Ramón Casas i Carbó nació el 5 de enero de 1866 en una lujosa vivienda del paseo de Gracia. Su padre fue un indiano que había amasado una gran fortuna en Cuba, mientras que su madre pertenecía a una destacada familia de la burguesía textil catalana y, por lo tanto, ya traía la fortuna de serie. En cuanto tuvo la edad necesaria, el pequeño Ramón fue matriculado en el Colegio de Carreras, una institución educativa privada que, en pleno barrio de San Gervasio, pretendía ser una adaptación de los colleges ingleses a las costumbres españolas. A pesar de que era considerada la mejor escuela infantil de Barcelona, la combinación de la disciplina británica con la moral hispánica generaba una atmósfera opresiva a la que no todos los niños respondían de la misma manera. El futuro pintor fue uno de los muchos que no pudieron soportarla, de modo que abandonó los estudios definitivamente a los a los 11 años tras encadenar una racha de suspensos difícilmente igualable. Fueron los responsables del propio Colegio los que se lo recomendaron a sus padres, después de advertirles que el problema no era que su hijo fuese tonto de remate, sino que tan sólo mostraba interés por el dibujo y aquél no era el lugar más apropiado para explotar esos talentos.
Dado que el arte seguía considerándose un oficio manual y que la clase social a la que pertenecía se basaba en el aparente respeto a las costumbres, lo normal hubiera sido que la familia Casas i Carbó hubiese tratado por todos los medios de reconducir la vocación del niño hacia el ejercicio de alguna respetable profesión universitaria. Sin embargo, el matrimonio demostró poseer una mentalidad verdaderamente progresista y lo colocó inmediatamente como aprendiz en el taller de Juan Vicens, del que hoy no se acordaría nadie de no haber tenido a ese niño como alumno. Relativamente cotizado en su momento gracias a sus empalagosos y tópicos cuadros románticos de temática histórica, lo cierto es que la técnica de Vicens dejaba mucho que desear y su concepción de la pintura venía desfasada en más de medio siglo, por lo que no parece que influyera positivamente en su nuevo pupilo en mucho más que en la manera de agarrar el carboncillo. De hecho, es posible que los dos grandes defectos que en ocasiones se le achacan a la pintura de Casas: sus dificultades para determinar el encuadre ideal y sus composiciones en ocasiones confusas y desequilibradas, tengan su origen en vicios adquiridos de su primer maestro.
Mucha más importancia debieron de suponer para su desarrollo artístico las lecciones que, con 15 años, tomó de Carolus-Duran en París, en cuyo estudio seguramente coincidió con Sargent. Al igual que al norteamericano, Carolus-Duran debió de instruir a Casas en la adoración suprema a Velázquez para convencerle de que pintara directamente sobre el lienzo y se olvidara de realizar apuntes al carboncillo, porque ―según había intuido él mismo― así era como trabajaba el genio de Sevilla. Seguramente Casas decidió comprobarlo por sí mismo, porque en 1885 se trasladó a Madrid durante una temporada para estudiar la obra de Velázquez in situ y realizar varias copias de sus obras en el Museo del Prado. Tras este intenso periodo práctico, consideró que su formación básica ya estaba terminada, así que se lanzó a presentar sus propios cuadros a diferentes concursos españoles y franceses, entre ellos al del Salón de los Independientes. Igualmente destacable es su estancia en Granada durante unos meses, en los que, además de enamorarse de la estética andaluza ―como demostraría en sus series de “chulas” y “manolas”―, aprovechó para aprender a tocar la guitarra con bastante soltura. De su afición y facilidad para la música también da buenas muestras el hecho de que igualmente se iniciara en el violonchelo con el único fin de interpretar partituras de Wagner, al que según parece adoraba.
La primera manifestación pública de su trabajo fue un dibujo a plumilla y tinta china, aparecido en el número 6 de la revista L’Avens, en el que representaba el claustro del monasterio de San Benet de Baiges. De inspiración catalanista, L’Avens ―posteriormente L’Avenç― era una publicación mensual dedicada a las artes, ciencias y letras. Aparte de recopilar una buena colección de artículos e ilustraciones sumamente interesantes, su verdadera importancia histórica radica en el hecho de que se preocupó por renovar y depurar la gramática de la lengua catalana, por entonces prácticamente descodificada, hasta lograr asentar la que hoy en día es aceptada por el Institut d’Estudis Catalans ―cuya autoridad lingüística se extiende a Cataluña, el Rosellón, Andorra y las Islas Baleares; pero no a Valencia ni a las zonas catalanoparlantes de Aragón―.
Generalmente se ha pensado que la relación de Casas con la publicación fue tangencial y basada en amistades con algunos miembros de su grupo fundador. Sin embargo, el redescubrimiento reciente del diario de Jaume Massó i Torrents, primer director de la revista, evidencia que Casas no sólo participaba activamente en el proyecto, sino que fue su máximo contribuyente financiero en un primer momento ―al parecer, mediante la aportación de una onza de oro que había recibido como regalo por su decimoquinto cumpleaños―. Estas revelaciones han motivado un cierto cambio en la forma de analizar la personalidad del pintor, que tradicionalmente ha sido considerado como una especie de bon vivant sin demasiado interés por lo intelectual ―a pesar de que posteriormente también impulsaría las revistas Pèl & Ploma y Forma―. El origen de esta confusión se encuentra en el hecho de que se conocen muy pocas manifestaciones propias del artista, que además de ser bastante reservado, tenía la costumbre de incluir muchos más dibujos que palabras en su correspondencia ―por lo demás muy escasa―.
Así, la mayor parte de la información que hoy en día se tiene sobre Casas proviene de testimonios indirectos, algunos de ellos emitidos por los que fueron sus más cordiales rivales, por lo que conviene desconfiar de las intenciones con las que fueron lanzados, sobre todo cuando nos encontramos ante afirmaciones tan increíbles como que no sabía lo que era el impresionismo: “Lo más discreto era no preguntarle, porque no estaba enterado; a pesar de ser un pintor impresionista” (Joaquín Folch i Torres). Josep Pla, en su “Un señor de Barcelona” (1953), extendiendo esas características a todos los pintores catalanes que en su día desembarcaron en París ―excepto a Miquel Utrillo, al que considera el único intelectual del grupo―, le presenta como un tipo humilde al que le tenía sin cuidado todo lo que no fuesen sus propios pinceles. Pío Baroja, sin embargo, le menciona en sus Memorias como una persona tan simpática como consciente de su imagen de ignorante, la cual se tomaba con bastante ironía: “¿Sabe usted qué hay que leer para ser un buen pintor? […] Yo no sé escribir comedias o pronunciar conferencias como el company Rusiñol, y eso me preocupa”. Independientemente de lo que efectivamente le diera por leer a Casas, lo cierto es que existen innumerables testimonios que le sitúan como un habitual de las tertulias culturales de la época, no sólo en Barcelona, sino también en París y en Madrid. Lo que no podemos saber es si acudía como mero oyente o si se animaba a dar su opinión. En cualquier caso, no existe constancia de que jamás emitiera ninguna estupidez antológica, lo cual ya puede considerarse un indicio sólido de que su pretendida ignorancia no era tal o, al menos, tan supina como algunos pretendieron hacer ver. Igualmente, entre sus amistades más o menos cercanas se encontraban Satie, Unamuno o Albéniz: tres personajes a los que las estupideces no solían entretenerles durante demasiado tiempo.
Obviamente, su constante ir y venir a París sin todavía contar con la más mínima fuente de ingresos tan sólo fue posible gracias a la privilegiada situación económica de su familia, lo cual le dificultó mucho ser aceptado como un igual en el ambiente artístico parisino. Allí, durante una buena temporada, compartió alojamiento en el Moulin de la Galette con Miquel Utrillo, Ramón Canudas y su inseparable Santiago Rusiñol, al que había conocido un par de meses antes y con el que había recorrido toda la Cataluña rural en carro ―experiencia recogida en el libro “Por Cataluña desde mi carro” (1889), con texto de Rusiñol e ilustraciones de Casas―. Desde su privilegiado emplazamiento, ambos amigos se divertían remitiendo crónicas a La Vanguardia en las que, generalmente en tono de sorna, relataban las peculiaridades de la vida parisina. Además de para acabar de perfeccionar su técnica y para dominar los recursos propios del impresionismo, esa especie de Erasmus que vivieron los cuatro les sirvió para pasárselo bastante bien. Se conservan algunas fotos de aquel periodo, en las que Ramón Casas suele aparecer especialmente exultante de vida; y no era para menos, si tenemos en cuenta que tres años antes se le había diagnosticado una tuberculosis ―que al final no fue tal, sino algún otro tipo de afección respiratoria―, con todo lo que ello implicaba en aquellos tiempos: un riesgo cierto no sólo de muerte o invalidez perpetua, sino también de exclusión social.
Tras su regreso definitivo a Barcelona, en ambos amigos surge la idea de abrir una especie de café-cabaret al estilo de los de París, casi calcado a Le Chat Noir, que sirviera a la vez como lugar de ocio y reunión y como foco cultural y artístico. De este modo, junto con otros socios, en 1897 inauguran Els Quatre Gats en el carrer de Montsió nº 3, que pronto contó también con su propia revista. Durante sus escasos seis años de vida, el local se convirtió en uno de los puntos de referencia de la cultura modernista europea y sirvió para que, entre otros, un jovencísimo Pablo Picasso realizase su primera exposición individual en 1900. Igualmente importante fue su implicación en los primeros tiempos del Círculo del Liceo, para el que realizó su famosa Rotonda, compuesta por doce plafones que aún hoy pueden contemplarse en su ubicación original.
Una característica de la pintura de Casas que no suele ponerse de relieve, quizá porque en nuestros días resulta difícil de valorar en su justa medida, es su manera de reflejar a los personajes femeninos como seres autosuficientes, generalmente individualizados y sin compañía masculina. Además, en la mayoría de las ocasiones los plasma realizando actividades que actualmente no tendrían nada de llamativo ―como leer, escribir, fumar un puro, jugar al billar, montar en bicicleta o incluso conducir un automóvil―, pero que en la Barcelona de aquella época resultaban extraordinarias si las practicaba una mujer: no olvidemos que más del noventa por ciento de las españolas eran analfabetas, y un porcentaje aún mayor dependía jurídica y económicamente de sus padres o maridos en un régimen similar a la tutela. Sus dibujos y pinturas, por lo tanto, más que responder a la etiqueta de reflejo de la sociedad burguesa que generalmente se les atribuye, contienen un fuerte elemento reivindicativo que ahora, por suerte, tiende a pasarnos desapercibido. En definitiva, Casas no retrataba a la sociedad como realmente era, sino como él creía que tenía que llegar a ser.
Por otra parte, el artista barcelonés tampoco dudó en pintar mujeres que, igualmente dotadas de independencia, no parecen demasiado felices con el resultado de su lucha, sino melancólicas, cansadas o incluso desesperadas. El mejor ejemplo quizá sea esta “Madeleine”, originalmente titulada “Au Moulin de la Galette”, que actualmente puede contemplarse en el Museo de Montserrat tras pasar por varias colecciones privadas ―entre ellas la de Enric Batlló, que fue su primer propietario―. Probablemente se trate de su obra maestra más destacada, y encierra en su interior mucho más de lo que puede percibirse a primera vista. La modelo es Madeleine Boisguillaime, una profesional que, entre otros, también posó para Manet o para Toulouse-Lautrec. Contrariamente a lo que suele decirse con bastante ligereza, no se trata de una visión “robada” de la actitud que aquella joven solía tener en el cabaret, sino que Casas la contrató ―de hecho, era una de sus modelos habituales, por ejemplo en “Antes del baño”― para reconstruir en óleo una escena que vivió realmente y que bien pudo acabar en tragedia. Parece ser que una determinada mujer que por aquel entonces solía acostarse con Utrillo, le vio tonteando con alguien que no debía de caerle nada bien y, espoleada por el absenta y el despecho, perdió los estribos y se sacó una pequeña pistola del refajo, cuyo cargador vació a bulto sobre la pareja ―con nefasta puntería, por cierto―. Por lo tanto, esa mirada de desesperación no es sino una mirada de celos dirigida hacia las sombras que podemos intuir reflejadas a su derecha.
Otra de las peculiaridades de este cuadro, aunque nadie lo note, es que está formalmente inacabado. Como puede observarse, la falda de la protagonista está apenas esbozada, e incluso se duda de que fuese a ser finalmente blanca. El motivo es que Casas tuvo que regresar apresuradamente a Barcelona debido a una recaída en su enfermedad respiratoria mientras trabajaba en el lienzo, que se llevó consigo. Una vez recuperado, o bien pensó que así estaba perfecto, o bien necesitó exponerlo con urgencia, porque el hecho es que sólo lo retocó para estampar su firma. Unos años más tarde, realizaría otra versión para la Rotonda del Círculo del Liceo, en esta ocasión muy suavizada y adaptada a la atmósfera de lo que se suponía que tenía que ser un sitio para reunirse y charlar tranquilamente.
No cabe duda de que Casas logró aprovechar al máximo la energía expresiva de Boisguillaime; pero, aunque la retratara en numerosas ocasiones, el papel de su musa por excelencia no le pertenece a la francesa, sino que está reservado para quien se convertiría en el gran amor de su vida: una vendedora de lotería llamada Júlia Peraire a la que conocería en 1905, cuando ella sólo contaba con 17 años de edad, y con la que no podría casarse hasta 1922 debido a asuntos de clase social. Si el pintor ya guardaba con celo su propia vida privada, más aún lo hacía con la de las personas a las que quería, por lo que se sabe muy poco de esta mujer. Además, se da la circunstancia de que la mayor parte de los numerosos retratos que le realizó se hallan en manos privadas ―como la mayor parte de su prolífica obra, por otra parte, lo que dificulta conocer su extensión real; aunque se estima que, entre óleos, carteles y dibujos, ésta oscila entre los tres mil y los cuatro mil trabajos, una buena parte de ellos completamente desconocidos―.
Sin duda, su obra maestra consagrada a Júlia es “La Sargantain”, óleo realizado en 1907, donde resulta obvio que entre ambos existía una gran pasión que Casas no trató de disimular. El título del cuadro proviene del mote con el que esta chica era conocida en sus tiempos de lotera: la Sagartana (o la Lagartija); y aunque la forma “sagartain” no tiene ningún sentido, todo parece indicar que se trata de un juego de palabras entre el catalán y el castellano, por lo que podría traducirse como “la lagartona” ―que probablemente tendría para ellos algún significado de alcoba―. Curiosamente, Casas no encontró ningún problema en presentar al premio del Círculo del Liceo la que seguramente fue una de sus obras más íntimas ―donde resultó ganadora―, de modo que hoy podemos verla presidir el Gran Salón de dicha institución. Mujeriego, juerguista, bebedor y comilón como pocos, el joven pintor hedonista acabó transformándose en un hombre maduro plenamente enamorado de una sola mujer que, a juzgar por la aparente franqueza con la que la refleja, debía de colmar plenamente todos sus aspiraciones físicas e intelectuales. Este deseo animal debió de irse apaciguando con el paso de los años, como atestigua el contenido erótico cada vez menor de los lienzos sobre Júlia, a la que acaba convirtiendo en una especie de muñeca a la que cambiar de vestido todos los días. A su lado permaneció hasta el 29 de febrero de 1932, cuando, ya en un tiempo que no tenía demasiado que ver con el que le había visto brillar y tras varios años en los que su hígado había comenzado a quejarse, una apoplejía se lo llevó por delante de la noche a la mañana.
Su gran faceta profesional, y la que sin duda le reportó mayores beneficios económicos, fue la de retratista por encargo. Sin llegar a ser propiamente pintor de Corte, tuvo la oportunidad de pintar a Alfonso XIII y a varios miembros de su familia, así como a numerosas personalidades políticas o culturales. Cabe destacar en este aspecto que la exposición de sus óleos a los rayos infrarrojos ha revelado que en este tipo de trabajos “traicionaba” las enseñanzas de Carolus-Duran, pues empleaba el dibujo previo con fruición, algo que, por ejemplo, no hizo ni en “Madelaine” ni en “La Sagartain”. El porqué recurría a métodos creativos distintos dependiendo de cuál fuese el destino del cuadro es todo un misterio. Desde luego, no parece que se tratara de ningún problema de inseguridad, puesto que su dominio del dibujo era tal que le bastaba con imaginárselo para pintar “sobre él”. Al igual que ocurrió con Sorolla, su fama llegó al otro lado del océano y, de la mano del millonario norteamericano Charles Deerling, en 1908 comenzó una serie de frecuentes estancias en los Estados Unidos ―“una viña que no da uvas, pero sí muchos dólares”―, de dónde siempre volvía con la bolsa bien repleta.
Como con tantos otros pintores de la época, se ha suscitado el debate, en gran pare estéril, de si el estilo de Casas puede considerarse impresionista o no ―como si sólo hubiese un único estilo impresionista―. Aunque se sabe que mantuvo buenas relaciones con varios pintores del grupo, especialmente con Degas, el catalán nunca estuvo integrado en ese ambiente. Es cierto que solía pintar al aire libre y que prácticamente siempre renunció al contorno de las figuras, así como que gran parte de su obra redunda en escenas propias de los primeros maestros impresionistas; sin embargo, su pincelada es larga y delicada y su paleta suele ser suave, aunque gustase de añadir vivos elementos rojos ―muy característicos― para llamar la atención del espectador. Por ello, más que impresionista o postimpresionista ―como generalmente se le califica―, la pintura de Casas podría ser más bien señalada como “manetista”, pues no cabe duda de que de Manet, otro fanático de Velázquez, tomó gran parte de su manera de tratar la luz y de jugar con los contrastes entre tonos claros y negros o muy oscuros.
Su forma de entender la pintura es mucho más conservadora que la de sus contemporáneos franceses y, aunque claramente marcada por la luz mediterránea que también iluminó a Sorolla o a su queridísimo Rusiñol, le conecta más con el academicismo que con la ruptura con la realidad objetiva que comenzaron a llevar a cabo artistas como Monet, Van Gogh o Gauguin. La razón de su frescura y de su modernidad hay que buscarla más bien en los temas que trató, plenamente actuales para su época y prácticamente inéditos en los lienzos españoles en general y catalanes en particular. Aunque nuevamente pueda sorprendernos, sus escenas de vida nocturna o sociales, algunas de ellas más propias de las fotografías de un periódico que de un cuadro, resultaron en su momento una apuesta más que arriesgada que le reportó varios ataques por parte de la crítica barcelonesa, que en aquellos años era en general mucho más conservadora que la madrileña ―que casi siempre le fue muy favorable―.
Su tendencia evolutiva, sin embargo, y sin llegar a ser nunca demasiado visible, siempre estuvo orientada a dotar de más realismo a sus cuadros, hasta el punto de que en algunas etapas casi puede equipararse al naturalismo literario. Lienzos crudos y cargados de denuncia, como “El garrote vil” (1894) o “La carga” (1899), dejaron plena constancia de una época de grandes conflictos sociales que no presagiaban nada bueno. Al igual que muchos jóvenes burgueses de su generación, tanto Casas como Rusiñol tontearon con el anarquismo durante una temporada, y aunque nunca perdieron su espíritu libertario, quedaron horrorizados cuando comenzó el rosario de crímenes y atentados cometidos bajo la bandera rojinegra. En cualquier caso, el hecho de que Casas pusiera el acento en la represión pública en lugar de en los desórdenes en sí, le hizo ganarse las antipatías de la oligarquía catalana ―y nuevamente las simpatías de la crítica madrileña y numerosos premios internacionales, lo cual hizo que su cotización se disparase entre los coleccionistas―.
Hay quien asegura, sin demasiado sustento, que Ramón Casas fue la primera persona en emplear la palabra “modernismo” en España. Como resulta evidente, no hay manera de saber si fue el primero o el trigésimo cuarto; pero lo que está claro es que la introducción del vocablo sí que se produjo a través de las revistas barcelonesas en la que el pintor estaba implicado, como también lo está que fue uno de los primeros en comprender y abrazar lo que significaba ese concepto. Gran prueba de ello es su actividad como cartelista, un género típicamente intersecular y motivado por la introducción de nuevos productos en el mercado y por el auge de las marcas y de la fabricación a gran escala. Sus trabajos para Anís del Mono o Codorníu ―por citar dos empresas que hoy siguen activas― venían claramente inspirados por la publicidad que contenían determinadas revistas alemanas que solían venderse entre la burguesía barcelonesa y le sitúan como el modelo en el que se mirarían los grandes publicistas españoles de principios del siglo XX, como Rafael de Penagos.
Por desgracia, la memoria del que fuera uno de los pintores españoles más destacados de la Edad Contemporánea, y puede que el mejor pintor catalán del siglo XIX, parece condenada a ir oscureciéndose poco a poco por motivos ajenos al arte. Al ostracismo al que le ha ido sometiendo esa especie de fobia paranoica que algunos españoles demuestran ante todo lo que huela lejanamente a butifarra, se ha unido en los últimos años la utilización tergiversada de su figura por parte de algunos catalanes. Tanto los unos como los otros deberían saber que el hecho de que en su día Casas reivindicara la identidad cultural catalana ―tal y como en sus respectivas tierras hacían por entonces los castellanistas, los andalucistas o los galleguistas― de ningún modo significa que hoy en día hubiese tenido una estelada descolorida colgada en su balcón. Si alguien se molesta en leer el manifiesto fundacional de la revista L’Avens, publicado el 3 de julio de 1881 bajo el título de “El nostre propòsit” (“Nuestro propósito”), se dará cuenta, con alivio o con turbación, de que en él que no puede encontrarse ni la más remota referencia al independentismo, sino más bien una encendida defensa de la cultura cosmopolita, la modernidad, el progresismo y el europeísmo. A Casas le gustaba ser catalán y le gustaba ser español, y en ningún momento puso en duda ninguna de las dos cosas, seguramente porque nadie le obligó a pronunciarse al respecto y a él ni se le pasó por la cabeza plantearse que hubiera que elegir.