certeza cómo fue evolucionando su estilo compositivo ni con qué edad comenzó a escribir música.
Con 19 años, tal y como también habían hecho ya o harían más tarde Berlioz, Verdi, Grieg, Wagner o Schumann, y acompañado por una carta de recomendación firmada por Joachim, Brahms viajó a Weimar para rendir su tributo personal a Liszt, en esa especie de corte palaciega a lo Warhol decimonónico que el húngaro había ido creando a su alrededor. El resultado del encuentro, sin embargo, no debió de resultar demasiado estimulante para ninguno de los dos, pues si bien parece que se trataron con cordialidad, ambos se dieron cuenta muy pronto de que sus respectivas concepciones musicales no podían ser más opuestas. Suele contarse la anécdota de que el joven Brahms se quedó dormido mientras Liszt le hizo el honor de tocar para él una de sus últimas composiciones; pero lo cierto es que no se sabe de dónde surge esa historia, porque ni el uno ni el otro hicieron jamás referencia directa a semejante episodio. Más bien parece otro capítulo de esa especie de narración mitológica que ha dado en llamarse “la guerra de los románticos” y que, salvo por un par de ataques cruzados entre Wagner y el propio Brahms a raíz de un manifiesto estilístico publicado por éste, en realidad se redujo a la confrontación respetuosa de dos maneras de comprender la misma música: ambas admitían a Beethoven y a Mendelssohn como sus principales puntos de partida; sin embargo, los seguidores de Liszt y Wagner consideraban que la vía se había agotado y que se imponía crear una música nueva, mientras que el bando representado por Schumann y Brahms abogaba por continuar profundizando en la línea clásica.
Tres años más tarde, una gira lo llevó a permanecer varias semanas en Bonn, la cuna de Beethoven. Allí conoció a varios músicos de su edad, y fue en casa de uno de ellos, Carl Reinecke, donde se reconcilió para siempre con la figura de Schumann, a quien detestaba desde que éste, por motivos que se desconocen ―Schumann siempre alegó no recordar el incidente―, le había devuelto sin abrir un paquete con composiciones propias que Brahms le había intentado hacer llegar por correo para conocer su opinión. El despecho sufrido le había llevado a ignorar al maestro durante esa temporada, pero Reinecke le mostró varias partituras de sus últimas obras. Muy a regañadientes, Brahms se sentó al piano para interpretarlas y en seguida sintió que aquella era exactamente la música que le habría gustado componer a él. Sin pensárselo dos veces, y en una reacción pasional muy acorde con el espíritu romántico, suspendió lo que le quedaba de gira y partió con lo puesto hacia Düsseldorf, donde los Schumann tenían su residencia. Así, el 30 de septiembre de 1853, Brahms se plantó delante de una casa discreta de clase media y, de manera distraída, llevó a cabo el acto que cambiaría su vida para siempre: pulsar el timbre.
Brahms pudo comprobar que el hombre que le recibió, con su más cortés y humilde naturalidad, no evidenciaba ningún rasgo propio de alguien capaz de rechazar un paquete de partituras de un joven admirador. A pesar del abismo de popularidad y reconocimiento, y de los veintitrés años de edad que les separaban, ambos debieron de conversar como si se conocieran de toda la vida. Schumann le invitó a tocar algo para él y Brahms comenzó a interpretar su “Sonata para piano nº 1 en do mayor, Op. 1” (1853). Sin embargo, cuando apenas había concluido algunos compases del primer movimiento, fue interrumpido por el veterano, que salió escopetado de la sala sin dar ninguna explicación. Brahms permaneció sentado al piano, dudando entre si había ofendido al maestro con su torpeza o si éste había sentido algún tipo de necesidad física irreprimible. Sus temores se despejarían al poco rato, cuando Schumann regresó acompañado por Clara, su esposa y, según Chopín, “la única mujer de toda Alemania capaz de tocar música”. Ya por aquel entonces, Clara era una de las pianistas más cotizadas del mundo y, por supuesto, Brahms lo sabía muy bien, por lo que se sintió muy honrado cuando Schumann le pidió que comenzara de nuevo con su sonata para que su mujer pudiera disfrutar de ella. Aquel día, Schumann escribió lo siguiente en su diario: “Visita de Brahms, un genio”. Clara, sin embargo, se explayó algo más:
Aquí hay alguien que parece haber llegado enviado por Dios. Ha tocado para nosotros sonatas, scherzos, etc, todo compuesto por él. Todas sus composiciones mostraban su imaginación exuberante, la profundidad de sus sentimientos, su maestría de la forma… Robert dice que no hay nada que pueda aconsejarle, nada que añadir o eliminar. Resulta emocionante verle sentado al piano, con ese rostro joven e interesante que se transforma cuando toca; esas manos hermosas, que superan las mayores dificultades con facilidad (sus obras son muy difíciles) y, además, esas composiciones tan sobresalientes. Ha estudiado en Hamburgo con Marxsen, pero lo que nos interpretó desprendía tal maestría que sólo se puede pensar que el buen Dios lo envió ya preparado a este mundo. Tiene un gran futuro por delante, y cuando comience a escribir para orquesta encontrará el verdadero terreno en el que desarrollar todo su genio. Robert dice que lo único que hay que desear al respecto es que el cielo le conceda salud.
Curiosamente, no se conserva ni la más mínima alusión a Clara en la correspondencia inmediata de Brahms. En ella, el joven compositor se deshace en elogios a Schumann y se muestra tan ilusionado que cae en el riesgo de dejarse atropellar por la ansiedad. En cambio, como si de un tabú freudiano se tratara, ni siquiera se atreve a nombrar a la que, presumiblemente, acabó desencadenando la mayor pasión amorosa de su vida:
¿Qué podría contarte acerca de Schumann? ¿Debería deshacerme en panegíricos de su genio y de su carácter? ¿O debería lamentar que la humanidad, una vez más, esté cometiendo el gran pecado de juzgar equivocadamente y no honrar a un buen hombre y a un artista divino? Yo mismo, ¿durante cuánto tiempo he cometido ese pecado? Sólo después de salir de Hamburgo pude conocer y rendir homenaje a las obras de Schumann. Siento que debo implorar su perdón… Sus elogios me han hecho sentir tan feliz y tan fuerte que apenas sé si seré capaz de esperar a que llegue el momento en que pueda trabajar y crear con tranquilidad.
Mientras que Brahms se limitaba a elogiar a Schumann en privado, Schumann empleó todos sus recursos para promocionarle. Envió al Neue Zeitschrift für Musik ―un periódico que él mismo había fundado en 1834― un extenso artículo, titulado “Nuevas vías”, en el que loaba la figura de su flamante pupilo como si se tratara del mesías tanto tiempo esperado. Aquella sería su última colaboración con la publicación, y cerraba el círculo que había abierto veinte años antes con su “¡Quítense el sombrero, señores! ¡Un genio!”, dedicado a Chopin ―es completamente falso, por cierto, que éste calificara el artículo de “soberana estupidez”―. Al igual que le había ocurrido al polaco en su día, las palabras de Schumann hicieron que Brahms pasara en pocas horas de ser un perfecto desconocido a ocupar una hornacina entre los mejores compositores de la historia. Lo malo era que su obra resultaba todavía muy escasa, y lo peor que le horrorizaba mostrarla en público. Aquejado de la clásica inseguridad del perfeccionista, sentía que nada de lo que había hecho hasta el momento resultaba digno de las expectativas creadas, por lo que volvió a prender fuego a su creación, salvando únicamente sus tres sonatas para piano, un scherzo y un puñado de canciones: un bagaje claramente insuficiente como para codearse con las divinidades. Las cartas que envió durante esa etapa no dejan atisbo de duda acerca de la presión tremenda a la que se vio sometido, lo que le llevó a no presentar prácticamente nada nuevo en seis años. Pero su silencio, lejos de sepultarle poco a poco en el olvido, fue acrecentando la impaciencia de la crítica, parte de la cual se cansó de esperar y comenzó a referirse a él como “el pequeño Mesías de Schumann”. No obstante, el hecho de que prácticamente ninguna de sus obras viera la luz no quería decir que no estuviera componiendo: lo hizo sin descanso y de manera sacrificada, despojándose incluso del placer que anteriormente le reportaba su trabajo; simplemente, nunca acababa de revisarlas por miedo a hacer el ridículo. “Todavía sigo siendo un ignorante y no sé cómo ayudarme”, le confesaría a Joachim tras suplicarle que criticara sin piedad su primer Concierto para piano poco antes de su estreno, el 22 de enero de 1859.
La reacción del público y de la crítica, que por aquel entonces estaba cerca de ser lo mismo, no fue mala, como él se temía, sino absolutamente desastrosa. Sin embargo, le vino bien el tortazo. Quizá cualquier otro se habría levantado la tapa de los sesos; pero no alguien como él. Los ataques le resultaron tan furibundos que llegó a comprender que en gran medida estaban infundados. Por ello, lejos de hundirse, perdió gran parte del miedo a la exposición pública y se motivó para crear con más soltura, como uno de esos equipos de fútbol que necesitan uno o dos goles en contra para acabar demostrando lo que realmente valen.
Brahms tampoco tardaría demasiado en descubrir que la incontenible alegría que percibió en casa de los Schumann durante su primera visita no constituía la norma de su existencia, ni mucho menos. La casualidad había querido que ese mismo día Clara hubiese descubierto que estaba embarazada de su séptimo hijo, mientras que Robert Schumann acababa de superar una de sus crisis mentales más graves. Ese tipo de ataques de corte neurasténico venían torturándole desde su adolescencia con depresiones, cefaleas, vértigos y ataques de pánico; pero en esta ocasión había llegado a perder el habla y a sufrir alucinaciones. De puertas afuera, hacía lo posible por seguir aparentando normalidad, pero lo cierto es que se había convertido en un ser completamente dependiente de su esposa. La realidad saldría definitivamente a la luz el 24 de febrero de 1854, menos de medio año después de su primer encuentro con Brahms, cuando se arrojó al Rin para huir de las voces diabólicas que lo atormentaban ―como él mismo explicaría días después de ser rescatado in extremis―. Dado que ya carecía de sentido seguir fingiendo, Schumann pidió ser internado en un sanatorio, donde permanecería hasta su muerte, que acaecería un par de años más tarde. La revelación de la verdad sobre su nuevo maestro impresionó tanto a Brahms que, como si se tratara de un pariente muy cercano, prácticamente no se separó de Clara durante todo ese tiempo:
El bueno de Brahms siempre se muestra como un gran amigo. No habla mucho, pero puede verse en su cara, en sus ojos que todo lo dicen, el dolor que comparte conmigo por ese hombre al que tanto ama y reverencia. Además, siempre hace todo lo posible por alegrarme con cualquier excusa referente a la música. Viniendo de un hombre tan joven, soy doblemente consciente del sacrificio que debe suponerle, porque estar conmigo en estos momentos tiene que ser un sacrificio para cualquiera.